Por
accidente, alguien acaba tomando la mano de alguien; son dos cuerpos
separados
en el tiempo, dos manos cada una en su momento de pasión, en su indolencia, su
territorio. Dos almas en flor,
una en
el parque y más allá, rodeada de moléculas preciosas, el espectáculo del miedo
en toda
su agónica majestad, pavor y rododendros, manuales de jardinería y libros gruesos.
La persona del parque
–intolerablemente
bella, dolorosamente–, ¡qué digna!, ha contemplado ya todo el estupor,
la
belleza del mundo (y el mundo es tan escaso, protegido por cuatro paredes de
luz), ha dado
forma a
su deseo, no lo ha llamado amor.
Jordan
de la mano de un espíritu, bajo la lluvia que es también un espíritu salvaje,
el ansia
pura de
los cielos –afán de perfección para los ángeles.
Entre
los ángeles, un secreto, un señuelo, la modestia del pecado contra el orgullo
de dios. Antes, treinta monedas
para
comprarlo todo, ahora solo un monstruoso número rojo
gigante
a las puertas del templo.
Cuando
un fantasma se aparece en medio de la habitación, o aparece sobre el aparador,
sentado
en el
sofá, y resulta: el tipo maqueado que se fuma un cigarrillo, el viejo amigo
muerto años atrás, el personaje
famoso
muerto por sobredosis de heroína moderna. Cuando Destiny pasa rodando en un
descapotable
por
delante de la funeraria y los pájaros se detienen en el aire y el aire se detiene
en el aire (y su concepto) y una voz
desgrana
el abecedario del soul en la voz lenta de Sam Cooke, una guitarra desangela
el
ambiente y la fantasía toma las riendas del suceso
(ya declarado
milagro).
La
iglesia se rompió el pie, ocurrió de buenas a primeras. El campanario tuvo la
valentía de ascender a la altura
del
vértigo. Aquí quedaron la orfandad y el testimonio, la música y un preparado de
arte para los escolares; mas
qué
pronto la oscuridad fue considerada único patrimonio del estado y la gente ¡qué
mal estaba!, qué malestar
celaba
tras su abulia, su acedía y su mérito. Hasta el poema se habría reído entonces
del estandarte firmemente
enarbolado
por los estetas de guardia, y se habría tirado por el suelo lamentando tal
desaire a la gran poesía
(pero
no fue así).
Jordan
cree que la odian desde todos los ángulos de la miseria, que fancotiradores
ocultos
escogen
su figura de cisne, el remolino de su cabello alado: se equivoca. Las palabras
la siguen con el corazón
roto en
mil pedazos de labio, enmudecidas en un charco de sangre, levantando
columnas
de polvo, carne que sabe a humo y solo sufre por algo semejante al amor, o la
renuncia.
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