Ella –como un Ángel– tiene la mirada (sumida) en el
Oriente, un desarraigo, una llamada oriental, religiosa,
alta como una cumbre del Himalaya, tan nítida como la
nieve pura, el centelleo de la nieve
tersa –trazo
romántico del personaje–, una altura que se arranca con
una extravagante velocidad de escape
de la historia.
es la aristocracia del Olimpo, bah, ostenta la
mayestática representación de la finezza.
recupera su imagen, oscila entre la filantropía y la
esperanza. Tiene esa cara de buena persona, esa vitalidad
aerodinámica, sacada de unas air-jordan recién
estrenadas, remasterizadas con una gota de sangre.
contaminaba el recorrido, asustaba a las aves, resultaba
disuasorio como un arma de destrucción
creativa, tan divergente. En el aeropuerto, una retahíla
de moderaciones,
simplificando la naturaleza de las cosas: (como si
fuésemos) libres ahora.
secreto en las lecturas positivas de la comunidad. Este
Ángel –que no es–
transita sus libros viejos, sus artículos visibles, pasa
las páginas dormidas durante siglos, Turgueniev también.
un lago en la mirada, un lago frío como Walden, ah, y sin
ningún motivo las nubes
rebotan en la superficie helada, las piceas engatusan al
musgo, la hiedra se evade de la instantánea formal.
atraviesan el silencio, más silencio y más revelación, una
secuencia solo al alcance de la soledad
más intrincada, más salvaje. Sus ojos vuelven a decir que
no, pero está impresionada y requiere
una gota de nostalgia, algo de amor.
'Morning in the Adirondacks', Sanford Robinson Gifford |
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