Vacaciones en el parque, donde no haya mar. El paisaje se transforma,
muda de color
como si fuese un piano en calma trinando mariposas. Cuántos pajarillos,
o pájaros ruines, quebrantahuesos
movidos por un ansia común, grajos poéticos. Oh, la literatura
es tan fácil –ha confesado Jordan;
consiste en un poema cada vez, un problema en clase de matemáticas
pero sin salir a la pizarra, con el encerado dentro de ti.
Los extranjeros llegan de todas partes, incluso brotan de la tierra,
morrocotudos profetas, todos con barba y esa clase hipster de los desocupados;
oráculos en ruinas, todas con ese corte francés, ese flequillo carbón,
con ese corte moderno irreductible.
Esto es democrático; el hambre es un sentimiento,
la sed, un vínculo. De vacaciones se mata (el tiempo) con buena
disposición, cierto ánimo constructivo. Si las miradas
mataran, el suelo estaría cubierto de reflejos horrorosos, la sangre
estaría
saturada de horrendos tropezones.
Aquí no hay perros sueltos que arruinen el turismo. La gente
acude a ver las torres milenarias, el balcón
de Jordan,
el árbol del poeta. Hacen cola para ver pasar el cadillac
del KRIT (autobrillante), el del Big Bopper, toda la flotilla
maliciosa: es increíble, pero los cracks bajan las ventanillas y lanzan
caramelos a los niños
(que sus madres no les dejan recoger).
La novela no flaquea, no; fracasa en su momento y engorda como una
bestia bien cebada,
comprende pasajes delineados con mano maestra, pulso firme, alambicados
procesos, familias de folletín
armadas de odios seculares, dibujadas con el trazo grueso de la
orfandad. En realidad el parque representa porque
no hay familias mal avenidas: no hay familias,
los padres gandulean con aire de actores del método.
Vacaciones en el mar, a toda costa, una guerra de guerrillas para la
sobremesa,
un difuso aggiornamento; la enésima intentona decadente de fraguarse
un contexto
nacional. Ah, en el parque el infinito queda definido por el radio de
la fuente, su don de lenguas.
Esta mañana Jordan canta con una sensación; la libertad se masca en los
subterráneos, por los pasillos del metro
saludan los amigos, sonríen las hienas. Hay una poesía cabal traducida
directamente del amor que pasa, su título es el número cero, la
potencia de un verbo, el eje meteórico de la revolución.