Niños de
la gran novela, maltratados, malcriados, malos. Niños inocentes.
No por
aquí. No ruedan los balones por la acera, nadie salta a la comba demasiado
deprisa, ni se esconde sin miedo;
nadie es
vapuleado en la intimidad del hogar.
Destiny juega
a los dados con la ley y siempre pierde (cosas de la gravedad). El barrio
se
retuerce: año cero.
Hay
chicas en la calle, cansadas, calmadas –hadas…hadas…hadas...
Chicas
que conservan memoria del futuro, se hacen respetar por el deseo. El sur ha
dibujado una Avenida
tranquila,
corriente(s) y tan espesa como un libro abierto. Los fantasmas la recorren,
hijos de una ansiedad
faraónica
e insuperable; la cuchara y la aguja,
el polvo
enamorado color tierra, la tierra que se masca como un chicle pegado en el
pupitre, el flash que representa el instante,
duele
como una picadura de crónica nostalgia.
De
pronto, la ciudad, sus edificaciones, el sufrimiento de los niños extraviados;
ah, ese sufrimiento
literario que reporta ganancias, buen cartel, de los que arramblan con las dudas del
mercado; entonces había
gente
para todo. Esta vida tan dura y, sin embargo,
inaceptable,
esta vida que destroza el mecanismo celeste con su ambigüedad y su lirismo
comme il faut.
Si
Leonie es una mala madre. Lo es. Cuánta perversidad en una línea de diálogo, un
detalle. El poema
pesa
veinte gramos, le falta uno para tener alma (se lo ha esnifado Leonie). Las
chicas del barrio
conocen
el peso insuficiente de la eternidad, saben lo que es aburrirse
a las
tres de la mañana, lo que significa no tener que ir a trabajar.
Escenas a
granel; la urbe estrena área de castigo, un paisaje cegador, derruido en varias
capas semánticas, la primera
formada
por los pájaros que obstruyen la mirada, la segunda tocada por el barro
invisible
que agranda los pasos de las sombras (la tercera, por la mano de dios).
Destiny
cree que todo puede arreglarse con una pizca de mala educación. Es una chica dura
de
verdad, de las que juegan al ajedrez en las mesas de piedra y recortan el aire
con tijeras de humo, de las que fuman
dulces
sueños y queman hasta la última palabra. Ella es la niña del cuento
que se
olvida justo antes de nacer.