relatos, apuntes literarios...

domingo, 29 de noviembre de 2015

cuando hay voz

Cuando canta
su voz se hace al vacío, se hace un vacío
en su voz; la habitación enorme se llena de aire puro
y ausencia. Los materiales se definen por su escasa raigambre, su falta deportiva. Hay techo, pared. Cuatro
paredes, un lecho de hormigón. En la esquina un balón de baloncesto mira hacia arriba
(con razón). Insectos tampoco hay, pasaron a mejor vida, algunos trajinaron sus vidas cortas
a todo tren. Las apariencias engañan, el mundanal ruido abre los ojos para decir que no, que no está ahí,
que no hace frío ahora. Ella lidera una facción de semidioses, programadores
ariscos, literatos de pacotilla también. Ella comanda un núcleo de conciencias hermosas, 
libra su batalla contra un rebaño de héroes.

Al cantar, el volumen del tiempo disminuye y se agranda la fatalidad, el ingrato contexto del futuro. Ella
frunce el ceño con una sonrisa atenuante; ha aprendido a morir
en cada verso. Cada vez que suspira se vacía una plaza
(de corazones). Los corazones vuelan como mínimas abejas, gorriones tímidos, esquirlas de metralla o dientes de león.

Esta voz no contribuye a la misión del arte ni corresponde al eco de la tierra;
su voz es el fracaso de la naturaleza, el triunfo del amor. Hay una canción
que no se arranca sobre la piel de la mañana; las ventanas permiten dar forma al espacio donde las musas bailan
su ballet. El poema funciona después de la prueba, la escaramuza micrófono en mano.
Vuelan las rimas, representan un deseo. El demiurgo sonríe.

De la nada, ha surgido un método impensable, un silencio que nadie quiere ver. Parece una paloma y no lo es,
parece un gallo cómico, una esfera perfecta. No se escucha su pequeño arte
hasta que un frente de claro pensamiento aborda la escena, percute contra su garganta como una bala de fuego,
silba una melodía tan fuerte como el soplo de la máquina.

Ha escondido su alma, ha puesto el alma en lugar de la tremenda soledad,
un punto en su correcta dimensión, proporcionado y cálido. En esta inapetencia de la soledad, ha dejado caer un soplo
de luz: el sábado anterior al beso, otro día de la semana anterior al espejo y sus promesas. Suena
un poder de infancia, una función de pascua, los árboles derraman su estruendo y la voz
concita montañas de historia, se permite el regalo de la náusea, aborta la carrera del crepúsculo. En el fondo,
no hay espíritu aún. Todavía no ha muerto la inocencia ni el amor
ha encontrado asiento en su belleza cruel.




viernes, 27 de noviembre de 2015

mentes revolucionarias


El paisaje se mueve, es el bosque de Birnam; el poema es un distanciamiento, ni es inmenso
ni abarca: foto fija que arranca un segmento de color sufrido. Ni representa.
Su representación es tan parcial, pacata, escasa. Al dictado se escribe mejor. La mente es el dictador;
la mente que es totalitaria y ordena a su lacayo. Toda mente es fascista, todo pueblo es estúpido también. El paisaje
se reinventa sobre esas certezas con innata precisión.

Ah, pero están las mentes revolucionarias: Gombrowicz, Sarrazin o Henry Roth; otros
tantos encéfalos ardientes, relatos escogidos, historias de ciudades incontables. Doscientos grandes escritores
escriben sin parar sobre NY: se muestran encantados de ofrecer sus versiones,
se versionan a sí mismos en diferentes egolatrías, la playa, la ciudad, los muelles o el parque,
menudo parque. Un rastro de violencia que se va dejando por la acera
para que lo siga la chica del milagro.

New York es un clásico, destaca entre los grandes temas, los cuatro o cinco temas acuciantes.
Danilo K. no hablaba de NY, tal vez no estuvo ahí, ni pateó las avenidas luminosas como cruces encendidas
a la puerta de la iglesia. Es posible que Danilo jamás abandonase la perrera (puede ser).

La prosa debe modernizarse, sin embargo. El paisaje necesita una remodelación, alguna esquirla
o algo permanente; voluntad de permanencia en la retina del espectador: eso es. El cerebro integrista del lector
enseguida quiere mandar en el poema, lo relee y lo interpreta, se lo come
con buen apetito, se bebe la última estrofa hasta los posos del café, eructa sin control
una crítica adversa. Porque está en crisis.

Las mentes revolucionarias disfrutan del paisaje conformista y lo calcan, lo recalcan, sobreimprimen su mensaje
de alerta en mitad del lago (del parque central). Ahora todas las ciudades caben en NY,
la calle donde ha nacido el poeta cabe en un renglón del Bronx. La verdad es que hay que matarse por un minuto de fama.
Hablar de libros. Los libros pergeñados a escondidas de la mente, revelados por un dios
ascético y militarizado.

Resulta que el poema es judío y afroamericano, un taxista de origen desconocido.
Su idioma revoluciona el paisaje, desmonta montes, fabrica árboles sin patria, hasta una nube gris.
Todas las heroínas recorren la escena; sus cabelleras negras oscurecen el mundo, pero brillan. Azealia hace mutis por el foro.
Janelle baila. El poeta se ha vuelto loco para encontrarse la voz.
Ha oteado las avenidas desde un globo sonda imaginario.
Es el paisaje que salta a la vista, tan lejos como una galaxia siamesa, hermoso como un desfile de ataúdes.




martes, 24 de noviembre de 2015

¡es la estética...!


¡Vaya un poeta inmenso!, aire apenas, el pequeño escritor en su escritorio de provincias,
custodiando su biblioteca provinciana armada hasta los dientes, con su empalizada Roth y otras maneras de vivir.

Nadie recita sus poemas, que son falsos poemas, letras realojadas
en la pantalla del pecé sin orden ni permiso de residencia pero con cierto sentido frenético, en la tradición
del entusiasmo que no se deja ver. Pudor y sentimiento; la relación entre los hechos y un menisco
roto; puede que la cojera sea su moderno estigma, su redención
tan próxima.

Jessie lo borda con la mente en otra parte (fuera del poema). Acucian sus pasos
embebidos en su propia cadencia, un tumulto peatonal. Tantos autos mágicos -como extraídos de una novela de Dodge-
se agolpan a su puerta, la siguen por el cielo haciendo sonar
cláxones y cítaras profundas, estimulando un movimiento sísmico (es decir, el baile).

Hay, pues, que acompañarla por el sueño perfecto, solo ahí,
donde las bujías no estorban el paseo, ni las farolas se muestran poseídas de un perfume barato, una luz cualquiera.
Es en la atropellada sucesión de imágenes víctimas de los ideales
más auténticos, en este plano conceptual en el que el juicio se pierde por ramales excesivos
que siempre dan a un parque en línea con la naturaleza retirada, donde el verso
retoma su ausencia lírica y se inclina decididamente hacia la precariedad con todo su organismo hecho de cláusulas,
cesuras y otros sacramentos.

Se fija la música en la primera palabra y ya no cede. La voz de Jessie corona entonces algún
abecedario, algún breviario escrito en la modestia y la conservación, con la actitud
necesaria y los buenos augurios, siete palomas traduciendo a Lord Byron en la cuna, el trampolín del viento
puesto en su sitio para alcanzar a la historia.

No es lo que se dice un buen poeta, ni su pupila urde tragedias ejemplares; apenas
arquetipo de cariacontecido funcionario, su voz funcionarial, sus modos extranjeros de sí, poco acertados.
Con esa afectación tan sostenida y esa caligrafía literaria transparente a la crítica.

Pues ella no escucha ni encuentra ni sabe un ápice de la obra
y es justo que así sea, justo que desconozca y no se extrañe, que ignore por completo las modélicas rimas,
los encabalgamientos destilados, la métrica confesa. El poema, así, cursa el sacrificio eximio de la crucifixión
sintáctica, se descuelga por un acantilado, se usa y se tira o se tira ya directamente:
a la papelera
sin paracaídas
de un tren en marcha
por los suelos.

Épica o ética, ¡qué confusión!; ¡estética! truenan los monarcas, vestidos a la última, y el verso
se desintegra, tan culpable. La poesía encera el parqué y es reverenciada por los profesores. Jessie
canta igual, igualmente despliega sus alas, cruelmente, como una mariposa
veneciana o algo diplomático, un jilguero proscrito, ave de un paraíso sin fisuras.






domingo, 22 de noviembre de 2015

plenitud


Está en los ojos. Hay una virtud en la belleza. Todo ocurre sobre la hierba,
también la sangre. La palabra ha conseguido hacerse un hueco
en las miradas, ha logrado una instantánea del pensamiento, es decir, de la reali¿a¿.

En realidad la luz es la más hermosa: cuestión de velocidad. En la sangre todo ocurre deprisa, la circulación
y los derramamientos. Nada más hermoso que una gota en el pecho, en la camisa nueva,
blanca, una rosa perfecta hecha de espuma, un disparo en el centro de la noche.

La noche ha dejado de cansarse y se ha ido a la cama sin cenar. Oh, Luna. El firmamento consolida
su atómica distancia, se oculta de un plumazo, de un vistazo se aprehenden sus marcas sustantivas, sus espacios
vacíos y su misticismo sectorial. Qué música desprenden las estrellas, tan lúcidas supervivientes. Parten dichosas
naves hacia diferentes sistemas organizados en láminas de vida. Es un futuro atípico, antrópico,
desigual, donde los robots acuerdan estrategias y los pájaros colonizan árboles sin rama. La estación
espacial se ha quedado pequeña para tanto astronauta convencido, gente de todos lados
que arrastra su pequeña ideología como si fuese una maleta de cartón.

Hubo un tiempo -se dirá- en que la poesía era fuente de conocimiento y la belleza transitaba
sus mejores pasajes, acribillada a versos y monedas de oro. Las personas componían odas al talento y la gracia,
se acomodaban en los restaurantes antes de la masacre. Fue el cine o la televisión;
algo tuvo que ver con una cultura que enfatizaba la acción sobre el circunloquio meditativo. Los felices
grababan sus instalaciones como sus automóviles, generaban tamaño
y satisfacción. Qué beneficiosa sintonía nacional, que intercambio de pareceres y celebridades, de alegrías y canciones:
estaban Rapsody, Janelle, Azealia y el KRIT, Nas y su prole de internautas.

Jessie había concedido el milagro de su voz sin demasiada presión. Su alma
reventaba de misericordia como en un extraño cóctel. En medio de la hierba, su palidez impresionaba, su rostro
impresionista alzaba un ramo de pestañas, sus piernas nivelaban un lazo de promesas. Miró entonces
a la derecha del libro y se escuchó una detonación declarativa, un exordio magnífico, la rima
por encima del aire, del mar y la costumbre; mudó en algarabía el silencio, bajo la tierra
las raíces se contaminaron de furia y egoísmo.

Ella con su karma, suficiente materia para una industria del deseo, su materia que es sueño
y bondad. ¡Cuánta esperanza pudo acumularse entre sus labios! Paseaba a su mascota terrible
y los poetas escondían su angustia para dedicarle una sonrisa oblicua. La policía no paraba por ahí,
ni siquiera los gatos ofrecían su ingenio. Humo y elocuencia, solamente. Un pacto espiritual
entre el hueso y la carne con la sangre de impávido testigo.




sábado, 21 de noviembre de 2015

corazón de invierno


Había rebotado de ciudad en ciudad; habituados sus ojos al movimiento errático
del mundo. Bajo tierra, la indefensión se adueñaba del tiempo, el sueño intimista se hacía posible,
la utopía se verificaba en los andenes, la parada. Jessie acechaba una revelación, una revolución,
la aparición de su reflejo en las marquesinas, el ruido de su voz electrizada fulminando la luz. Sus zapatos de tacón
soportaban el peso de la verdad que separaba sus labios en una sonrisa
combatiente, demasiado preciosa para llevarla de la mano en esa mañana del parque bajo el cielo
escuálido de las avenidas. Otra mañana lejos del hogar,
sorteando las páginas de un libro interesante. Lo primero era el sistema de sonido, el aparataje
disimulado en las entrañas del monstruo, el estéreo grabado en las baldosas,
desenladrillado en cada esquina conquistada al silencio.

Algo de miedo es una bendición. El miedo resbala y se restaura, patina por la cuesta, su descenso
es Tan Apocalíptico. Los predicadores no confortan, resulta estresante su homilía monocorde,
la tenacidad con que rememoran la dureza del odio. A las puertas del infierno, hay un letrero radiante que declara:
Bienaventurados los Ebrios (sin más explicaciones). En el parque Jess no puede cantar,
no sea que la oigan los artistas. Los profetas que aguardan el adviento y cosechan ventiscas, tempestades
nómadas y sin color. Por un lado se sabe que el negro es el color de la materia
cinematográfica, la que irrumpe en los salones cautivos donde se celebran elegantes bailes (de nuevo más concurridos
que aquel de la pequeña Antoinette); ah, los antifaces, las máscaras anónimas,
felices de los enamorados.

Jessie procede del amor, se le nota en la cara. Su expresión es difícil de ignorar. Su corazón produce un manto de nieve
-corazón de invierno- y su blancura dinamita el adagio del futuro, es una predicción
más allá del clima, como un orbe de fama que ascendiera triunfante. En el barrio todos la conocen, la saludan
cuando espanta las horas con un dedo, cuando regresa a casa sin ganas de cenar.

Claro que algunos esperaban un milagro de su parte, un llanto prodigioso, siquiera una iluminación desenfocada
como un gorjeo efímero terminado en plumas de neón, algo con fibra -quizás- extraordinaria, la cruz sobrenatural
que se lleva en el pecho, cerca del nervioso latido y la melancolía. Tampoco los versos
conjuraban la historia, el cabello ceñido a su mandato escénico, su cuerpo teatral masticando los diálogos,
alargándolos hasta el infinito del mensaje. O la quietud del parque o la maquinaria endiablaba
del ciclo suburbano; así, un imposible entre el acero y el roble. Palabras muertas
cayéndose despacio como gotas de lluvia, notas fúnebres. Jessie al final con una falda oscura al extremo del reino;
y dios pensando en ella, el sol pensando en ella, un ángel ebrio ocupando el trono de la felicidad.




miércoles, 18 de noviembre de 2015

desencajados


La cuestión es encajar (en la realidad). Hay que encajar y comportarse. Unos ríen
desencajados, otros ríen. El poeta no encaja, va detrás de ella todo el santo día,
tras un sueño tremendo que no despierta de mañana. Las hojas del parque parecen hojas del parque,
son hojas del poema que no termina de encajar
con la realidad. Pero ella existe: no hace milagros, es lo único.

Jessie ha cantado en un estadio lleno de gargantas afónicas, lleno de estudiantes y maestros,
lleno de chicas y chicos de la calle. Lleno de gorriones en el gallinero. Su voz ha tropezado con la esencia
de algo real que había sucedido, ¡tantas cosas! Las cosas pasan
por delante de los ojos como trenes sin acústica, bah, minucias, guiones sin prota-
gonista. En el parque no hay tanta luz, no hay parque ahí,
no para ella. El dinero pasa de mano en mano y no se detiene en esa casa pobre donde viven los obreros
y esa pobre chica pobre que un día iba descalza por la avenida; y así.

Como si en el cadillac del KRIT cupieran Mara y todo el mundo, como haciendo un arabesco, formando una cruz
gigante. La verdad se ha formado una idea de la noche, ha creado un sonido
escalofriante pero moderno, lo suficiente para que no se noten los trucos al trasluz.

Ahora la chica-milagro se ha subido a la montaña para ver el sol, para oír. No hay montaña que valga,
falta desnivel artístico, no es lo bastante alta. La gente no va a escuchar nada, no va a comprender.
El poema ha funcionado un poco en llano, lisa y llanamente,
sin esdrújulas molestas, luego ha derrapado deslizando su carruaje por la curva y el lodo;
todo ha ido demasiado rápido: la voz, el sonido, el tren, todo ha sido literario: Pynchon reflejando el axioma,
su teorema de la realidad-ambiente según un ciego con caché.

Al cabo, Jess canta sin micro y sin vergüenza, sus piernas
van al cine, van por libre, disueltas en un magma superior que no es parte de la tierra, no sigue una cosmogonía útil
ni conoce demiurgo ni cree en la providencia. Ojos que no ven; la voz ha prohibido al resto del cuerpo
cualquier cosa menos ser, cualquier acento nuevo, cualquier tinte para el pelo.

El parque, como siempre, hierve de muchachas morenas prodigando
buenas obras (siempre en sueños) y perros invisibles. El milagro ha estallado en el rostro de la noche, mientras el viento
registra picos de diferente intensidad y la lluvia le promete un epitafio al río. La canción, en directo, se está
partiendo el alma por la mano. Los versos repiten su estribillo inconsciente,
rectifican su escala y se adaptan a los cambios de humor de la diva con inhumana suavidad.
Por el aire cruje una bandada de ideales. Un piano loco se arranca de cuajo a tocar La Marsellesa.
La vida entra en acción,
desencajada.



lunes, 16 de noviembre de 2015

su corazón finge una amapola


Sobre el terreno un ídolo presiona. El hogar con su chimenea humeante, su cerca pintada de amarillo;
la hierba es un prodigio nativo, llena de confianza en sí misma. El amor ha terminado por controlar el movimiento
y la voz. Sus movimientos se ralentizan al borde del espejo (que es de agua). Hay una fuente
sobria en el entorno, un manantial de máxima seguridad que produce
hierba frágil, viva. El humo se eleva hasta alcanzar la falda de la noche, un cielo enorme
se oscurece hacia arriba. El paisaje se curva gravemente cuando el amor
introduce su pequeña gran nariz por el resquicio del aire. La canción parece un falso ritmo, pero aprieta los sueños.

El barrio transmite integridad, es sólido en su denuncia social, sólido como un butrón a punto de estallar;
las paredes de ladrillo se las ingenian para reconstruir el arte popular, su constancia
es ejemplo. Todo lo que está roto es posible, hasta los cigarrillos, hasta el chorro de agua templada que sale de la tierra.
El barrio siempre tiene un cielo enorme por encima. Pero a ellas les da igual,
su paraíso es la esperanza. Con los perros por el parque, con los chicos por el camino estropeado.
Este camino lleva a la puerta del templo, una iglesia más. De la iglesia brota un canto
estropeado, exagerado, uno que lleva botas militares y prefiere
no hablar de lo que ocurre.

Las chicas han encontrado un filón. Jessie quiere besar la música que atruena, atronadora, bajos sin piedad;
al primer intento ?uestlove con sus baquetas triplicando el sonido, Shiva que parpadease, tronzase, percutiese los tambores
con cuatro brazos de sol. El humo del hachís estorbando un poco. La parte más enérgica del verso
es la que contrabandea la emoción de la sección rítmica. Llegan por el camino como una banda de New Orleans
destripando las zonas muertas de la calle. Las ventanas se abren
a su paso y algunas personas señalan con el dedo, rezan a su icono, escriben
poemas en dos minutos de silencio.

El paisaje es una bola de materia que tiene que explotar (y su big-band dará lugar al universo). En los confines
del cosmos, la humanidad se agota. El mundo es una gota de odio en el espacio. Ella plantea el sueño del amor,
remonta el filo de la aurora para empujar la vida, trocea su canción en píldoras
azules, una para cada espíritu. Su alma ha volado desde muy lejos, tiene frío, es como un gorrión en su primer viaje.
Procura bendecirlo todo, rocía el fuego con su verbo sanador, saliva o sangre. Su corazón   
finge una amapola, se expande -púrpura- y despliega su aliento de cometa: vuelve al origen donde estaba
solo. El suelo está manchado de reliquias, Jessie, descalza, se pincha con un ramo
de rosas. En la avenida, los autos chocan a cámara lenta, corre la lluvia.
La paloma de la paz ha activado el piloto automático.
Dos jóvenes se besan en un portal sin número.



sábado, 14 de noviembre de 2015

aquí se nace


Aquí se nace. Antes del poema fue un sonido. Antes, el poema fue un sonido. Un corte
limpio de horizonte; ella en equilibrio sobre una línea infinita, caminando. Los ojos rotos de mirar a dios,
de mirar al sol y ver la luz de otras estrellas: el pozo de sus ojos
que retiene la luz.
Iban a oscuras todos por el estrecho sendero y el relámpago era un instrumento coral, era un arpa de dios
pulsada por los dedos del viento, el cielo era... El cielo era como una procesión
de pájaros silenciosos, elegantes. Jessie seguía acodada en la barra del bar del cielo suyo
y nadie le había roto la nariz. Los ángeles mostraban sus dientes de oro,
carnívoros, que amedrentaban y supuraban algo parecido a la sangre de los inocentes. Todos bebían agua bendita
-salada y con sabor a ron- que al final era sangre, un afluente
extraño surgido de la tierra misma.

Todos vestidos de negro, pero no de luto, en otra moda del espacio,
la moda del espacio vacío, donde los espejos trinan achatados y pálidos. Y Jessie allí inspiraba
algún temor, alguna duda, alguna sofisticación de su sonrisa en especial, espacial, tan
turbadora; sus piernas convocantes, personales y hechas de felicidad. El poema era feliz con ella,
sonreía el paisaje atravesado de rápidos jilgueros, oh, tigres de Bengala, Ganesha instalado
en la consola del televisor, todo un dios también . A repetir su mantra. Era de creer la proliferación de estructuras cósmicas
terminadas en punta (puntiagudas), terminales ocultas para reírle las gracias al destino. La aviesa fortuna
insuflaba ardor a los seres visibles que refulgían torpemente contra
el baño de claridad integrado en la escena, producido con gran despliegue de montones de dinero y belleza. Y Jessie
se acogía a la belleza, la cogía de la mano, se la metía en el bolso y salía a disfrutar de
aquella soledad impenitente (pues no le quitaban ojo desde los árboles).

Cuando la música parecía estar desenterrando el alba, mil auroras simultáneas, nadie había librado su batalla. Los dioses
descendían por su escalera mecánica o en carruajes ardientes,
se burlaban de la ley, arremetían con suma autoridad y violencia. El paisaje se centraba entonces
en una minoría de palabras grises, estáticas, que no cedían el paso
ni soportaban lenguas de fuego, palabras milagrosas contrastadas en el aula secreta, pinchadas en la última disco(grafía)
selecta, el claro donde el aire se comportaba como una rebelión. Jessie afinaba su hermosura
distinta, su infancia dolorosa y traía bombones en el alma. Su alma retirada, sola entre las almas,
entre falsos destellos de eternidad y júbilo: para escucharla, oír su respiración (adivinar
qué sueño la despierta: partículas de seda y un valle creador).

Aquí se nace. Se inventa una vista panorámica
de la nada existente, lo que podría ser. Jessie ha vuelto a soñar. El mundo está invitado a escucharla y mirar por sus ojos de artista;
mira, hay un dispositivo en la pared que permite ver el mundo con sus ojos, que permite
restaurar la velocidad normal del pensamiento y que los pájaros transiten al mismo tiempo por su mirada líquida,
el campo realista que forma la marejada de sucesos que la envuelve, permanente y onírica, engañosa como
un milagro, una cruz dificultosa, un verso hermoso
escrito en el latín vulgar de los amantes.