No hay más belleza que
contar, el baile
ha terminado. La suya es
inasible, corresponde a una tradición de amaneceres,
esa clase de asuntos
internos, una saga de armadores de luz.
Arranca la melodía del
incendio, pero la piel es un obstáculo, la vida es un obstáculo,
el arte quema como un
cigarrillo encendido, como un cañón de fusil. Un Ángel ha robado las campanas,
llama a la insurrección
desde el núcleo del silencio, su grito
inunda el vientre de la
tierra.
Parque no hay más; lo
llena todo de corteza de árbol y briznas de conciencia, del humo
entusiasta de los magos,
de virus comerciales. Es la pantalla
completa, su rostro
vegetal se apropia de los ángulos,
en el colmo de la
perfección, rellena las figuras como un programa informático, pero a pulso,
un niño cuidadoso, como
un niño obstinado y feliz.
El dolor de los ángeles
no es el de la humanidad, parece tan fértil,
tan engañoso, duele a
tientas, oscila entre dos fatalidades, dos ventanas de corto recorrido. Poetiza
la forma y apostilla el
murmullo de las primeras lágrimas. Es un peso que viene del futuro,
pasa como una sombra
desterrada.
Tan hermosa que habita
en el olvido, su habitación
sobre la única puerta,
su balcón sobre aquel charco de baldosas intactas, aquel
rumor sencillo de la piedra.
Incontables sus ojos que
todo lo perdonan. La ropa que la noche se prueba en un claro de luna,
que la noche le quita,
ese vestido blanco tan suyo como un arpa, como un alma
doblada en el cajón,
hecha un ovillo en la cintura. Su belleza en la pista,
tras la pista segura del
vacío –aurora de la clase obrera a la que pertenece–,
en el último verso, donde
todo empieza a morir
eternamente.