Si el Ángel impusiera su poema,
convocaríamos una rueda de prensa, hablaríamos del arte
por los codos... Escribimos
incluso en esta tarde de faz dominical, nuestra mente se
pronuncia,
discursea un nombre extemporáneo, se lima inconsolable
o da una voltereta, trata de pasar los 2,25 al primer
intento.
Ahora que escribimos, damos gracias, nos congratulamos.
Este es el día,
la hora perpendicular al calendario, la hora
decimal, el momento intrascendente; no podemos decir
menos que esto. He aquí nuestra revelación
embarazosa: la poesía no vale para nada.
Ohmygod,
si alguien osara, si alguien, imbuido de alguna
precognición o algún arrojo preternatural, alguna
sabiduría tántrica, si alguien,
ser de ultratumba, ser único y unánime, nacido de mujer o
de guía turístic@, si ese
pedazo de ser humano nativo encontrase algún valor en
algo de lo escrito, si le hubiese servido de algo,
entonces, habríamos fracasado.
Y qué descanso,
qué desahogo, qué desproporción
estética, qué nunciatura apostólica y qué reprís. La luz
nos sobrecoge
ahora, nos atora, nos silencia y nos pone en evidencia,
es una martingala de narices,
nos deja estupefactos, y no es broma.
Querríamos… Haber sucumbido a la catarsis, persignarnos
debidamente sin omitir
un solo tic, escondernos del cinturón del padre,
machacarnos los ojos en la oscuridad,
mofarnos de la gente que trabaja.
Pero… Fumábamos del aire y éramos tan felices como
morsas. Escribíamos
con tinta china en la gran muralla, con sangre en el pupitre
nacional. Sentíamos el viento en el cogote como una gran
inspiración. Viajábamos en tren
por el espacio y nuestra piel hacía números
con el eco grumoso del futuro.