Por no decir su nombre. Como
si el solo hecho de nombrarla
fuera a disolver su
hechizo, como si la palabra fuera a romper el marco
de la fotografía, a
hacer añicos el cristal, a rasgar el papel
y confundir los colores,
a reportar diez lustros de penuria al infundado poeta,
como si el mero hecho
accidental, casi fortuito de musitar
su verdadero nombre en
un momento de debilidad, en las horas más bajas,
cuando llueven los
cantos rodados de los ríos y las aceras son más arrecifes
y hasta el césped del
jardín anuncia serpenteantes senderos de montaña,
quizás cotas de selva
abandonadas al albur de un peligro acuciante,
cuando las nubes
amenazan con centrarse en un vaso de agua
y el aire mismo se
enfrasca en debates absurdos con las hojas del árbol,
fuese un pecado contra
la integridad de su hermosura,
una traición a la
felicidad de su cabello ardiente, un desplante
al torbellino de sus
ojos vertiginosamente blancos,
como si en un despiste tremendo
su nombre fuera mencionado,
aun con todo el respeto,
todo el cariño y toda la nostalgia,
y se abriesen los cielos
con furia incontenible y cayesen rayos y centellas
oblicuas desde un
dominio inerte sostenido en el vértice del fuego que se cierne...
Si nombrarla fuera un
acto de amor más profundo que un beso,
si su nombre ocupase
marquesinas y pantallas gigantes
y fuese pronunciado en
las conversaciones de la gente, en los chistes de los niños
y en los pesados discursos,
si fuese denunciado en los púlpitos y exaltado
en las tribunas, coreado
por las filas de los necesitados,
aclamado en los estadios
por las multitudes,
susurrado en la
intimidad de los dormitorios y las celdas,
si anduviese su nombre
de boca en boca, traspasando membranas, franqueando muros,
atravesando junglas
cerebrales, volcándose en la historia como un torrente ingenuo...
Sería... como inventarse
un nombre inapreciable y dejar que cayese por su propio peso,
grávido y sincero, sobre
la palma de la mano, sobre el blanco tan triste de los ojos,
como inventarse un ser
humano tan terrible y lejano como un dios.
Por no decir su nombre,
las palabras se alejan del sonido. No se escuchan las voces,
ni rebotan afianzando el
eco. La adivinanza da un paso atrás y no busca el calor,
ni el abrazo curativo y
flexible, no encuentra la mejilla encendida
ni la frente amplia que mantuvo
la esperanza, la fructífera llama
del amor. Por callar y
no ser inocente sino astuto y cobarde,
por tener miedo,
vergüenza, por no atreverse a afrontar el dolor de la pérdida,
el dolor de la
insistencia y el rechazo apenas formulado, insinuado apenas en un verso,
por no tener la dignidad,
el coraje de encarar el destino,
el zarpazo inmisericorde
de la vida real,
por escribir sin rabia y
sin egoísmo a la luz de una vela que se apaga...
Por amar sin motivo, sin
tendencia, como insensatamente se ama a la princesa del cuento,
a la pequeña cenicienta
maltratada, a la belleza que sufre
y se retuerce en el
infierno... Si dibujar su nombre en la red infinita del espacio
fuese bastante para
eclipsar el brillo cegador de su ausencia,
entonces, tal vez
entonces, algún poeta extraño, algún poeta ciego a los estragos del arte,
podría liberar un sentimiento
tan agudo y sublime como el nombre común de una estrella feliz.