1
Parsimonioso
y profético, descenderá de su andamio el maestro albañil,
el
pintor olvidará su brocha en el suelo y tomará los pinceles,
el
electricista dejará los cables pelados a merced de una corriente salvaje.
En la
calle, el mensajero cambiará de rumbo y elegirá una vía
lo
suficientemente angosta,
el conductor
aparcará su vehículo en la plaza mayor,
el barrendero
colgará los auriculares para escupir en el suelo su malestar profundo,
y algún
que otro jardinero elocuente se quitará la rosa del ojal
(enjambres
peatonales arrancarán semáforos y marquesinas).
En la
oficina, los ordenadores no tendrán quien los escriba,
las
fotocopiadoras sufrirán los apagones de la monotonía,
permanecerán
callados los teléfonos agresivos
y las
impresoras quedarán atascadas para siempre.
Hacia el
centro comercial, los últimos compradores se lo pensarán dos veces;
dentro,
las tiendas lucirán bonitos agujeros en sus puertas de cristal
por los
que irrumpirán bandadas de atracadores dinámicos
que llenarán
sus mochilas de presuntas alhajas;
todos los
cajeros serán automáticos.
Por el
contrario, la actividad será febril en las comisarías,
donde
hervirán los despóticos cerebros sometidos a presión,
se
tensarán las mandíbulas y los músculos presentirán los momentos
críticos
de la acción coordinada hacia la estricta violencia.
Pero un
sentido ejército de desposeídos, vertiginosa selección ciudadana,
levitará
en el círculo de su herejía y progresará despertando la admiración
de los trabajadores,
la emoción de los pequeños
y el
entusiasmo de los (nuevos) enamorados.
2
Aquella
voz de entonces... Aquella voz renacerá
más fuerte: el susurro, el verso
que
será coraza de los pájaros. Aquel nombre será de nuevo pronunciado
y
recorrerá los pueblos a la velocidad del grito, se posará en cada rama
de cada
árbol y allí entonará su melodía, su pacífico canto, y su plumaje
será de
oro, de neón y flamante colorido, con ribetes de plata y sus nenúfares,
tréboles
de cuatro hojas y ninguna, margaritas de fiesta, toros bravos
con sus
pezuñas toscas de lunares satélites, gravitando un orgasmo colectivo.
Aquella
voz retumbará en los oídos de las hadas y algunas damas élficas
o princesas
gitanas, reinas de Israel, retocarán sus peinados de azahar y tumulto,
se
pintarán las uñas color carne brillante y ceñirán sus tobillos con pulseras de
marfil.
¡Ah!,
la recreación del mito en unos ojos azules como sombras, vibrante y no descrita.
La blonda
ninfa de cabello azabache, de apenas cien años o veinte primaveras,
tan
joven como un roble, tan fuerte como una superstición, aprenderá a coser
con la
mirada y ya tendrá su nombre: Liza. A su llamada, acudirán los reyes con
presteza,
la
nobleza con su séquito coral, su espuma celebrante, su arco iris real de medio
punto
y sus
ofrendas: cofres eternos, tesoros agobiantes, láminas
de
platino finas como tentáculos, garras de águila para volar sin miedo,
aceite
de canela, sándalo efervescente, libros apasionantes de un millar de párrafos,
argumentos
sin número, letras invencibles, manuales de instinto.
Y
llegarán también a su reclamo misterioso, su invocación, su cita,
los
maestros albañiles, por fin descabalgados de sus peligrosos andamios,
los
pintores y los electricistas desarmados, los mensajeros compulsivos,
conductores
atípicos, las mujeres y los hombres necesitados de vocación e impulso,
los
menudos ladrones capaces de pasar por el ojo de una aguja,
y los
enamorados con su nueva religión salmodiando el enaltecimiento de un beso
lánguido
como una película sin lágrimas, lento como una exaltación en plena noche.
3
Se arrastra
por el tiempo una pulsión siniestra, uniformada. Cruces y espadas
que
engendran potros de tortura, himnos que ahogan los alaridos de dolor y espanto,
falsas
banderas que encubren la sangre derramada por los inocentes.
Sin
solución de continuidad, un delicado trabajo sucio se aprende en las academias
a
sangre y fuego. Otros obreros perpetran el execrable crimen, son testigos del
látigo,
se
creen superiores a sus padres porque conocen la mecánica del odio,
pues
les ha sido revelada una falacia con visos de conciencia.
Ellos
no escuchan la novísima forma del estado, sometidos como siguen
a la
sinrazón del pecado universal; se sienten seguros bajo la protección autónoma
de sus
radicales, sus muros marmóreos sujetos con la masa común del dólar
que
todo lo puede, sus armas microscópicas letales dignas de los dioses
del
caos, su auténtica maldad destinada al gobierno y la expansión.
Ellos
son los que han herido y hieren, los que han matado y matan,
los que
han desvalijado, vejado y humillado a través de los siglos,
son los
que llamaron a la oración a las madres valientes
y
bautizaron a sus hijos con agua estancada; los que nadaron en piscinas doradas
y
comieron la carne más jugosa y tierna y bebieron el vino más templado.
4
Al
final, el fondo será un quejido de grandioso volumen, una amalgama
de soul
revolucionario, la canción más alta jamás lograda.
Y las
medallas quemarán el pecho de los generales,
los
elegantes nudos de las corbatas asfixiarán a los prebostes
y
arderán en sus llamas infernales las fúnebres túnicas del clero.
Nunca
sabrán por qué, sordos a la estación de la protesta, ciegos al mes de mayo,
mudos
ante la turbulencia injusta de su orden y su jerarquía.
Oh, y
Liza, que después de muerta, aun después de muerta y enterrada
y
enterrados sus huesos diminutos y perfectos, algunos astillados y rotos,
huesos
que sostuvieron la orgullosa frente y perfilaron la deliciosa cruz de la
sonrisa,
Liza
que después de asesinada por un escuadrón de bestias corruptas
que
ultrajaron su cuerpo tan frágil y en él dejaron su huella lujuriosa y cobarde,
al
frente de un gentío de honestidad perfecta, frente a una verdadera muchedumbre,
a la
cabeza de una fiera legión de personas cabales, de personas reales y animadas
por una
sensación de independencia, un espíritu al alcance del tiempo
que
planea furioso sobre el devenir de las naciones, al mando de una bandera de
historia,
con más
de mil cañones en la mano abierta en defensa de un solo jilguero,
ligera
y firme, avanzará de pie empuñando su alma generosa y blanca
contra
la cúspide del mal y sus gorras de plato y sus risas impías,
y con
la solemnidad del viento que agita los espacios, la prudencia del agua
y la
humildad que agota la pluma de los poetas felices,
proclamará
el nacimiento de una patria sin fronteras.