En la presentación, en esta, por ejemplo, aquí mismo sin ir más lejos, diremos que somos doctores en neurociencias, para que nos tomen en serio los
editores patrios y así. Es lo mejor, lo oportuno y conveniente, lo que nos
conviene más. Pero, dejemos el plural. Aquí estoy, el plural es una convención,
una trama, una treta y estratagema, una burda manera de eludir las
responsabilidades que se tienen, parafraseando a Jack Nicholson, en El Resplandor: MI responsabilidad. Simplemente, es asín. Esta mañana leía un blog,
otro blog de marras, tantos como hay, pero leía uno en el que se presentaba un
poeta muy moderno y muy lujoso de su escritura, muy leído también, no su
poesía, él, que era un tío muy leído, al parecer. Y el tío leído, el tío
universitario cien por cien se declaraba, decía, afirmaba lo siguiente, poco
más o menos, que tampoco tengo, por no tener, y es un no tener esta memoria mía,
memoria fotográfica de esa, bien, pues decía el man, que no lo decía él, que habría parecido mal que él mismo se
hubiera presentado así, que lo decía otro que debía estar epatado, patidifuso,
deslumbrao, que decía que el tio era: doctor en neurociencias y que en sus
escasísimos ratos libres, que ser un doctor de esos debe de ocupar el tiempo
casi al completo, debe ser un trabajo de dedicación exclusiva, bien, que en
esos oasis libertarios en los que no andaba doctoreando neurociencias
por ahí,
pues que se ponía a escribir una poesía de la hostia para arriba, como
corresponde a un doctor de semejante categoría naval (esto, por decir algo).
Por tanto, en mi
presentación, en esta jodida presentación capetovetónica y hortera a más no
poder, con esta prosa impaciente que me caracteriza, debo reclamar para mi
estatus el estatus de doctor en algunas ciencias, ocultas la mayoría, pero
ciencias al fin. O filólogo, o neurólogo, o patólogo, o sicólogo, algo logo, tal vez un grupo logístico, como
en la mili, algo con acento antes de logo, reumatólogo, traumatólogo,
dermatólogo. Elija el lector, oportunamente, elija lo que le plazca y parezca
mejor, lo que mejor se adecúe a mi careto roncesvállico o a mi escritura
minusválida, escoja su majestad, el lector, y así que le hago la pelota un rato
al lector, que para eso se ha gastado los cuartos en mi libro, porque yo he
venido aquí a hablar de mi libro, no de mi puto currículum vitae, del que, por
cierto, carezco, como otra de mis numerosas carencias estructurales, en fin.
Asi(na) que soy, seré ______´logo, para ustedes que me leen
sin piedad, sin pausa me leen, leen mis letras puestas una al lado de la otra
significando, no se crean, significando cosas que se me ocurren a mí. Y resulta
que por azarosos azares de la vida de los azahares y tal, que son poéticos,
dicen que sí, pues que no tengo y carezco de estudios y apenas tengo el
graduado escolar que casi me dan una etiqueta de anís del mono que de ahí, de
mi realidad tan pedestre sacó Chiquito su chiste supremo. Y el caso es que
tampoco tengo ni puta gracia yo, ni estudios ni gracia ni ná. Pero aquí vengo
yo con la crítica en la mano así que no debo hacerme el gracioso, basta ya, que
vengo a hablar de la literatura, de la poesía, del arte, de la pintura
abstracta, que ya verán, de la escultura, de la arquitectura de los rascacielos
y de las casas unifamiliares de la moraleja de madrid, muy bonitas y de otras
urbanizaciones muy modernas, las más modernas del mundo o así. Y hablaré lo
mismo de Goya que de Velázquez, de Rubbens, de El Greco, de Van Gogh, y más.
Qué digo, hay que ser
español. Los españoles somos tíos de monólogo gracioso, somos la hostia de
graciosos, tenemos esa sal de la vida que somos salaos, no sosos como esos
extranjeros con sus humores británicos que no hacen gracia a nadie. Donde esté
Aída, es que nos tronchamos, que se quiten Buster Keaton y cía. Esteso,
Pajares, grandes nombres, Carmen Machi, la gran actriz de apellido ridículo y
carrera esperpéntica y brutal, banal, caspal (de caspa), a la que otorgan premios
y más premios por haber pervertido a una generación de trabajadores.
Por ejemplo, pondré
un ejemplo verídico que ilustra esa querencia nuestra por el espectáculo, the show must go on, que se suele
decir. Pues bien, érase que se era un cineasta de provincias, un proyecto de
cineasta, mejor dicho, que, mire usted por dónde, consiguió un gran premio con
uno de sus cortometrajes, premio que le facultó y, presumiblemente, le hizo
ganar la pasta necesaria para emprender la aventura de su primer largo, su
debut en el cine con mayúsculas, su primera pinícula.
Hasta aquí, todo correcto, nada raro, nada nuevo bajo el sol, ¡ah!, pero el
tipo era, es ejpañol, de puritita cepa lo es y en una entrevista concedida a la
cadena cultural por excelencia de la parrilla (la única, vamos) la 2, se
descolgó con unas declaraciones vergonzosas y flagrantes. Lo que se le ocurrió
decir al elemento provinciano en cuestión es que sí, que iba a realizar su
largometraje y que quería estrenarlo en el terruño, pero, abróchense los cinturones,
quería que fuera algo especial, con su alfombra roja y todo como un estreno de
festival, como un estreno jolivudiense, con trajes de gala, esmóquines para los
caballeros y trajes de noche para las damas (que con los caretos que nos
gastamos en la castilla profunda eso sí que sin duda será un espectáculo,
bochornoso, pero espectáculo al fin), y todo porque su ciudad de tercera fila y
su gente de cuarta y tal se lo merecen.
La coartada perfecta para el crimen, resulta que es que sus paisanos se merecen
una horterada cutre y espeluznante como esa, pobres de ellos, qué coño habrán
hecho los pocos vecinos no imbéciles para merecer ese regalo envenenado, esa
exhibición gratuita de poder eunuco. Para que hacer un estreno sobrio,
moderado, donde lo importante sea la película, si se puede convocar una parada
de los monstruos, a lo mejor hasta retransmitida por el canal local de teuve y
con reseña en la 2, para que la película deje de ser importante y no se hable
más que de quién fue invitado y quién no y del modelito de fulanita de tal y
ese tipo de cursiladas que solo sirven para encubrir el presumible fracaso
artístico de la obrita en cuestión. Así que lo primordial es dar fe de
palurdidad, de catetismo y hortericia, no se vaya a pensar alguien que repudiamos
nuestro origen campesino y brutal, que nos hemos convertido en señoritos que
volvemos la cara a nuestros vecinos montaraces.
Aquí, por desgracia,
para nuestra desgracia, lo que se lleva es la figuración, el figurar. Nuestros
jueces con sus puñetas, nuestros catedráticos con sus birretes, nuestros
obispos con sus mitras y sus túnicas, nuestros militares... Todos de uniforme a
la menor ocasión, que a la menor ocasión sacamos en procesión a la virgen, el
cristo o el pendón de las navas de tolosa, que tanto da. El caso es salir en
procesión, que se vea el rebaño, la uniformidad, la conjunción en las esencias.
Y de ahí lo que sale es un arte uniforme también, un arte esclavo, la negación
del arte, un arte de diputación provincial y rústica sala de exposiciones, un
revuelto de repugnante cecina regado con asqueroso vino cosechero y asín. Esa
es la cultura de nuestro pueblo, en líneas generales, una cultura de bodegón y
romance patriótico o de falsa ruptura, de falsa modernidad que trata de epatar
sin salirse del guión marcado por el poder político-religioso, omnímodo, que
nos asfixia desde hace siglos con su normalidad. Una cultura oficial a la que
ahora le da por rememorar sin temor de dios las guerras napoleónicas en unas
bacanales sinvergüenzas o fiestas de disfraces en las que participa con ahínco
lo más granado y sinvergüenza de las respectivas localidades que tienen el
dudoso honor de celebrarlas. Aquí no existe la cultura, aquí un intelectual es
el que se lee la letra pequeña del diario local. Pero este es un mal nacional,
no solo circunscrito al ámbito de la región castellana. Oh, también es un mal
internacional, pero no tan entusiástico como el nuestro. Aquí abrazamos lo peor
de cada casa con agrado digno de mejor empeño, nos quedamos con lo superficial
y raramente con el fondo, si es que el fondo merece la pena. Pero no quiero
espantar ya de primeras, a las primeras de cambio, a mis supuestos lectores, a
mis posibles lectores, a los posibles e improbables lectores de este mamotreto
lingüístico. No quiero hacerme el graciosete hasta ahuyentarlos. He venido a
hablar del arte desde mi perspectiva diletante, autodidacta, renegada, desde mi
altura subterránea, he venido a definir sin tener ni remota idea, a opinar como
un tertuliano subnormal, todo lleno de confianza, todo mirando de frente, a los
ojos, sin flaquear en el empeño, sin flaquezas, sin puntos débiles. El arte. A
hablar del arte sin haberlo estudiado, sin conocerlo, sin doctorados, ni
licenciaturas, ni diplomas ni cursos a distancia, armado con la sola potencia
de mi dudoso gusto, de mi cultura pordiosera. Harapiento cultural, como me
siento, no debo pontificar, pero lo hago, no debo exagerar, pero exagero. No
debería atreverme, pero me atrevo. Y me atrevo porque tengo ya unos cuantos
años, demasiados ya, y veo lo que fue, lo que es. Veo al gran, al enorme Andy
Warhol en sus fotos antiguas, esas fotos que en su momento fueron lo más
avanzado, la cima del desarrollo, y me desternillo viéndolo rodeado de
papanatas increíbles, de estúpidos con aires de grandeza, con aires
intelectualoides de esos de estar haciendo historia con cada gesto, casi con
cada pedo, con cada eructo sobresaliente y de alto diseño. Y estoy viendo a
Almodóvar vestido con sus mallas y cantando horriblemente mal y a Bosé y a
otros, huérfanos del buen gusto imprescindible que aconseja no dejarse
retratar, mucho menos filmar, que aconseja pasar dejando solamente huella en el
recuerdo, la huella del momento irrepetible, del momento hermoso que al día
siguiente y mucho más al cabo de los años puede no ser sino una aberración
destructiva que borra o desdibuja la belleza que pudo ser y acaba con lo que
fue su potencial o, peor aún, muestra, exhibe con arrogancia su descalabro, su
mala educación, su deformidad contracultural, su infantilismo pijotero, pijo,
señoritingo, estúpido. Mañana, quienes hoy manejan los hilos de la creación,
quienes desde sus torres de marfil, sus rascacielos de Shanghái, Dubai o Nueva
York, deciden qué es lo que es imprescindible, qué moda debemos seguir a ojos
ciegas, esos gurús del arte serán apenas seres ridículos a ojos de los nuevos
demiurgos. Sus instalaciones serán objeto de mofa, sus cuadros no resistirán la
crítica austera del futuro. Solamente unos pocos elegidos, quizás ahora,
precisamente, ninguneados por los media,
soportarán el inclemente paso del tiempo.
Pero, no obstante,
quizás, ¡basta del yo!, basta de mí. Basta de mí, que ya deben estar ustedes
hartos, de mis elucubraciones, de mis fallidos actos de entrega. Resulta que
don mendo el esmoquinado, el fraccionario, ¡es un puro superventas!,
ajá, que así se entiende y se comprende su ristra de declaraciones (sí, ya sé,
todavía no han llegado ustedes ahí, pero es que yo escribo sin orden ni
concierto, sabrán disculparme). El tío lleva varias semanas cuando escribo esta
reseña en el número uno de la lista de los libros más vendidos (esperamos que
no más leídos, porque esperamos que los que los compren sean de ese tipo de
gentuza que no lee los libros que se compra y solo los coloca en la estantería
porque hacen bonito intelectualmente hablando para que los vean las visitas y
digan: oye tú, mira este, que parecía imbécil, y resulta que lo es y todo).
Bien, o.k., basta de mí: volvamos al gentío del plural, a nuestra primera
persona del plural, a nuestra casita literaria.
Que no tenemos
derecho a blasfemar, ni a conquistar corazones con palabras malsonantes. Que si
lo hacemos, si blasfemamos, es solamente por resultar desagradables, por
desagradar un rato.
De pintura entendemos lo que se dice poco. No tenemos estudios de bellas artes, al museo del Prado, que nos queda cerquita de casa, acudimos ya cercanos los cuarenta. Y no por falta de interés, exactamente, sino por otros ponderables e imponderables que sería fatigoso relatar aquí y ahora. Lo cierto es que nuestro gusto por las artes plásticas pintureras, o sea, por la pintura es real, nos gusta la pintura. Hubo un tiempo en que nos gustaba mucho Antonio López, viene esto a colación de lo siguiente: ahora preferimos la abstracción, el impresionismo, cualquier estilo alejado de la figuración. Y, no obstante, debemos reconocer que una obra como la de Antonio López, tan fotográfica, lleva en su germen la antítesis de la figuración, es su contrario; veamos, en un tiempo como el actual en que lo más sencillo es obtener una imagen perfecta de la realidad mediante la fotografía o el vídeo, la idea de hacerlo a través del dibujo o la pintura significa nada menos que una impugnación total de ese realismo, de la exactitud técnica, y todo buscando, precisamente, esa misma exactitud, pero negándola a la vez.
Para hablar de pintura, por tanto, emplearemos el único argumento posible en nuestro caso, el de la sensibilidad, el que Gombrowicz emplea para denostar la poesía, no tenemos otro. Pero, claro, nuestra sensibilidad nos lleva a no despreciar a Rafael, ni a Velázquez o Murillo, ni a Zurbarán, ni a Tiziano. Bien es cierto que en esas épocas no existía otra técnica de captación de la realidad, no había otro modo de conseguir un retrato que mediante el dibujo o la pintura, entonces, ese afán de perfección también es arte y claro que lo es. Porque el arte, entre otras cosas, es afán de perfección. Pero, visto así, ¿no sería el arte, pues, apenas una artesanía difícil, especializada? Nosotros creemos que llega un momento en que el afán de perfección cede el paso a algo más, a la necesidad de trascender el propio trabajo artesanal en aras de obtener una obra específica y única, una creación imposible de parangonar y, entonces ahí ya no hay realidad, sino ficción, creación, unicidad, en una palabra, fantasía. También, se podría decir que como en la literatura una vez que el artista toma la decisión de plasmar una imagen en el lienzo, la imagen deja de ser real para transformarse en idealización, por mucho que se afine en su exacta representación, y cuanto más se afina más lejana estará la imagen del cuadro de la imagen real.
Los pintores, de otro lado, son, a nuestro parecer, incluso los nacionales, gente más discreta, más normal que los poetas o novelistas, menos dada, en general, al esperpento de la sobreactuación, quizás, menos estúpida también. Es cierto que organizan sus exposiciones y que allí se comportan como pequeños divos o divas, pero su rimbombancia nos parece más asequible al común de los mortales, menos agresiva que la de los poetas tan dañados y hostigados por el mundanal ruido. Hemos conocido algún pintor y son gente más correcta. En nuestra ciudad hay algún espécimen subnormal, es cierto, algún espécimen poético, pues, de los que solo piensan y solo han pensado durante toda su vida en tirarse tías y eso, y han conducido su actividad artística con ese fin esencial; son los que llevan sombrero y dan la nota en todos los bares y en todas partes y, al final, hacen migas con el cutre poder político derechista y casi falangista, degradándose personal y profesionalmente hasta límites insospechados, vendiéndose por un plato de lentejas para poder comer sin dar golpe... de una obra que cada vez es menos artística y más política en el peor sentido de la palabra. No obstante, ya decimos que los pintores nos suelen caer más simpáticos que los poetas, comprendemos que suelen decir menos tonterías cuando hablan de su obra, van más al grano y se dejan de divinidades y demás grandilocuencias, son más humildes, y los españoles son menos españoles, ja.
Si mendocilla lleva
su uniforme bien planchado, también los poetas, los pintores llevarán el suyo,
que la arruga es bella. Un pintor debe llevar, por ejemplo, su sombrero de
pintor, un pintor sin sombrero no pinta nada, dice el juego de palabras, pero
es cierto que entre los pintores abundan los sombreretes como entre los poetas
el foulard, cualquier tipo de pañuelo o bufanda de las que dan el cante
suficientemente. Así, tenemos que la adscripción a un modelo artístico lleva
aparejada una presentación pública.
Una presentación.
Existen algunos programas de tv. que se dedican a entrevistar a escritores,
otros entrevistan a poetas. En concreto hay alguno por ahí en el que una señora
poética hace entrevistas a otros poetas. Dicha señora poética de melena leonada
y cabeza sustancial, también hace sus pinitos, o sus secuoyas -qué decir-, hace
sus pinitos poéticos, decimos, o sea que tiene su blog muy visitado y pinturero
al máximo de capacidad visitante y en él o ello coloca y publicita sus
entrevistas que no son nada del otro mundo porque son aburridas hasta decir
¡basta!, así entre gordos signos de admiración, entre gruesos palotes
admirativos de decir hasta aquí hemos llegado. Los entrevistados son poetas en
la onda que se conocen entre sí, que son colegas y escriben todos de manera
parecida, cosas de ¡la uniformidad!. Pues bien, vale, la señora escribe y
recibe los entusiásticos y encomiásticos comentarios de sus pretendientes, es
decir, de aquellos que pretenden salir en su programita de tv. que solo se ven
entre ellos, por supuesto, pero qué más da, para qué quieren que les vea el
tendero de la esquina, ese ser sin estilo. De tal guisa se presentan, se visten
de poetas y salen en la tele con cara de profundis, profundizando a tope con la
vista, con las manos, con la ropa, con el gesto de los ojos y de las manos y de
la cara que a veces es agraciada y otras no y entonces qué decir de la simpatía
y la profundidad, que ya se encarga de dar la coba oportuna la oficiante.
Decíamos que en los comentarios del blog de la señora poética es fácilmente
observable, no hace falta un telescopio ni un microscopio ni unas gafas para
ver en tres dimensiones ni una especial sensibilidad para captar el peloteo
descarado, la falta de decoro absoluta de los comentaristas que hacen loas
exageradas de unos poemas escritos para quedar bien, escritos, obstinadamente,
precisamente, para recibir ese tenor de comentarios, esos panegíricos
hagiográficos, esos laudos de leyenda. Poemas de exposición, sin riesgo, que,
no podía ser menos, crean escuela entre sus fans, entre los aspirantes a ser
entrevistados que babean de gusto. Pues esto, que es bien evidente para
cualquiera que de manera objetiva se acerque al espacio, a ese desaguisado que
se montan, que tienen montado, pues esto, decimos, les parece tan normal, esa mutua
y desvergonzada enjabonadura a que se someten y a la que se entregan con ahínco
les parece lo más normal del mundo. Jajaja, y tenemos aquí el gusto de darnos
el gusto de una solemne crueldad, porque lo tomamos de refilón, a voleo,
escogemos un poema cualquiera y sus comentarios y aquí vamos y lo reproducimos
para escarnio de la poeta y de sus aduladores repulsivos y nos reímos de ellos,
vaya que sí nos reímos, mejor dicho, que nos descojonamos a conciencia, con las
manos sujetándonos las costillas y el bajo vientre que ya se nos escapan
ventosidades varias de tanto como nos partimos el eje leyendo estos absurdos
halagos, estas lisonjas literarias, esta coba que se dan con la esperanza de
una llamada de una filmación infamante, este jabón tan evidente y tan confuso
como una patraña gubernamental defecada por una abogada del estado con
mantilla, allá vamos, sujétense a sus asientos, que no es falso, que copiamos y
pegamos, y lo juramos por snoopy:
Mientras sea usted quien sostiene a la
palabra, ésta no correrá peligro. Poemazo, no diré más.
Saludos de un fiel lector.
Saludos de un fiel lector.
---
Tu palabra siempre es, tú siempre eres, tu
palabra siempre llega, tu palabra nunca muere!!!
Excelente poema, como siempre. No me cansaré nunca de leerte.
Un abrazo fuerte y mil besos.
Excelente poema, como siempre. No me cansaré nunca de leerte.
Un abrazo fuerte y mil besos.
---
Fantástico el poema, ese ritmo, esa
cadencia como de suave oleaje sobre la orilla, con ese sello inconfundible.
Hermosa reflexión sobre la tarea poética. Lo singularizas en tu propia labor,
pero creo que puede extenderse a muchos, sino a todos. Creemos (creo, contigo)
que somos (soy) quien elige, dictamina, decide sobre los poemas, sus imágenes,
su objeto, su esencia... Pero en el fondo todo eso da lo mismo, lo que importa
es que somos (soy) una gota en un océano y la labor consiste en que la palabra
sea, que la palabra no muera y permanezca. El resto importa, sí, pero importa
menos.
---
Y a mí que me parece que cada día creces,
hoy nos regalas un poema algo más extenso a las puñaladas breves pero intensas
a las que ya nos tenías acostumbrados.
Llegas y envuelves con una magia descriptiva que atrapa. Tiene mil matices mil lecturas como los poemas que no nos cansamos de leer y releer.
He vuelto varias veces y siempre encuentro un nuevo ruido
Llegas y envuelves con una magia descriptiva que atrapa. Tiene mil matices mil lecturas como los poemas que no nos cansamos de leer y releer.
He vuelto varias veces y siempre encuentro un nuevo ruido
---
He venido a comentar este poema tres veces,
y las tres me he ido sin encontrar palabras, golpeada, herida y muda por la
belleza que irradian estos versos: "Más allá de tus muslos hay un
blues/que murmura metáforas" o estos otros:"y elegía/ que la palabra
fuera pulmón y aire,/ más allá de la lengua". Un poema magistral
---
El ritmo que contienen tus poemas, la forma
de desnudar la palabra y la imagen que sugiere es poesía en estado cada vez más
puro.
Grandísimo poema con una estrofa final realmente admirable.
Grandísimo poema con una estrofa final realmente admirable.
---
Si pudiéramos elegiríamos
temblor en la dicha,
la palabra eterna.
temblor en la dicha,
la palabra eterna.
Suficiente... Ah,
pero, claro, habrá detractores de esta manera, de esta aproximación, lectores
que exclamarán, indignados, pero ¿dónde está el poema?, porque a lo mejor es
tan bueno como dicen los elogios, esos elogios tan sacados de esta forma de
contexto... Ja, pero no pondremos todo el poema para no ser acusados de algo,
que vaya usted a saber, solo dejamos esos versos contenidos en uno de los
desmesurados parabienes, esos versos objeto de crítica inmisericorde que pueden
leer, con los que pueden extasiarse, deleitarse, corroerse, correrse si hace
falta por los muslos abajo. No va más. Y es que el poema es lo de menos, ya
podría ser una obra maestra, lo nunca visto, una explosión de significado
estéticamente irreprochable, una fantasía superior a Keats, a Whitman, ¡a
Kavafis! Lo que importa, lo que viene a ser central en el caso es el peloteo
descarado, es la falta de pudor, es ese no
darse de cuenta que se transparenta y se trasluce (porque si no es así
todavía es más lamentable), es la memez y la sandez elevadas al cubo y hechas
bazofia acrítica y pringosa de buen pringue jabonoso. Y esta recuela de tarados
luego quieren dárselas de objetivos, de modernos y alejados de la ponzoñosa
barbarie nacional, del compadreo subterráneo y vivalavirgen de sus ancestros
españoles.
No hace mucho que
varios y varias uniformados poetas o poetillas o lo que fueran, invitados por
una revista de tirada nacional... por el país semanal, vamos a decirlo, asín,
con las minúsculas denigratorias, posaban con ropajes de diseño (malo y cutre)
para un estúpido y sin sentido y esaborío y escabroso reportaje fotográfico.
Posaban mal pero lo intentaban, intentaban parecer modelos pofesionales con sus ropajes rústicos o vaporosos y luego hacían
sus puñeteras declaraciones de estupidez en estupidez y tiro porque me toca.
Tampoco hace mucho tiempo que una serie de ministras paritarias del gobierno de
ejpaña posaron en el vogue o no sé qué para demostrar no sé qué de la paridad o
del paritorio o ya más directamente de la parida nacional del socialismo patrio
que lo dejaron, por cierto, hecho unos zorros de los que se ponen en las
revistas de moda como estolas por encima de los hombros que son tan calentitas
en invierno y eso. Y luego se justificaban, lo mismo que se justificarían los
poetas y las poetisas o poetizas como
dice alguno por ahí (¿?). Y bien es cierto que no es cuestión de hacer de esta
no tan somera introducción a la misión del arte un remedo de Mi poblemática, después llamada Porculo, esa gran obra de ingeniería
expresiva, titánica y tal, pero es que ellos lo valen, de verdad, todos ellos
lo valen. Joder que sí. Con sus publicaciones y sus intachables poemillas, sus
recitales de almidón y sus jam sessions de vellón. Que les den.
Otrosí decimos que de
la uniformidad, de esa fascinación por los uniformes que exhiben nuestros
dignatarios universitarios y demás, viene el espectáculo cultural. Ya lo dice,
lo denuncia con energía y pundonor crecientes don Vargas Llosa, el escritor,
con mayor autoridad, desde luego, que si lo hiciera un mendocilla cualquiera,
que seguro que también lo hace, no crean. Bien, denuncia, pues, don Vargas la
cultura del espectáculo en la que estamos sumidos, sumergidos, que nos ahoga y
nos abruma, y nosotros que tenemos una edad, no tan provecta como la del
ínclito, pero sí considerable, recordamos, remembramos la denuncia de Eduardo
Subirats, el filósofo, que la hizo en su momento, que hablaba de ello hace no
menos de veinticinco años, con la autoridad que nos tememos le falta a don
Vargas, y que llegó a interesarnos grandemente. Es, pues, un espectáculo
recurrente este de la denuncia de la cultura del espectáculo, que suponemos se
viene repitiendo desde que el hombre tiene para sí ese concepto de cultura. En
este caso, el tufo, el tufillo conservador es importante, el fétido aroma de la
connivencia con el poder cristofascista instalado en el país es innegable.
Vargas es de derechas y debe querer hacer algún mérito suplementario de cara a
la caverna que nos gobierna con desparpajo e incompetencia criminales. Creemos
que su denuncia es oportunista, que va a favor de obra, que no planta cara a
nadie sino que falsea los elementos que utiliza, que maquilla y oscurece o pone
el foco donde toca, donde conviene, donde conviene a su argumentación tan
deficiente. Le contestan en la prensa
libre... en El País, y le dicen, concluyendo, que precisamente el mejor
ejemplo de lo que tan prestamente y tan airado señala es... nada menos, nadie
mejor que él mismo. Le dicen en la prensa (que el resto de periodicuchos
amarillentos mandrileños o madrileños, tanto monta, no tiene categoría para ser
así denominada) que en estos tiempos que corren, por mucho que se escandalice
la curia que siempre con la misma monserga de la crisis de valores, que por ahí
va también don Vargas, es preciso, con tanto ordenador y tantas redes sociales
echadas al mar que nos pescan como sardinillas, pues que es necesario hacer un
poco el show, que hay que poner una vela a dios y otra al diablo, vamos, que no
debería extrañar a nadie que en la era de la imagen y la comunicación
cualquier prototipo cultural incluya las
tecnologías emergentes, diseñadas, mal que le pese a él o a quién fuere, con
ese fin, entre otros, de entretener, de resultar atractivas al consumidor, con
ese fin indudablemente comercial. Y de eso, del comercio cultural, como le
reprenden en El País, por supuesto que Vargas sabe lo suyo, que es su tema, vaya que sí. Pero aquí el caso es
contraindignarse, hacerse el mártir de la sabidurida
ancestral, tan denigrada, perdida... Cuando todos, honestamente, sabemos que
los valores perdidos por los que periódicamente claman los poderosos llevan, en
efecto, perdidos y no hallados desde el inicio de los tiempos, que nunca jamás
han existido de esa forma general que ellos, los muy miserables, aseguran, que
siempre han sido minoritarios y no están peor ahora que hace cincuenta años,
por ejemplo, sino mucho mejor, y eso que cincuenta años no es, en términos
históricos o sociológicos, un lapso demasiado grande, sino todo lo contrario,
es un pestañeo, un aleteo mariposil en el espacio histórico, no es nada.
El espectáculo, sin
embargo, lo es todo en el panorama poético nacional, no sabemos si también en
el internacional. Se suceden las presentaciones, varias para cada librito
publicado y son, nos figuramos, cientos o miles al año, y los recitales con
motivos diversos, con cualquier motivo o, directamente, sin él, porque sí,
porque los autores, los poetas y poetastros, cómo no, se lo merecen, como en el
anuncio. Además, se amenizan con música y lo que haga falta, se hacen en
baretos para que la peña pueda tomarse unas copichuelas, son un ingrediente más
de una noche de marcha. También en el espacio novelesco las cosas suceden de
semejante forma. Lo paradójico es que uno de los más conspicuos representantes
del star system editorial, un betsellerado,
como dicen en la Fiera literaria, como Vargas se salga ahora por esa tangente
tan tangencial.
Los poetas se
uniformizan de esa manera ruin, todos escriben casi igual, con esa profundidad
malasañesca y muy vivida, todos de vuelta de todo. Bueno, no, tampoco vamos a
generalizar, ja. Hay variantes, están los de vuelta de todo y están los que no
vuelven porque andan escarbando, profundizando, más por imperativo generacional
que por otra causa, que ya han epatado lo suyo y ahora prefieren
impresionar con su calidad intrínseca, con su significativa enormidad semántica
y polisémica, con su estilo depurado y único, en una palabra, con su gran
talento. El resto, los jóvenes, siguen por esa senda de la modernidad, como si
hubiesen inventado algo, y saturan sus redes sociales de moda y saturan los
locales de moda y saturan los blogs de moda, sin parar.
Hay uno muy famoso,
que no vamos a mencionar, pero que es el paradigma de esta generación tan
indignada como indignante. Uno, entre varios que le plagian el estilo pinturero,
que hace sus pintadas y del que hemos hablado ya en alguna que otra ocasión
(vaya, no hace falta estrujarse mucho la mollera para saber a quién nos estamos
refiriendo, ¿verdad?). Bien, pues este está algo obsesionado con marcar sus
diferencias, suponemos que porque se da cuenta de que la uniformidad
estilística entre sus coleguillas y él mismo es muy atroz, y entonces se
inventa un tipo de poeta que ya no existe, jajaja, que ya no está, al que ya no
se le espera en ningún sitio porque ha fallecido años ha, y le coloca en el
patíbulo, le pone en la picota y le lanza sus invectivas y sus ocurrencias a
ver si cuela (¿?). Sí, diremos que es por hacer literatura y ya está. Pero es
como si nos dedicáramos a criticar a Góngora porque vestía de manera ridícula,
o algo así. En vez de criticar a sus congéneres a sus colegas, a sus
contemporáneos, critica a una sombra, y todo para no hacer una mínima
autocrítica (que también la hace, cómo no, pero más falsa que una moneda de
tres euros, pues apenas rasga la epidermis y se detiene en la anécdota, cubre las apariencias y no perturba nada su cupo editorial).
De otro lado,
dejando por el momento aparte la cuestión de la uniformidad, está el asunto
espinoso de la admiración. Decía el famoso Gombrowicz que es absolutamente
contraproducente admirar a las grandes figuras, venerarlas, ya que eso
significa ponerse límites, y la labor creativa, por definición, carece de
fronteras, no puede limitarse, es libre por completo o no es. Sin embargo, en
la génesis de cualquier actividad artística late el deseo de emulación de otras
obras precedentes, que son las que despiertan en el artista la necesidad de
expresión. Recordamos ahora a un amigo que reconocía no leer sino biografías,
escenificando, en lo que a su gusto literario se refería, una suerte de muerte
de la novela acaecida a partir de su cuarenta cumpleaños, más o menos. O sea
que el tipo cumplió los cuarenta y decidió no leer más novelas, decidió que ya
tenía bastante ficción para una vida y que necesitaba algo más tangible que
echarse al coleto. Por nuestra parte, mucho que objetar a una decisión de esa
índole, que no nos parece acertada. La biografía, en realidad, es un género que
no nos interesa demasiado, que nos deja fríos, por muy bien planteada y escrita
que esté, por mucho que sus autores hayan investigado para ofrecer perfiles
insólitos de los grandes nombres. Precisamente, eso es lo que nos aterra, el
perfil insólito y tan humano de los artistas, que ya podemos imaginar por
asimilación al nuestro propio, a nuestra propia e intransferible degeneración
humana. Pero nosotros no establecemos esa distinción tan férrea entre novela y
biografía. Ya decíamos que cualquier hecho fehaciente al ser descrito, escrito,
pasa, inmediatamente a convertirse en ficción, pues es imposible una
descripción real de los acontecimientos, sujetos como están a tantas y diversas
interpretaciones, a tantos puntos de vista, a tantas subjetividades y
objetividades. Tenemos, pues, que la novela no deja de ser biográfica, no deja
de contarnos la vida de otros seres humanos, de otros personajes que siempre
tienen algo en común con los verdaderos personajes de la vida real, de los que
el novelista extrae los tipos, los caracteres, los aspectos físicos. Traemos
aquí a colación la interesantísima de Peter Matthiessen, País de sombras, relato coral de la vida de un hombre en el que el
autor describe el escenario real de la vida en los Estados Unidos de principios
del siglo pasado valiéndose de un personaje de leyenda, el forajido Watson, que
muere asesinado por sus vecinos. ¿Quién nos dice que Watson es menos real que
cualquier biografiado de la época? La novela está estructurada, además, al modo
del anillo de Browning, es decir, que los narradores son varios que desde su
particular cosmovisión y su particular concepción y percepción de los
acontecimientos van desgranando la secuencia de los hechos ocurridos, versiones
que naturalmente difieren unas de otras, dejando para el final la propia
versión del protagonista que es la definitiva que aclara el resto del libro,
pero de la que honradamente tampoco podemos fiarnos demasiado, ya que, como es
lógico, trata de limar los aspectos más difíciles de su ejecutoria vital, de
quitarle hierro a los casos más comprometidos para su reputación, de modo que
es el lector, al final, el que debe emitir un veredicto de culpabilidad o de
inocencia, o, más concretamente, debe, más que juzgar, comprender y hacerse una
idea global del personaje y sus circunstancias, del ambiente general que
permitía en esos momentos un desarrollo semejante de los sucesos relatados.
La pregunta
inevitable que nos suscita el género biográfico es: ¿realmente queremos saber?
En nuestro caso, en la inmensa mayoría de las ocasiones, la respuesta es no.
Con la autobiografía,
debemos ser más indulgentes, no obstante. La autobiografía es siempre,
previsiblemente, mentirosa, salvo que refiera un hecho concreto y no toda una
vida, es decir, si se refiere a un suceso puntual por el que quien la pergeña
es conocido, si no abarca una vida sino que se circunscribe a un aspecto o a un
periodo vital, entonces puede ser tomada al pie de la letra, puede ser creída y
valorada como confesión y no como ficción novelesca, pongamos como ejemplo la
impactante Si esto es un hombre, de
Primo Levi, o cualquiera de las novelas del Holocausto o cualquier de las
novelas americanas que reflejan el drama de la segregación racial, novelas
escritas con sangre por grandes escritores como Richard Wright o Ralph Ellison.
Pero en el instante en que uno trata de abarcar el resumen de todo el periplo
vital, en ese mismo instante, estamos ya, irremisiblemente, ante una obra de
ficción en nada diferente a una novela, dado que tampoco conocemos personalmente
al autor (si es que no lo conocemos, queremos decir), y ¿qué diferencia hay,
entonces, entre, pongamos por caso, Tolstoi y Watson, en el caso de que nunca
hayamos leído ninguna obra del maestro ruso?, ¿o entre Watson y Don Juan de
Austria?, ¡ninguna!, no existen diferencias, no podemos sino fiarnos de la
bibliografía empleada por el autor de la biografía autorizada del personaje
histórico, es decir, que sabemos que no se nos está tomando el pelo con una
obra de ficción, pero en el puro acto de la lectura, el resultado, el placer
estético que obtenemos de la narración de la vida de las personas, es
intercambiable en un caso y en otro.
Bien, y basta por el
momento, por el momento es bastante con esta introducción a la obra, con estas
digresiones, un tanto analfabetas, todo hay que decirlo, con esta profesión de
fe. Hablaremos, poetizaremos, daremos fe de nuestra lisiada concepción, de
nuestro concepto ridículo del arte, para horror de licenciados, de profesores,
catedráticos y enterados varios, para que nos desprecien de una vez por todas,
para que nos tachen de sus listas y de las listas, para que nos excluyan de su
gremio concursal, de sus premios y accésit, de sus diplomas y sus fiestecillas
de fin de carrera y de fin de obra y de fin del fin de la historia.
Nosotros no somos. No
somos nadie. Aquí está nuestra obra, aquí en este blog, en este bloque
informático lleno de caracteres que significan algo o no significan nada, según
nos dé y les dé a ustedes amables, presuntos, lectores. Dice Manuel Rivas, ese
estupendo escritor, que en su tierra gallega conoció a uno que afirmaba que las
cosas podían hacerse bien, mal o al revés. Disfruten, pues, amigos, de este
credo tan extraño, tan frágil y tan serio: tan raro como escrito del revés.
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entrevista
a un traje habitado
Así, el escritor de marras, hecho un pincel de Hockney,
hecho un payaso con camiseta interior de las de antes (o de tirantes) que no se
ve y sí se transparenta. Su frase, una de ellas: Si escribes en camiseta no superas el 'qué pasa, tronco'.
El gran escritor es, además, un metepatas. Mete la pata y
no la saca del agujero. Concede la entrevista a un semanario dedicado a la moda, es decir, a la gilipollez y,
ahí, mete la pata hasta el corvejón. Sí, seamos bastos, mete la pata con su
aspecto tan atildado en las fotografías, su aspecto de dandy setentón, su
aspecto gilipollístico de diplomático sin embajada, su etiqueta, tan paradójicamente
pasada de moda.
¿Y si hace calor? Pues se pone el aire acondicionado y
sigue trabajando con su camisa de manga larga, tal vez arremangada un par de
vueltas sobre el brazo, como única concesión a la inclemencia canicular. Y dice,
o escupe y parlotea: "Un grupo de señores con esmoquin siempre queda bien,
da igual que uno sea gordo, el otro bajito y el otro feísimo. El conjunto es
siempre estupendo". Ja-ja-ja. Hemos de reírle la gracia, como,
seguramente, la celebró su sagaz y, por supuesto, bien vestida, engalanada,
entrevistadora. Pero lo que, sin duda, sin demora, hemos de hacer es
contraponer nuestra pésima mala educación a su talento de pasarela, a su buen
gusto proverbial, ese mal gusto por los siglos de lo siglos.
Para más inri, el tipo es premio Planeta (¿dónde está la
pasta?) y resulta que vuelve a los escaparates de las librerías con una sátira
(que es lo que da pie a ese coloquio subnormal a una página que se marca la
parejita de mírame y no me toques), porque nuestro héroe del frac, nuestro
cobrador del frac, es satírico como ninguno. Y es que uno se apellida Mendoza
(un suponer), gana el Planeta y en vez de promocionar a Don Mendoza pasa a ser
un don mendo de su ripio, un mendocilla, una caricatura de sí mismo.
Su vida es, pues, una loa, un canto a la superioridad
indumentaria, no moral, ni intelectual, sino física, monetaria, una
superioridad de clase. Su vida es diferente, se cree elegante; la gente
estúpida, como la que redacta esa revista de moda, se lo dice, lo afirma, y él
va y se lo cree, él va y se hace el nudo de la corbata sin estrangularse en el
intento, va y se mira en el espejo y sonríe con esa cara de viejo del bigote
elegante. Luego, se pone sus mocasines de andar por casa y escribe una tontería
detrás de otra, eso que llama sus novelas, que deben de ser los folletines
asquerosos del siglo diecinueve pasados por el filtro con esmoquin de la
modernidad estrafalaria.
Este enorme escritor, este escritor descomunal, en algún
felicísimo momento de su puta vida debió de leer algo de Henry James y pensó,
este es mi tipo. Debió leer la anécdota de James, y se quedó ahí en eso, en la anécdota, esta que
pasamos a relatar. Resulta que Henry James trabó amistad con otro escritor
famoso y un día fue a su casa a visitarlo, dándose el caso de que su amigo
salió a recibirle con un batín de andar por casa y unas pantuflas (como es
natural, joder, que para eso estaba en su casa). Tamaña falta de decoro, dicen
que enfureció de tal forma al tito James que renegó de su camarada y no volvió
a dirigirle la palabra. ¡Ah! y nuestro Nobel quiere ser como el tito James,
cogérsela con papel de fumar (smoking 200, of course, que es de lo más fino),
mear colonia nenuco y etcétera.
De este nuestro petimetre maqueado no sabemos lo que
escribe, desconocemos su obra, solamente tenemos estas declaraciones vomitivas
y fascistoides. Seamos bastos, obscenos, ¿y qué cojones nos importa si escribe
en pelotas o vestido con un terno espectacular?, ¿qué hostias nos importa su
jodida comodidad? No sabemos, pero sabemos que no es Henry James, que no le
llega a la suela del zapato o mocasín al tito James, que apostamos algo a que escribía
con pajarita y zapatos blanquinegros sus magníficas obras.
Oh, pero... nos lo recomendaron hace mucho tiempo, nos
dijeron: tienes que leerlo, que es de lo mejor que te ríes con sus novelas, que
son muy surrealistas y te descojonas con ellas, con su humor inteligente (que
ya decimos que es satírico a más no poder). No lo hicimos, por pura intuición,
y, al cabo de los años, mira tú por dónde que reconocemos nuestro acierto.
Así, el sátiro del marras que tiene un arte que no veas,
que fía su arte al importe de la factura de su vestimenta, que recela del pobre
escritor en camiseta de manga corta (no de tirantes como la suya) y lo
descalifica con un gesto señorial de su pie izquierdo enmocasinado.
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el
declive de Auster (decepción)
Acabamos de leer Sunset Park, una de las últimas obras de
Paul Auster. Nos ha gustado un poco, no mucho; decir que no nos ha gustado nada
sería mentir, pero decir que nos ha gustado, así, a secas, sería no decir toda
la verdad. Ya teníamos alguna noticia privada del declive del escritor, que se
va haciendo mayor y va creyéndose un gran escritor y todo eso. Oh, sin duda es un gran escritor, de los mejores que
hemos leído: Mr. Vértigo, ¡qué gran
novela!, la formidable Trilogía de Nueva
York, El Palacio de la Luna,
grandes novelas. Pero Sunset Park nos
aburrió un tanto y más nos enojó bastante.
La sinopsis de la
obra es, más o menos, la siguiente: un chico de buena familia provoca un
accidente fatal a su hermanastro en su adolescencia, algo que le marca, como es
lógico, y marca a su familia que desde entonces se desestructura más de lo que
ya lo estaba -ejem-. Bien el chico se hace mayor y decide prescindir de sus
progenitores, se las pira y acaba enamorado de una adolescente y viviendo en un
garito infecto en una esquina sucia de Brooklyn, una especie de culo del mundo,
con una serie de individuos de estética okupa. ¡Ajá!, es un argumento. El
problema es que luego se dedica durante toda la novela a explicarnos la vida
íntima, la vida que no se ve, la vida de los personajes de la trama, los
padres, el chico, los okupas, con todo lujo de detalles sobre sus experiencias
sexuales incluidos, que si a uno le chupan la polla que si el otro le mete los
dedos en el coño a su novia y así. Luego, también se dedica a reflexionar sobre
la muerte y su impacto emocional en los supervivientes, en las familias que
pierden un ser querido, todo como muy profundo, excesivo. Demasiado profundo,
Don Auster, demasiado profundo para nuestro gusto. Una sobredosis de
información privada que a nadie debería interesar lo suficiente, que a nadie
interesa, que no es real, una cantidad de información que nadie posee en
realidad ni, desde luego, desea poseer (una potencial fuente de conflictos, una
bomba de relojería). Es decir, ¿para qué necesitamos saber tanto? Vale que el
narrador omnisciente, el jehová de turno, nos lo cuenta, se expresa con estilo
y sabiduría; pero el caso es que el lector no necesita tanto. El lector quiere
una historia, necesita acción, pero una acción despojada de la inevitable
moralina que acompaña al relato de las intimidades del alma humana.
¡Qué diferencia con
Echenoz!, de quien leemos su estupenda Relámpagos.
Porque, sintiéndolo mucho, hemos de concluir que mientras que Relámpagos es una (gran) novela, Sunset Park no pasa de ser, para
continuar en la onda, una, si quieren virguera, paja mental.
---
decepción
Hace un instante,
apenas, hablábamos de Echenoz y sus relámpagos, su relampagueante escenario.
Tesla. Recordamos la película. Tesla y su corriente alterna, Tesla y su altura enebeá,
Tesla y las palomas repugnantes. Tesla y el amor de una mujer (casada). Y
contraponíamos esta novela a la de Auster. Tesla es un hombre sin sexo, un
hombre poco animal, poco instintivo, sí. Nuestro Paul habría hecho hincapié en
ese aspecto, habría descrito sus masturbaciones, aún imaginarias, sus
tocamientos sensuales y degenerados, sus apetitos no resueltos, le habría dado
importancia a esa condición asexuada de Gregor (nombre ficticio que utiliza el
autor), con seguridad. Echenoz despacha el contenido sexual del personaje de
una forma peculiar. Recalca su paranoia con los microbios y los virus, cómo
evitaba el contacto con otros seres humanos, cómo limpiaba obsesivamente los
cubiertos y los platos que le ponían en los restaurantes, pero luego, de cierto
modo contradictorio, define a Gregor como alguien centrado en sus apariciones
públicas, tan frecuentes, e incluso le atribuye un affaire con la esposa de uno
de sus mejores amigos, al tiempo que en sus momentos bajos y finales da fe de
su querencia por las sucias y tan nauseabundas palomas a las que no tiene
reparo en acercarse hasta quedar literalmente cubierto por sus alas grises,
portadoras de enfermedades varias. En cualquier caso, la historia que se cuenta
en Relámpagos no se centra en
absoluto en la vida íntima de los personajes, para alivio del lector,
simplemente se dedica a retratarlos de la mejor manera posible, en su entorno,
obviando aquellos aspectos que no añadirían sino confusión y malestar al relato.
¡Oh!, pero no es
mojigatería, no es que nos molesten las referencias sexuales, nada de eso...
Simplemente, suponemos que si no se ha de decir toda la verdad es mejor no
decir nada. Por ejemplo: en uno de los pasajes de la novela de Auster, una de
las chicas que viven en la casa de Sunset Park que, para variar, es artista,
pintora en este caso, le pide a otro okupante que pose para ella, desnudo.
Bien, el tipo accede y entonces ella repara en que, aunque el menda está gordo
y no es que sea muy atractivo, tiene un pene bastante decente, repara en que no
es que sea pene sino que es toda una polla y al final acaba pidiéndole que se
masturbe y se la chupa y tal. Correcto, nada que objetar, pero es que no se
incluyen los diálogos que deberían acompañar una actuación de ese tenor. El
autor le deja al lector esa parte, que se imagine los diálogos demenciales
-reales- tal que: me gusta tu polla, la tienes muy bonita, ¿puedo tocarla?,
etcétera. Es decir, sugiere pero se guarda, elude, la parte pornográfica que,
sin embargo, es inevitable en la mente del lector. La vida, por el contrario,
es más degenerada y sórdida de lo que parece, jajaja... Hablábamos de ello en
relación con la escritura tremenda de Henry Roth, cuyo componente sexual, por
mucho que incluya el incesto y semejantes crisis, no termina de ser realmente
feroz y auténtico, no termina de ser especular, no refleja la realidad
cotidiana del sexo. Cuando algo se novela, inmediatamente deja de ser real,
pasa a ser ficción y como tal ha de ser tomado, de acuerdo, pero es que en
cierta literatura esa voluntad de fingimiento está en la génesis de la
creación, con lo que la impostura se manifiesta de doble forma: consciente e
inconscientemente, digamos.
Pero, volviendo a
Echenoz, ¿es posible que su héroe relampagueante, Gregor, que mide más de dos
metros y es, a decir del narrador, bastante guapo, no tenga una vida sexual?,
¿es posible que ni siquiera se la menee? No, claro que no, pero es que para eso
está la literatura, para que un tío como Gregor sea un querubín, sea angélico,
sea puro como la nieve, célibe, virgen, para eso existe la literatura, no para
que se la chupe cualquier guarra o cualquier dama de la corte, no para que ande
metiéndola por todos los agujeros que se le presenten, para eso está la vida
real, la vida de Auster con todas sus admiradoras que le siguen y le han
seguido desde su juventud con las bragas en la mano, que iban con las bragas en
la mano a sus interminables firmas de libros en librerías, ferias del libro,
conferencias y saraos supermediáticos diferentes y muy frecuentes durante años
y años y más años.
Decimos del declive y
es que nos jode el beisbol, su beisbol de estadísticas sin fin. Porque aquí
sale a relucir también ese estilo americano del beisbol, ese estilo que solo
ellos comprenden (casi, que también hay cubanos con estilo), ese juego tan
banal, tan inventado, tan de mentira como pegarle a una pelota con un bate, con
un palo, como si fuera un cráneo volador. En el juego está la decadencia, ahí
se visibiliza, se hace carne. Leíamos a Ford y su Periodista Deportivo, y ya no recordamos si hablaba del beisbol o
del fútbol revientapersonas, del fútbol para boxeadores, de ese fútbol tan
aguerrido. Da igual, en Ford el deporte era metáfora, recurso, pero en Auster
es algo más profundo es la pura esencia del tío yanqui, del tío sam jodiendo la
marrana a medio mundo con sus himnos y sus banderas rijosas y su puta mano al
corazón.
La popularidad, la
fama, ahoga toda pulsión artística, la desbarata, la jode bien jodida. Auster
no es una excepción. Tantos años de fama pasan factura, inevitablemente la
pasan, abultada, con el iva por las nubes. Llegan a convertir al artista en un
político de medio pelo, y sus conferencias en mítines, o lo convierten en un
cantante de éxito y sus peroratas en conciertos multitudinarios con
adolescentes sudorosas y cantarinas, con groupies cachondas por doquier, y
enterados y esa gente universitaria que fabrica tesis con nombres repugnantes
de más de dos líneas. Uno sucumbe a la fama, es natural, es el sino, es la
fatalidad del conocimiento público. Uno es conocido y deja de ser quien era, su
mismidad se transforma en otredad, su particularidad en generalidad. Por eso es
necesario elogiar a Salinger, es preferible elogiar
a los hombres famosos...
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ridiculismo
Recapacitemos: escribir poesía es una ocupación ridícula, un oficio demasiado rimbombante, un arte,
decididamente, menor. De hecho, escribir cualquier cosa es una ocupación
bastante ridícula, incluso escribir un ensayo, con toda esa investigación y
todo ese bagaje y esos acervos y esos conocimientos y esos currículos de la
gente que los escribe. Lo único que se nos antoja válido es escribir artículos
científicos, de los que ayuda a avanzar a la ciencia, artículos con
aplicaciones inmediatas en la tecnología, la medicina, artículos que significan
avances reales, tangibles, no nos referimos, claro que no, a esos artículo de
investigación filológica en los que los académicos demuestran su saber
enciclopédico y que son objeto de encendidos debates gremiales. Y eso, como
Gombrowicz, lo decimos nosotros que tenemos nuestra sensibilidad y que, además,
somos lectores, grandes lectores que devoramos novelas desde la más temprana
edad. Y, entonces, ¿cómo hemos llegado a esa conclusión demoledora y
devastadora? Pues bien, hemos llegado a esa conclusión en el caso de la poesía
porque cada vez que leemos un poema se nos hace patente el trabajo ímprobo, el
deseo mundano del escritor, del poeta, su soberbia intelectual, su estupidez,
en una palabra, que es, desgraciadamente, la nuestra, que tan bien conocemos y
tan de primera mano y tan de cerca.
Escribir poesía es una ocupación tan ridícula... Y subrayamos ese tan tanto como sea preciso hacerlo, para
que no quede duda alguna de nuestra posición, de nuestra decisión. Nuestra
poesía... también, especialmente; encontramos nuestra poesía especialmente
ridícula y sin sustancia, sin contexto, sin conocimiento, porque la conocemos a
la perfección, como si la hubiésemos parido (joke), y sabemos de qué pie cojea,
cómo no. El caso, el problema es que sabemos también de qué pie cojea, en
general, toda la poesía, todo lo demás que es aplaudido y ovacionado en pie
durante varios minutos, todo lo que es ovacionado de modo operístico lo
conocemos demasiado bien para que nos engañe. No a nosotros, a nosotros no nos
engañan con sus profundidades. Y nos dan igual los nombres... Aunque ahí
estemos mintiendo como bellacos. No nos dan igual los nombres. Nosotros tenemos
nuestros iconos, hay gente a la que respetamos. A los que no respetamos es a los
poetas andaluces de ahora (re-joke), es decir que no respetamos mucho a los
poetas ovacionados de ahora, a esos poetas radiales que tanto abundan y
abucharan con su omnipresencia y su poca vergüenza. Todos esos aprendices de
Bukowski, y el propio Bukowski, todas esas aprendices de Pizarnik y la propia
Pizarnik. Todos los profundos y también todos los sexuales y los superficiales.
Nos hacen mucha gracia, nos reímos mucho con sus profundidades del abismo, esos
jueguecitos de palabras tan bien pensados (que dirían Faemino y Cansado), tan
redondos como un balón de playa de esos azules de nivea, tan redondos como un
globo soplado hasta la extenuación por un chulo de playa, tan extraordinarios,
bien pensados y redondos como el poema ganador del último concurso de
importancia, el concurso que confiere, que da, que otorga el caché editorial,
la pasta, poca pasta, pero algo, alguna, para vivir, para de vivir sin de robar
y sin de pidil, algo así como la pregunta de siempre, la pregunta que todos nos
hacemos sin remisión y sin parar: ¿dónde está la pasta? Sí. Esa es la pregunta,
pero ahora la pasta vuela mucho y con su motor a reacción, vuela y no la vemos
y no la ven y eso pone a algunos, debe de ponerles a algunos de los nervios,
que no ven la pasta ni en pintura, que no hay dinero y los concursos escasean y
reducen su estipendio y sus premios ya no son tan golosos, y encima la
endogamia gana peso y se premian entre sí, se reparten el pastel que es cada
vez más petisú que de bodas y banquetes. Las mafias literarias, los amigos de
sus amigos, se reparten el exiguo trozo de tarta que queda tras el atracón de
los últimos años, que se ponían todos ciegos en las diputaciones y los
ayuntamientos. Y hay que ver cómo habían perfeccionado su estilos, sus estilos
poéticos, hay que ver qué modernidades tan estrafalarias en su misma
profundidad abisal y pocera que nos dan ganas de poner poemas aquí para que
todos lo vean como lo vemos nosotros, para que todos vean el precioso traje del
emperador. Y cómo habían cuidado y perfeccionado su look, su aspecto epatante,
ese aspecto tan remilgado o estudiado, confeccionado a medida. También su recitalismo, su forma de recitar,
canónica, como si hubiera un canon para el recitado, que es lo más falso que
hay porque, mientras no se demuestre lo contrario, hay que recitar con la voz
que uno tiene, cada uno con la suya y hay que recitar con la voz y con la
entonación que uno tiene y el acento y todo eso que uno tiene no con la voz que
tiene no sé quién que debió de ser el tonto del pueblo, el tío listo, el más
listo, al que todos imitan como cotorras poniendo esa voz estomagante, esa voz
ridícula como su oficio, tan ridícula como su forma de componer sus poemas. Las
tías ridículas diciéndose, oh, qué gran verso he pergeñado, qué verso imperecedero,
cómo me lo van a ovacionar la gente guapa en el local de más moda, cómo se van
a quedar fulanito y menganita de traspuestos ante la lírica poderosa de mi
pluma de ganso. ¡Escriben a ese efecto! Y nos da igual que no lo hagan, porque
si no lo hacen casi es peor, si no escriben para que les halaguen y les doren
la píldora y les soben la oreja y el lomo, casi es peor; si su leit motif es la
consecución de una obra, la creación de un corpus varga, el asalto a los cielos
anchos de la posteridad, casi es peor, porque así se desboca la cursilería o la
profundidad se desborda. En verdad que gustan de hozar en la ridiculez más
pasmosa, que son famosos por su ridiculez. Lego hablan de poesía de la
experiencia que hoy hemos leído un poema de un tal Juaristi que es para vomitar
directamente, pero para echarlo todo, vamos, que no tienen vergüenza, que
escribir esas fantasmadas en versos endecasílabos, mal paridos, encima mal
paridos, es una sinvergonzonería del tamaño de sus obras completas. Y es que
estamos hartos de ver lo que se cuece en la red, de pasear por los blogs y no
ver sino memeces, incluso cuando en los blogs homenajean a los grandes de la
cosa lírica española (los iberoamericanos tienen, algunos, los más grandes,
tienen un pase que no tienen los contemporáneos de por aquí, nos parece, nos da
esa impresión de que tal vez...). Claro, está claro que hay grandes poetas que
escriben de lujo y además son sinceros y honestos, que escriben con honestidad,
pero, honestamente lo decimos, no conocemos a ninguno vivo que sea un gran
poeta y que escriba con honestidad. También es cierto que no leemos mucho de lo
que se publica..., aunque ¿para qué?, si cada vez que lo hacemos, por
casualidad o no, nos decepcionan, nos decepcionamos, nos quedamos in albis, nos
quedamos pasmados de la mediocridad que se avecina, que se aberroncha y se
transmuta y transmite por los poros poéticos de semejante cantidad de
inanidades como se trabajan hoy en día. Y de todo esto tiene la culpa Luna
Miguel, por supuesto, jajaja. Esa tía que hace tanto babear a los viejos
libidinosos poetas, que la premian y la ponen por las nubes. Oh, pero no, Luna
es paradigmática, solamente, no tiene ninguna culpa, no acarrea más que un
ligero saco de culpa a las espaldas, que no impide que corra y camine ligera
por los caminos de la cosa lírica que son intrincados e indescifrables como
ellos solos. No tiene la culpa, la culpa es de los dueños del corral, o del
corralito editorial que se nos viene al lomo a los currantes del verso. Eso, a
los currantes, que no lo son los que van pintarrajeando las paredes con
sentencias ingeniosas, que más valía una pintada antifranquista que todas estas
seudointelectuales y seudoquetehacenpensar
y te deleitan con su tamaño de letra y su FIRMA, coño, con su firma que es lo
que más importa, como importaba antes más que la pintada la firma, porque había que firmarla y el mérito para la organización: ORT,
PTE, JSE, PCE, LCR, LC, y así, hasta el infinito, pero entonces una pintada era
jugarte una paliza en comisaría que no tenía nada de diver, y ahora solo sirve
para rellenar la entrada patética de un blog mediático.
Nada que hacer. Nos da por ahí que, por ejemplo, nos da en la nariz,
decimos, que por ejemplo la pintura registra un proceso de elaboración menos
ridículo que la literatura en sus diversas variantes. Nos parece que la pintura
o la música, incluso la escultura, tan musculosa ella, tan de ser un tío
currela que se lo curra con la piedra y el cincel o con el mármol como un
marmolista de los que trabajan para los cementerios, bien, que nos da en el
olfato artístico que cultivamos que no son tan ridículos esos oficios, ni la
música ni la pintura ni la escultura; ahora, también hemos de decir que sí que
son muy ridículos los tíos y tías modernos que hacen eso que se ha dado en
llamar instalaciones, que son de lo más moderno y por tanto de lo más pijo o de
lo más insulso que hay. Porque las instalaciones responden a un chispazo, solo
a uno, a una intuición de Shakira, a una idea de pitiminí, de poca enjundia,
vamos, a una cosa que se te pasa por la cabeza, y si son mastodónticas, como
las de ese tío que cubre edificios con telas grandiosas para conseguir un
solitario efecto desteñido, pues entonces casi peor, casi más ridículo, más
insólito y despreciable.
Pero el proceso de elaboración de la poesía es una cosa asaz tontita,
tontiastuta en el mejor de los casos, eso de la inspiración, siendo cierto que
existe y tiene su lugar, su lugar en el mundo, siendo cierta, pues, no es
frecuente que aparezca, nada frecuente, su frecuencia en más o menos como la de
la desintegración del protón que tenemos en la punta de la lengua cuando nos
disponemos a soltar una imbecilidad. Es decir, que la inspiración es extraña al
poeta, vale que existe pero con cuentagotas, lo que al poeta le es común es el
cálculo, el cuento de la lechera lírica. Y, si no, que se lo cuenten al tal
Juaristi (que claro que lo conocemos, cómo no, que no somos tan incultos, que
el tío es de los que no se olvidan con facilidad), del que no nos resistimos a
incluir en esta diatriba tan profesional su poema subnormal de la experiencia,
o sea, el poema de un tío experto y facha, además, facha y muy popular:
Sátira
primera (A Rufo)
Te has decidido, Rufo, a probar suerte
en un certamen de provincias donde
ejerzo casualmente de jurado,
y encuentro razonable que me llames,
al cabo de diez años de silencio,
preguntando qué pasa con mi cátedra,
qué fue de aquella chica pelirroja
con quien ligué el ochenta en Jarandilla,
cómo siguen mis viejos, si padezco
todavía del hígado y si he visto
a la alegre cuadrilla del Pecé.
Pues bien, ya que deseas que te cuente
de mí y mi circunstancia, has de saber
que un punto de Alcalá me la birló,
en Jodellanos gran especialista,
a quien pago el café cada mañana
y sustituyo volontiers los días
en que marcha a simposios en San Diego,
en Atlanta, Florencia o Zaragoza.
Se casó con Gonzalo. El hijo de ambos
va al colegio del mío, pero en vano
acudo a todas las convocatorias,
reuniones, funciones navideñas.
La pícara me elude, y yo departo
interminablemente sobre fútbol
con el cretino del marido, mientras
asesinan los críos una sórdida
versión del Cascanueces. Bien conoces
al pelma de Gonzalo. Creo, incluso,
que fuiste tú quien se lo presentó.
No pruebo ni una gota últimamente,
después de la biopsia. Te confieso
que añoro aquellos mares de vermú,
aunque el agua es sanísima. Vicente,
antiguo responsable de mi célula,
es viceconsejero de Comercio
por el Partido Popular, y, claro,
se mueve en otros medios. Otra gente
parece preferir ahora Vicente.
Mis padres van tirando. Cree, Rufo,
que nada tengo contra ti. Al contrario,
te recuerdo con franca simpatía.
Sobradas pruebas de amistad me diste
en el tiempo feliz de nuestra infancia.
Es cierto que arruinaste mi mecano,
que me rompiste el cambio de la bici,
que le contaste a mi primera novia
lo mío con tu prima, la Piesplanos.
Eras algo indiscreto, pero todos
tenemos unos cuantos defectillos.
Veré qué puedo hacer. No te prometo
nada: somos catorce y, para colmo,
corre el rumor de que Juan Luis Panero.
De Los paisajes domésticos 1992
Te has decidido, Rufo, a probar suerte
en un certamen de provincias donde
ejerzo casualmente de jurado,
y encuentro razonable que me llames,
al cabo de diez años de silencio,
preguntando qué pasa con mi cátedra,
qué fue de aquella chica pelirroja
con quien ligué el ochenta en Jarandilla,
cómo siguen mis viejos, si padezco
todavía del hígado y si he visto
a la alegre cuadrilla del Pecé.
Pues bien, ya que deseas que te cuente
de mí y mi circunstancia, has de saber
que un punto de Alcalá me la birló,
en Jodellanos gran especialista,
a quien pago el café cada mañana
y sustituyo volontiers los días
en que marcha a simposios en San Diego,
en Atlanta, Florencia o Zaragoza.
Se casó con Gonzalo. El hijo de ambos
va al colegio del mío, pero en vano
acudo a todas las convocatorias,
reuniones, funciones navideñas.
La pícara me elude, y yo departo
interminablemente sobre fútbol
con el cretino del marido, mientras
asesinan los críos una sórdida
versión del Cascanueces. Bien conoces
al pelma de Gonzalo. Creo, incluso,
que fuiste tú quien se lo presentó.
No pruebo ni una gota últimamente,
después de la biopsia. Te confieso
que añoro aquellos mares de vermú,
aunque el agua es sanísima. Vicente,
antiguo responsable de mi célula,
es viceconsejero de Comercio
por el Partido Popular, y, claro,
se mueve en otros medios. Otra gente
parece preferir ahora Vicente.
Mis padres van tirando. Cree, Rufo,
que nada tengo contra ti. Al contrario,
te recuerdo con franca simpatía.
Sobradas pruebas de amistad me diste
en el tiempo feliz de nuestra infancia.
Es cierto que arruinaste mi mecano,
que me rompiste el cambio de la bici,
que le contaste a mi primera novia
lo mío con tu prima, la Piesplanos.
Eras algo indiscreto, pero todos
tenemos unos cuantos defectillos.
Veré qué puedo hacer. No te prometo
nada: somos catorce y, para colmo,
corre el rumor de que Juan Luis Panero.
De Los paisajes domésticos 1992
y nos disculpen por
el descomunal tamaño del engendro, de la guarrerida española del tal Juaristi
de la experiencia, pero si esto tiene algo que ver con la poesía que venga josé
antonio primo de rivera y lo vea, señores. Esto es una memez en varias líneas,
en demasiadas líneas, una sandez episcopal, una tremenda redacción de segundo
de BUP, una estupefacción que se le queda a uno en la cara, una cosa de
sinvergüenzas y punto. Una pregunta se abre paso a codazos nada más terminar la
soporífera lectura de este bodrio, ¿a quién le importa? (nada que ver con la
otra facha de alaska y su circiunstancia subnormal, pero la pregunta no puede
ser otra), ¿a quién le importa esta retahíla de intimidades estúpidas de una
vida estúpida pero muy académica y tan normal y subnormal como la pedantemente
retratada en el ppodema?
Pues ahí que lo tienen, que no miente, el man, que no miente nada y que es jurado de premios varios que concede con la mirada perdida en su experiencia singular. Y esto es un poeta. No. Esto es un tío pagado de sí mismo hasta la náusea, hasta decir basta, un tío que tiene de poeta lo que nosotros de obispos de Alcalá, un elemento que será muy inteligente y dominará muchos idiomas pero demuestra una sensibilidad poética para cagarse en ella directamente.
Ahí están, a la vista, los impúdicos entresijos del poema, que parece que los endecasílabos andan solos, que ya no hay que llevarlos de la mano, y no. Que no por citar a Panero un poema sobrevive, ja. Es que dan ganas de insultar y vejar, de ejercer no de jurados sino de vejaministas puros y duros. Es que se cree que por escribir medido ya el poema adquiere vuelo, ya despega, y es al revés, se hunde en su medida rijosa porque exhibe un artificio aún mayor al correspondiente a su inane contenido que a nadie interesa una mierda (con perdón por lo soez, pero hay que ponerles firmes o en descanso, a estos individuos hay que ponerles en su sitio). Ah, pero ahí está la ovación sostenida de los que buscan un sitio a la diestra del jurado padre, ahí está la publicación de cualquier editor facha que quiere hacer méritos ante la cúpula de la conspiración fascista permanente contra la democracia española. Cojamos un verso cualquiera, al azar, este mismo: 'Sobradas pruebas de amistad me diste', para morirse de la risa, para descojonarse, qué cumbre, que elevación mística, o qué parida infantil y tartamuda, que tanto da; la impotencia personificada, la insolvencia absoluta, pero no, este no va poniendo la manita, va sacando pecho, con la cabeza gorda bien alta, que para eso le nombran jurado y tiene en sus manos el destino de los pobres diletantes (todos y cada uno de ellos infinitamente mejores que él).
Entonces, hablábamos
del proceso creativo, de la construcción del poema y nosotros que lo vemos
bien, que lo notamos como un arquitecto puede ver las entrañas del edificio con
solo echarle un rápido vistazo, observamos la facilidad con la que algunos
construyen sus poemas y la facilidad con que mienten y engañan en ellos,
haciéndose pasar siempre en primera persona por seres especiales, dotados de
fantásticos principios, sujetos de vidas fantásticas y objetos de traiciones
sekspirianas. Oh, ¡cuánto daño ha hecho Bukowski! No. No es para tanto, qué va.
Bukowski no tiene la culpa, en absoluto. La culpa es de la propia juventud del
ser humano que no deja de ser una época incompleta, o más incompleta que la
edad adulta y provecta (la vida es corta, enseguida llega el declive y no nos
hemos dado cuenta, hay que aprovechar un poco el momento creativo). La juventud
cree saber, pero no sabe, cree entender, pero no entiende. Entonces, muchos
adultos incapaces y mediocres la adulan, adulan al joven para asemejarse, para
asimilarse a su lozanía, creyendo que pueden forzar una asociación de ideas
entre los observadores, entre los lectores que pueden llegar a pensar que el
tío viejuno o la tía acabada son unos pimpollos en edad de merecer. Ja. Y no
hace falta, desde luego que no. Nosotros venimos del punk y la heroína. ¿Qué
nos van a enseñar estos de ahora enfangados como están en su Bukoswsquiada
permanente? Venimos del punk, pero no del punk de Almodóvar y la estúpida
Alaska. Venimos del chute en la carbonera, del chute de caballo raro, del chute
de preludín, del de sosegón, del chute en el tigre repugnante con la máquina
usada que alguien había dejado escondida en la cisterna. Venimos de los choros
y del primer costo en prensa mora, de las dexedrinas y los bustakas, del artane
y las estrellas rojas, ¿qué nos van a enseñar estos que no sepamos? Bueno, je,
estos de ahora follan más, seguramente. Pero no le sacan réditos a su
liberación sexual que resulta fallida sobre el papel, y cansina. Por contra, su
amor es más artificial, su amor huele a poesía, está podrido de figuras
retóricas, infectado de grandilocuencia, su amor se muere por una línea
inspirada, por un verso traumático, por un verso doloroso, doliente, se muere,
se desmaya por una palabra terminal. ¡Ah!, ahí, ganamos la partida, porque
nuestro amor es más galante, más el amor de siempre con sus corazones rotos y
menos el amor que no ama sino que se mira desde afuera y se prueba un vestido
nuevo para ver qué tal le queda, para sentirse bello. El nuestro no es tan
bello, pero sangra. Y, sin embargo, nosotros no andamos todo el día haciendo
poemitas sobre lo bien que nos bombeábamos la sangre y sobre el callo que nos
salía en la vena elegida de tanto perforarla con la aguja, ni andamos
rememorando los palos de los colegas como si fuésemos Los Chunguitos. Ojo, que
también fuimos políticos, y no vamos alardeando de militancias, y sobre todo no
nos hemos reconvertido vergonzosamente, no somos unos perros defensores de la
puta nación española. Tampoco, es cierto, tenemos títulos académicos, ni nos
eligen en los ayuntamientos para formar parte de los jurados de los premios que
convocan. Nosotros seguimos en el anonimato, pero para los juaristis que en
este mundo son eso debe ser lo más parecido al infierno, eso de que no ten
miren con reverencia, eso de que no te pidan autógrafos las señoritas de buena
familia, de que no te miren reverenciando tu fama ganada a pulso a través de una
vida pletórica de actividades legendarias vedadas al común de los mortales,
¡para eso es mejor estar muerto!, deben de pensar, aunque el precio a pagar
haya sido el de renunciar a la decencia y convertirse en unos indecentes de
tomo y lomo, el de traicionar sus ideas y sus principios (sustituyéndolos por
los más acendrados marxistas, marxistas de los hermanos, por supuesto) y, por
fin, el de elaborar un discurso exculpatorio y ofensivo, el de estar, por
tanto, siempre a la defensiva, reo perpetuo de la mala conciencia y la
depravación.
Mas, ya estamos a
bastante altura y, ahora, debemos responder. ¿No estamos tirando piedras contra
nuestro propio tejado? ¿No estaremos apedreándonos con saña al afirmar que la
poesía es una ocupación ridícula? Ajá. Sí, ridícula, pero imprescindible. Y no
es que seamos mártires, que tengamos esa inicua vocación de mártires de la
iglesia del verso prieto. Es una actividad sucia, sí, no cabe duda, pero
imprescindible. Y ¿por qué imprescindible? Pues porque está en nuestra condición
humana, es parte de nuestra idiosincrasia, de nuestra patética voluntad de
trascendencia. Lo necesario es ser cuidadosos, procurar minimizar los daños,
ser irónicos, fingir, como diría Pessoa, no andar contando nuestras miserias
literalmente como estos expertos que nos abanderan y nos acaban de hundir en el
lodazal más asquerosamente profundo de la literatura.
Hemos de huir de los
juaristis y los mendocillas, es imperativo darles de lado, no tomárnoslos en
serio. Destruir su seriedad, hacer ver a los demás que no nos impresionan, que no
son impresionantes sino pobres de solemnidad (estéticamente hablando), que su
estética es la de la aristocracia corrupta, la de la jet set analfabeta, la de
la aristocracia que domina varias lenguas y viste marcas desconocidas para el
vulgo, pero luego se expresa en una lengua inexacta y despreciativa que no
tiene color y carece de acentos, y de gracia.
Nosotros no esperamos
la consagración como si fuésemos hostias de pan bendito, no esperamos que un
editor eche un día una mirada a nuestro blog y reconozca el indudable mérito de
su preclaro contenido y nos llame y nos edite y luego haga reseñas elogiosas de
nuestros jodidos versos en los mejores diarios del país, no somos de esa calaña
de artistas, de esa ralea no semos. No buscamos la fama a cualquier precio, a
toda costa, por encima de todo, ni vamos pintarrajeando las paredes del pueblo.
No somos de los que van lloriqueando por las esquinas porque los premios que
convoca la diputación resulta que están amañados y entregados de antemano,
simplemente no nos presentamos a ningún puto certamen y asunto concluido,
concluso, finito. Ah, pero los hay que están todo el santo día rezongando por
la corrupción manifiesta de los clanes poéticos, ¡pero almas cándidas, no veis
que viven de ello!, no veis que viven de ello y hozan y gozan de ello y no van
a permitir, así por las buenas, que entren en su circulillo otros que les
puedan hacer sombra y que se les coman una partecita del pastel suculento que,
por cierto, cada vez es menos suculento y más enano y poca cosa. ¡Oh!, sí, hay
muchos candidatos a vivir de ello, a comer de ello, es decir a vivir sin
trabajar, sin dar un palo al agua, sin comerlo ni beberlo, por la jeró, por
todo el morro, por la patilla y tal, nos consta esa situación, esa aspiración
tan difundida. Y, claro, algunos van asustando y piden currículum y piden
antecedentes poéticos, que son como los penales pero en plan cursi,
publicaciones, recitales o jam sessions de alto contenido lírico, pura
pornografía blanda esas sesiones, y ponen mala cara al personal. Recordamos
algunos sesudos comentarios en el blog de crítica poética y contracrítica y
recontracrítica o eso, en especial el de un indocumentado con muchos títulos
académicos, que suponemos los tendría para comportarse con tanta altanería,
soberbia y pulcritud, que decía que antes de ponerse a escribir un poemario
había que leer unos cuantos centenares de ellos para ir cogiendo estilo y
perfección... Creo que soltaba esa impertinencia, esa parida, esa perla -que es
de las que hacen subir el pan ipso facto-, esa sandez predominante, a resultas
de otro comentario anterior de un pobre hombre que osaba criticar el hecho
irracional de que los dueños y señores de la página se pusieran los deberes de
leerse unos trescientos libritos poéticos, que habían seleccionado al efecto, en
unas pocas semanas, o días, para opinar sobre ellos luego y catalogarlos o
votar los mejores de entre todos y ofrecer una opinión fundada, una crítica
sesuda y universitaria a tope, superacadémica y superfundamentada en los
propios fundamentos de la crítica de la razón poética pura. No. Nosotros no
somos de esos, no lloramos por Granada, no tenemos necesidad de insignias y
condecoraciones, no queremos ser premiados por reputadas personalidades (ni
siquiera por putas personalidades que, suponemos, debe venir a ser lo mismo o
parecido). Tenemos más probabilidades de ganar la primitiva y retirarnos que de
que nos retire un editor con gusto por el arte magnífico de nuestra pluma
rechoncha, nuestro puro y turiferario arte (signifique turiferario lo que
signifique, que diría Millás, aunque, en este caso, con todas las de la ley,
porque no tenemos ni idea). Que inventen ellos, que se pringuen ellos, que
trabajen ellos, que nosotros observamos y observaremos desde nuestro
privilegiado observatorio, equipado con lentes de culo de vaso y varios metros
de diámetro. Yes. Podemos ver y vemos, y ya veremos.
Porque no necesitamos
una obra, no nos pirramos por la obra, no queremos tener una obra y rendirla
culto y que la rindan pleitesía y la editen y la coreen en recitales masivos
dickensianos, no tenemos esa ambición, no somos ambiciosos, en ese sentido
artístico, y, además, no estamos a la altura, claro que no, lo reconocemos con
satánica humildad, no estamos a la altura de los juaristis que en el mundo han
sido y son legión. Nuestra poesía -vaya por dios, que cosa más pretenciosa la
frasecita de marras- nuestra escritura en verso, jajaja, es una más de los
millones de ellas que pululan y circulan y son expulsadas cada minuto, cada
segundo y a cada rato son vomitadas y expuestas y escritas por quién sabe qué
gran poeta, quién sabe qué gran escritor anónimo o betsellerado. Nosotros somos
también grandes poetas, pero del montón, somos grandes poetas del montón, con
una obra pública sin presupuesto, paralizada y echada a perder por un
contratista corrupto (esto es una imagen, que por si acaso). Nuestro arte se
apalanca, como la pasta gansa, como dicen los economistas, esos hechiceros
mágicos tan poco resolutivos, esos adivinos tan fallones y tan malos en lo de
adivinar y predecir catástrofes, que alguien los compara con los científicos
encargados de predecir terremotos, pero salen perjudicados en la comparación,
bien, pues nuestro arte es económico, sale por la cara, leernos sale por la
cara, el que tenga un pedazo de tiempo y un pedazo de ordenador
cobarde-pecadorrr, ya puede deleitarse a lo sumo, congratularse, aprender y
gozar de un golpe, divertirse, escuchar buena música (¡The Roots!), todo
gratis, como la sanidad, que dicen los del gobierno ppoppulista sin que se les
caiga la cara de vergüenza, gratis total, una obra completa sin fascículos,
para leérsela de un tirón y luego fallecer tranquilo, asfixiado de tanta
calidad literaria, sin aire, sin aliento después de aprehender semejante
catarata de palabras conseguidas, rimadas, altisonantes, altitonantes,
sinceras, palabras para julia y para la señora maría y el señor josé y también
palabritas para el niño jesús, sin mala intención, con la verdad por delante y
el arte por detrás, palabras artísticas de las que molan mucho, de las que
agradan, no ofenden, no molestan a la hora de la siesta como ese vecino sietemesino
y gilipollas con cara de facherío ambulante, con cara de picoleto, no molestan
como los picoletos que tanto abundan que sale uno a la calle y se cruza con
varios y piensa uno que cualquiera de ellos puede en cualquier momento pedirle
la documentación y meterle más preso que carracuca. Pero es una obra sin
andamiaje, o sea que no es una obra, nosotros no tenemos una obra, tenemos unos
poemas aquí en el blog, aquí en este páramo donde nadie se aviene a comentar
(ah, nos duele, nuestro corazoncito palpita y se refríe, se aliena un poco,
porque nadie comenta, casi nadie y no estaría de más algún comentario de alguna
chica de esas que tienen tanto respeto por el arte que gozan con el arte y que
son muy guapas porque, seamos serios, las mujeres hermosas no escriben poesía,
al menos no las que nos gustan) y nosotros sufrimos en silencio como si
tuviésemos un conciliábulo de hemorroides en salva sea la parte. Bien, sufrimos
lo nuestro por esta animadversión de los lectores que nos trae a mal traer
(joke). Nada más lejos de la realidad, pues, en realidad, lo que ocurre y no
deja de ocurrir, lo que sucede es que no nos promocionamos, ni andamos por ahí
comentando en los blogs ajenos y claro, entonces ya puedes ser Neruda redivivo,
ya puedes ser una mezcla aventajada de Whtiman y Keats que no te comes una
rosca, si no haces que haces, si no te ridiculizas y te rebajas lo suficiente,
si no peloteas y alardeas y te la meneas en público pues no tienes nada que
hacer, es decir, si no tienes la mala costumbre de no decir la verdad, de
mentir como un bellaco, esa costumbre de la vileza, que envilece, que defrauda,
esa costumbre que acaba siendo pura ley, dura ley, puta ley, de elogiar
desmesuradamente al que no vale, de elogiar y pasarte de frenada en el elogio y
la loa y el halago, de halagar los oídos y los ojos de los poetas que pintan
algo, y solo de los que pintan algo, si no eres selectivo y seleccionas
adecuadamente a tus víctimas, esto es, a las víctimas tan culpables de tus
impresionantes parabienes, de tus panegíricos espectaculares, si no eres de
esos, no tienes nada que hacer. Oh, pero no es para tanto, tampoco hace falta
arrastrarse de esa manera tan servil, tan serpil, no hay que reptar como un
marine de maniobras o una víbora cualquiera, no es necesario, basta con moverse
un poco, con no permanecer en la inopia, inactivo, insensatamente quieto, es
suficiente con no estar en la luna. Tampoco es imprescindible hacer pintadas
por el barrio con el peligro de que -¡a estas alturas!- te pille la pasma y te extienda
una multa condenada, o te sacuda un par de collejas por resistencia a la
autoridad, nada de pintadas ocurrentes, pues, ni siquiera debe uno acudir a los
recitales que se celebren en su ciudad o en su puto pueblo, que seguro que se
celebran centenares de ellos al cabo del año, bien, pues puede uno prescindir
de ese tipo de celebraciones, puede uno no asistir a ningún aquelarre de esos
que da igual. El caso, lo importante para el caso es interactuar en la red, que
te vean buena voluntad, que vean que te lo curras, que no se te caen los
anillos por ponerle buena cara a los poemas ajenos y ya está. Te humillas y
sucede. Como siempre. La humillación es una herramienta, una de las principales
herramientas del artista, que debe saber emplearla y darle un uso correcto,
tanto la propia como la del prójimo. Humillar a otro, al competidor, puede ser
una buena estrategia, de hecho, muchos poetas, muchos artistas, por razones
varias que se nos escapan o que quizás intuimos muy bien, se pasan el rato,
pasan grandes ratos planeando, tejiendo, urdiendo humillaciones, vejaciones,
son grandes vejaministas que se quitan obstáculos de encima, que limpian su
camino de obstáculos inoportunos con total seriedad, o sea que se toman en
serio lo de desprestigiar a los demás, lo de actuar de mala fe falseando hechos
e inventando lo que sea menester para alcanzar sus objetivos, para conseguir
una prebenda o una miserable sinecura o, llegado el caso, simplemente por pura
maldad, por mantener el escalafón, por necedad también. Este de los insultos y
de las imputaciones escandalosas es uno de los principales entretenimientos a
que se dedican los artistas, que alguno lo tiene en dedicación exclusiva, de
modo funcionarial, que no hace sino desacreditar y difundir infundios y ofender
y ultrajar y zaherir y verter zafiedades y patrañas y sembrar sospechas
injustificadas sobre quien ose alzarse, quien se atreva a levantar la mano en
clase y preguntar al profesor algo inteligente, sobre todo aquel que destaque
de alguna manera entre la mediocridad ambiente, entre la medianía en la que tan
satisfecho de sí mismo hoza el ofensor.
Bien, efectivamente,
si leemos un poema, de paseo por un blog, que no nos gusta nada, de necios o de
malas personas es patentizar ese disgusto en un comentario injurioso cargado de
menosprecio: lo más elegante, lo que exige la etiqueta es, simple y llanamente,
allanarse, alejarse, pasar de largo y hacer como si no hubiésemos leído, como
si no hubiésemos estado, por más que el poema pueda habernos molestado
íntimamente, pueda haber tocado nuestra fibra sensible produciéndonos un
malestar creciente o acaso ligero pero persistente, incluso un pequeño malhumor
por su pedantería o su ingenio evidente y profesional o su cursilería
manifiesta. Lo inteligente y elegante es no decir esta boca es mía y abandonar
el sitio para no volver más, pero no, algunos buenos actores, llegado el
momento de la verdad, cuando se encuentran con un engendro malparido de esas
características innobles, lo que hacen es lanzar, no un generoso exabrupto,
sino un melindroso elogio, una vergonzosa alabanza, lo que hacen es enaltecer,
ensalzar, quedar como unos marqueses.
¡Ah!, la crítica, esa
especie de estandarandpurs de la
literatura, ese mudis de la
literatura, ja. Gombrowicz señalaba lo evidente: nadie puede o debe criticar a
otro si no está a su nivel, sin está por debajo no puede criticar, si no llega
no puede ejercer la crítica de forma sustantiva y eficaz. Bueno, esto no es tan
obvio, no es tan evidente. Ocurre que al buen Gombro le molestaba la crítica
que de su obra hacían en Polonia mientras él estaba en la Argentina y entonces
ponía a parir a los polacos y no se cortaba un pelo y estaba al tanto de lo que
allí se cocía y tenía unas opiniones muy bien fundamentadas. No, Gombro se
extrañaba de que algunos de sus compatriotas se mostrasen tan agresivos contra
él, especialmente, cuando no podían contraponer su obra a la suya, ya que
carecían del mérito necesario para hacerlo, es decir, se trataba de rencillas,
de cuestiones personales. Naturalmente, se puede ejercer la crítica sin
necesidad de tener una obra comparable a la del artista criticado. Otra cosa es
que la crítica realizada por un experto, es decir, por un artista presente un
cariz, abarque un espectro de una amplitud singular, sea especial en la medida
en que el artista puede entender algunas claves que otros apenas son capaces de
interpretar y no siempre correctamente. Esto entronca con la base de nuestra
dialéctica, con el meollo de lo aquí tan prolijamente expuesto: la presunta
ridiculez, el patetismo de la dedicación poética, el patetismo redomado del
poeta. Bien, digamos que la crítica es necesaria, una profesión honesta, sin
duda, un oficio digno. Hay artistas que crean unanimidad, artistas, o mejor
dicho, hay obras a las que es imposible menospreciar, de las que es imposible
disentir sin renunciar a la mínima honestidad exigible. Nadie puede afirmar que
Shakespeare es un bluff, que Picasso es un impostor, o que Cervantes es un
juntaletras sin dejarse el crédito por el camino, sobre muchos grandes nombres
existe unanimidad. Lo que queremos decir es que existe un arte objetivamente
interesante del que no se puede discrepar
grandemente, que no admite enmiendas a la totalidad, ni siquiera
impugnaciones significativas. El problema se da cuando la realidad artística es
opinable, cuando la obra de que se
trata suscita reacciones encontradas que hacen dudar de su verdadera calidad, y
la cuestión es que, precisamente, el arte debe, en un sentido, originar ese
tipo de reacciones para ganar credibilidad, debe huir de la exaltación unánime
y debe ser apreciado solamente por una minoría en un primer momento. Es
complicado. Las acusaciones de parcialidad arrecian; muchos críticos son
acusados de trabajar a sueldo de las editoriales, o de los sellos discográficos
o de las salas de exposiciones o de los museos y de vaya usted a saber que
otros poderes culturales ocultos, que debe haberlos por doquier, que abundan y
son de lo más abundante, como setas culturales y gnomos catedráticos e
intelectuales. Entonces uno debe fiarse y debe aprender a reconocer el débil
entusiasmo de algunos en la alabanza como un signo indeleble de la debilidad de
la obra, debe aprender a reconocer la mentira disfrazada de elogio, la mentira
encomiástica que, a veces, puede llevar una pátina de forzada complacencia o de
inusitada y descomunal glorificación; una lisonja desmesurada puede esconder la
censura e incluso el reproche. Hay que sabe discernir, actuar con sicología,
con astucia, para conseguir hacerse una idea cabal de lo que se nos está
contando en realidad. En cualquier periódico serio los críticos no pueden hacer
de su capa un sayo, se deben a un principio de equidad y, aunque manipulen, si
lo hacen lo harán con seriedad, y el lector avisado podrá saber de qué pie
cojean a las primeras de cambio. Es difícil que un crítico medianamente honesto
y responsable, medianamente coherente y sabio, engañe a un lector, eso son
pamplinas de descerebrados, es difícil que, si uno conoce algo la literatura,
la crítica pueda llegar a despistarle, aunque se trate de un nuevo valor o de
algún nombre desconocido o poco celebrado. El mismo tono, el mero tono de la
crítica debe ser aclaratorio para alguien que tenga un conocimiento, digamos,
íntegro o suficiente, del arte literario. A nadie extrañará un reseña favorable
de una novela de Faulkner, por ejemplo, pero puede que a más de uno le intrigue
otra desfavorable sobre una de Jeff Noon. Je. ¿No conocen a Jeff Noon? Pues no
saben lo que se pierden. Y, por supuesto, que pueden hacerse críticas
desfavorables de las novelas de Noon, como de las de Faulkner, pero es que a
Noon le conocen cuatro pelagatos en Spain y a Faulkner lo conoce todo el mundo.
La de crítico, en
efecto, es otra ocupación ridícula, pero necesaria. Según algunos, el crítico
es por lo común un artista frustrado, incapaz de producir una obra
artística, que por eso descarga su
impotencia sobre los verdaderos creadores, a quienes detesta íntimamente. Una
payasada como otra cualquiera. El de crítico puede ser un trabajo de lo más
honrado y puede ser un pozo de indignidad, como casi todos. Gombrowicz se
confabulaba con algún famoso crítico musical y ofrecía recitales sin tener ni
puñetera idea de tocar el piano, recitales que luego eran aplaudidos a rabiar por
el público que veía al influyente crítico y sus amigos intelectuales
ovacionando con fervor la astracanada, todos conchabados para ridiculizar y
poner en evidencia la nula formación, el gusto dudoso y la estupidez de
aquellos que acuden a los conciertos y se tragan lo que les den. Del mismo
modo, fabricaba poemas inconexos a base de palabras raras y sentencias
incomprensibles que eran ponderados por alguna crítica como verdaderas obras de
arte conceptual. Todo en aras de la deslegitimación de la labor crítica, todo
para reírse de los críticos y del público entendido. Y lo más divertido es que,
sin excepción, se tragaban el anzuelo, los enterados picaban y celebraban las
añagazas como acontecimientos reales, participaban en la farsa
inconscientemente, eran engañados con extrema facilidad. De esto resulta la
fragilidad absoluta del edificio artístico, la absoluta necedad que representa
la adoración y canonización del artista, la levedad del arte mismo. Otro de
nuestros ejemplos favoritos es el de Mi
poblemática. En su novela 'X', Percival Everett, autor afroamericano,
incluye otra novelita, 'Mi poblemática', que es otro intento de denuncia de la
inanidad de la crítica literaria, extraordinariamente divertido. Un autor de
novelas serias, hombre culto y preparado, dueño de una prosa trabajada y
estilosa en grado sumo, comprueba cómo sus obras pasan de largo y no obtienen
ningún éxito, pese a sus muchos méritos literarios, así que decide dar al
público lo que el público valora, adecuarse a la ley de la oferta y la demanda
y publica bajo seudónimo una obra tremenda, excesiva, brutal, en la que relata
las desventuras del típico personaje marginal afroamericano que existe en el
inconsciente de muchos de sus compatriotas, un delincuente que tiene varios
hijos de varias mujeres diferentes con apenas veinte años de edad y que se
expresa con demasiada dificultad en un argot de gueto descacharrante, todo ello
sazonado con multitud de faltas de ortografía que aportan verosimilitud a la
historia (y que ya empiezan por el título). Pues bien, la novelita es aceptada,
jaleada, vitoreada, saludada como una obra maestra por la crítica blanca, que
da por bueno de esa manera el estereotipo, que da por bueno lo que el autor
precisamente quería poner de manifiesto como denuncia. La crítica habla del
realismo de la obra, cuando el autor lo que quiere es desmitificar, desmontar
esa figura atávica que muchos blancos conservan desde los tiempos de la
esclavitud, la figura del bruto de gran potencia sexual y con muy poco cerebro,
el bruto con tendencias delictivas, el asocial, el inadaptado, bueno para nada,
que tiene en el gueto su lugar más apropiado. Por supuesto, la novela es un
éxito y se vende como rosquillas, apoyada en la unanimidad favorable de esa
crítica descerebrada y acomodaticia. El afroamericano no debe competir de igual
a igual con el hombre blanco, debe ceñirse a los temas que conoce, los propios
de la vida marginal, esa es la conclusión que se obtiene, y la crítica
literaria apoya esa visión maniquea y estúpida, ajena a cualquier consideración
artística, esa es la denuncia de Everett.
Bien, todo es muy
significativo. Hace poco leíamos a un reputado crítico cinematográfico que
comentando una película de cine, digamos, independiente, ópera prima del actor
Paco León, decía que no conocía su trayectoria
en el teatro pero que sí tenía referencias de su arte escénico por sus
intervenciones en la serie de televisión Aída,
con la que se lo pasaba muy bien y en la que veía la vis cómica del actor y
tal. Si a uno de los críticos cinematográficos más importantes del país, si a
un cinéfilo le gusta ver Aída, esa bazofia, esa aberración dispuesta
expresamente para el consumo de tarados, pues apaga y vámonos. Luego, también
hablaba maravillas de la presunta pinícula del actor, un biopic o asín, sobre
su madre, ni más ni menos. Una persona, a decir de todos, crítico, actores y director, excesiva y espectacular. Resulta que en el flim,
actúa toda la familia de León, su hermana también actriz (¿?), él mismo y su
madre, la protagonista espectacular. Habiéndose pronunciado de esa guisa uno de
los mandamases de la cosa, es de esperar que la unanimidad del resto de la
crítica sea un hecho, nadie osará oponerse y levantar la cabeza, no sea que se
la vuelen de un tiro, nadie tendrá las narices de decir que de todo ese
formidable elenco el único que vale la pena es, precisamente, el
actor-director, Paco León (del que nosotros sí tenemos algunas referencias
positivas, y no por Aída, como pueden suponer), nadie se atreverá a decir que
su hermana, esa presunta actriz, es fea, corriente, demasiado normalita y que
se le ven las ganas de epatar a kilómetros de distancia, que, como buena
jóvena, se le ve el juego a las primeras del cambio, que es demasiado
transparente en su ejecutoria tontiastuta, que es de las que se piensan que
para ser actriz en este país, y no le falta razón que es lo más dramático, basta
con tener una jeta como un piano, con echarle morro a la cosa, y con tener
buenos padrinos, cualidades estas que, sin duda, adornan su juvenil acervo. De
la madre... ¿qué decir?. Bueno, qué decir sin haber visionado el engendro
patatero, tan solo habiendo leído un reportaje en una revista, eso sí de gran
tirada nacional, de prestigio, como corresponde al evento. Qué decir que no
hayamos dicho de la hija... No sabemos
qué decir, apenas nos surge alguna pregunta espontánea, como por ejemplo que a
quién diablos le va a interesar la vida y milagros de esa buena y oronda señora
Carmina, que así se llama la joya. Porque la peli parece que es una de esas
obras en que, a la manera de los Panero, se cuentan las miserias familiares y
todos desnudan sus almas y eso para oprobio y vergüenza máximas del espectador
(en este caso, que los Panero tenían su desencanto).
Ajá, pues ya la han visto centenares de miles de personas, ya se la han
descargado de internet un montón exagerado de tipos culturales (pues el
lanzamiento no ha sido el habitual, no se ha estrenado en los cines), de
personas con inquietudes artísticas por encima de la media. Y así nos va.
Pero volviendo al tema por antonomasia, al tema preferido y preferente: es hora de
luchar. Y es que debemos luchar contra la poesía para ser poetas. Desmitificar,
desacralizar es necesario, es imperioso como un caballo perdedor, es imperativo
como una orden de clausura, es lo que hay que hacer para evitar la debacle del
verbo. Nada de profundidad, nada de profundizar en el abismo que ya está
millones de veces descubierto, cuyo fondo es una cloaca en la que nadan
millones de bestezuelas despreciables, en la que millones de cadáveres yacen
hundidos por los siglos. Ya lo hemos expresado en otras ocasiones: hay que
hacer una poesía que no lo parezca, que no se parezca casi nada a la poesía que
se lee en los libros, que se parezca solamente una miaja, un poco a la gran
poesía de los Whitman, los Machado y compañía, pero que solo se les parezca en
una esencia extraña, en la esencia más extraña e inaprensible, en la parte
menos comercial de sus propuestas, en el resto poco competitivo que queda tras
la lectura, ese deje suspendido en el aire que emociona a ratos, ahí, donde las
rimas se difuminan y las palabras cobran significados radiantes, donde la
métrica pierde la partida y deja de ser un canon para convertirse en una
solución de compromiso. Es preciso luchar contra la intelectualidad del poema y
sus múltiples lecturas a cuál más impactante y liberadora. El poema debe ser un
rayo no precisamente hernandiano, o no totalmente, debe resultar un sin
esfuerzo aparente y real, como un desprendimiento, el desprendimiento no
traumático de una parte del ser. El poema ha de ser bastante a bulto, el
resultado de una misión imposible en la mente creadora, un resultado creativo y
espontáneo, no reglado, no censurado, no terminado, solo expuesto a la
vergüenza de su creador y a la crítica furibunda de sus lectores, lectores que
no admiren sino cuestionen, que no aplaudan nunca lo que no es sino una
revelación natural y en absoluto sofisticada. El lector nunca debe aplaudir un
poema, tampoco interiormente, siempre tiene que mostrarse distante, receloso,
impaciente también, digamos crítico pero de una crítica no escolástica, no
académica, no lírica, no universitaria con su comentario de textos apestoso. El
comentario de textos vale para construir una mente, el estudio vale para ir
construyendo una personalidad artística, para ir sabiendo, para ir dando palos
de ciego y para obtener un título que proporcione trabajo y bienestar personal,
no para leer poesía, mucho menos para escribirla. No hay criterio posible para
la lírica, no existe un criterio universal, aunque sí haya autores consagrados
por la crítica que a nadie repugnan, o a casi nadie, en los que hay una
coincidencia, en los que casi todos los lectores aprecian un mismo sentido. Y
esto porque es necesario establecer el canon para legalizar el arte de que se
trate, para dar carta de naturaleza a un arte determinado es preciso idear una
estructura, el mínimo común denominador. Pero la lucha ha de ser continua, no
podemos dejarnos llevar por el desánimo y empezar a desfallecer, es decir,
empezar a poetizar con el lenguaje al uso, empezar a menospreciar nuestro
talento, a emplear las imágenes de siempre, las imágenes contrastadas, a jugar
con cartas marcadas, de farol, pero de farol tramposo, mugriento, con esa
lírica clásica en la manga que es un as de picas y no de corazones, con esa
falsedad travestida de oficio y hondura, con esa falsedad de escaparate, esa
impostura subliminal que todo lo corrompe como si se tratase de corromper
jurados ya de por sí corruptos, corrompidos hasta la médula, para alzarse con
el trofeo de caza popular, el trofeo y la pasta, por supuesto. ¡Ah!, la
impostura, la necedad patriótica, la capacidad para el disfraz semántico,
sintáctico y gramatical, la poesía que trata de tomarnos el pelo, que nos toma
por imbéciles, de esa debemos huir, debemos señalarla para reírnos de ella,
para que todos se rían de su vacuidad efervescente y su falacia. En efecto, la mayoría de los lectores de
poesía, o una parte muy sustancial de ellos, son también poetas. ¿Les parece
raro? No lo es, y no lo es por una serie de razones claras, sencillas de
comprender y de ver. El lector de poesía, cada vez que se entrega a la lectura
de un poema está escribiéndolo (o re-escribiéndolo) en su interior (no así el
de novela o ensayo, que delega con mayor facilidad en el autor toda responsabilidad
estilística y de contenido), pero la poesía llama a la crítica inmediata, a una
suerte de crítica acompasada y, sobre
todo, implica, llama a la emulación, solicita las oportunas correcciones con
extraordinaria celeridad, impulsa un deseo de perfeccionar; un ansia de
perfección que se abre camino con naturalidad desenfrenada ocupa la mente del
lector durante todo el proceso de la lectura del poema, una sensibilidad
crítica exacerbada se hace cargo de las operaciones. Ja, y algunos jóvenes,
poco reflexivos, toca a rebato y llama a la crítica
asesina, sin reconsiderar que todo lector de poesía es un crítico asesino,
no en potencia, sino en esencia, en cuerpo y alma, que todo lector de poesía es
un poeta, y no un poeta frustrado y que, de esa forma, la crítica no es otra
cosa que su razón de ser, no otra cosa que su oficio.
Llegan los de la
crítica asesina descubriendo américa y luego llegan los antipoetas con su
antipoesía. Un buen, un magnífico invento descerebrado, la antipoesía. Veamos.
Como ya habíamos explicitado en relación al opúsculo de Gombrowizc Contra los poetas, no es que la
ridiculización de la poesía deba ser tomada como una heroicidad, como hazaña
reservada a los más avezados cazadores de monstruos: es algo natural al hombre,
algo que los niños ejecutan de manera natural; hay algo malsano en esa
actividad poética que a los niños repele, que les avergüenza y les produce un
rechazo instintivo. Bien, digamos que gracias a la cultura parte del personal
supera ese rechazo primordial y logra acercarse con emoción a la expresión
poética, mientras que otros, el grueso de la población, permanece en sus trece
y sigue considerando toda su vida al poeta como un ente singular y propenso a
la cursilería desaforada, como un ente extraño, en una palabra, ajeno, dedicado
a sus improductivos menesteres, un tanto afeminado, y a la poetisa como una
mujer demasiado soñadora... (como hemos visto hasta el momento, tampoco es que
se vayan del todo mal encaminados en sus apreciaciones, por muy bastas y
también algo ridículas que sean, que aquí nadie se salva...). Pues, entonces,
hace falta seguir un proceso largo y constante para pasar de esa aceptación
cultural del hecho poético que nos impone la emulación de las gestas líricas,
hace falta tiempo para alcanzar un estatus diferente que corte de raíz esa
implicación y nos abra los ojos a la verdadera dimensión del hecho poético, más
que nada hace falta ser poeta, pero poeta de verdad para vislumbrar la grave
extravagancia, todo lo que de grotesco lleva en su seno enorme la intocable e
intangible e inefable poesía de nuestros mayores y aún la nuestra, nuestra
propia producción, pues es preciso, en primer lugar reconocer la comicidad
involuntaria en que nosotros mismos hemos caído al escribir de esa forma
rimbombante e irrisoria. No es fácil, no nos engañemos, la gente suele estar
pagada de sí misma, suele ir por la vida con la cabeza bien alta, sobre todo en
este país tan honorable y tan honroso y tan pobre pero honrado, no es tan
simple aceptar esa condición menesterosa, algo apestosa del payaso, del bufón
medieval, con su traje de bolas hecho a medida de su risible autoridad
literaria. Por supuesto, la mayoría de ese colectivo al que la gente suele
referirse como los poetas, se queda
en ese eslabón intermedio de veneración y necesidad de emulación, no pasa de
ahí, cae en ese ridiculismo y ahí se queda, cantando a la primavera con sus
abejitas y sus pájaros cantores, se queda en ese intento permanente de
profundización, en ese esperpento sinvergüenza de la introspección sin límite
que les lleva a participar sin tregua en recitales y más recitales y en todo
tipo de saraos y actos en los que la estulticia brilla con luz propia, en actos
que son aburridos a más no poder, actos en los que no se ve otra intención que
la de destacar, la de epatar a quienes no tienen el criterio suficiente para la
discriminación oportuna de la sandez. No es ningún misterio que muchos poetas y
poetizas utilizan sus musas, su capacidad (o incapacidad, que tanto da) para
entregarse con asiduidad al ligoteo más chabacano y cursi que pueda nadie
imaginar, a esa especie de ritual de apareamiento adulto y trastornado que
precisa de la proclamación exaltada del verso para su realización y posterior ayuntamiento.
Esa especie de poetas apalancados en su realidad decimonónica o medieval, la de
la apariencia mística, la del tipo redicho que mira por encima del hombro
siempre atento a la supuesta revelación de los cielos, solo para él, solo para
ella.
Claro que algunos lo
hacen, consiguen superar ese estado miserable del poeta común y entonces su
propia dignidad mancillada, su hombría de bien (entiéndase de modo unisex dicha
expresión), su bonhomía española les impele a optar por caminos disidentes,
discordantes, mal acentuados: les lleva de cabeza a la trampa saducea de la
ANTIPOESÍA.
En nuestro periódico
de cabecera (porque no hay otro que no esté pringado por la derechuza con sus
manos de grasa, con sus manos grasientas y asquerosas), con motivo de la
entrega del Premio Cervantes, ese premio tan venerado y respetable, que parece
que va a echar a volar como un semidios, el premio, decimos, a Don Nicanor
Parra, maestro de la antipoesía, ejecutor máximo del engendro antipoético,
apareció un artículo bajo del nombre de "Diccionario del antipoeta",
sacado de la obra del editor del premiado y multipremiado y muy premiado, pero
nunca antipremiado Don Nicanor, el señor Niall Binns, que por su carácter de
ser tan entretenido y leve, pasamos a comentar, con permiso del anarquismo
militante (por decir algo). Ya el artículo comienza con una frase pagana, una
frase de esas que quedan de fábula: el poeta "debe ser un ojo que mira a
través de un microscopio en cuyo extremo pulula una fauna microbiana".
Sublime, pero ¿qué significa esta grave admonición?, ¿cuál es el significado de
este aserto, de esta aseveración tan aparentemente cualificada? No es metáfora
de nada, no significa nada, es una afirmación tan vacía que es absolutamente
poética y no antipoética, de modo que mal empezamos, en nuestra probe y provinciana, poco leída y menos
viajada opinión.
Luego aparecen por
orden alfabético varios términos que parece deben sintetizar el concepto,
empezando, naturalmente, por anti y
terminando en Zárate Vega, Domingo (¿?).
Glosaremos, pues, algunos de ellos, los más sabrosones y más significativos a
nuestro parecer, con el objetivo apenas encubierto de ganar para nuestra causa,
para nuestro afán ridiculizador, también a los denostadores más conspicuos,
incluso a los impuros y muy geniales antipoetas.
Parra es un cachondo:
nada que objetar. De hecho, creemos, no da en la nariz que el cachondeo es uno
de los factores primordiales del fenómeno antipoético, ja. Dice: "Cordero de Dios que lavas los pecados del
mundo / dame tu lana para hacerme un sweater". ¡Qué transgresor!, casi
transgénico, y encima escribe sweater
para demostrar su domeñe instantáneo del idioma imperial. Oh, pero qué añejo
nos resulta, qué poco revolucionario y qué poquísimo anti nos parece. También
lo encontramos poco cachondo. Esto de la irreverencia tuvo su momento, al
parecer, pero ahora las cosas son más bestiales, si nos lo permite Don Parra,
ahora vamos a tiro hecho, y además disparamos con bosones de Higgs.
Dice, en la G que el
primer texto que publicó NP fue un cuento titulado Gato en el camino, que comenzaba de esta guisa: "Éste era un gato. Una vez se extravió...".
Vale que aquí el piriodista se ha
quedado corto de solemnidad, no vemos mucha modernidad, mucha intención
revolucionaria ni desgarro en ese inicio infantil, aunque si fue su primera
publicación, su pionera publicación, alomojó es que era un pequeño infante, un
niñato pequeñísimo y entonces vaya si se comprende (pero seguimos sin entender
a qué viene dicho comentario, se ve que para la G no tenía el autor del
artículo nada mejor que eso, que ya es
decir, en fin).
¡Ah!, pero en la H ya
es otra cosa, para la H la cosa hierve, aparece el "Hombre
Imaginario". Y ahí le queríamos ver en esos recitales multitudinarios. Atención, que este es el bis solicitado
a voces por la multitud, "el hit
número uno" de Parra: "El
hombre imaginario / vive en una mansión imaginaria / rodeada de árboles
imaginarios / a la orilla de un río imaginario...". Ahí queda eso,
persígnense que acaban de asistir a una cumbre de lo antipoético, o sea, al
triunfo contracultural y asambleario de ¡la imaginación! ¡Quién lo diría!, que
el arma contra el mamotreto lírico y tocho inalterable fuera a ser precisamente
esa, la ignota imaginación, esa cualidad no usada como una luz cualquiera; ¡qué
descubrimiento apabullante! Todavía si hubiese dicho el home imaginario, ridiculizando un tanto los palabros, pues, tal
vez, tendría un pase, una chicuelina quizás, pero no, las cosas son como son, y
son muy poco contestatarias, muy oficiales nos parecen, demasiado
multitudinarias para nuestro asilvestrado gusto. Queremos decir que ¡cómo pasa
el tiempo! y lo que ayer era tomado como cumbre del desacato intelectual hoy no
alcanza la categoría del chiste escolar o la gracieta de turno.
En cuanto a la política,
parece ser que cierta ambigüedad que no nos satisface lo más mínimo presidía
sus opiniones al respecto, ambigüedad extensible a la condena de la
horripilante dictadura del asesino sanguinario envuelto en su bandera nacional
y bautizado de espanto por los príncipes de la iglesia, el inicuo general, la
bestia Pinochet, dice el diccionario:
"La izquierda y la derecha unidas / jamás serán vencidas". Muy
lúcido, pero va a ser que no. Y eso que no nos consta la fecha en que semejante
insulto fue vertido, la fecha en que se reventaron tamañas conexiones
neuronales. Pero va a ser que no. Que la antipoesía, sea lo que fuere, no puede
ser eso y a santas pascuas, que no se puede ser anti y ser pro con tal descaro,
con tanta levedad y tan sañuda.
Basta ya. Y en el camino
nos dejamos a Keats, a Lorca, a Neruda y Whitman, a Cervantes y Shakespeare.
Nada nuevo bajo el sol, ninguna novedad. Una vida dedicada al mosqueo de las
élites: "Durante medio siglo / la
poesía fue / el paraíso del tonto solemne/ hasta que vine yo/ y me instalé con
mi montaña rusa...". Dios, qué afán de protagonismo, qué ansia viva
subyace y yace y se revuelca en esos versos, qué ansia de deconstrucción. Basta
ya. La antipoesía no es nada más que una ocurrencia en medio de un pedregal
bastardo, una ocurrencia para escandalizar a las damas recatadas y a esas otras
levemente descocadas que gustan de estar a la última en materia cultural:
ahora, se ha quedado antigua, antediluviana, como una punta de sílex o un
grabado prehistórico; adiós a la modernidad flagrante, al modernismo y su punto
regenerador, adiós también a la redención por el ácido (LSD), a las drogas en
general, a esa tremebunda inclinación hacia el sensacionalismo. Recuerda al
desmadre relativo de la Residencia de Estudiantes durante la República
Española, con Buñuel, Dalí y tantos otros que allí vertieron las mieles de su
juventud dorada. ¡Oh, qué loca juventud! Qué poco seria y qué poco aficionada
al trabajo duro y necesario de las épocas. Y todo para acabar tomando el té con
la señora Nixon en la Casa Blanca con la guerra de Vietnam como telón de fondo,
es decir, todo para acabar destrozándolo todo con una foto incómoda pero
inevitable, pues, ¿qué mayor sometimiento, qué mayor rendimiento acomodaticio
podía darse que el de aparecer como mamporrero
del poder omnímodo y fascista de los Estados en ese preciso momento histórico?
Ahora, para que no se diga..., vamos a poner un poema del susodicho Parra y
vamos a comentarlo así con esa gracia nuestra tan particular y tan antipoética,
por qué no decirlo, ja.
Último Brindis
Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.
En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos
Lo queramos o no
sólo tenemos tres alternativas:
el ayer, el presente y el mañana.
Y ni siquiera tres
porque como dice el filósofo
el ayer es ayer
nos pertenece sólo en el recuerdo:
a la rosa que ya se deshojó
no se le puede sacar otro pétalo.
Las cartas por jugar
son solamente dos:
el presente y el día de mañana.
Y ni siquiera dos
porque es un hecho bien establecido
que el presente no existe
sino en la medida en que se hace pasado
y ya pasó...
como la juventud.
En resumidas cuentas
sólo nos va quedando el mañana:
yo levanto mi copa
por ese día que no llega nunca
pero que es lo único
de lo que realmente disponemos
---
Bien que el elegido,
así a voleo, con el solo criterio de que no ocupase
demasiado sitio, no
es estrictamente, supongo, un antipoema, más lo vemos como mero juego de
palabras, tal vez no hemos escogido uno representativo de su ideología poética,
vayamos, pues, a por otro más cautivador y rompedor ya desde el título que
parodia:
Madrigal
Yo me haré millonario una noche
gracias a un truco que me permitirá fijar las imágenes
en un espejo cóncavo. O convexo.
Me parece que el éxito será completo
cuando logre inventar un ataúd de doble fondo
que permita al cadáver asomarse a otro mundo.
Ya me he quemado bastante las pestañas
en esta absurda carrera de caballos
en que los jinetes son arrojados de sus cabalgaduras
y van a caer entre los espectadores.
Justo es, entonces, que trate de crear algo
que me permita vivir holgadamente
o que por lo menos me permita morir.
Estoy seguro de que mis piernas tiemblan,
sueño que se me caen los dientes
y que llego tarde a unos funerales.
Yo me haré millonario una noche
gracias a un truco que me permitirá fijar las imágenes
en un espejo cóncavo. O convexo.
Me parece que el éxito será completo
cuando logre inventar un ataúd de doble fondo
que permita al cadáver asomarse a otro mundo.
Ya me he quemado bastante las pestañas
en esta absurda carrera de caballos
en que los jinetes son arrojados de sus cabalgaduras
y van a caer entre los espectadores.
Justo es, entonces, que trate de crear algo
que me permita vivir holgadamente
o que por lo menos me permita morir.
Estoy seguro de que mis piernas tiemblan,
sueño que se me caen los dientes
y que llego tarde a unos funerales.
---
¡Ajá!, creo que
empezamos a entendernos, señor Parra, creo que ya le vamos cogiendo el punto a
su antimateria que se desmenuza al contacto con la realidad cotidiana de los
peores vates, y es que sí, que sí, que la (uno, dos, tres...) ¡cuarta estrofa!
es como un ideario completo, como una declaración de intenciones sin matiz
procedente, aunque el último verso sea para el despiste: se ha de vivir
holgadamente y es de justicia obtener esa gracia social, la sociedad y no la
antisociedad formada por los parias sin recursos económicos, la sociedad debe
proporcionar una vida fácil, holgada, sin apreturas a sus antipoetas antiartísticos
en agradecimiento a sus contribuciones o anticontribuciones culturales de pro.
He ahí el quid de la cuestión, ya tenemos despejada la incógnita, o sea, ¿dónde
está la pasta? Y como siempre.
Pero esto no es
correcto ni justo. Veamos, ¿con qué autoridad nos atrevemos nosotros autores de
versos andrajosos y vacíos, versos de cursilería monacal y afectación dieciochesca,
a vituperar al maestro reconocido mundialmente, al gran NP? Es decir, ¿gozamos
nosotros, tenemos, somos orfebres de algún texto grandioso que oponer a su
enigmática obra antipoética? Evidentemente, no. Nuestra obra, siempre en
construcción como el secarral de Seseña, no merece un repaso, ni una
deconstrucción siquiera, ni una demolición, simplemente, nuestra obra aspira a ser
desdeñada, al desdeñe más atroz, al menosprecio y la subestimación más
indoloros, a la exclusión racista y el relegue forzoso. En realidad no hay algo
a lo que calificar de obra entre nuestra producción literaria tan aparente...,
no existe una obra merecedora de tal apelativo, ni a la que calificar sin
despotricar de ella con las razones del barquero y las del crítico literario de
tercera fila, por eso, podemos nosotros despotricar y menospreciar y desdeñar
sin pausa y sin remordimientos, exhibiendo nuestra medianía somos perfectamente
capaces de crucificar a los poderosos nombres, como también de salvar a
aquellos que nos infectan realmente. Por eso salvamos a Gombrowizc sobre NP y a
Hernández sobre ¿Ovidio?, y a Hernández sobre Whitman, y salvamos a Keats sobre
todas las cosas, pese a lo que poco a poco vamos sabiendo de él y que no nos
acaba de agradar. ¡Ah, el peso del icono! ¿Qué obra antipoética o antiliteraria
ha superado al cucuculillo de Witold?
¡Claramente ninguna! Podemos estar leyendo a NP toda la vida y no encontraremos
nada más revolucionario que el jueguecito de Gombrowicz, nada que lo supere ni
de lejos. Del mismo modo, podemos leer a todos los poetas del mundo, a los más
profundos y ninguno de ellos alcanzará la hondura inesperada, la hondura de la
cárcel y la guerra que representa Hernández, la hondura sublime de la
enfermedad y la muerte. O, ¿qué romántico posee el arsenal de Keats?, ¿quién
puede oponerle una muerte más temprana, una voz más clara? Nadie puede, nos
tememos, lo sabemos, nos importa y nos concierne que así sea como así es, sin
duda. De suerte que nuestra puta obra que no alcanza la ridiculez que
ridiculiza ni la claridad ni la orfandad de las de nuestros héroes, ¿qué puede
ofrecer a la crítica sin ofender el arte? Nada. Nuestra obra es una basura
amontonada, no vale nada, ja. Pero tal vez aspire, tal vez aspira a una
reconciliación con la verdad, tal vez tenga una pretensión, la pretensión de
abandonar la zona ridícula y abjurar de su ridiculismo anterior, de su
ridiculismo y su absurdez romanticona. Una voluntad de fuego, de prender fuego
a lo anterior, de eliminar los ripios y las ocurrencias permanentes, la
voluntad de ser clara y pura y heroica, de ser, como la de G., una voz
ridiculizadora y no ridícula, redentora, salvadora y no condenatoria.
Porque ahora, en este
día, en estos tiempos convulsos están los niños hippies de papá escribiendo sus
poemas para sacar la pasta para comprar droga y están cultivando esas poses
antipoéticas como si no hubiese transcurrido el tiempo, como si todo estuviese
por descubrir, inconscientes pero conscientes de su insultante juventud que
hace la boca agua de los editores cincuentones que se excitan con los versos y
más con los muslos y las bocas abiertas de las ninfas líricas, cuyo ejemplo
máximo es, uno de ellos, es Luna Miguel. Luna hija de pofesionales liberales de
los que ingresan dinerito fresco mensual, de los que tienen posibles para dar
una educación a sus vástagos o a su vástaga en concreto. Y ¿por qué meternos
con Luna? Vale, nos cae mal, pero no lo haremos, nos meteremos entonces con
Elena Medel, la quinceañera del biquini menopáusico, la quinceañera de la
fiesta quinceañera ecuatoriana. Vamos a por ella y su patologica escritura,
símbolo juvenil por su excelencia (el jefe del estado y tal), la poesía que ha
hecho correr ríos de tinta, seniles y sesudos ríos de tinta infecta de quienes
protegen la mediocridad y la exaltan incluso para protegerse y no poner en
riesgo sus privilegiadas posiciones.
Aquí viene el namberguan:
Mi madre me enseñó que la mejor forma de pasar por la
vida era renunciando a la propiedad particular.
Ella me convenció de que podría transformar los balbuceos
en música de cámara, con mis zapatos.
Tus zapatos son mágicos, me dijo. Pierde uno y ganarás un marido.
Vende dos y ante ti se revolverán las semillas de tu reino.
Y yo susurraba: mi reino eterno. Junto a él.
Decidí que los compraría de colores para camuflar mi identidad,
sobrios si aspiro a desvelar mis secretos.
No tacones ni zapatos planos ni aerodinamismo; le quiero
suciamente. He descubierto que pasos-pequeños
conducen a una-mujer-seria-con-dos-rayas-absortas.
Descalza, de puntillas, vuelvo a tener diez años y a morirme
por dentro de tanta soledad.
De "Tara" 2006
---
Lo de 'De
"Tara" 2006', sinceramente, nos ha llegado al alma, pues ¿qué título
podría ser más apropiado para semejante dechado de calidades inmarcesibles?
Como podemos ver, la autora de éxito que es no renuncia a la sangría versal con
esa disposición aleatoria que no se sabe para qué, pero qué bien queda y asín:
esa es la primera (y quizás la última) nota de estilo. No hay por donde
cogerlo. Lo sentimos, pero el veredicto es unánime, aunque a algún editor de
los cincuenta pueda excitarle lo de la ninfa descalza de diez años pero de
dieciocho bien cumplidos con esos bultos propios de la edad y esas curvas
peligrosas y esa cara feúcha que está diciendo bésame que soy una poetiza de
las de armas tomar y con un futuro ante el resplandor de tus narices que
olfatean tanto. Es para sentirlo, desde luego. Cuántos recursos y a tan tierna
edad juvenilísima el recurso de los guiones que unen y no separan creando una
forma de hablar tan personal y tan jugosa y genialoide que promete una
genialidad adulta de las de siempre, que en términos comerciales vende y
venderá libritos de cien páginas, uno tras otro, con la debida promoción. Y qué
profundidad absoluta final como mandan los cánones y qué realismo sucio con sus
sucios pies descalzos, pero no, que están limpios como patenas, suciedad de su
pensamiento, solamente de lo que piensa o quiere hacernos creer que piensa tan
suciamente. El ridículo es atroz, contemporáneo, mariscal, intempestivo, la
ridiculez a la que llega es de las más altas, de alta cumbre, cimera. La
payasada es completa. ¡Ah!, y nosotros criticando al gran NP, sin darnos de
cuenta de lo que está naciendo, de lo que ha sido creado ante nuestras
patricias napias españolas. Creado y premiado y multipremiado por los próceres
y enterados y enteradillos, por los críticos más afamados y solo desdeñado por
los de Addison de Witt. Aquí solo se pronuncia el deseo del éxito, de una vida
cómoda ligada a la escritura, el deseo de nunca trabajar, de vivir de ello:
dando todos los recitales posibles, presentándose a todos los concursos
posibles, amañados a mayor gloria de la adolescencia victoriosa. Ah, pero ya no
podemos más, no habrá un nambertú, es demasiado pedirnos, no nos lo pidáis que
no podemos más con esta calidad sin calcetines que tanto nos abruma y nos
reverdece. Dejamos también para otro año, para otra eternidad dejamos a Luna y
sus mariachis, los dejamos a todos para otra vida, para otra vida sin poesía.
---
Nos consta, pues,
recapacitamos y concluimos que la actividad literaria va asociada, tiene como
componente esencial y especial el ridículo más absoluto, convenimos que la
actividad literaria, la literatura, el grave oficio del poeta y del escritor
son ocupaciones ridículas que no tienen salvación y, no obstante, encontramos
enormes diferencias entre unos y otros procesos creativos. Somos de la opinión
de que entre los escritores hay dos clases bien delimitadas, amén de otros
inclasificables, por supuesto, y estas dos clases son la de los turistas y la
de los viajeros. Los escritores que llamaremos turistas son los que se apresuran en terminar y ya desde la primera
línea de su nueva obra (si no desde su preparación, desde el preoperatorio investigador detectivesco
y garrafal) están pensando en su rendimiento, en su rendimiento económico y en
el artístico, en la cantidad de palmaditas en la chepa que van a recibir y en
la cantidad que va a reflejarse en los cheques, en los posibles contactos que
les va a reportar, en los posibles ligues que les va a facilitar, en las copas
que se van a tomar hablando de ella y en las comilonas y cenas de hermandad y
saraos en general a los que van a acudir a cuenta del mamotreto de que se trate,
lo que inevitablemente condiciona el contenido, la forma, de manera que todo
deviene acomodaticio, previsible. Por el contrario, los escritores viajeros son los que se adentran en territorio
desconocido en cada nuevo trabajo, que afrontan con el ánimo del genuino
explorador, sin prisa, con seguridad y despreocupación, manteniendo la
incertidumbre sobre el resultado final de su desvelo, sin adelantarse a los
acontecimientos, dejando que fluya la escritura, que tome su propio camino, sin
ataduras, con seriedad y reflexión pero sin ninguna servidumbre. No daremos
nombres, para variar, no incluiremos a ningún autor en las categorías
descritas, que nos parecen suficientemente meridianas y en las que cada cual
puede incluir a sus favoritos. No obstante, nos imaginamos, por ejemplo, la
jubilosa construcción de una novela como Ferdydurke, en contraposición a otra
cualquiera del felón amigo de Marías, el tal Alatriste y nos reafirmamos en lo
expuesto. Alatriste es el turista que nada más salir ya está pensando en cómo
van a alucinar los demás a su vuelta con la inacabable serie de anécdotas
increíbles que va a poder soltar a diestro y siniestro, increíbles pero ciertas
y verídicas aunque inverosímiles, que ya está pensando en cómo va a explicar,
engolando la voz, las horas y horas y días y semanas y meses de curtida
recopilación de datos en bibliotecas y ya sobre el terreno, en terrenos
peligrosos a más no poder de los de jugarse el bigote, la vida y algo más, ¡el
alma inmortal! Ja. Bueno, bien, incumplimos la palabra dada y dimos un nombre,
hemos dado un nombre Reverte y hemos señalado a otro Marías... y a otro más
Witold G., que es el que no se documenta porque ya se sabe la lección, el
que no conoce el final de su aventura, el que se divierte y ríe y llora y únicamente es consciente de estar confeccionando, abarcando, construyendo una
obra de arte.
Terminamos de leer
"El hombre que amaba a los niños", de la escritora australiana
Christina Stead (1902-1983), gracias a la recomendación, a través de uno de sus
artículos de prensa, de la novelista española Almudena Grandes. No estábamos
del todo convencidos cuando adquirimos la novela debido a la ligera
animadversión que nos inspira Grandes, cuyo estilo no nos entusiasma y, mira
por dónde, a punto estuvimos de confirmar nuestras peores sospechas ya que
hasta la mitad, aproximadamente, del libro, que tiene más de setecientas
páginas, la cosa no pintaba demasiado bien, no acababa de engancharnos, no nos
seducía esa prosa descriptiva y, todo hay que decirlo, esperábamos algo más
truculento teniendo en cuenta los términos de la reseña de Grandes. Por cierto
que la truculencia llega, pero se hace esperar, tal vez demasiado, tal vez no;
debemos convenir en que cada autor tiene su ritmo narrativo, su estilo y este
de Stead es parsimonioso, quiere dejarlo todo bien atado para que la traca
final explote con la potencia necesaria: es como si fuese acumulando explosivo
para la detonación final, como si fuese acumulando leña para un gran incendio
final, una hoguera absoluta y demoníaca que arda durante un año por lo menos.
Así que la novela nos ha gustado, nos ha acabado gustando pese a sus fallos o
tal vez por ellos, porque, ¿cuáles son los motivos que nos llevan a afirmar que
nos ha gustado un libro, una novela?: siempre son motivos diversos, no siempre
los mismos, dependiendo del libro de que se trate, en unos nos puede subyugar
el estilo, en otros el asunto, depende, casi en cada ocasión una mezcla de
varios aspectos, literarios e incluso extraliterarios.
Stead habla de
infancia y madurez, es una novela familiar, como ya indica el título... (bueno,
el título podría indicar otra cosa). Es la novela de una familia con su padre
su madre, sus hijos y sus familiares, tías solteras, tíos, y también sus
vecinos y sus amigos, todo el microcosmos que forma una célula familiar.
Digamos que los personajes adultos aparecen deformados mientras que los
infantiles exhiben una verosimilitud mucho mayor. Los adultos se muestran como
seres infames para que los niños puedan resplandecer en toda su inocencia
natural, aunque entre los personajes adultos, y a pesar de ser secundario,
sobresale por su buen trazo el de la tía Bonnie, la hermana del padre de
familia, cuyo perfil está, en nuestra opinión, más conseguido que el del resto.
Dicen las malas
lenguas, creo que el prologuista, que el padre, Sam, Samuel Pollit, es un
remedo del padre de la autora..., si eso es cierto la habríamos compadecido de corazón, ya que Mr. Pollit, de quien se comenta en la contraportada que
representa una gran creación, que es un personaje extraordinariamente bien
construido, a nosotros nos parece el eslabón más débil de la novela, necesario,
pero débil. Henny, su mujer, una neurótica de libro nos gusta más y la
encontramos más real, menos rígida. El padre es un caso patológico y además, y
disculpen la expresión, un gilipollas de libro, más infantil que sus propios
hijos, un hombre sin atributos y un tipo peligroso en general, sobre todo para
su familia.
Uno de los detalles
interesantes que se nos revela en el prólogo es el de que Stead tuvo que ceder
a las presiones de sus editores y modificar la novela para situar la acción en
los Estados Unidos, en vez de en Australia, donde se desarrollaba en una primera
versión, lo que fue luego criticado con dureza por quienes opinaban que los
personajes no parecían auténticos americanos. Crítica esta con la que
coincidimos, por cuanto es cierto que los personajes no tienen ese aire típico
de los norteamericanos, parecen un tanto impostados, como si hubieran sido
trasladados al escenario de los Estados desde otras latitudes (como en efecto
así es). Hay algunos personajes, sobre todo los adultos (otra vez), Sam y su
hermana, la tía Jo, que no dan el pego en absoluto como yanquis, sus relaciones
no son las normales de los norteamericanos, sino que resultan extrañas,
exóticas, sí, esa es la palabra, son personajes demasiado exóticos para parecer
norteamericanos.
Bien, la protagonista
de la novela es, dejando a un lado al gran Sam, la primogénita Louie, una niña
feúcha y desgarbada que soporta sobre sus hombros apenas pubescentes todo el
peso de la degeneración familiar. Quizás a la autora se le va un poco la mano
en la descripción de las habilidades literarias de la niña (que, recordemos,
parece ser ella misma, bien, un pecadillo de orgullo sin mayor importancia...),
pero acierta en términos generales en la construcción del personaje y sus
relaciones personales con sus padres, sus hermanos, su bien amada profesora
Aiden y su amiga íntima Clare (quizá lo más logrado de la novela). El hecho de
que sea la hija del primer matrimonio de Sam, lo que la convierte en hijastra
de la trastornada Henny, añade un plus de dramatismo al destartalado cuadro
familiar.
La violencia está
presente en la novela de muchas maneras, pero casi nunca se explicita, es más
bien una violencia situacional, hablamos de una violencia soterrada. Aunque, a
veces, la misma madre hable de cómo agrede y apaliza a sus hijos, en especial a
Louie, e, incluso, de cómo también el padre se suma a esa espiral de violencia,
en toda la novela apenas hay un par de escenas en las que efectivamente, y
siempre de parte de la madre, los niños reciban algunos golpes: la más grave
tiene lugar cuando Henny presa de un ataque de nervios empieza a dar puñetazos
en la cabeza al niño mayor Ernest, tirándolo al suelo y teniendo que ser
aplacada por Louisa en evitación de una tragedia. En el resto de las ocasiones,
la violencia es más bien sugerida y tampoco forma parte de las conversaciones
de los niños, ni de sus quejas, en general, aunque Louie sí se queja a su padre
de que Henny ha intentado matarla ahogándola en la bañera y hay un momento al
principio de la novela en que la madrastra agarra por el cuello a la niña con
intención de estrangularla, aunque enseguida la suelta... Es curioso cómo
mientras la madre, digamos que alardea de golpear a Louie hasta cansarse y con
bastante frecuencia, la niña no parece darse por aludida, es decir que ese
maltrato no parece formar parte importante de su existencia cotidiana, no se
refiere a él ni parece tenerlo demasiado en cuenta, no parece que ese maltrato
refuerce la animadversión que siente por su madrastra, que tampoco se hace muy
patente a lo largo de la novela (hasta el final).
De modo que el
personaje central de la novela es Louie, aunque Sam tenga, si quieren, más
páginas dedicadas, o más relevancia aparente. La relevancia otorgada a Sam
siempre está en función de su impacto sobre la niña, o eso queremos creer. Y es
así porque, repetimos, el padre, Sam, no nos parece logrado, es únicamente la
caricatura de una persona, con sus ideas nazis (de vaga estructura socialista)
y su ridícula inocencia, también su infantilismo retrasado que hace temer que
en cualquier momento se convierta en un abusador sexual de sus hijos con tanto diminutivo
y tanta tontería como se gasta y ese inmiscuirse hasta el paroxismo en la vida
de los niños como si fuera no su padre sino uno más de ellos, el líder de la
pandilla. También en sus relaciones con los demás adultos en las que aparece
como soñador e ingenuo a la vez que algo bravucón (no sé si es esta la palabra
adecuada), como un hombre pagado de sí mismo. Mención aparte merece la historia
del viaje de Sam a Singapur, que ocupa un capítulo del libro y que puede ser
una de sus partes más flojas, preludio, eso sí, de la decadencia absoluta de la
familia Pollit, que es lo más
interesante de la novela. En efecto, a la vuelta de su viaje, el padre es
objeto de una campaña de desprestigio que le hace perder el trabajo, lo que
precipita el turbio desenlace de la historia.
Nosotros somos de la
idea de que toda autobiografía, para ser bella debe parecerse bastante a una
novela de terror. Si hemos de decir la verdad, entonces nuestra verdad debe ser
aterradora, como lo es la niñez. Recientemente, tuvimos ocasión de leer la
estupenda novela autobiográfica de Gorki, Infancia.
Bueno, se supone que autobiográfica, como la de Stead, se supone, ya que
tampoco los autores lo aseguran, prefieren dejar en el aire la posibilidad de
una biografía con elementos de ficción, un género híbrido en el que la fantasía
tenga suficiente cabida. En el caso de Stead, desde luego es imposible que el
relato sea totalmente autobiográfico, no existen familias como la descrita en
su novela, no puede haber padres tan completamente estúpidos como Sam Pollit...,
por mucho que todo un starsystem, gran
escritor, como Jonathan Franzen haya dicho de él que es: "el narcisista más divertido de toda la
literatura" (aserto del que, cordialmente, discrepamos; por cierto que
hemos echado un vistazo a la crónica de Franzen, autor a quien respetamos desde
que leímos su novela "Las Correcciones", absolutamente magistral, y,
aunque no leemos muy bien en inglés, hemos podido comprobar que, al parecer, la
obra le ha encantado, y que incluso la relaciona con Tolstoi, algo de lo que no
podemos opinar, dado nuestro desconocimiento casi total de la obra del maestro
ruso, pero que contribuye a reforzar la idea de la crítica conjunta que estamos
elaborando). Stead carga las tintas en la construcción del personaje de Louie
(ella misma) dándole tanta torpeza física y poco atractivo como profundidad
intelectual, en una especie de ley de la compensación, pudiendo deducirse de
ello sin demasiada dificultad que la autora ni era tan fea y torpe ni tan
inteligente en la realidad.
En la novela de
Gorki, sin embargo, el componente autobiográfico es más verosímil. Los
personajes del libro parecen más creíbles, más adaptados a su tiempo y su lugar
(recordemos el flagrante error de estilo que comete Stead al situar a sus
personajes australianos de pro, es decir, tipos raros, en los previsibles y más
normales Estados Unidos). Los
personajes de Gorki, en cambio, son rusos sin paliativos, rusos hasta la médula
y su escritura también es rusa, delicada y terrible. En el caso de Gorki, de
Alexséi, el niño huérfano de padre que ha de ir a vivir con sus abuelos, la
violencia está más presente, es más constante, que en el de Stead y su
sicologismo demencial. Gorki no esconde las palizas que el abuelo propina a
Alexséi con una vara, lo verdaderamente curioso es el ver cómo el niño acepta
enseguida el castigo físico como algo cotidiano, como parte de su vida diaria,
haciendo referencia al mismo como algo noticiable y no de especial gravedad, es
decir que el niño se acostumbra al maltrato y luego habla de él como de un
fenómeno atmosférico o una enfermedad crónica, sin concederle demasiada
importancia. Con todo, Gorki adopta un estilo muy cinematográfico, o muy
literario si se quiere, un artificio interesante que recuerda al detectivesco
del poli bueno y el poli malo. En Infancia,
el abuelo es el personaje dominante y brutal, mientras que la abuela representa
todo lo contrario, la bondad, el amor, las historias al calor de la lumbre, el
apoyo fundamental sin el que el niño habría caído en la desesperanza más absoluta,
abandonado a su suerte por su madre, sin hermanos mayores que le defendieran de
los abusos y los golpes permanentes. Es curiosa la preocupación de los rusos
por ese ultraje a la infancia (aunque aquí también se toca el maltrato a la
mujer, ya que el abuelo apalea a su encantadora mujer con especial saña). Ya
Dostoievski en su Diario de un escritor
dedica sus buenos capítulos a esa lacra social. Recordamos ahora cómo un
escritor norteamericano, Matthiesen del que hemos hablado a raíz de su
espectacular obra País de sombras,
aborda el asunto del maltrato que sufre el protagonista de su obra en su niñez,
un maltrato bestial por parte de su padre alcohólico que es capaz de lanzarle
de cabeza contra una pared. El caso es que el niño Watson va incubando un odio
creciente un espíritu de venganza que al final toma forma, ya en su
adolescencia, cuando le pega una paliza a su padre borracho antes de huir
definitivamente de su hogar. En la novela de Gorki, Alexei acaba, incluso,
haciendo buenas migas con su torturador. El contraste es evidente entre ambas
formas de abordar el tema.
Otro aspecto
llamativo, que también se encuentra en Dostoievski, es el del respeto absoluto
que Gorki demuestra por el pueblo llano, del que hace ver sus defectos, pero al
que retrata, sobre todo en el caso de la abuela con un cariño innegable y una
lealtad enternecedora. La abuela, analfabeta, es capaz, por ejemplo, de recitar
poemas de gran extensión cuajados de frases y expresiones cultas, cuentos que son el alimento espiritual
del niño Alexséi y que le ayudan a sobrellevar su vida de privaciones y abusos.
El repertorio de la buena señora es amplísimo y abarca un sinnúmero de temas
diferentes, tiene un cuento para cada ocasión, pero no un cuento infantil, sino
algo mucho más profundo, que contiene enseñanzas filosóficas y prácticas, de
modo que se convierte en maestra y madre a la vez, un remanso de paz y
conocimiento en medio de la tempestad del trabajo interminable, una suerte de
maestro zen henchido de buenas intenciones.
Hay otra cuestión que
nos ha llamado profundamente la atención de la descripción que hace Gorki de su
protagonista, y es que, no contento con atribuirle una gran resistencia a la
adversidad, lo transforma en un pandillero que se pelea por las calles sin
miedo, que va buscando pelea contra los chavales de su edad y que suele salir
triunfante de sus trifulcas por su habilidad para el combate. Alexséi, pues, se
queja poco de las palizas, de los constantes varazos que su abuelo le propina
con cualquier pretexto o sin él, simplemente los consigna en la obra, como un
recordatorio de que siguen existiendo, para que el lector sepa que su vida
sigue siendo difícil, pero sin atribuirse la condición de mártir, habla de ese
horror como de algo perfectamente asimilable y luego se permite una especie de
venganza pero que tiene que ver, a nuestro parecer, con el honor mancillado que
lava en sus peleas callejeras. No podemos imaginar, no sabemos nada acerca de
ese aspecto de la vida de Gorki, aunque podría ser la parte de la novela más novelada y menos realista, junto con la
que presenta a la abuela como una intelectual de gran calado y, a la vez, como
una anciana que forma parte del pueblo llano e inculto por definición. No
obstante, creemos que la mezcla entre realidad y ficción que hace Gorki es más
diáfana que la que realiza Stead, creemos que es más sencillo delimitar lo que
es realidad y lo que es ficción en la obra de Gorki, lo que es exageración de
carácter y lo que es factible descripción.
Como nota al margen,
diremos que ambos autores poseen un nexo común que les relaciona más allá de su
parcial coincidencia temporal y que es
el de su ideología, el de sus ideas políticas, ya que ambos fueron marxistas,
algo que tampoco es que se ponga muy de manifiesto en las obras que aquí hemos
glosado, si exceptuamos, tal vez, el desapego y la antipatía que muestra Stead
por el personaje de Henny, una mujer de buena familia venida a menos que es
incapaz de aceptar su triste situación económica y social y que desarrolla por
ello una suerte de odio generalizado, una amargura cósmica que la lleva a hacer
daño a todos los que la rodean, o, en el caso de Gorki, la cruda descripción de
la sociedad rusa anterior a la revolución, con su injusticia social y sus prácticas
bárbaras de convivencia (flagelaciones y golpizas incluidas).
También, para
concluir, debemos decir que nos gustó más Infancia,
que el estilo de Gorki es más meticuloso, resulta más personal, más genial que
el de Stead, que Gorki conmueve donde Stead causa extrañeza y un dolor
indeterminado. Como queda patente, para muestra un botón, en este final
apoteósico, fantástico, el final que todo escritor sueña para su obra; que así
termina, así pone punto final el maestro a su Infancia:
"Unos días después del funeral de mi madre,
el abuelo me dijo:
- Bueno, Lekséi, tú no eres una medalla, no tengo sitio
para ti en mi solapa, vas a tener que valértelas tú solo por el mundo...
Y me fui por el mundo."
No es posible
mejorarlo. No es posible.
---
Nota Bene:
Algo, no obstante,
falla en la composición del explosivo que
Stead va acumulando, algo hay que no posee la fuerza precisa, esa que a Grandes
sí le parecía suficiente y que logró impresionarla hasta el punto de moverla a
recomendar encarecidamente la novela en una de sus columnas periodísticas. Trataremos
de explicarlo... A nosotros nos interesa, nos habría interesado saber qué era
lo que pensaba Louie, más que lo que decía o lo que hacía, que, con ser
importante, no es lo definitivo a la hora de intentar una comprensión profunda
de su estado de ánimo. Por ejemplo, nos habría gustado saber qué es lo que
pensaba Louie del maltrato físico y sicológico al que era sometida, parece ser
que frecuentemente (bueno, los insultos y el menosprecio eran constantes, y eso
sí está documentado en la novela), por su madrastra (también por su propio
padre, al decir de ésta), porque ahí está el quid de la cuestión, esa es la
parte verdaderamente desasosegante de la historia (del mismo modo, y suponiendo
que la degeneración familiar afectara de igual manera al resto de los hermanos,
nos habría sido útil el haber conocido sus quejas al respecto), una parte que
nos es hurtada, que queda en el ángulo oscuro de la narración, arrinconada, tal
vez para, precisamente, restar truculencia al relato de las adversidades de los
niños. Tampoco es que estemos pidiendo atrocidades al estilo de Felices como asesinos, la horripilante
novela, basada en hechos reales, de Gordon Burn, o la también bestial Push, de la autora afroamericana
Sapphire (cuyo verdadero nombre es Ramona Lofton), pero es que la de Stead nos
resulta demasiado light. Ahora,
transcurridos unos días, con la perspectiva de unos días tras la lectura,
podemos decir que El hombre que amaba a
los niños se ocupa excesivamente de la literatura, tratando de crear un
personaje arquetípico e inolvidable, y deja de lado el enfoque menos comercial
y más introspectivo que, a nuestro juicio, merecería la historia, el enfoque
más terrorífico que debería dar Louisa del infierno por el que transitaba su
existencia, que en los capítulos de Stead queda desdibujado, eclipsado,
ninguneado, banalizado a través de las estupideces sin parangón de Sam y las acibaradas
tribulaciones de Henny. Si se quiere describir una familia desquiciada donde
los padres son enfermos mentales que descargan contra sus hijos todas sus
frustraciones, es inevitable que el dolor de los niños traspase el papel, cale
el papel, impregne la escritura de sangre, sudor y lágrimas infantiles, lo que
no sucede en la novela. Aquí, sin embargo, diríamos, nos atreveríamos a decir
que se trivializa el sufrimiento, que parece que Louisa sea insensible, inmune
a los sufrimientos y las torturas. Sí, vemos cómo se refugia en la literatura,
en un amor imposible por su profesora, cómo traba amistad con una niña
problemática de la que todo el mundo se ríe, es decir, cómo busca amparo en la
marginalidad debido a sus dificultades para integrarse en sociedad, cómo a tan
temprana edad lleva camino de convertirse en una inadaptada social, o sea que
vemos las consecuencias de su vida tremenda pero no somos testigos de su
aflicción real, no nos dolemos con ella, esa parte nos la hurta Stead, nos
hurta la posibilidad de empatizar con el dolor real de Louisa, y eso nos parece
un error, en cierta medida, imperdonable.
Almu (antes de King)
En la última novela
de Stephen King, en un momento en el que necesita elaborar un plan de acción,
el protagonista afirma que para clarificar su pensamiento le es muy útil el
ponerlo por escrito, más aún, que es de la personas que no saben muy bien qué
es lo que piensan sobre algo antes de ponerlo por escrito. Es curioso, porque a
nosotros nos ocurre un poco lo contrario, somos capaces de pensar con fruición,
de pensar a lo grande, pensamos en una prosa excelente, combativa, arriesgada y
lúcida, pero cuando nos decidimos a escribir, a transcribir nuestros
pensamientos tan perfectamente estructurados, tan lógicos y bien expresados,
fallamos, nos falla la mano, la pluma emborrona el papel y lo que eran
argumentos invencibles se convierten en impresiones infantiles, con nulo
fundamento. Bien, ahora que lo pensamos..., puede que esto que decimos no haga
sino confirmar lo que expresa el personaje de King, es decir, que lo que
pensamos no es coherente y que al tratar de plasmarlo en la realidad toda su imperfección queda al descubierto, se
explicita su debilidad. Sea como fuere, el caso es que tenemos grandes ideas
pero nos cuesta pasarlas negro sobre blanco. Eso debe ser que somos como genios
incomprendidos, ja. Hablaremos, si es necesario, de la última novela de King
(aunque a la velocidad a la que escribe este hombre a lo mejor ya no lo es), o
sea que hablaremos dependiendo de sí nos acaba gustando mucho o no. A la altura
a la que estamos de la lectura, algo más de una cuarta parte (el tocho es de
casi novecientas páginas), podemos avanzar que nos está gustando bastante,
aunque debido al asunto que maneja, los viajes en el tiempo, los interrogantes
que se ofrecen a cada paso son muchos y, ciertamente, apasionantes... Pues,
así, pensando en Stephen King, nos vienen asociaciones de ideas que pasan por
el ejército y también por el LSD. Pero ahora no vamos a comentar esos aspectos
tan descomunalmente interesantes... Dejaremos la glosa de la novela, si
procede, para más adelante, para cuando la acabemos, por ejemplo.
Queríamos seguir
dando la matraca con la poesía, y esto de Mr. King se nos ha colado entre
nuestras reflexiones poéticas y mundanales, como si fuera un mundanal ruido
cualquiera, así que disculpen la interrupción. Nuestra reflexión de hoy viene a
cuento de una crítica, tan sesuda y profesional como pueda serlo, aparecida en
ese suplemento literario tan cabal y prestigioso que es Babelia, del que
bebemos, que es nuestra primordial fuente de lecturas y al que respetamos lo
suficiente, un suplemento en el que, se supone, escribe gente que sabe de lo
que habla, críticos sagaces y bien formados, hombres de formación
universitaria, tipos listos de eficacia probada. Y hemos leído una crítica de
un libro de poesía, una antología más concretamente de la poeta Almudena
Guzmán... y es que nos hemos quedado patidifusos, estupefactos nos hemos
quedado al leer la reseña de la antología, porque en ella el crítico hace
mención de unos cuantos versos, que es todo cuanto hemos leído de la susodicha
y gran poeta (grande ha de ser si merece ser reseñada en el gran Babelia que
todo el mundo lee y todo el mundo respeta tanto). Los versos son tremendos,
Vargas Llosa quizás los tildaría de espectaculares (no estamos seguros), a
nosotros nos parecen una burla, una estupidez, pero tampoco vamos a negar una
trayectoria literaria, no vamos a descalificar a una autora que ha publicado y
ha vuelto a publicar con solidez y sin pausa, que no ha hecho sino publicar y
más publicar con lo que ello implica de aceptación por parte del mundo
editorial, de calidad objetiva que incluso vale para invertir dinero en ella,
para hacer una inversión económica aunque sea modesta fiando su rentabilidad a
esa calidad intrínseca e indudable de lo escrito, a esa calidad superior que
habrá de reportar beneficios contables a través de sus muchas ventas y su
difusión solidaria que irá de boca en boca salvando obstáculos y cruzando
charcos como océanos de tanta calidad como atesora. Sí, nuestra autora ha
publicado desde temprana edad, como Medel y Miguel, y otros muchos (cuyos
apellidos no tienen por qué terminar en -el)
lo que significa, lo que lleva implícito y explícito un desastre emocional de
proporciones bíblicas, lo que viene a significar e implica que ya desde la
cuasi-adolescencia, nuestra heroína ha vivido profundizando sin pausa en los
devenires existenciales, que no ha parado de profundizar y de ser profunda sin
tomarse un respiro dese su más remota juventud, un esfuerzo titánico que se nos
antoja, un sobreesfuerzo que puede dejar turulata a cualquier persona, que
puede marcar y de hecho ha de marcar a fuego el cerebro de una persona humana.
Porque, no nos engañemos, el cerebro humano no está hecho, no está formado ni
preparado para esa profundización permanente, para estar en permanente estado
de indagación mística y humanística, filosófica e intelectual. Eso ni San Juan
de la Cruz, ni el mismísimo Confucio, ja. Pero estas chicas y chicos sí, ellos
sí, sin demora, sin concederse un respiro, escarbando en nuestras miserias de
género humano hasta la extenuación... Y algunos dirán: ¡es imposible!, ¡no
puede hacerse! Y tendrán razón. Porque es imposible y no puede hacerse sin hacerse
trampa... Y, entonces, tenemos que nuestras detectives vitales, nuestras
heroicas introspectoras (inspectoras
introspectivas) se hacen trampa y nos la hacen, jugando a su jueguecito
internacional e histórico, a su juego infinito de la poesía.
¿Cómo, si no,
calificar estos versos que el bueno de nuestro crítico de cabecera, por decirlo
así, resalta de entre todos los que forman la gruesa antología? Aquí, los
versos del millón:
"Pero hay dos cosas que no pienso ni dejártelas;
que no, no insistas, hombre:
la Rayuela de
Cortázar
y tu sonrisa a las cuatro y diez de la tarde"
Bien, estos versículos satánicos forman parte de un
poemario escrito por las señorita en ¡1981!, cuando la autora contaba unos
diecisiete años de edad, ja, ja, ja. Y el crítico dice que en el librito:
"... el sujeto enunciativo confeccionaba un tejido imaginístico con
retales y retahílas del realismo maravilloso...". Una de dos, o son
familia el crítico y la señorita o esta crítica es una tomadura de pelo. Lo del
realismo maravilloso nos ha llegado muy adentro, nos ha tocado la fibra más
sensiblera. Lo de la sonrisa a la hora señalada nos parece sublime, de una
inocencia conmovedora... ¡Ja! Ya no podemos más... Y esto es lo que se publica,
lo que se aplaude y ovaciona en las poéticas jam sessions interminables. Pero
es que la cosa no mejora con la edad, a tenor de lo que subraya el entregado
comentarista que entresaca de un libro posterior:
"Y me perdí en el laberinto de Knossos
de los detergentes
sin más ariadna que mi carrito"
Y, ya, lo último de lo último, versos frescos para la
señora y el caballero:
"la vida es árida como una oposición
a cátedra de Derecho
Romano"
Como dicen en Interlobotomía, ¡y el Supremo, tan
pancho! No puede ser. Dirán ustedes que esto es jugar con ventaja. Puede ser,
así que nos atreveremos a husmear a investigar un poco en la red a ver si nos
hacemos con algún poema íntegro de la susodicha, para que no se diga que somos
parciales y que tenemos ojeriza a la señorita... Hecho, helo aquí, este es un
poema completo de Almudena Guzmán, elegido al azar, sin otra condición que su
brevedad, que tampoco era cosa de colocar aquí un tochazo sin sentido, además
ya se sabe que lo bueno si breve dos veces breve, así que, sin más dilación,
aquí lo tienen, y que lo disfruten:
"Esto ya va mejor...
Esto ya va mejor.
Ya no le tengo miedo.
Y me complace que usted,
como quien no quiere la cosa,
haya fijado el barniz de sus ojos en mis piernas."
Y casi que preferíamos el entresacado
del crítico prisaico (que no
prosaico, no me sean mal pensados). Aquí..., aquí hay un problema, al filo de toda
una entera poblemática. Hay un
problema grande y sin solución de continuidad, el problema es que no se puede
ser poeta a los diecisiete... Bien, ¿quién no ha escrito un poema en la
adolescencia? Casi todo el mundo que sabe leer y escribir ha escrito un poema
en su adolescencia, aunque sea para probar... Pero ha escrito uno, o dos, o
tres, no un poemario y luego otro y otro más sin parar de escribir poemas...
Sin parar de asomarse a su abismo nietzscheano,
sin parar de asomarse al pozo negro de su alma
mortal: eso produce enfermedades mentales. Eso produce enfermedades. Uno, o
una, somatiza esa permanente hondura mental. esa constante escarbadura visceral
y acaba enfermando, o acaba suicidándose, o acaba siendo un pofesional: ¡acabáramos! Resulta que la
niña es una pofesional como MIguel,
como Medel, por mucho que lo niegue Luis García Montero, ja. Ahora, creemos
haber dado en el clavo con un martillo bien gordo y voluminoso, un martillazo
de los que aplastan cabezas y hacen volar los sesos por el aire que manchan el
sofá y todo que no se quita, un martillo a la altura del mismísimo Frank
Dunning (King).
Ahí está la prueba, la prueba del
algodón de los clásicos, que si Knossos, que si ariadna... Esos versos son de
1998, según nos informa el crítico, parece, pues, que ya hacía falta tirar de
mitología para seguir publicando y ganando premios al por mayor, pues que...
¿dónde está la pasta?, ¿where's the
money, sis? No hemos mirado su, suponemos, suculento y extenso currículum,
pero estamos seguros de que ha ganado un montonazo, un ganso rimero de premios,
lo que quiere decir que se ha presentado a un gran número de premios diputacionales
o ayuntamienticios, que tanto monta. O sea, que queremos vivir de ello, ¿eh,
doña Almu?, ¡ajá! Y entonces tiramos de clasicismo y ya está. Alguien
recomienda (o al estilo Gila: alguien ha recomendado a alguien...), alguien (Luis García Montero o Chus Visor, ja, y vaya nombrecito
pijo que tiene su menda) te recomienda aprender, estudiar a los clásicos o,
mejor aún, más fácil, te recomiendan citar a los clásicos como si supieras de
lo que hablas y ya está, a ganar premios por esos escenarios públicos de dios
es cristo.
Pues la niña que ya no lo es tanto
publica una sustanciosa antología que ni Juan Ramón, que tiene casi
cuatrocientas cincuenta páginas la antología de la niña, y nosotros pensamos,
sí, nos da por pensar que quién que no sea familiar o amigo, quién que esté en
su sano juicio se va a gastar los euracos en un librazo como ese que no hay por
dónde cogerlo, que es malo de solemnidad, cuya lectura es una pérdida de tiempo
como asistir a los desvelos intelectualoides, seudointelectuales de una niña
pija a la que alguien (Luis Gª y etc...) en mala hora le dijo que escribiera,
que no dejase de escribir, a la que alguien en un momento de debilidad, o a lo
mejor a la vista de unos muslos turgentes o de cualesquiera otras turgencias
varias (que esta es otra cuestión, que habrá algún día que incordiar el por qué
de esta colación que sacan las poetizas de sus muslos y sus pechos y sus
piececitos perfectos cuando los tíos no hablan nunca de sus músculos pectorales
o de sus glúteos, for example), aconsejó que comenzara y no lo dejara nunca,
que se nos pusiera a escribir poesía.
Ah, pero lo mejor nos lo dejábamos
para el final. Según la wikipedia, que nunca miente, la señorita licenciada en
filología, para variar, colabora en... ¡tachán!... ¡ABC! ¡A tomar por el...!
Así que es tan buena poetiza, escribe
en ABC artículos de opinión, amén de colaborar en el suplemento cultural, junto
con algunos izquierdosos de pro como un tal Reig, que esa es otra guerra de la
que puede que hablemos en su momento.
Pero... ¿por qué será que no nos
sorprende ni un tanto así que la buena de doña Almu trabaje en tan insigne
decano de la prensa diaria? Pues por una sencilla razón, la mayoría de los
grandes pofesionales en algún momento
de su extenso recorrido, en algún recodo de su periplo vital y laboral, han
tenido que dejar los escrúpulos a un lado, han tenido que desprenderse de
ciertas pesadas cargas éticas, porque, seamos serios, molestan para medrar,
incordian, en alguna ciénaga han tenido que dejar la decencia al margen. ¡Ah!,
tanto de abismarse con el vértigo a
cuestas para acabar de esta manera tan prosaica y poco solemne. Hay que decir bien
alto que un poeta de derechas es una contradicción en términos; por si acaso,
nuestro crítico anuncia que la señorita habla en sus poemas de los ERE,
esperamos que con similar ahínco a como de seguro lo hace en las páginas del
pringoso diario alfabético. Y cómo nos da la razón la poesía... La poesía nos
avala, porque esto que hace AG, la señorita, no es poesía, o sí lo es pero mala,
horrenda, horrorosa poesía sin brillo y sin potencia. Ja, la chica no está mal,
es guapa y a los dieciocho debió ser un bombón, de los que les hacen la boca
agua a los editores patrios y a los poetas quejumbrosos famosos y achacosos que
necesitan donar su sabidurida, hacer gala de su acervo insospechado ante algún
espíritu puro, si es posible adolescente. ¿Habrá sido siempre de derechas la
niña, la señorita, la poetiza?, ¿o
acaso habrá experimentado alguna revelación, alguna epifanía travestida en
papel moneda en algún señero momento de su dilatada trayectoria publicitaria?
Dice el ABC que "a la poeta le seduce la Biblia", y
no sé qué otras memeces del bien y el mal y de ¡García Montero! y de ¡Luis
Alberto de Cuenca!, y ya no queremos saber más, vamos que está toda la mafia
cultural involucrada en el crimen de la citada antología, de la malhadada
antología que tanto ponderan, elogian en Babelia (¿haciendo méritos, señor
crítico?). Y ya están todos los presuntos implicados, porque la editorial es
¡Visor!, ¡como dios manda! y manda el gobierno de españa, que por fin, y su
famoso presidente el inmenso MR. Todos en comandita, haciendo manitas todos
ellos juntos, comentando algún pasaje bíblico (¿qué tal: Génesis, capítulo nueve?,
sería de lo más apropiado... Que no, que no sabemos nada de ese libraco
infecto, que se lo hemos copiado a Stephen King, jajaja, ¡qué sería de nosotros
sin nuestras lecturas!). Resulta que terminamos hablando de King, hemos
empezado con él y terminamos con él. Terminamos porque no se puede decir más de
doña Almudena, nos tememos. Hemos echado un vistazo a su ingente producción
literaria, hemos ojeado algunos podemas y
es que no nos deleita, no le vemos la gracia ni el ignoto "tejido
imaginístico", pero, claro, la clave está en nuestra falta de preparación
y nuestra falta de licenciaturas universitarias; para valorar un verso como ese
de la cátedra de derecho romano hay que haber estudiado en la universidad, no
se puede opinar sobre un verso de tamaña e insondable profundidad sin haberse echado al coleto un centenar de
comentarios de texto, a cual más dieciochesco que siglodoresco, no es posible
denunciar, rajar, deshabilitar y vilipendiar a alguien que escribe en el
cultural del ABC sin antes haber aprobado las asignaturas pertinentes, sin ser
un experto en mitología de Knossos para arriba, en una palabra hay que ser un
tío listo, una tía lista, precisamente lo que no somos nosotros.
Mejor hablamos de King... (dentro de
poco).
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Esto de hacer de
vejaministas tampoco nos convence. En primer lugar, no tenemos conocimiento,
ja. Esto que hacemos del vilipendie pues no es otra cosa que un juego, esto se
imbrica en nuestra estrategia de la desdramatización, por supuesto, se encuadra
en nuestra burda estratagema que hemos urdido para hacer soportables los
malsanos gestos líricos, las pataletas líricas auspiciadas por musas
mitológicas y santos del misal. No se nace poeta, nadie nace poeta, nadie nace
con la mirada perdida en la inmensidad del horizonte y con cara de
estreñimiento miserere, nadie ve la luz y se coloca de súbito un foulard sobre
la nonata chepa fetal, nadie se pone a ligar con tres meses de edad (o menos).
O sea que nadie a los diecisiete años puede elegir ser poeta para siempre
jamás, o tal vez sí, uno entre un millón, uno especial, un Hernández, un
Rimbaud, un Keats..., una Emily Dickinson, tal vez, pero no una Medel, una
Miguel o una Guzmán, con sus sensibilidades de pacotilla y sus bikinis de
oferta, con sus amores rancios y sus certezas subnormales... Oh, vaya, no
queríamos vejar y ya estamos de nuevo metidos en harina. La cuestión primordial
y vertical es la siguiente: toda vejación hacia nuestro prójimo lo es hacia
nosotros mismos. Así, Medel es nuestro espejo y Guzmán también lo es (bueno,
Guzmán no, que escribe en ABC), es espejo, reflejo de nuestra poesía patizamba
y paticorta, de nuestra coja y fea poesía, de nuestra poesía mal escrita y peor
terminada. Nosotros lo que queremos es hallar una llave, un giro estupendo, una
nube que llueva de soslayo, un desierto que avance por el mar océano. Partimos
de un espacio solitario, de una soledad indiferente y por eso escribimos,
porque estamos solos y... ¡algo hay que hacer! La soledad nos dicta unos versos
de espanto, nos ha dictado los peores versos, los versos más ridículos del
mundo. Y nosotros que leíamos a Keats y fantaseábamos con ser unos poetas,
poetas de verdad, como el poeta que era y que llenaba el aire con sus versos de
estudio, el poeta que amaba con un amor insolente y crucial. El poeta al que
Fanny respetaba y amaba, por el que Fanny lloraba desconsoladamente. Claro que
queríamos ser como Keats, queríamos morir tan jóvenes y ya habíamos cumplido
los cuarenta, queríamos amar y nunca habíamos amado a nadie. Por eso nos reímos
del poeta y ridiculizamos al poeta y a la chica que escribe sus versos del
montón como si fueran parte de una obra. Y nos hacen reír los mastodontes que
dirigen el cotarro desde sus despachos soleados y sus tertulias digitales.
Nosotros que quisiéramos recluirnos como Dickinson y sin embargo nos vemos
empujados de continuo hacia la luz de los neones, hacia los ávidos salones
donde suena la música del piano, hacia la luz del poema sin mérito y sin acento.
En esta época de recitales turbios, de tatuajes en el cuello y de copas sin
alcohol, ahora, estamos como desnudos, como niños, somos tan pequeños que no se
nos conoce, que se nos reconoce por el llanto que guardamos tan adentro...
Por eso nos hace
tanta gracia la gente universitaria que aspira a vivir de ello y de ello vive y al chollo se dedica sin
vacilación, con alegría y desenfado juveniles, y no te digo nada si encima
trabaja para el enemigo, aunque, en este caso, el enemigo sea tan difuso que
apenas es posible identificarlo. Por un lado los comunistas y por el
otro el fascio coronado, el ABC y Luis García Montero... Y la niña que no es
tan niña hablando de los ERE (¿será de los de la Junta de Andalucía?).
En cualquier caso,
esto nos reafirma en nuestra creencia de que la poesía ha de ser, como decía
Keats de los poetas, lo menos poético que exista. Es decir, que la poesía ha de
ser antipoética..., pero, un momento..., ¡no!, ya hemos hablado de la
antipoesía, y no precisamente para deshacernos en parabienes y halagos hacia su
calidad revolucionaria. La poesía debe ser poética pero sin gilipolleces: ¡he
ahí el quid de la cuestión! Sin gilipolleces como esa de "tu mirada a las
cuatro y diez...", ¿qué pasa, que a las cuatro y veinte ya no mola? O esa otra memez de que "me
complace que me mire usted las piernas...", ¿cuándo un poeta ha escrito
algo semejante?, ¿se imagina alguien a un poeta diciendo que "me complace
que fije usted su mirada en mis prietos glúteos de atleta, o en mis espléndidos
abdominales"?, más aún, ¿se imagina alguien a un poeta alardeando de su
trabajado abdomen? Pues bien, todo eso son gilipolleces y la poesía debería estar
lejana, autista de esa calidad espuria, por mucho que la aplauda Luis García
Montero.
Nosotros no tenemos
nada en contra de Almudena Guzmán, ni de Luna Miguel ni de Elena Medel, tampoco
nada contra Luis Gª Montero ni contra De Cuenca, no conocemos su obra ni nos interesa
conocerla, sabemos que son importantes en el panorama lírico español y para de
contar, sabemos que manejan los hilos de muchos certámenes y que tienen
prestigio editorial, sabemos también que muchos aspirantes a poeta beben de sus
fuentes, de su imagen y de su forma de vida, también, suponemos, de sus poemas,
y nos da igual, no nos importa lo más mínimo, ahora, cuando cae en nuestras
manos encallecidas alguna de sus obras..., entonces, y solo entonces, abrimos
la boca para decir lo que nos inspira. No vamos buscando a Almudena Guzmán por
la red ni en las bibliotecas con la intención de arrasar su reputación (vano
intento que sería ya que mal podemos arrasar nosotros la reputación de nadie si
la nuestra propia es inexistente), vamos, con la idea de vejarla y ponerla a
bajar de un burro. Créannos si les decimos que no conocíamos a Guzmán de nada,
que no la habíamos oído nombrar nunca y que nunca habíamos tenido el dudoso
placer de posar nuestra inquisitiva mirada sobre su graciosa persona ni sobre
su obra poética. Créannos si les aseguramos que nunca leemos el ABC (eso no es
muy difícil de aceptar, ¿eh?) porque nos repugna.
¡Oh!, debemos aspirar
a la seriedad. Deberíamos llamarlo no el don de la ebriedad, sino el don de la
seriedad. Seamos serios... El poema debe ser tan serio como un ataque de asma.
Desterremos, pues, los infantilismos pretendidamente profundos, la
cotidianeidad estrafalaria, no seamos como Ruiz de la Prada, esa ridícula
pintora de sandeces, diseñadora de pijotadas y esposa de su señor, el fascista
mayor del reino, olvídense las afiladas poetizas del sexo adolescente (aunque
pasen de los cuarenta), déjense de perfilar las uñas pintadas de sus rechonchos
pies como si fuesen lolitas inmortales, olviden sus piernas, sus pechos, sus
torneadas espaldas, sus labios rojos y mermelares, sus ojos encharcados de
lágrimas y dense de verdad un paseo por el lado oscuro, por la zona muerta, por
la realidad. Déjense del carrito de la compra, dedíquense a abolir el recuerdo
de los dioses, abdiquen de la mitología y sus rácanos Knossos y sus Ariadnas
bizcas y palurdas y repongan una película de miedo en sus corazones, una que no
termine bien. Asuman las drogas pero sin exhibicionismo, consúmanlas,
experimenten, déjense la piel en el intento de comprender a qué sabe un chute
de heroína o de qué color es un viaje de ácido, esnífense las rayas en
escuadra, pero no lo cuenten de repente, esperen, aguarden a que haga efecto el
tiempo en sus cerebros creativos, esperen unos años a contarlo, mejor, alguna
década, y, si al fin siguen vivos, cuéntenlo con todo lujo de detalles,
expresen el vacío con el verbo arremangado de los perdedores. ¡Ah!, no tengan
prisa. La prisa devora el Arte. La premura es contraria a la verdadera creación
(por eso dios hizo esta chapuza en sus seis putos días), no tengan prisa por
alcanzar el olimpo, el triunfo, ni la paz. No tengan prisa a los diecisiete
años por publicar un libro de poemas que por fuerza ha de ser pésimo a la
cuatro y diez de la tarde.
La poesía... exige, tiene
sus exigencias. La primera exigencia, la más importante, lo primero que el Arte
exige al poeta, al diletante, es un punto de desesperación. Subrayen esto en su
memoria, recuérdenlo a cada paso, cada vez que cojan la pluma (es decir, cada
vez que abran el word) recuerden que el poema precisa de un punto de
desesperación, pero no esa desesperación recurrente de que me ha dejado el
novio y me ha dejado la novia y estoy desesperado y que me quiero morir. El
poeta tiene que ser un desesperado de la vida, y puede que esta desesperación,
este desconsuelo le sea innato, que ya de por sí sus conexiones neuronales
dañadas le proporcionen ese desgraciado ademán, ese ser inadecuado, pero lo
normal, lo más fácil, lo más simple, lo que suele ocurrir es que esa desolación,
ese desencanto sistemático que conduce al verso por su avenida angosta sea
consecuencia de un sufrimiento prolongado, no de una infancia bienaventurada y
feliz leyendo la Rayuela de Cortázar y pegando saltitos por las baldosas de la
calle. El poeta se forja en el dolor y solo en un dolor sin paliativos, sin
esperanza, el poeta se forja en la desesperanza, cuando ni los rayos del sol afianzan
una sonrisa, cuando ningún futuro inspira confianza y se ha perdido toda la
ilusión, ahí nace el poema, ahí se inscribe la primera letra, la letra de oro
del primer poema de verdad. El poeta feliz, con su familia feliz, es de otra
estirpe lejana de la poesía, no es un poeta verdadero ni podrá jamás crear un
universo, será caduco, caducará antes de haber sido leído por la Inteligencia.
Oh, tendrá sus críticos favorables e ingenuos, y sus críticos mordaces y
favorables todos, sus oídos se acostumbrarán al aplauso unánime, y su voz
resonará idéntica a las voces de los recitalistas,
aprenderá a recitar con esa voz inane, esa voz absurda y provocativa, dominará
su vergüenza a base de saberse y confiarse, y será él mismo, ella misma, serán
los mismo que siempre han sido, porque, en cualquier recital lo de menos es el
poema, el poeta es intercambiable, lo importante es el aplauso unánime, la
alegría fingida, el fingimiento, el interés compuesto de envidia y aburrimiento
a partes desiguales.
Lo siguiente es que
no habrá un futuro para ellos, para los poetas de la esperanza. Que no tenéis
futuro, el vuestro es un presente y nada más, que no vais a escalar las
montañas de Venus con vuestras escafandras y vuestros trajes a prueba de calor,
ni vais a rodar por las planicies marcianas; vuestros cuerpos no serán pasto
del frío para la resurrección, ni vuestra obra será estudiada por los príncipes
del pueblo. Tendréis apenas una tumba escuálida para vuestros huesos
tranquilos, una fosa bien señalizada. Ya podéis orar, rezar a las deidades que
os parezca, levantar ciudades en el aire, u os despojáis del verbo pretendiente,
del verbo que libera y que seduce, de la palabra que esconde una enseñanza, o
no tendréis futuro para el Arte.
Os lo decimos ahora,
tenedlo bien presente: para la esperanza ya tenéis vosotros vuestra prosa, la
jubilosa narrativa que os aguarda, que aguarda a vuestras plumas incendiarias,
a vuestras manos religiosas. Haced la prosa y no la poesía, el amor y no la
guerra. Escribid sin parar sobre lo bueno y la bondad intrínseca, el dios de
los judíos o el mismo de los árabes. Haceos budistas o de la iglesia de la
cienciología, poneos a cantar canciones populares, lloved sobre la tierra seca
y brotad luego como florecillas silvestres para alegrar la vida de los hombres...
No hay salvación fuera del Partido. Pero a esta organización no hay quien se
afilie, no valen las recomendaciones, ni los padrinos, esta organización te
expide el carnet al fin del juego, cuando ya se duerme, cuando ya todo ha
terminado. El futuro solo cobra sentido cuando no se sabe que vendrá, cuando no
hay futuro. Precisamente.
---
---
A fin de cuentas,
podemos vejar y delinquir de pensamiento, palabra, obra y omisión, podemos
insultar, cercenar, calificar, descalificar, ignorar, bautizar con ruedas de
molino, podemos travestir, disimular, conjeturar, disputar, acongojar,
eliminar, podemos transigir, desistir, disuadir, implorar, terraformar (quién
sabe), en realidad, ¿a quién le importa? ¿Quién va a leer este panfleto
invisible?, ¿quién va a tragarse este panfleto escrito con tinta invisible,
este libelo degenerado y patibulario? ¡Si no nos lee nadie! Que miramos las
estadísticas de blogger, ja, y no nos lee nadie, nadie nos lee, ni la señorita
ni su santa madre ni la nuestra que no tiene interné. Así que podemos vejar,
calumniar y hacer oprobio máximo de cualesquiera obra, incluso de la obra
completa de alguien. Ahora que se marchan los Addison de Witt, llega el pequeño
bandini, el de granados, mejor todo junto, eldegranados para enmendar la plana
de los injustos e insolidarios concursantes, para sacar los colores al jurado.
¡Bravo! También ellos iban ya de capa caída, nada más hay que ver los pocos
comentarios que ha suscitado el anuncio de su retirada, que otrora habría sido
trending topic hashtag y mucho más, y habría supuesto un cataclismo circense y
sin red en la red social y en la red virtual con profusión de lagrimones y
golpes de pecho como en el planeta de los simios. De modo que podemos vejar y
no lo hacemos, será que somos buenos, buena gente, buenas personas. Esto de las
buenas personas, esa especie en peligro de extinción, ya apenas se lo cree
nadie. No se lo creen. Les dices, le dices a uno, pues fulano, mira, es una
buena persona, y te contesta, ¿fulano?, qué va, si es un impresentable que no
te puedes fiar de él ni puedes darle la espalda porque te apuñala que capaz es
el tío...
En la novela de King
que estamos leyendo, hay una historia de amor que nos ha puesto hoy de mala
leche porque va mal, como si fuesen malas personas, pero acabará bien, porque
si acaba mal, pues nos cagaremos en el autor, en el Sr. King, aún reconociendo
su magisterio literario, como no podía ser menos, pero es que no nos puede
poner la miel en los labios y luego pegarnos una patada en la cabeza, que es lo
que ha hecho, más o menos, en estas páginas de las cuatrocientas y pico que vamos
leyendo por ahora. Pero, ya, ya hablaremos del rey, del monarca, de momento sin
terror. Ahora mismo estamos en lo nuestro, en nuestra manía de poner a parir a
propios y extraños, que es que no nos reconocemos a nosotros mismos, que nos
han cambiado, debe ser de tantas drogas que hemos consumido con tal fruición,
desde las putas biodraminas que tomábamos y no precisamente para el mareo, que
eran un sucedáneo chungo de las anfetaminas que luego que bien lo refinamos con
la dexedrina, que un día un colega nuestro que le conocíamos bastante bien se
comió siete de quince y se cogió un ciego memorable y se fue al cine a ver La chica de las bragas de oro, que salía
durante toda la película Victoria Abril en pelotas, y, en fin, imagínense el
calentón. Bueh... te comías unas dexedrinas y luego te ibas a casa y pillabas
por la noche un periódico y te lo leías hasta la última coma del último puto
anuncio de compra-venta de pisos... y venga a fumar, y no hacía falta ni privar
si te metías una buena dosis; la dexedrina era la reina porque no daba bajón al
día siguiente como el bustaid o el maxibamato y el minilip y esas mierdas que
te dejaban hecho polvo el tarro y el estómago, la dexedrina era al minilip como
la coca al speed, los bustakas pues, bueno, te ponían bien, aunque luego el
estómago se te quedaba en carnes vivas, ja, recuerdo al rubio despertándose una
noche y poniéndose a aullar de dolor de estómago, que parecía que le estaban
matando como a un cochino al tío, y todo por una pasada de bustaid. El rubio
era un tío gracioso, un drogata de una vez, como dios manda, sí señor, una vez,
me contó, se comió un tripi con una basca de la hostia y resulta que se fueron
por los parques por los alrededores de la ciudad y encontraron una casa en
ruinas llena de escombros y tal y llevaban un pedo de aquí te espero todos,
todos de subidón, alucinando en colores, como suele pasar cuando te da la risa
tonta y te ríes y te sube y es un no parar de reír con esa risa que solo de
pensarlo parece que te vuelve el regustillo, el sabor ácido del tripi y que te
sube y da un poco de miedo, no creas que ya no está el horno para ese tipo de
bollos industriales, bueno pues que va por ahí la peña descojonándose y todos
también un poco asustados porque el tripi es bueno, que no va de palo, a lo mejor
un micropunto negro que eran la hostia de buenos cuando salían buenos, casi tan
buenos como las estrellas rojas que eran las reinas del mambo, bah, pues van y
entonces había una tabla en el suelo con un clavo para afuera y va el rubio y
la pisa y se clava el clavo en el pie, que llevaba unas playeras de suela fina
y sin calcetines que era verano y se clava el clavo en el pie y el dolor es la
hostia y entonces se desclava la puta tabla con cuidado y se da cuenta de que
hay sangre de por medio, pero como nadie se ha coscado de la movida pues no
dice nada y sigue la marcha porque sabe que como diga algo la peña se va a
empezar a descojonar viva y él no está preparado para eso, y el pie le duele y
el tripi que sube pero ya está el chico cortado y la situación es complicada
porque tiene que seguir el ritmo de los demás que están como locos y él ya va
de corte pensando en el tétanos y en vete tú a saber y encima con el dolor por
medio que cada vez que pisa tiene que pisar con cuidado y el tripi que no se toma
un respiro, no te creas, que sigue haciendo de las suyas en el cerebro, el LSD
sigue a lo suyo, cocinando neuronas a placer, y la basca que vamos para allá,
que vamos para allí y jajajajaja y jijijijiji. Momentos difíciles, en verdad,
con esto de las drogas. Un colega nuestro que le llamábamos el Pute, pues se
quedó colgado de un ácido y estuvo varios años sin salir hasta que se le pasó
un poco el cuelgue pero le quedó una especie de ensimismamiento... Luego había
otros ya directamente locos que contaban que era también por el ácido, ni se
sabe por qué, el caso es que conocíamos a gente que se comía los tripis como si
fueran aceitunas y claro, eso crea una tolerancia que ya casi y decimos casi
porque no sabemos si..., que casi ni ten ponen ya, pero eso era por pura
incultura, que nosotros que éramos un poco más instruidos y estábamos más
puestos en la cultura del ácido, sabíamos que era peligroso y nos íbamos por
ahí a tomar por culo al campo para no paranoiarnos, pero había gente que hacía
vida normal se iba a los pubs y se volvía loca claro... Una vez nos fuimos por
ahí y cruzamos una vía del tren y nos quedamos al lado a hacer el chorra y
luego ya fue anocheciendo y nadie se atrevía a cruzar la vía a ver si nos iba a
pillar el tren del ciego que llevábamos que no nos enterábamos de nada, no veas
qué película. El LSD tambén tiene que ver con King, ja, en concreto con la
película El Resplandor, gran obra de
Stanley Kubrick, basada en su estupenda novela. Hubo quien vio la película
después de comerse una estrella roja y casi no lo cuenta, casi se vuelve loco y
no era para menos, esas escenas de las niñas cogiditas de la mano y luego la
sangre a mares cayendo por las paredes, incluso la voz de pito de la madre que
luego era un hallazgo completo porque acojonaba más, y el ácido todo eso lo
sublimaba, lo ponía en valor como dicen ahora los enterados palurdos, y eso sí
que era una experiencia religiosa, ja.
Bueno, pero no
teníamos por qué hablar de las drogas..., ¿o sí? Creemos que no, ha sido una
digresión desafortunada, aunque supongo que da igual, para el éxito que tiene
el blog... ¿Quién va a llegar hasta aquí...? A lo mejor a alguien le da por
empezar a leer algo de esto, pero... llegar hasta aquí, para eso hay que estar
un poco majara, es preciso haber conectado a un nivel intelectualoide de una
degeneración pocas veces vista y eso no es fácil, pero no desespere el lector
que haya aguantado la matraca que lo mejor está por llegar, hay vidas
estupendamente jodidas por contar, necesidades no resueltas que cotillear sin
piedad...
Hablaremos de música, por ejemplo, de por qué suenan tan bien las
producciones de Statik Slektah y con tan poco brillo lo cuasi último de Big
K.R.I.T. que nos hemos comprado en Amazon. Oh, también del gran espectáculo de
Lang Lang y el veterano Herbie Hancock, ambos al piano para celebrar el treinta
cumpleaños de Lang junto con cincuenta niños elegidos entre pianistas de todo
el mundo, unos cuantos españoles entre ellos, que interpretaron piezas
conocidas de la música clásica, dejando para el final el apoteósico dueto entre
los dos grandes que atacaron una variación del famoso tema Rhapsody in Blue, de Gershwin (cuya interpretación, por cierto, es
uno de los fuertes de Hancock, un maravilloso pianista de jazz). Fue muy
emotivo ver a Hancock divertirse como un chaval y también observar cómo Lang lo
trataba con todo el respeto del mundo, más allá del tradicional que muestran
los orientales, con un respeto cariñoso y casi familiar, sin pasarse de la
raya, sin aprovechar la diferencia de edad para resultar vencedor del torneo,
sin hacer una competición del espectáculo, creando un diálogo entre los
instrumentos y demostrando que, aunque intérprete clásico, era capaz de seguir
el juego a todo un referente del jazz experimental como HH, pero sin epatar,
con una humildad conmovedora y un respeto muy poco español. Había que ver la
cara de Lang escuchando las improvisaciones de Hancock con el mayor interés,
pensando ya en la respuesta que iba a dar y, luego, había que escuchar la
respuesta, tan contenida y brillante en cada caso, sin superar al anciano
maestro pero sin dar el brazo a torcer de su arrolladora técnica musical. Un
espectáculo interesantísimo. Hablando de pianistas, últimamente hemos adquirido
un par de discos, uno de Robert Glasper y otro de Bob Baldwin. El de Glasper,
con su banda Robert Glasper Experiment, se titula Black Radio y tiene un montón, una pléyade de artistas invitados de
lo más granado del panorama musical del soul y el rap norteamericano, desde
Musiq Soulchild a Lupe Fiasco, Erykah Badu o Lala Hathaway, es un disco
bastante emocionante en su aparente falta de brillo, porque en las primeras
audiciones uno espera, tratándose de semejante elenco, un disco elegante pero
de impacto y no, resulta que el protagonista es el piano, la protagonista es
una banda de jazz que juega sus bazas y los cantantes simplemente se apuntan al
juego con pulcritud. El segundo es un homenaje al compositor Thom Bell, al que
no conocíamos por el nombre, pero algunas de cuyas canciones realmente han sido
éxitos considerables que sí habíamos escuchado antes. El disco se sostiene
sobre los poderosos hombros del multiinstrumentista Bob Baldwin, que lo mismo
toca el piano y el órgano que el bajo o agarra las baquetas y le da a la
percusión, acompañado por una banda sólida y eficaz, un disco que es
recordatorio, bien ejecutado, de unas melodías intemporales, un disco suave y
perfecto, a cuyo sonido no se le puede poner objeción alguna. Bien, la crítica
musical no es nuestro fuerte, creo que se ha notado, a nosotros o nos gusta o no
nos gusta... jajaja, como se suele decir, como suele decir la gente frente al
arte: "bueno, ejem... ya sé que es Mozart (ponga aquí el nombre de su
genio preferido), pero a mí no me
gusta". Vivimos una época muy democrática y aquí cualquiera tiene su opinión
sobre la fusión nuclear o el bosón de higgs, cualquier asunto puede ser objeto
de controversia indocumentada, cualquier suceso que sea publicitado en radio,
prensa o televisión es inmediatamente opinado por una troupe de expertos en
nada y una masa inicua de individuos democráticamente informados que, ¡vaya por
dios!, tienen que emitir su parecer, por más que sea estúpido a más no poder y
no tenga nada que ver en absoluto con la noticia de que se trate. La opinión es
como el culo, todo el mundo tiene una (Stephen King dixit). La gente, opina por
ejemplo, que El Quijote es un muermo o que Shakespeare era un mariconazo y
están en su derecho, faltaría más; la gente se ríe de Barceló y su cúpula
amenazantemente colorida, esa virguería, y la critica por su precio y porque
parece que se les va a caer encima a los señores de la ONU, critican porque no
tienen ni idea de quién es Barceló, no conocen su obra ni tienen referencias de
su prestigio internacional. A la gente, en fin, no le gusta Rothko porque en
sus cuadros no se ven arbolitos ni ovejitas pastando, ni personas paseando con cara
de tonto ni catedrales espectaculares y ¡tan bonitas!, eso es, porque sus
cuadros no son tan bonitos como un buen paisaje o un buen bodegón con sus
perdices muertas encima de la mesa. A mucha gente le gustan las cosas bonitas,
se muere por ellas, y, si puede, las compra, o compra imitaciones para
deleitarse con ellas, y algunos artistas que
son muy listos entonces hacen cosas bonitas para vendérselas a los que las compran
y así no morirse de hambre.
Bueno, pero el caso
es que hemos hablado de música -mal- y nos hemos dejado en el tintero el
lanzamiento más importante de los últimos meses, el último disco de The Roots, Undun. The Roots se superan en cada
nueva entrega, en esta hay una parte, la parte final, The Redford Suite, que es una maravilla integral, una mezcla casi
de música clásica con el pandemónium propio de la banda, ese sonido infernal y
tan potente y característico de una banda irrepetible con una trayectoria
tremenda.
Lo que estábamos
diciendo, antes, haciendo ver, antes de embarcarnos en esta tremenda acotación
festivo-musical que continuaremos en su momento, era que, en efecto, nuestro
espacio es meramente testimonial, que no tiene suficientes seguidores ni
suficientes lectores (ni suficiente calidad, nos tememos), que no suscita
reacciones porque posiblemente no las merezca.
En el fondo, lo de
abominar de la poesía y luego andar escribiéndola es como jugar con un as en la
manga, con las cartas marcadas, es hacer de tahúres, en este caso con escasa fortuna,
es como tener una revelación, una epifanía y ver a una musa con el maquillaje
tratando de disimular las arrugas de la edad, con las piernas varicosas y los
dientes amarillentos de tanto fumar tabaco rubio, es como ver a una musa con
estrías y con el pelo sucio y enmarañado y con ojeras turbias y ojos de metal;
y decirse, no es lo nuestro, ya no, nunca jamás, o es decirse, quizás, tal vez
mañana, pero hoy no escribiremos un poema, hoy no seremos dioses de hojalata,
hoy seremos tristemente hombres, solamente hombres, sin precio y sin futuro.
un bocado de actualidad
(juegos olímpicos Londres 2012)
(juegos olímpicos Londres 2012)
Por fin, entre tanta
exaltación patriótica y chovinismo desaforado, entre tanta bandera al viento,
tanta ondulación y tanto desfile como presentan estos juegos olímpicos de
Londres, omnipresentes en las televisiones y en los medios todos de
comunicación, por fin, decimos, hemos encontrado una estrella genuina, una estrella
verdaderamente universal, por más que norteamericana y estadounidense, una
mujer con estrella, simpática, guapa, hermosa y rápida como ninguna, veloz como
una gacela negra, como una pantera negra, una heroína de ojos rasgados, felinos,
de ojos negros, una chica morena de pelo delicado.
Es frecuente que
contemplando cualquier competición simpaticemos con algún atleta y que esa
simpatía se torne decepción e incluso dé paso a un cierto enfado y hartazgo al
comprobar cómo, en caso de resultar vencedor de la prueba de que se trate, inmediatamente
se ciñe su bandera al cuerpo, trozo de tela que agita como poseso, haciendo
profesión de patrioterismo sin vergüenza alguna, más aún, con evidente
satisfacción, como esperando alguna retribución complementaria a la pactada
de antemano por su victoria, como haciendo cierto paripé de cara al poder político, responsable último de las subvenciones y los programas de excelencia deportiva consignados en los presupuestos generales...
Bien es cierto que
los atletas compiten bajo la bandera, bajo la tutela de sus respectivas
naciones de origen y que eso exige cierta compensación en términos de
entusiástica ponderación de los símbolos nacionales, pero la verdad es que hay
ciertos países cuyos ciudadanos parecen fanáticos de una secta. Entre estos grandes países destaca por encima de todos
EEUU, los Estados Unidos de América: resulta enternecedor comprobar cómo sus
atletas ganadores, sin excepción, se llevan la mano derecha al corazón mientras
suena su himno barriestrellado, demostrando ese amor incondicional que sienten
por su terruño, esa veneración, adoración, ese frenesí súper-nacionalista que
les invade y corre como caballo desbocado por sus venas.
¿Sin excepción? ¡Ah!,
pero ahí no hemos sido del todo sinceros, afortunadamente, hay excepciones a esa
regla infantil y aprovechada, parece que algunos atletas norteamericanos no
necesitan hacer méritos suplementarios de cara a su hinchada, que tienen el
carácter suficiente para plantarse y decir: hasta aquí hemos llegado; uno de
ellos es Allyson Felix, la maravillosa velocista campeona de los doscientos
metros e integrante del relevo del cuatro por cien que batió el récord mundial
con una marca de altura, estratosférica, imposible pero cierta. Efectivamente,
Allyson, la hermosa Allyson, cogió su
fusil, tras su perfecta carrera como segunda relevista de ese cuarteto
inolvidable, no pudo sustraerse a esa parte de la ceremonia, a la obligación de enarbolar el trapito
colorido y pasearlo por la pista para disfrute de sus encandilados seguidores, yanquis
en la corte del rey Arturo, que como verdaderos energúmenos (bueno, no todos...,
disculpen la licencia poética)
vitoreaban a las cuatro reinas afroamericanas. Allyson, pues, fue abanderada,
pero lo mejor estaba por llegar. En el acto de la entrega de medallas, ella, junto con otra de las
componentes del equipo, Bianca Knight, renunció a llevarse la mano al pecho
y permaneció con las manos bajas aferrando su ramo de flores, sin ni
siquiera dignarse a tararear el sacrosanto himno del imperio. Debemos reconocer
que semejante gesto de humanidad bien entendida nos llegó al alma, nos encantó
ese signo de rebeldía, nos ganó para su causa por los siglos, y ahora somos de
Allyson Felix como antes éramos del Real Madrid.
Resulta altamente
paradójico que en una competición que se harta de explotar su condición de
fiesta deportiva de hermandad de todas las naciones, que exalta los más altos
valores del juego limpio y que pretende ser el espejo en el que se miren los
futuros atletas del mundo, un espejo en el que se refleje la honestidad y
humildad del triunfador y la dignidad del perdedor, un evento en el que cobre
sentido definitivamente esa manida frase que dice que lo importante es
participar, resulta paradójico, decimos, que esta fiesta del deporte sea
secuestrada por el más rancio nacionalismo excluyente representado en esa
apoteosis banderiza de los estandartes que manifiesta la superioridad de unos
pueblos sobre otros y que solo puede entenderse como una especie de sustituto
de la confrontación armada y no como una celebración en paz de nuestra
diversidad humana y nuestra capacidad física e intelectual.
Así, saludamos y nos
congratulamos de actitudes ecuánimes como la mostrada ayer por nuestra heroína,
Allyson Felix, y esperamos que su gesto, ese no hacer para no ser visto como
diferente, en resumidas cuentas, como superior, como si hubiera sentimientos
nacionales más hondos o más profundos y verídicos que otros, que requiriesen de
una especial parafernalia para su constatación y representación, sea imitado en
el futuro por las nuevas generaciones de atletas estadounidenses.
¡Enhorabuena,
Allyson!
Como ya habíamos
apuntado, se van los Addison de Witt, lo dejan, se abren por la orilla y
retoman sus vidas privadas. Ahora se dedicarán a escribir y dejarán la crítica
en otras manos, manos como las del enorme crítico de Babelia que glosó la
antología de AG de la que hemos hablado. Inútil rogarles que se queden, que no
nos dejen solos en manos de la Cultura... Pero, ¡un momento!, ¡ellos son la
Cultura! Eran la Cultura, con mayúscula, eran la megacultura poética con un
conocimiento brutal que les facultaba para emitir las críticas más rabiosas y
desconsoladoras de la historia mundial, las críticas más ácidas sobre los
versos más celebrados del momento. Para llevar a cabo esa tarea ciclópea, ese
titánico cometido, es precisa una formación sin fisuras académicas, se ha de
saber griego, se ha de dominar el latín vulgar, se ha de conocer de primera
mano a los románticos ingleses, en fin, se ha de ser un intelectual de
referencia, precisamente lo que no somos nosotros. Estamos hablando de un
colectivo que no perdería su tiempo (ni individual ni colectivamente, ja), que
no malgastaría su precioso tiempo en leer una línea, un minúsculo verso de
nuestra atropellada obrilla sublírica, nos referimos a unos tipos que pasarían
de largo y ni se dignarían a echar un vistazo somero a nuestros intentos
malintencionados y, sin embargo, hemos de declarar solemnemente que nos caían,
que nos caen bien, que nos gustaba asistir a sus demoliciones controladas, al
derribo de esos edificios de cimientos arenosos rematados por antenas
parabólicas de lujo, que echaremos de menos sus crónicas literarias tan amenas
y tan bien fundamentadas que nos recordaban en cierta manera a las terribles
críticas acompasadas de la fiera
literaria, pero sin ese facherío que se gastan en la fiera, sin ese rencor
malsano que los de la fiera evacúan en cada tochazo a su compás, ese afán
revanchista, ese rencor engendrado durante décadas de ninguneo de las
magistrales obras de sus promotores, ese derechismo irredento que les obliga a
dilapidar su valiosa erudición en la lapidación pública de seres inanes como
Montero o Lindo, bien, pues quien buscare en los Addison tamaño desafuero, dese
por perdido: ellos critican con dureza pero sin apriorismos y sin esa amargura
vital tan desafortunada que destroza y resta toda credibilidad a la fiera
literaria (teníamos pendiente este ligero ajuste de cuentas...; habíamos
hablado bien de la fiera literaria en su momento, solo descalificando su
querencia por el patético trevijanismo republicano, y ya en su momento nos vino
a extrañar bastante que hubieran sido acogidos nada menos que en el periódico
fascista La Razón, pero lo dejamos correr porque nos pareció entonces que su
realidad era capaz de sobreponerse a esa y otras dificultades de nuestro
entendimiento...; nos equivocamos, y es duro reconocerlo; no borraremos
nuestras opiniones, ahí quedan, como quedará esta posterior para quien quiera
contrastarla).
El objeto de la
crítica literaria es diáfano: proporcionar al posible lector una herramienta
adecuada para acercarse a la obra sabiendo a qué se enfrenta, cuáles son sus
virtudes y cuáles sus defectos. Por tanto, esa maravillosa invención bautizada
como crítica acompasada, ese relato desproporcionado y ajeno a cualquier proceso
de síntesis, no deja de ser una memez en fascículos que solo pone de manifiesto
la voluntad expresa del crítico de zaherir al autor. El lector quiere que el
crítico le diga si el escritor sabe utilizar los recursos literarios, no que se
los enumere, no necesita que relacione todas y cada una de las veces en que
yerra al poner una coma o al colocar un calificativo o al emplear un verbo. El
lector quiere hacerse una idea, con eso le basta, no es tan idiota, ni tan
desconfiado, como para exigir que se le demuestre cada una de las afirmaciones
del crítico... Hay que dar un voto de confianza al lector, no considerarlo un
deficiente al que hay que llevar de la mano. Antes hablábamos de que la crítica
quedaba en manos de personas como la que firmaba la reseña del libro de
Almudena Guzmán, y nos hacíamos cruces ante semejante panorama, pero, si lo
miramos bien, y a pesar de que el crítico concluía cantando la excelencia de la
antología guzmánica, a tenor de los versos que entresacaba de la misma, el
lector avisado ya podía hacerse una composición de lugar sobre lo que se iba a
encontrar en el tochazo, por más que hablase del realismo maravilloso, lo de
las cuatro y diez de la tarde, ese verso apocalíptico, era definitivo, era
mejor que cualquier crítica acompasada, y eso que estaba ahí como prueba elogiosa
de la calidad intrínseca de la autora, no para descalificarla, pero lo hacía,
sin embargo, la descalificaba con fiera
energía.
Y, ya puestos a
hablar de la crítica literaria, reproducimos aquí un artículo que habíamos
pergeñado a propósito de la iniciativa de algún poeta señero y pinturero, que
investido de la autoridad que da la popularidad blogística o logística, tanto
da, tuvo la ocurrencia de montar un sitio para que sus seguidores se diesen de
hostias sin ningún atisbo de urbanidad, ni mucho menos. Lo que se nos ocurrió
fue lo siguiente:
"Mesnadas de poetas acuden a la llamada de la selva. Por
tierra, mar y aire, paracaidistas y buzos, esforzados caminantes y montañeros
sólidos, cojos y en silla de ruedas, danzantes, gigantes y cabezudos. Todos a
una, seguros de su ingenio indestructible. Convocados al grito de Tarzán,
¡crítica feroz!, los chicos -y no tan chicos- se han lanzado al agua sin
chaleco salvavidas. Sin flotador o con el acorazado Potemkin a la espalda,
porque todo depende del who is who de la farándula, como siempre, del jodido escalafón.
Hartos de darse jabón mutuamente y a espuertas en sus
blogs, muros y murales, han decidido decirse la verdad, como los borrachos. Y
ahora resulta que todo lo que escriben es una basura.
¡Tampoco será para tanto!
Así que es un experimento sociológico, en opinión de uno
de los promotores. Un experimento de resistencia a la adversidad, una prueba
diabólica -diríamos- diseñada para mentes (y cuerpos) juveniles.
Antes de la cultureta de los blogs, floreció otra en los
foros poéticos que aún permanece, aunque totalmente desfondada. La experiencia
de los foros ha dejado claros algunos extremos acerca de la interacción entre
entes poéticos diversos. Decíamos que todo era una basura, y no, la gente sigue
adulando sin reparos a quienes piensa que debe adular. La gente juega a las
cartas en una situación así, juega sus cartas de peloteo y sadismo, con unos
envida y con los otros pasa, arrastra o es pillada en renuncio flagrantemente,
según convenga a la estrategia de la partida, es decir, a su imagen.
Los más pagados de sí mismos, se atreven a enfurecerse,
pero su ferocidad también palidece en ocasiones aparentemente erráticas, lo que
desliza su participación hacia el terreno de la incoherencia conceptual, el
autismo de superioridad. Porque ellos tienen sus contactos y a menudo los
argumentos que emplean para despreciar un poema son menos concluyentes que los
dedicados a elogiar a otro, llegando incluso a contradecirse sin problema en
los comentarios, amparados en su categoría inicial, de dominio público.
Se produce cierta uniformidad en la forma de las
sucesivas intervenciones, derivada de la incompetencia crítica de la mayoría de
los participantes; ciertos latiguillos hacen furor: 'ese verso me pide una coma al final', o hasta el
más físico 'el cuerpo me pide quitar
ese gerundio' . Vamos, la apoteosis del ego, el yo mi me conmigo, el yo lector
y el yo escritor, autor, ¡poeta!, unidos en una sola profesión de fe, con una
beatífica, transparente y única intención de crecimiento personal.
Hablamos de la incompetencia crítica de muchos incapaces
de universalizar un mínimo su discurso, de modo que pueda ser apreciado por
lectores pertenecientes a tendencias distintas, o educados en contextos
diferentes al que ha propiciado el hecho artístico al que se refiere.
Esto favorece, además, el afianzamiento de una figura
capital en estos menesteres virtuales, la del "enterao", carpeta esta
(por seguir con el cuento de internet) que incluye archivos con variadas
extensiones. Está el enterao rocoso (.roc),
que suele saber de lo que habla, pero se comporta como un energúmeno haciendo
estandarte de su ilustrada arbitrariedad, echando el anzuelo a ver si pican los
aspirantes para demolerlos luego con su elocuencia y magisterio. El enterao emocional (.uy), que se embala ante la
escasa resistencia intelectual que percibe entre sus contertulios y acaba
profiriendo sandeces sin variar un ápice la gravedad de su tono (hemos de hacer
aquí una breve parada para comentar uno de estos casos .uy, en el que el
enterao de turno descalificaba un poema dedicado a la penita pena, o que
trataba de ella, porque a su elevado entender Lorca había finiquitado de una
vez y para siempre el concepto en poesía y todo lo que se dijera después
debería despreciarse por no alcanzar ese lorquiano nivel de perfecta
representación; grave sandez, pues resulta que lo correcto es todo lo contrario,
que Lorca tendría su pena, y don fulano de tal tiene la suya, y lo interesante
es que don fulano exprese su vivencia desde su punto de vista intransferible;
más claro, agua). O el enrollado (.roll)
que va de extraordinario compañero, paciente y desinteresado maestro y abnegado
en general, y que es, sin embargo, el más temible de todos con diferencia, ya
que alberga una mala hostia en su interior, derivada del hecho de que:... pero ¿quién se atreve a despreciarme a
mí, que soy paradigma de conocimiento, respeto y buenas maneras!, ¿quién osa?,
¿dónde está ese miserable hijo puta?, que le predispone al combate
dialéctico, a la bronca tradicional, más que al pausado intercambio de
argumentos propio de las discusiones racionales. Bien, hay más, aunque estas
nos parecen bastante destacables.
Es preciso señalar que el rango creativo de la página es
muy superior al de los foros tradicionales (lo que no es decir mucho, por otra
parte), lo que ineluctablemente remite a su formato feroz, es decir, que
quienes intervienen suelen medir bien sus pasos para no exponerse demasiado a
la vorágine analítica de esa especie de mendigos asilvestrados (ya saben, los
del me pide...) que aguardan,
cuchillo en boca, el fatal desliz de sus competidores.
De estas y otras maneras, se va conformando un nuevo
escalafón que no es fotocopia exacta del de partida, ya que, por el camino,
algún prestigio queda en entredicho, sobre todo el de aquellos no avalados
suficientemente por el núcleo duro de la página. Si el núcleo no te ampara, te
ningunea o, peor aún, te apabulla con sus comentarios desfavorables, todo está
perdido, ya puedes volverte al forillo del que saliste, al blog o a donde sea
que te acepten como eres. Y bien que se te está, ¡pringao!, debemos añadir. Si
tu poesía aparece descontextualizada, primero has de luchar con denuedo para
establecerla conforme a la caprichosa norma dictada por los señores del
castillo, y debes asegurarte de que los cimientos que pones estén adecuadamente
homologados. Así que se ven de continuo infames bodrios de gente que intenta a
toda prisa cambiar de estilo para agradar al jurado. El espectáculo no tiene
precio.
...
Nosotros impugnamos la idea, que se nos antoja falsa de
raíz, hacemos una enmienda a la totalidad. Y eso que el poder de atracción del
engendro es grande, enorme, porque pulsa los resortes más bajos de nuestra
condición, cuestiona nuestros principios. La tentación de mostrar la poesía
perfecta, por cuyas hermosas curvas se deslice sin remisión todo intento de
crítica montaraz, es poderosa.
No obstante, desde el primer momento, algo nos separaba
del ingenio, una intuición inmediata salvaguardaba nuestra integridad. La cosa
hedía a juventud, un hedor juvenil, de juvenil sobaquina, inundaba nuestras
delicadas fosas nasales. Era una idea corrupta. Una idea corrupta que sin duda
obtendrá buenos resultados. La afluencia de voluntarios conejillos de indias
que exponen sus vientres desprotegidos a los zarpazos de los depredadores, es
la mejor prueba del éxito de la iniciativa.
Todo dentro del buen rollo general imprescindible para
que el trenecito no descarrile a las primeras de cambio. Pero, ¿es compatible,
entonces, la ferocidad desatada con las buenas maneras, con la educación, que
incluye el tacto en el trato con los demás?
La idea es una idea ridícula de niños pijos (aunque no
tengan un duro), o un desesperado intento de algunos por llamar (más) la
atención sobre su genio.
Y ¿quién tiene el valor de negarse? Que te ponen la cruz
encima, que te tachan de su agenda electrónica y te cortan esas alitas que
empezabas a desplegar por los locales (virtuales o no) de ambiente lírico, y
que ya no te podrás hacer una foto con Luna Miguel para ponerla en tu blog
porque habrás caído en desgracia.
Así que todos al matadero, y qué chachi que te digan que
no vales nada. ¡Ah!, los daños colaterales; o tal vez no. Tal vez, las cobayas
sean conscientes en su totalidad de a qué tipo de juego se prestan. Algo de eso
debe estar ocurriendo, porque el globo se hincha y revolotea orgulloso de su
obesidad, aun lastrado por el provincianismo, el colegueo al que se dedican sus
modernos ocupantes.
Apuntábamos antes a la uniformidad de los comentarios,
mas, ¿qué decir de la más grave que se percibe en los poemas? El funcionamiento
de la página, su propia dinámica, incluye esa tendencia a expresarse como se
supone que uno debe hacerlo para que no le despellejen ipso facto, sobre todo
en los poemas, lo que se aprende a base de hostias: a la segunda o así a ver
quién es el guapo que no recapacita. Algunos fingen su enfado (o es que están
enfadados de verdad, enfrentados a su presunta incompetencia) y toman las de
villadiego, minimizando el estropicio (los más inteligentes, suponemos). El
resto se afianza en su decisión de hundirse con el barco, si es preciso,
degradándose en el proceso.
El mimetismo que se produce con los foros al uso es casi
perfecto. No entienden que todo ese misterio que salvaguardaban en sus blogs,
sus cuevas de diseño, toda esa poesía que liberaban, queda en entredicho, se
vulgariza, que a resultas del experimento
han pedido caché de forma generalizada.
Leer con atención varios poemas al día parece una tarea
agotadora: lo es; es una labor que satura e incapacita tanto para la correcta
evaluación de las obras como para la propia creación. Así que la peña anda
poniendo poemas de los años noventa... Y los postean con todo el cuidado, bien
elegidos, postean los que creen indestructibles, sin contar con que el resto de
comentaristas ya se mueve por impulsos ajenos a la verdadera calidad de los
trabajos. El resto es el "me pide" de rigor. Y esto desmoraliza, que
el poema invencible, el Mohamed Ali de la lírica española contemporánea, sea
noqueado en el primer round por un púgil anónimo debe de poner los pelos de punta."
---
Ja. Parece que no les teníamos mucha simpatía a estos
amigos del blog de crítica feroz, que no nos caían tan bien como los Addison de
Witt. Bueno, nuestra teoría del Ridiculismo
no creo que fuera bien aceptada por los AdW, seguramente les parecería
ridícula, je. Ahora el sitio de crítica feroz ha quedado reducido a una especie
de blog pornográfico donde una serie de individuos colocan sus cochinadas
bukowskianas para su propio regocijo, ya que no tienen muchos seguidores, nos
tememos. Los poetas, o lo que fueren, que en un primer momento acudieron
prestos a la llamada del tío popular huyeron en desbandada una vez que el tío
popular se dio el piro, que fue de los primeros en darse cuenta del fracaso del
invento. Y es que los participantes en su mayoría eran coleguitas que luego se
hacían sus visitas de cumplido en sus respectivas páginas y claro si habían
estado poniéndose a parir en el otro sitio pues no quedaba bien ir luego de
buenos amigos y tronkos y eso que se suele hacer cuando uno va de visita y
quiere demostrar su buena educación y sus sólidos principios y su alto concepto
de la amistad, su simpatía natural, ya saben, ese tipo de cosas. Aquí en
ejjpaña es que somos muy de quedar bien; nos gusta que los demás digan de
nosotros que somos guais, que somos buena gente, que no somos un muermo ni unos
traidorzuelos, no nos conformamos con que digan que somos buenos escritores, si
nos dedicamos a la literatura, encima queremos caer bien, y para eso pues
tenemos que hacernos los simpáticos. Y el problema es que, salvando las
distancias, se puede de alguna manera extrapolar el funcionamiento del blog de
crítica asesina al de la crítica poética en general dentro del estado. Hay
críticos que comienzan con pundonor y tienen el firme compromiso adquirido con
su propia y blanca conciencia de no dejarse seducir, de ser inflexibles y no
corromperse, de decir siempre la verdad por encima de todo tipo de presiones
que puedan producirse, que tienen la intención -la pureza- de ser fieles a los
preceptos de su oficio, de su arte, que no otra cosa es la crítica literaria,
pero... enseguida comprenden que eso no es posible, que deben ceder en algún
punto para que el aire continúe siendo respirable, que deben dar su brazo a
torcer para seguir pintando algo, y seguir cobrando su nómina y para que les
sigan invitando a las fiestuquis y les sigan presentando a los nombres
importantes, para que la gente siga hablando bien de ellos y no los ponga a
parir por un quítame allá esa reseña desafortunada
(es decir, sincera).
Así, los hay que están directamente al servicio de
las editoriales, comprados por ellas, otros que fabrican sus trabajos
copiándolos descaradamente de críticas anteriores, esto en el caso de las
traducciones que llegan ya con sus críticas correspondientes realizadas en sus
países de origen y en otros a cuyos idiomas haya sido trasladada la obra en
cuestión. Sin duda hay otros honestos que no participan de este estado tan ruin
de las cosas, pero tenemos para nosotros que son tan poco leídos como lo fueron
los Addison, pese al millón de páginas visitadas que exhibía su contador web, que
eran seguidos por una élite, que
tampoco lo era exactamente, ya que su composición era muy heterogénea, pero
cuyo predicamento era escaso en términos globales y cuyas admoniciones no tenían,
por desgracia, excesiva incidencia en las listas de libros más vendidos.
---
Hopper - Hockney
Oh, pero ya seguiremos en otro momento con este diálogo apasionante y tan mollar. Querríamos ahora hacer mención a otras cuestiones que han llamado nuestra lúcida atención últimamente: las exposiciones de Edward Hopper y David Hockney que han tenido lugar en Madrid y Bilbao durante estos meses estivales. En efecto, han llamado poderosamente nuestra atención estos dos pintores, aunque no lo suficiente como para hacernos abandonar nuestra confortable poltrona desde donde les martirizamos con saña, amables lectores, para acercarnos y ver de cerca (disculpen la abominable redundancia) su obra, la obra de estos dos colosos, de estos formidables artistas del pincel. Por cierto que se ha hablado más de Hopper que de Hockney, tal vez porque Hopper resulta más actual en su temática, pese a haber nacido en el siglo XIX y haber muerto hace más de cuarenta años, y todo porque la obra de Hopper ha sido catalogada, tildada hasta la saciedad de muy cinematográfica y eso avanza un cierto status en este mundo de la imagen que nos ha tocado en suerte disfrutar. Ayer, sin ir más lejos, tuvimos el placer de asistir a un reportaje televisivo sobre el pintor de las mujeres solitarias y de los hombres pegados a una barra de bar, el pintor de los grandes ventanales y las fábricas abandonadas; en el reportaje varios expertos glosaban la citada exposición y, por extensión, la obra completa del artista. La pena es que entre esos grandes especialistas estuvieran Muñoz Molina e Isabel Coixet, la directora de cine, cuyas aportaciones fueron tan poco afortunadas como era de esperar. La ubicuidad de Muñoz Molina nos parece preocupante,
¡este tío sabe de todo!, todos le buscan para que esparza su opinión autorizada, en este caso, la razón es
obvia, él ha vivido y no sé si sigue viviendo en New York, algo con lo que su
santa nos martiriza, día sí, día no, en sus columnitas de El País, y claro,
pues ya está, vamos a preguntarle por Hopper que seguro que tiene algo
interesante que decir...y, efectivamente, alguna sandez que otra dejó para el
recuerdo; así, se le ocurrió contrastar las ventanas abiertas y las cortinas
descorridas de los cuadros de Hopper con la realidad española de la siciliana intimidad familiar, como
contraponiendo una sociedad abierta, la norteamericana, a otra cerrada (y
cerril -esto es de nuestra cosecha-), la española. Creemos que Muñoz Molina,
tal vez por interesadas cuestiones de
estilo (es decir, porque no sabe hacerlo de otra manera y aquí obtiene un
rendimiento), ofrece una versión de la realidad española similar a la que suele
representar una serie televisiva de ínfima calidad como Aída, que tanto emociona a la señora Lindo, que no sale de ese
cuadro costumbrista, no se apea de esa españa cani o cañí de la dictadura, que en sus palabras parece inmortal. Y
luego, el provincianismo que emana de esa toma de posiciones, siempre a favor
de obra, en la que todo lo norteamericano es mejor, más grande y más limpio y
más intelectual que lo español, desde los ventanales a los automóviles y las
sonrisas, pero no nos extenderemos más en MM, del que ya hemos hablado en otros
momentos con la suficiente acidez y severidad, y pasaremos directamente a
Isabel Coixet. Decía doña Isabel, una cineasta que no es que sea de nuestras
preferidas, en absoluto, de la que, ni siquiera estamos seguros de haber visto
alguna obra completa en la televisión, nunca en el cine, que ella había estudiado
mucho a Hopper a la hora de realizar sus películas para calcar algún encuadre
fantástico, aunque luego cambiara la disposición de los actores o algún detalle
para que no pareciese una copia exacta del cuadro original, y pensamos que poco
le ha aprovechado ese estudio tan pormenorizado, y que mejor habría hecho en
dejarse llevar por su propia inspiración, si es que conoce tal sentimiento, pues para el resultado
obtenido, para ese viaje, como suele decirse, no hacían falta tantas alforjas. Coixet
nos ilustra con otra de sus reflexiones en el sentido de que detrás de todos
las personas retratadas por Hopper hay sin duda una historia, algo privativo de
los retratados por el artista norteamericano, por supuesto. También, para
cerrar el círculo de incoherencias y memeces esbozado por ambos dos especialistas,
alguien sugiere que Hopper no pintaba rascacielos porque prefería centrarse en
lo más cotidiano, en las pequeñas cosas, e inmediatamente pensamos que vaya
estupidez, pues qué cosa más cotidiana que un rascacielos para un neoyorquino y,
bueno, el reportaje transcurre de esa guisa hasta el final, siendo lo único
relevante del mismo la presentación que hace de los cuadros, verdaderos
protagonistas, como no podía ser de otra manera.
¿Cuál era, pues, la misión de AdW?, ¿tal vez la hermética
misión del arte? Es posible, plausible que lo fuera. Desenmascarar es útil,
ahora bien, influir realmente en el mundo editorial no está al alcance de una
web, ya escriban en ella Dickens redivivo, Poe, un hermano de Keats... Se van
los Addison y algunos se alegrarán, singularmente Luna Miguel, ja, que ya podrá
parir sus moderneces sin temor a la guadaña, sin temer las correcciones de los
sabios, la mala nota del profe de mates, el suspenso catedrático, ...ejem, categórico del pope de la universidad
pública.
Ahora, hay algo que nos trae de cabeza, es la pregunta
del miñón o de los minoyes chavistas, y es lo siguiente:
¿tendrán algo que ver los AdW con Alllyson Felix? Imaginamos que no, que no
tienen nada que ver, pero nos corroe esa duda, esa incertidumbre de si tendrán
alguna relación. Allyson..., puede que el detalle de la manita no fuera nada
predeterminado, un simple olvido, sin relevancia..., aunque es difícil que a un
norteamericano como dios manda se le olvide protagonizar ese gesto inmortal de
acatamiento moral o superioridad religiosa, que no lo sabemos bien... Ah, pero
ahora caemos..., claro, Allyson, Addison, hay una similitud que no debe ser
casual... Nada es casual, todo tiene su intríngulis, su especificidad, su
sentido peculiar. Mas, ¿qué tendrá, entonces que ver Allyson con la poesía? Lo
ignoramos, de momento, porque todavía no le hemos compuesto una oda, un poema
amoroso, un poema amistoso, ningún poema. Oh, pero lo haremos, le dedicaremos
un poema a esa mujer tan guapa y tan rápida y cerraremos el círculo: poesía y
velocidad, Ally + Addi = poetry. Ja, recordamos que doña Miguel tituló un librazo
suyo así, poetry no sé qué, con lo cual, ciertamente, el círculo queda cuadrado
definitivamente, nos falta Nas (Escobar) pero, por ahora es suficiente con
estos mimbres para solicitar un puesto vitalicio en el departamento de pérfidos
literatos del estado. El desvarío estaba cantado, tanto criticar por criticar
no es bueno, ni legal ni está llamado a servir para algo mejor que ser señalado
con el dedo por las buenas personas de todos los días, por las personas que de
noche hacen lo que tienen que hacer y que a nadie importa ni interesa lo más
mínimo, ¿no? Pues no, a nosotros nos interesa sobremanera esa función nocturna
que ejecutan y ofrecen las personas de bien, la gente legal que no lee poesía.
Vaya, si alguien llegara hasta aquí..., si algún despistado
o alguien privado de sus facultades mentales o alguien, vamos a dejarlo en
alguien, si alguien llega hasta aquí, o empieza por casualidad, por una
casualidad extraña y rara a más no poder empieza a leer este mamotreto del
"Arte" que nos estamos inventando por esta parte tan particular, y
empieza a ver no sé qué de Ally y de Addi, pues seguro que, por mucho que
carezca de entendimiento, por más que no tenga conocimiento alguno, pues huye y
se las pira a toda velocidad que seguro que ganaría corriendo, figuradamente, a
la señorita Felix. Cualquiera con dos dedos de frente borraría estos últimos y
temerarios párrafos precedentes y trataría de compensar las aberraciones
vertidas en los demás con algo lleno de contenido, con algo que contuviese
alguna plenitud, pero aquí no hay manera, aquí todo es un algo, un alguien o un
algún de alguna manera y así no hay manera, la indefinición nos secuestra, nos
tiene definitivamente enclaustrados fuera de circulación y así no se puede
articular un discurso excelente, así se articula un discurso enclenque,
tartaja, así se balbucea un idioma de mentira, de mentirijillas, como el inglés
inventao de José Mota, eso es, una
creación inventá, eso es lo que es
este tocho que no hay deidad que se lo trague vivo (esto por ser un poco fisnos y que no se diga que no se sabe y
de qué).
Vale. Vimos una película sobre Keats, al que tanto
admiraba Emily Dickinson... Lo admiraba, sí, mas ¡eran tan diferentes! A Keats,
según la peli, Bright Star que se
titulaba, no le amargaba un dulce, queremos decir, no decía que no a publicar
su obra, a ganarse la atención del mundo cultural, del mundillo de la época y
se juntaba con otro poeta, muy inferior a él, por supuesto, tan inferior casi que
tan infecto, pero que era un cantamañanas que seguramente le hacía reír y le
inspiraba como puede inspirar un bufón a su leal soberano, y se iba por las
campiñas inglesas a ver la luz del sol filtrarse entre las hojas de los árboles.
Keats, pues, tan romántico, no le hacía ascos al terrenal triunfo pesetero y,
entre grandes risotadas y aspavientos, celebraba la creación del verso
sobresaliente que iba a permanecer ceñido a la historia de la literatura.
También, en el flim (joke) nos
enamoramos seriamente de la actriz que encarnaba a Fanny Brawne (Abbie Cornish),
la novia querida del héroe sentimental, pues... ¡qué diferencia encontramos con
las actrices nacionales de españa!, tan penélopes ellas, tan sobreactuadas
siempre, frente a la contención esencial de las anglosajonas, en este caso
australiana de pro, a su belleza tranquila y revolucionaria (y tan británica).
Keats muere como un perro, pero Emily escribe en el anonimato y solo después de
muerta el mundo recoge su legado, lo acuna tenebrosamente y lo difunde. Ah,
pero hay que disculpar, mejor, hay que glorificar a John Keats, él era,
constituía un caso aparte, un caso que no se puede juzgar con las leyes
populares derivadas del uso y la costumbre, precisamente porque él rompía con
la costumbre, rompía la costumbre en mil pedazos y sigue destrozándonos,
rompiéndonos en mil rotos pedazos de cristal: ¿quién se atreverá a juzgarle?
Leemos en Babelia, dónde si no, un reportaje en el que se
pregunta a algunos escritores por sus comienzos en el mundo editorial y se les
insta a que aconsejen a los nuevos valores sobre ese crucial momento de la
primera publicación. Naturalmente, las sandeces son de escaparate, una tal
Lolita Bosh, que con ese nombre ha de ser forzosamente genial abre el fuego graneado, granizado o gratinado, qué más da,
con una serie de estupideces monumentales sobre que se hizo pasar por no sé
quién para engañar a un editor famoso y que luego el editor le dijo que se
había enamorado (sic) de sus
novelitas y que se las pensaba publicar a la carrera y a la voz de ya y, bueno,
para qué seguir leyendo, que luego estaba Muñoz Molina en danza, que ya entraba
en juego Muñoz y eso supera cualquier estimación de muermo que uno pudiera
haberse hecho al respecto del artículo y, además, no queremos saber nada de
eso, les dejamos esos consejos irreprochables y utilísimos a los lectores
compulsivos de AdW, esos que se hacen cruces por la corrupción como si no
supieran en qué país de pacotilla están viviendo, que se llevan las manos a la
cabeza cada vez que se enteran de un nuevo chanchullo de las camarillas
dominantes de la cosa lírica, que abominan de Chus Visor (ja) solo porque no
les publica a ellos que se curran los poemarios a sangre y fuego, que trabajan
como en la mina, que sudan cada acento prosódico, que rechazan la esdrújula y
el gerundio con harto dolor de su corazón en aras de la excelencia musical,
¡que saben latín! y chapurrean el griego coloquial. Sí, ellos sí pueden
entresacar enseñanzas oportunas e importantes, pueden leer entre líneas las
mamarrachadas que sueltan sus ídolos, ídolos por publicados no por escritores,
ídolos de barro en la pertinente confusión. Así, es lógico que los AdW se hayan
cansado de predicar en el desierto: ahora, previsiblemente, querrán que les den
algo de trigo, querrán probar en el carrusel de la fama, eso sí, sujetos a la
legalidad vigente, por si acaso.
Habíamos dicho que en la actitud de los fanáticos de AdW
había algo de infantilismo, pero es que en todo el mundo académico en el mundo
universitario y en el mundillo tertuliano y concursal también ese componente es
fundamental, fundamental para entender la soberbia, el orgullo inherente a la
obtención de preciados títulos y reconocimientos, ese sentimiento de
superioridad, ese desprecio que solo merece ser pagado con la misma moneda, a
lo que, por cierto, nos afanamos en esta página en la modesta medida de
nuestras posibilidades, esos castillos en el aire que son la mayoría de las
filologías a mayor gloria de los investigadores del lenguaje y de los exegetas
de los grandes nombres que crecen cada vez más y engordan su currículum hasta
volar como zepelines hinchados con la voluntad de miles de ilustrados carrillos
sopladores. Ahí tienen ustedes los comentarios de texto, la mayor aberración
que han visto los siglos, lean, lean ustedes los comentario de texto que hacen
imponentes científicos a escritores de hace siete siglos y comprenderán lo que
estamos intentando transmitirles. Ahora -faltaría plus-, no tenemos nada en
contra de los gustos y las inclinaciones medievales de muchos grandes expertos
en la materia, ni nos incomoda el hecho de que haya quien prefiera leer (y
dedique su vida a ello y lo acometa con fruición) a Góngora y Quevedo o al
Arcipreste de Hita o a Séneca, o a Platón, o a Homero, que a Cormac McCarthy, J.
D. Salinger, Raymond Carver, Italo Calvino, Henry Roth o Russell Banks (por
citar, así, de inmediato, a algunos de nuestros favoritos), nada en contra,
cada uno es mundo, pero, no obstante, nos da en nuestro olfato detectivesco que
esa querencia, ese gusto tan culto y tan antiguo tiene que ver con alguna
materia bien estudiada hasta la saciedad que ha despertado donde no lo había ni
podía naturalmente haberlo un interés con un componente de interés vital, o de interés de demora, si pudiéramos
tildarlo de tal, un aspecto crematístico tras la aparente ganancia estrictamente
cultural, que no significa otra cosa que uno va a vivir de ello (but...
¿where's the money, bro?) que va a dedicarse a una docencia, a la enseñanza
o a la divulgación o a la pesquisa histórica y archivística para ganarse la
vida. Ja, y aquí está puesta de manifiesto, de nuevo encima de la mesa, como la
pistola del falangista en el examen patriótico, como la mano del ministro
derechista que jura sobre la biblia (y miente, por supuesto), nuestra
incoherencia vital, nuestro menesteroso ingrediente cultural frente a la
potencia indiscutible del establishment;
¿podemos con ello?, ¿seremos capaces de oponer nuestra raquítica opción al
monstruoso arte oficial de los estudiosos multigalardonados y los pensadores, de
los intelectuales armados hasta los dientes con su asombroso magisterio, todos
publicados y vueltos a publicar, de cuyas sagaces e incomparables obras están
todas las editoriales perdidamente enamoradas? La respuesta es obvia: no. Lo nuestro,
como ya hemos avisado en otras ocasiones, es puro divertimento, pura fantasía,
pura introversión...
Hopper - Hockney
Oh, pero ya seguiremos en otro momento con este diálogo apasionante y tan mollar. Querríamos ahora hacer mención a otras cuestiones que han llamado nuestra lúcida atención últimamente: las exposiciones de Edward Hopper y David Hockney que han tenido lugar en Madrid y Bilbao durante estos meses estivales. En efecto, han llamado poderosamente nuestra atención estos dos pintores, aunque no lo suficiente como para hacernos abandonar nuestra confortable poltrona desde donde les martirizamos con saña, amables lectores, para acercarnos y ver de cerca (disculpen la abominable redundancia) su obra, la obra de estos dos colosos, de estos formidables artistas del pincel. Por cierto que se ha hablado más de Hopper que de Hockney, tal vez porque Hopper resulta más actual en su temática, pese a haber nacido en el siglo XIX y haber muerto hace más de cuarenta años, y todo porque la obra de Hopper ha sido catalogada, tildada hasta la saciedad de muy cinematográfica y eso avanza un cierto status en este mundo de la imagen que nos ha tocado en suerte disfrutar. Ayer, sin ir más lejos, tuvimos el placer de asistir a un reportaje televisivo sobre el pintor de las mujeres solitarias y de los hombres pegados a una barra de bar, el pintor de los grandes ventanales y las fábricas abandonadas; en el reportaje varios expertos glosaban la citada exposición y, por extensión, la obra completa del artista. La pena es que entre esos grandes especialistas estuvieran Muñoz Molina e Isabel Coixet, la directora de cine, cuyas aportaciones fueron tan poco afortunadas como era de esperar.
El caso es que todos coinciden en resaltar la condición
cinematográfica de la obra de Hopper. A nosotros, sin ser expertos ni nada que
se le parezca, no nos extraña que en los años veinte, treinta, o en las décadas
de los cuarenta y los cincuenta, el cine resultara elemento imprescindible en
la obra artística norteamericana, tanto pictórica como literaria y musical,
pues la pujanza, la eclosión de la industria, con la apoteosis de los Estudios tuvo
una influencia capital no solo en los EEUU sino en todo el planeta.
Mas, entendemos (y no solo nosotros, ya que es algo
comúnmente aceptado) que lo fundamental en la obra de Hopper es ese canto,
impregnado de tristeza, a la soledad del ser humano, una soledad expuesta, como
desacertadamente comenta Muñoz, a las miradas de los otros como forma de
remarcar su desvalimiento, porque Muñoz confunde esa exhibición de la soledad
con una postura abierta ante el mundo, pero los personajes de Hopper son, sin
embargo, sumamente herméticos (un hermetismo el suyo que viene a refrendar la idea de Tolstoi sobre la
diversidad que florece en la desdicha), como dice Coixet esconden una historia (como
cualquiera), pero lo remarcable es que es una historia triste, la historia de
una derrota, son genuinos perdedores y son, a la vez, nuestros iguales, y eso
es lo terrible de la obra de Hopper, lo que nos asusta y hace que la
encontremos tan alarmante, lo que nos produce ese desasosiego tan característico.
La obra de Hopper nos parece desasosegante porque retrata un mundo sin
esperanza y nos enfrenta con nuestro propio fracaso, con la posibilidad de un
desplome de nuestras expectativas y nuestro modo de vida, con el fin de nuestra
seguridad.
Dicho esto, no es que nos emocione de manera especial el
zaherir o ridiculizar a nuestros compatriotas, a nuestros artistas, pero es
que, como se dice vulgarmente, nos lo ponen a huevo con sus salidas de tono.
Vivimos en un país de tertulianos, y el tertuliano se caracteriza por su
omnisciencia. Si Coixet hubiese dicho, por ejemplo, que la obra de
Hopper posee un fuerte componente narrativo, que es lo que suponemos que quiso
decir, no habríamos puesto nuestro insano y ciclópeo ojo vengador sobre ella,
ja.
En síntesis, pensamos que la pintura de Hopper responde a
un sustrato ideológico, digamos, filomarxista. Muchos de sus cuadros retratan
los EEUU de después de la gran depresión, ofreciendo una visión dramática (que
solo queda atenuada en parte por la simplicidad de los trazos y la compleja
claridad de las composiciones escénicas), en absoluto romántica del país, una
versión nada patriótica de la realidad, cuadros que son la crónica de una
cierta decadencia. En cuanto al aspecto técnico de su obra estamos de acuerdo
con quienes apuntan que su realismo es precursor del pop-art, lo que nosotros
extenderíamos al cómic, sus cuadros tienen ese esquematismo, esa misteriosa
sencillez y esa aparente facilidad, que luego explotaron los Warhol y compañía.
Y hasta aquí nuestra opinión, algo apresurada, algo descerebrada y algo más que
irreflexiva.
Ah, pero flaqueamos en nuestra interpretación. Flaqueamos porque no entendemos de movimientos pictóricos, no conocemos las escuelas ni tenemos la formación necesaria: hemos sido tertulianos también a nuestro modo tenaz, tratando de ofrecer una opinión sobre un asunto del que no tenemos la información necesaria e imprescindible. ¡Ah! cómo flaqueamos y nos desmoronamos, cómo se tambalea nuestra fortaleza castellana. No es lo nuestro, mas, ¿qué cosa lo es?, ¿qué es lo nuestro?, nada lo es, nada salvo la zafiedad y la respuesta indocumentada. Ja, nos ponemos a hablar de pintura sin saber; bueno, tal vez..., también Dostoievski lo hacía en su Diario, ¿por qué no habríamos nosotros de hacerlo aquí, en el nuestro, en nuestro diario pijotero? Pero ¡qué impostura la nuestra! qué desahogo, ¿pues no nos comparamos con el maestro? Henos aquí tildando a Hopper de filomarxista, y quedándonos tan anchos, tan tranquilos que no se nos mueve un músculo. Deberíamos habernos expresado en nuestro idioma de carreteros, deberíamos haber dicho que la obra de Hopper es muy cinematográfica, pero que remite a un tipo de cine en concreto, el cine negro norteamericano, ¡si hasta él mismo tiene pinta de gánster en su famoso autorretrato con sombrero! Es el factor gansteril de la obra de Hopper, The Chill Factor, como cantaba Chrissie Hynde. Las chicas de sus cuadros parece que estén esperando a un tipo que acaba de atracar una licorería. Ese es el verdadero significado de la obra del genio. Y de Hockney, ¿qué decir, salvo que realmente parece una antítesis de Hopper? Habría que relacionar su obra con el cine de animación. Hooper es el hombre solitario y misterioso, Hockney el centro de atención, el alma de la fiesta... O no, tal vez Hockney sea solo el hombre tímido que busca la luz que salta de hoja en hoja bautizando las copas de los árboles, el niño grande con sus tirantes, el chico que en el instituto era tiranizado por sus malvados compañeros y buscó refugio en la creación artística. No lo sabemos, como no sabemos nada de sus referencias estilísticas, ni de su trayectoria profesional. No sabemos nada de estos dos grandes pintores y, no obstante, nos lanzamos a emitir nuestro parecer con alegría digna de mejor causa, nos tertulianizamos y devaluamos al instante nuestra cotización intelectual, sí, esa que anda a la baja desde el primer momento en que salió a la bolsa de la web mundial, cuyos títulos son papel de inodoro, papel de estraza del que rasca y pica o papel de periódico del que deja huella.
Si Hopper representara la sombra, Hockney sería su
contrario, la luz. Tal vez por eso nos haya interesado presentarlos juntos, que
no demasiado revueltos, en esta breve incursión pictórica de nuestra pluma, en
el diario. Hockney resulta, desde
luego, más naif que Hopper, más pop, mucho más alegre, aunque sus respectivas
obras dejen algunos puntos convergentes, como ese realismo mágico, tan lejano
del de, por ejemplo, Antonio López, mucho más fiel al objeto, más objetivo, o esa explosión de color
que inunda, en general, los lienzos de ambos creadores, colores puros, fuertes,
que llaman la atención y la fijan con precisión.
Hockney es un enamorado de la luz que ha encontrado en la
naturaleza el perfecto campo de operaciones para sus experimentos artísticos,
renunciando al modernismo urbano -tan caro a Hopper- y actualizando, dando una
vuelta de tuerca más al celebrado paisajismo inglés.
En la obra de Hockney se dan cita también ecos
surrealistas y nosotros podemos entrever en alguna de sus obras norteamericanas
trazos de Miró (en concreto de "La Masía"). Hay un infantilismo en
Hockney, una suerte de acné juvenil que resulta atractivo. La exposición de la
que hablamos supone una vuelta a sus orígenes, al "paisaje de su
juventud", como apunta El País
Semanal. Lienzos gigantescos formados por decenas de piezas, lienzos
arbóreos, vegetales en toda la extensión de la palabra. Decíamos que Hockney
era la luz por contraposición a Hopper, aunque sus cuadros sean invernales y la
luz de la campiña inglesa no pueda compararse a la de los espacios gigantes de
California donde vivió durante una gran parte de su vida. Decíamos que era luz
porque sus cuadros transmiten luminosidad a través de su radiante colorido, de
su pureza cromática. La impresión que nos traslada la obra de Hockney expuesta
en el Guggenheim Bilbao es también la del amor por la tierra, se siente la
confianza del pintor en el paisaje, la comodidad que siente al encontrarse de
nuevo en casa, como si estuviese saldando una deuda contraída hace mucho tiempo
con la foto fija de los campos anclados en su primera memoria. El pintor, ya
cerca de la ancianidad, vuelve a casa para morir pero antes debe cerrar el
círculo; como el poeta, que antes de dejar de escribir debe decir algo de su
tierra, para bien o para mal... Él, que había retratado a las estrellas de
Hollywood, termina pintando el bosque de su infancia: el contraste. La
sencillez vence todos los obstáculos, la sencillez es la máxima del arte, todo
artista aspira a la máxima sencillez y estos cuadros del último Hockney tan
puntillosos y fieles en su ejecución a las mil florecillas silvestres y a los
miles de tallos de fina hierba que crecen y se entrecruzan y se ven agitados
por el viento, no son sino eso mismo el retrato de la simplicidad de la
naturaleza: lo que hay, sin dobles lecturas, sin gestos ambiguos que escondan buenas
o malas intenciones.
Ah, pero flaqueamos en nuestra interpretación. Flaqueamos porque no entendemos de movimientos pictóricos, no conocemos las escuelas ni tenemos la formación necesaria: hemos sido tertulianos también a nuestro modo tenaz, tratando de ofrecer una opinión sobre un asunto del que no tenemos la información necesaria e imprescindible. ¡Ah! cómo flaqueamos y nos desmoronamos, cómo se tambalea nuestra fortaleza castellana. No es lo nuestro, mas, ¿qué cosa lo es?, ¿qué es lo nuestro?, nada lo es, nada salvo la zafiedad y la respuesta indocumentada. Ja, nos ponemos a hablar de pintura sin saber; bueno, tal vez..., también Dostoievski lo hacía en su Diario, ¿por qué no habríamos nosotros de hacerlo aquí, en el nuestro, en nuestro diario pijotero? Pero ¡qué impostura la nuestra! qué desahogo, ¿pues no nos comparamos con el maestro? Henos aquí tildando a Hopper de filomarxista, y quedándonos tan anchos, tan tranquilos que no se nos mueve un músculo. Deberíamos habernos expresado en nuestro idioma de carreteros, deberíamos haber dicho que la obra de Hopper es muy cinematográfica, pero que remite a un tipo de cine en concreto, el cine negro norteamericano, ¡si hasta él mismo tiene pinta de gánster en su famoso autorretrato con sombrero! Es el factor gansteril de la obra de Hopper, The Chill Factor, como cantaba Chrissie Hynde. Las chicas de sus cuadros parece que estén esperando a un tipo que acaba de atracar una licorería. Ese es el verdadero significado de la obra del genio. Y de Hockney, ¿qué decir, salvo que realmente parece una antítesis de Hopper? Habría que relacionar su obra con el cine de animación. Hooper es el hombre solitario y misterioso, Hockney el centro de atención, el alma de la fiesta... O no, tal vez Hockney sea solo el hombre tímido que busca la luz que salta de hoja en hoja bautizando las copas de los árboles, el niño grande con sus tirantes, el chico que en el instituto era tiranizado por sus malvados compañeros y buscó refugio en la creación artística. No lo sabemos, como no sabemos nada de sus referencias estilísticas, ni de su trayectoria profesional. No sabemos nada de estos dos grandes pintores y, no obstante, nos lanzamos a emitir nuestro parecer con alegría digna de mejor causa, nos tertulianizamos y devaluamos al instante nuestra cotización intelectual, sí, esa que anda a la baja desde el primer momento en que salió a la bolsa de la web mundial, cuyos títulos son papel de inodoro, papel de estraza del que rasca y pica o papel de periódico del que deja huella.
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22/11/63
Por fin terminamos
con la novela de Stephen King, el autor. King es el autor, no un autor
cualquiera. Su oficio, su dominio de la técnica narrativa resulta proverbial.
Es, también, un típico narrador anglosajón, norteamericano. Su prosa parece
fácil, fluye sin problemas aparentes, sin contradicciones traicioneras, sin
necesidad de explicaciones y digresiones constantes, sin líos y con normalidad.
Dice lo que tiene que decir con una sencillez apabullante, no se pierde en
licencias de estilo permanentes, ni se recrea en su propia brillantez, es
efectiva, funcional; en primer lugar es funcional, su modelo de escritura está
elaborado en función de lo que quiere comunicar, no subordina su historia a la
calidad del lenguaje, sino al contrario, es el lenguaje el que se adapta, en
sus manos, al fundamento argumental, el lenguaje es bello en tanto lo permita
la claridad expositiva de los hechos y las descripciones pertinentes a la
trama, No queremos decir, por supuesto, que King renuncie a escribir bien, en
absoluto: como hemos expuesto al principio su criterio y su oficio descalifican
esa opción, al revés, King escribe muy bien, pero, en parte, esa excelencia
literaria se debe a su claro esquema de prioridades a la hora de enfrentar la
construcción de la obra narrativa.
Como casi todos los
autores de esa cuerda tan visual, esos
autores norteamericanos en su mayoría, SK recurre a técnicas prestadas del cine
y la televisión para conseguir los clímax oportunos, hitos narrativos, los
puntos álgidos de la novela y no le duelen prendas si tiene que abusar a veces de
los elementos dramáticos para buscar la complicidad sentimental del lector.
Bien, digamos que si alguien no echa una lagrimilla al abordar el desenlace de
esta colosal novela es que está hecho de algún material diamantino o, dicho de
otro modo, que carece de empatía o es un desalmado o ambas cosas a un tiempo.
Ocurre lo mismo que en el cine que a menudo los directores yanquis tocan con
habilidad ciertos resortes emocionales que hacen aflorar las lágrimas a los
ojos de los espectadores y realizan el truco con tal maestría que es difícil
que fallen en su propósito, al menos lo consiguen en un porcentaje alto del
total de su público.
Stephen se ha
documentado a conciencia para el libro; él mismo confiesa en una nota final la
gran cantidad de libros que tuvo que leer sobre el asesinato de Kennedy y sus
consiguientes teorías conspirativas y de toda índole, así como sobre los viajes
en el tiempo entre los que cita a algunos autores que desconocíamos. No
obstante, su sagacidad en este asunto no es acientífica ya que hemos reconocido
en el libro alguna de las aproximaciones más recientes de reputados astrónomos
a esa fascinante posibilidad. Una de las más socorridas sostiene, para hacer
frente a la paradoja del asesinato del padre o del abuelo, que en el último
momento siempre ocurriría algo que impediría esa acción fatal que trastocaría,
de llevarse a término, toda la realidad y volvería inestable el continuo espacio-temporal,
o así. Stephen toma esa idea y permanentemente habla en el libro de la
resistencia del pasado a ser modificado. Por lo demás, también se toma sus
libertades al respecto ejemplificadas en la formulación de una teoría
fantástica que podríamos llamar de la "armonización". Esta teoría de
la armonización le viene muy bien para edificar la trama de la novela y para
introducir complicaciones y soluciones inesperadas a los problemas que el
protagonista se va encontrando en su periplo por el mundo de principios de los
años sesenta.
Bien, SK se ha
documentado hasta la saciedad, proceso que entra, por supuesto, en el ámbito de
nuestro bienhadado ridiculismo. En
Babelia calificaban el libro de obra maestra... Creemos que , precisamente,
este procedimiento, este estudio comercial, por más que preceptivo, que
significa el proceso de documentación, con sus consultas sobre las bondades de
los automóviles que hacían furor entre los norteamericanos en esos años
incluidas, invalida dicha calificación tan generosa del crítico. Debemos hacer
notar, por descontado, que no es lo mismo documentarse para una novela como
esta, con una trama tan elegante, que para otra como las del pintoresco
Alatriste, por ejemplo, que eso sí que supone una pérdida absoluta de dignidad
(¿o creían que íbamos a decir de tiempo?). Ja. Estamos bastante seguros de que
alguien que entienda algo de navegación podría sin problemas certificar que si
una nave realizara las maniobras que Reverte propone en sus bodrios navales
(tentados hemos estado de escribirlo con una infamante "b", nabales) se iría directamente a pique
sin necesidad de recibir salva alguna de cañonazos corsarios. El ridículo
inherente a la labor previa de King se ve paliado en gran medida por lo redondo
del resultado final, por la manifiesta gracia de la obra, fruto de su
profesionalidad como escritor, de su estatura literaria, así como por el
glamour que rodea los entresijos argumentales. Aquí hay un autor que busca por
encima de todo dignificar la literatura, consciente de su responsabilidad como
beneficiario del jugoso negocio editorial, un autor que antepone una visión
romántica de la literatura al ansia viva por el lucro que caracteriza a los
Revertes que en el mundo son (¡ah!, Marías no se documenta..., su ridículo se
desprende de su propio y pobre ingenio que le hace concebir argumentos tan
irresponsables como temibles, y, en ese sentido, nos es más simpático que
Pérez-Re). Pero, dejemos a los españoles con sus vergüenzas al aire y
centrémonos en lo siguiente: ¿es para sacar pecho ese reconocimiento de la
propia ineptitud que significa el citar las innumerables fuentes de
documentación necesarias para la elaboración de la obra artística? ¿No sería
mejor esconderlas y tratar de no citarlas demasiado?, más aún, ¿no sería más
recomendable no usar de semejantes muletas, símbolos de flagrante penuria
creativa y dedicarse a explorar la mente y no (a expoliar) las bibliotecas
públicas y privadas? Oh, pero la literatura vería reducido su campo de acción
al de la pura ficción ahistórica, acientífica, ¡atípica! Sandeces nuestras,
pues cualquier intento parte de la base del bagaje cultural del autor, de su
educación que no deja de ser sino otro irrevocable "proceso de
documentación" del que nadie puede sustraerse. Nos referimos más al
estudio informativo que trata de sustituir al ingenio, que trata de suplantar
mediante la erudición prestada por las enciclopedias la capacidad para conectar
con el público a través de la palabra escrita que poseen los verdaderos
escritores, ese don de entretener, de instruir
deleitando, que a veces se queda en la pura instrucción, en el manual de
uso, en la instrucción para el uso del electrodoméstico de última generación.
Hace poco hemos
tenido ocasión de leer una novela policíaca escrita por un gran maestro que
practica un estilo totalmente ajeno al del documentalismo revertiano, Noir, de Robert Coover. Escritura
experimental, dicen. Y nosotros decimos: gran escritura. Sobran en el estilo de
Coover las apelaciones a lo concreto, las floridas descripciones. Un coche es
un coche en tanto que te lleva de un lado a otro, y un bar es un lugar donde
tomarse una copa. Noir es una novela
absolutamente humana, una novela de hombres y mujeres, no de objetos. Es una
novela que consigue crear ambiente a través de pinceladas certeras y rápidas,
que no se recrea ni pierde el tiempo en virguerías explicativas, que no
alardea, que es pura imaginación, pura obra de autor, puro cine independiente, para entendernos, música indie. Claro, uno piensa en el salvaje talento de Coover y
lo confronta con la palurda y semianalfabeta y trabajosa labor de Reverte y Cía
y no puede por menos que esbozar una sonrisa o reprimir una solemne carcajada.
Digamos que King usa prótesis futuristas como las de Pistorius y Reverte sigue
con la pata de palo del pirata de toda la vida. Coover va por libre.
Hay un canto un poco
idealista a los placeres sencillos de la época: la comida sabía mejor, la gente
era más amable y más confiada, con menos paranoias que la actual, una suerte de
"cualquier tiempo pasado fue mejor" que se presta a valoraciones
diferentes y que a nosotros no nos ofende particularmente, dado que se adentra
en un terreno claramente personal del autor, teniendo en cuenta que, mientras
que el protagonista no había nacido aún en esa época a la que consigue regresar
por arte de birlibirloque (a través, naturalmente del consabido e inestable
"portal" con agujero de gusano incorporado, no demasiado original
pero que cumple con suficiencia su misión en la obra), el autor sí lo había
hecho, de modo que esa exaltación lo es, en definitiva, de su juventud dorada
(nació en el 47), de los recuerdos de los pasteles de mamá y sus guisos tan
ricos, o sea, disculpable.
Lo que es más difícil
disculpar, lo que exige al lector una fe mayor es el modo en el que, en
general, aborda la inevitable paradoja, la cuestión irresuelta por los
científicos del viaje en el tiempo. Muchos interrogantes que a cualquiera se le
ocurren son pasados por alto por el autor en aras de la simplificación
pertinente a los propósitos de la narración. Así, SK se inventa la norma
futurista de que los sucesivos viajes al pasado tengan el inconveniente de que
si en uno de ellos se cambia algo al siguiente viaje todo se reinicia y vuelve
a ser como era antes, es decir que si uno salva a alguien de morir, por
ejemplo, y vuelve al presente y no sigue viajando al pasado, pues,
efectivamente, ha salvado a esa persona y el presente queda modificado en ese
sentido (y en otros millones de sentidos más, si tenemos en cuenta el
"efecto mariposa" al que el autor alude con frecuencia, o simplemente
el sentido común), pero si el viajero temporal vuelve a ejercer su poder y se
decide a retornar al pasado, entonces, todo queda restaurado y si quiere,
cuando regrese, encontrarse viva a la persona que había salvado en una primera
instancia ha de volverla a salvar de nuevo. Bien, discutible invención, pero...
vale para lo que vale, aun siendo completamente acientífica, esta vez sí. Lo
gracioso, lo que nos llamó la atención desde casi el primer momento y que
provocó que tuviéramos que implementar una no demasiado agradable abstracción
del hecho incontrovertible, fue la forma en que SK ignora la posibilidad cierta
y cabal de que los cambios en el pasado afectaran al presente al que se trata
de volver también en el sentido de que el amiguete que proporciona al
protagonista la información y la entrada a la madriguera de conejo (al portal) ya no fuera tal amigo sino un
completo desconocido, por ejemplo. Incluso podría darse, a tenor del
inconsistente funcionamiento del mencionado portal, el caso de que lo que no
estuviera allí fuera el propio portal que se hubiera cerrado o que hubiera sido
"tapiado" por su descubridor. Veamos: alguien descubre un agujero de
gusano que te transporta al pasado pero como está impedido físicamente para
viajar él mismo, encarga a un amigo que lo haga por él, que viaje al pasado y
que cumpla cierta misión, dándole las instrucciones apropiadas para su vuelta
al tiempo presente. Hasta ahí el argumento parece sólido, pero el problema es
que, si el viajero actúa con éxito y consigue cambiar el futuro no puede estar
seguro, en ningún caso, de cómo va a ser el presente al que debe volver, donde
su amigo puede ser un completo desconocido, por ejemplo (con lo que quedaría
maltrecho todo el entramado de la novela y las complicaciones argumentales
crecerían exponencialmente, haciendo imposible la narración en el sentido fácil
y fluido en el que quiere situarla el autor).
Otra cuestión que se
nos antoja mal resuelta es la de las aspiraciones crematísticas del
protagonista que para ganar dinero y solucionar el aspecto económico y de
subsistencia en su viaje al pasado se lleva una nota con una serie de
resultados deportivos, aunque luego se dedica a jugar en apuestas no demasiado
legales que le granjean la enemistad de la mafia y que le causan al final
numerosos y desagradables contratiempos (y nunca mejor dicho) cuando podría
haber jugado a la lotería sin problemas (es un suponer). El protagonista se
arriesga jugando pequeñas sumas para no llamar demasiado la atención incluso en
el boxeo, lo que, naturalmente, llama la atención de los mafiosos que le ponen
en busca y captura. Esto no nos cuadra, nos parece ridículo, ¿o es que en los
USA de los años sesenta no existía la lotería o juegos similares y anónimos en
los que no se tuviera que recurrir a un corredor de apuestas con vínculos con
el crimen organizado? Si la historia hubiera sucedido en España, nada más fácil
que haber consultado en internet el número ganador de la lotería de navidad de
1959 o un pleno de catorce en la quiniela futbolística para haber solucionado
de una vez por todas el factor económico de la intervención. Pues no, en la
novela el héroe se pierde en pequeños fraudes
referidos al béisbol y similares que no le llevan a ninguna parte en términos
gananciales y que sí le ponen en contra de individuos extremadamente
peligrosos. Incomprensible, que alguien nos lo explique.
Todo esto no impide,
por fortuna, disfrutar de la novela, cuyas virtudes están muy por encima de sus
probables defectos. Nos interesa más el recurso a la figura de la
"armonización". En la literatura fantástica todo está permitido, dentro
de un orden, pero hay que saber cómo llevar a cabo las innovaciones de manera
que no parezcan demasiado rupturistas o demasiado inverosímiles, de forma que
conserven un punto, efectivamente, de verosimilitud aun dentro de su ficticia
condición. SK es un maestro de la literatura de ficción y su fértil imaginación
encontró rápidamente un destello, una marca de calidad, que tuviera la virtud
de conferir singularidad, de hacer brillar a la historia dentro del universo
fantástico, ese destello de genio es el de la armonización, clave en el
desarrollo de la odisea, de la misión imposible que relata en su obra.
Son casi novecientas
páginas. Tal vez, en el último tercio de la novela el autor podría haber
reducido algo su extensión eliminando ciertos matices, peripecias que, en
nuestra opinión, no añaden brillantez a la obra sino alguna confusión. Otro de
los aspectos que situamos en el debe de King es el del excesivo americanismo
que destilan las páginas. Quizás el tono de la novela resulte demasiado
localista, demasiado apegado a las tradiciones norteamericanas, plagado de
guiños específicos que no hacen precisamente las delicias del lector extranjero.
Cierto que el argumento no es para menos, que más puramente norteamericano no
puede ser, pero esa fijación en las descripciones de los vehículos, por ejemplo
el famoso Sunliner y sus bondades y
su magnificencia estilo "¿te gusta conducir?" llegan a hartar un
poco.
No olvida King un
toque de corrección política denunciando el miserable apartheid al que eran sometidos
los afroamericanos en esa luctuosa época tan democrática y kennedyana, aunque luego resulte algo desconcertante que la bella
de la que nuestro héroe vengador se enamora perdidamente a lo largo de las
páginas, se descuelgue al final, cuando se entera de la verdad, con que en
realidad ella no había votado al presidente, o sea que era una facha de aquí te
espero a la que la segregación debía parecerle de maravilla... ¿Tal vez
practicando la equidistancia? A la vejez viruelas, y el señor King es abuelo ya
y no sería extraño que quisiera poner una vela a dios y otra al diablo por lo
que pudiera pasar de aquí a su defunción. En cualquier caso el detalle es
significativo, a nuestro parecer.
Ese americanismo a lo
largo de tantas páginas llega a hacerse realmente pesado y es lo peor, porque
lastra un poco la fluidez impresionante de la prosa de la que hablábamos al
principio de esta reseña. Abunda King en la horripilante cuestión del mito del
héroe americano, la persona corriente capaz, en determinadas circunstancias, de
sobreponerse a cualquier impedimento y dar lo mejor de sí misma realizando
acciones solo al alcance de los superhombres, tomando decisiones que evidencian
sin duda ,una sabiduría ancestral, despreciando su vida al mostrar una valentía
fuera de lo común, convirtiéndose, en fin, en líderes de leyenda y dando
fehaciente prueba al mundo de la valía individual, de la gigantesca talla
personal del americano medio.
También, y por
último, nos referiremos a otro lunar de la narración que es la animadversión
que el autor muestra hacia Oswald, el malo de la película, por así decirlo. El
anticomunismo primario de consumo interno, en clave interna norteamericana, que
refleja la novela nos hace sonreír y nos entristece un poco. Tampoco sabemos si
Oswald era realmente el monstruo, el imbécil maltratador y asesino que nos
presenta King o ese retrato tan desfavorecedor es en parte invención del autor
para dotar de sensacionalismo comercial al libro. Lo que sí parece probado es
que era un hombre con ciertos problemas mentales derivados, como suele ocurrir,
de una infancia turbulenta. Un enfermo mental que, sin embargo, poseía una
inteligencia superior a la media y un socialista que había viajado a la Unión
Soviética y que había vuelto de allí con una bonita esposa rusa (a la que en la
novela golpea con saña). Nada está claro en cuanto a los verdaderos motivos de
Oswald para llevar a cabo el magnicidio, ni si fue el único asesino, ni si
actuaba por orden de alguna potencia extranjera o acaso al servicio de alguna
agencia estatal norteamericana, de modo que King especula, con maestría, eso sí,
y con envidiable pulso narrativo durante las más de ochocientas páginas de la
novela. Suponemos que el describir al marxista Lee Harvey Oswald como un pelele
manipulado por su madre, envidioso, mezquino y víctima de un galopante complejo
de inferioridad, es lo que espera cualquier honesto y temeroso de dios
ciudadano del imperio, pero allende las fronteras de los Estados, en la Europa meridional,
más dada a aceptar los movimientos sociales, el socialismo, como algo natural y
bueno y perfectamente decente, esa
imagen tan distorsionada parece poco real, como construida a la medida del
relato épico que corresponde a la presidencia del país más poderoso del mundo:
nadie salvo un degenerado total podría querer atentar contra el dechado de
virtudes, genuinamente nacionales, por supuesto, que encarnaba el presidente
Kennedy en su mandato.
Para terminar,
diremos que, incluso cuando se torna demasiado coloquial para nuestro gusto, la
escritura de SK resulta magnética y radicalmente entretenida. Que la
complejidad argumental, fruto de la simbiosis entre la parte histórica y bien
documentada y la otra novelada y ficticia, no afecta a la solidez de la
estructura narrativa. Que la historia de amor que discurre paralela a la trama
principal está más que bien resuelta y no resulta cursi en ningún momento
(aunque es la que más veces recurre a ese coloquialismo no del todo afortunado
del que hablábamos al principio del párrafo). Y, por fin, que recomendamos la
novela a todo aquel que guste de la buena literatura de evasión.
Sigue Warlock con su Bud Gannon, el héroe en la sombra, el antihéroe despojado de glamour, y nuestro innegable favorito por encima de los pistoleros y de los jugadores, de los mafiosos y de los vaqueros de gatillo fácil y mente primaria. Creemos que Gannon actúa como una especie de alter ego del autor dentro de la novela: es el personaje a quien parece profesar un mayor aprecio y el mejor trazado (además de que, pese a no destacar precisamente por su atractivo, se lleva a la chica guapa y peligrosa). Hall, como Matthiessen en su monumental "País de Sombras", dice mucho de la génesis de la nación, de sus materiales fundamentales, y lo que dice viene a explicar muchas de las características actuales de la sociedad norteamericana. Hall nos habla de qué clase de ciudadanos pululaban por las ciudades de frontera y de qué clase de empresarios las sostenían. Nos habla de la delincuencia y de la justicia.
Un siempre por un jamás; cambio de paradigma. Y todo personal, insoportable.
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Warlock / Entre los archivos
del distrito
Queda mejor mencionar a algún héroe troyano, silabear con
delectación morbosa un nombre mitológico de los de alcurnia incógnita,
demostrar, exhibir el conocimiento universitario y doctoral, el conocimiento
que excluye y defenestra a los mindundis. Oh, queda mejor -dónde va usted a
parar- tocar a los titanes, perderse en las catacumbas de Cronos o sucumbir a
la fuerza de Ares que utilizar en la comparación al inefable Grodek, el gran
desconocido, el odioso personaje. Se puede recurrir a Dickens y su Scrooge,
pero no a Grodek, el macarra de la escalera. Hay que aparentar una sabiduría,
una seguridad, una autonomía intelectual, una secretaría general o algo que no
admita fácil parangón, algo que no admita, que pida el carnet, que te mire los
calcetines a ver si los llevas blancos, que te eche por llevar las zapatillas
de deporte, el infamante chándal marca puma. Grodek se lo carga, se carga una
carrera académica, es capaz de arramblar con el esfuerzo de generaciones y
nuevas generaciones de abogados felices, abogados del estado con un carnet
entre las fauces, ah, pero un carnet que abre las puertas más indómitas y
cerriles (y empresariales, of course). Por supuesto, un gran abogado del
estado, una grande de españa de la abogacía no habla de Grodek el descastado,
el desclasado, aunque no le haría ascos a Grodek o a un ejército de Grodeks
para poner orden en la cola del paro o para reforzar a los pobres
antidisturbios deprimidos por causa de su propia y bruta actuación policial.
Hay una novela o hay un novelón, que es una novela hecha
de otras muchas que contiene novelas a tutiplén, a cientos de novelas y
folletines por entregas escritos por el mismísimo D. (¿?); bien, novelones a
cienes y a montones de páginas escritas en idiomas. Bien. La novela no tiene un
argumento convencional. Al principio parece estar compuesta por relatos
independientes en los que el denominador común es, viene a ser la puta vida del
protagonista. Una vida puta de cojones, si nos permiten la expresión, que sí
que ya sé que ustedes, lectores imponderables, nos lo permiten todo, esto y más
y más, incluso nos permiten la blasfemia iconoclasta contra el gobierno popular
y más aún contra el tío divino, el dios de los hebreos, jehová, yavhé-tres-en-uno,
pero ahora, en este momento, no es cuestión de abusar de la generosidad de
ustedes, no, ahora toca definir las grandes ocasiones:
"¿Por qué ese hombre no me habrá golpeado en la nariz? Bien podía
haberlo hecho, sin duda era más fuerte que yo, más poderoso que yo, ese hombre me podía. Sin embargo, no me ha
apaleado, ni zancadilleado ni escupido ni siquiera insultado o vituperado
gravemente, se ha limitado a pasar a mi lado sin mirarme apenas. Así que ha
ganado a los puntos, me ha caído simpático, tanto que es ya uno de mis mejores
amigos."
Releí la nota con evidente satisfacción, era buena, un material de
primera, una probabilidad digna de mención. Recreé el encuentro, un magno y
patatero encuentro sin precedentes: él con su zancada y su estatura ciclópea, yo con mi menesterosa
vacuidad y mi débil autonomía. David y Goliat, un remake estomagante de
archisabido desenlace.
Andaba absorto (investigándome, inquiriendo) en esta y otras
cuestiones de similar calado, hecho un gerundio, por la ciudad. Observando y
sintiéndome observado por las farolas envidiosas de la luz solar, por las infectas
baldosas que pisaba sin miramiento. Necesitado de ideas. Entonces pude hablar y
he aquí lo que dije:
Tengo el nombre para la
posteridad, para la literatura. Un nombre categórico, algo así como Stevenson,
un nombre palurdo y glorioso a un tiempo, hecho de inteligencia, más que una
palabra, más que un apellido insignificante, que Martínez. Un nombre emocionante, un autógrafo salvaje.
Esto lo había escrito alguien (uno de nuestros mejores
colaboradores) hace muchos años, sin conocer de nada al matón Grodek, por
supuesto, sin que nadie se lo hubiese presentado. Este hombre, sin duda un
adelantado a su tiempo, había visualizado la paradoja universal sin necesidad
de que nadie se la hiciese notar literariamente. Es decir, lo que así
enunciamos: ¿por qué razón no apaleo a una ancianita desvalida cuando nadie
puede verme, siendo como soy capaz de hacerlo sin merma de mi integridad física,
no existiendo posibilidad de sufrir represalia social alguna por mi
cuestionable comportamiento?
Naturalmente, esto es una sandez, pura retórica
deficiente. El problema está en que hay quienes sí lo hacen con euforia
contenida, quienes vapulean al débil de espíritu y cuerpo, quienes recurren al
palo y tentetieso tradicional, quienes se rigen por la ley del más fuerte
incluso ahora; incluso hoy, en pleno siglo XXI hay quienes siguen enclaustrados
en las órdenes medievales del honor y la fuerza, reos de una maldad antigua y
no erradicada. Grodek vive, Grodek, ¡presente!
Ok. Bien. En la novela del profesor Kenneth Bernard,
'Entre los archivos del distrito", nadie llama a la policía. Entre otras
cosas porque la policía es muy profesional, tanto que se dedica a abrirles la
cabeza a porrazos a los más honrados y respetables ciudadanos del lugar. La
señora que recibe las palizas del matón no llama a la policía y sin embargo
recibe religiosamente sus golpizas y trompadas correspondientes, sus patadas y
sus puñetazos: cobra. No existe piedad, ni respeto a sus incipientes canas, a
su señorío tan español del ¡podría ser tu
madre, desgraciado, pero qué haces, estás loco, cabrón, yo a ese tío lo mato!
El miedo coarta cualquier atisbo de reacción popular ante la injusticia
manifiesta. Se escenifica la victoria de la crueldad y el impresentable y
pendenciero maki sale victorioso como un espartaco de la arena.
La novela está flipada. Alguien podría creer normal que
el perro asqueroso de tu vecino o de uno que pasaba por ahí se te meta en la
cama y duerma contigo mientras babea y muestra amenazadoramente los piños
perrunos colmillosos y repugnantes, depredadores, mordedores, perroflautas,
aniquiladores, contagiosos y alimañescos, la dentadura peligrosa de la raza.
Algún tarado podría estar de acuerdo y suponer y defender en el debate de la
sexta que eso es perfectamente natural, algo que simplemente ocurre cuando
conoces a un individuo al que apodan nada menos que Perrón. Un tipo que eructa
y se ventosea con fruición y alegría dementes, un tipo forzudo y grandote que,
sin embargo, interesa porque se hace amigo de otros matones con facilidad, y
enseguida congenia con Grodek. Entonces el precio a pagar es que su perro
sarnoso de gran tamaño y raza indefinida se te meta en la cama y te pringue de
babas y fluidos varios las sábanas y te gruña y no te deje dormir.
Ah, qué gran planteamiento novelístico. Indispensable.
Impensable. Qué argumento sin fisuras. Sinceramente, nada raro.
O el problema no resuelto, el gravísimo asunto que no
deja dormir de la compra en el supermercado. El dilema de la cajera. Porque
todos los hombres tienen su cajera favorita, quizás más de una (los más
promiscuos de entre nosotros). Una por
encima de todas, pero siempre es bueno tener alguna "de repuesto",
por si falla la primera, la principal, o por si el día de marras no nos apetece
pulsar el humor de nuestra preferida. O sea que es preciso mantener una serie
de cajeras neutras, de las que no exigen nada más que la estricta amabilidad y
el cumplimiento de las obligaciones mínimas del comprador para esos días en que la desgana y el deseo
de tranquilidad nos abruman y hacen que no pensemos en las grandes aventuras,
pero que tampoco son completas desconocidas, ya que el primer encuentro con una
cajera de supermercado siempre es una experiencia cargada de estrés y que puede
llegar a ser traumática en grado sumo. El caso es que en la gran novela de
Bernard, el protagonista va provocando,
provoca a su cajera y sale trasquilado porque abusa de la amabilidad de una
desconocida que no es tal, sino la cajera, la cajera amable que puede variar y
puede tener esos fatales cambios de humor que nos descolocan y entonces hacen
de nuestra compra, de nuestra fecunda actividad un pequeño infierno. En
realidad, el protagonista de la novela de Bernard provoca a casi todo el mundo,
incluso a la policía. Provoca a la funcionaria de correos y además hace trampa
en los informes de su club funerario, ¡qué caradura!
La novela vale, pero el asunto de los clubes funerarios,
aparte de presentarnos a Perrón y a su desmelenado chucho, no aporta sino una
especie de espesor al conjunto. El caso es que hay que cubrir las páginas
suficientes. Hay que decir, que inventar (que para eso somos escritores) y si
no te lo sabes te lo inventas que para eso escribes una novela. Y, no obstante,
Bernard da en el clavo. Su novela es interesante, su escritura respira novedad,
es una escritura nueva en el sentido de que su argumento se caga en los
argumentos oficiales.
Oakley Hall, por ejemplo, se inventa una historia
cojonuda (bueno, hemos decidido no dejarnos intimidar, hemos decidido hablar
mal de una vez por todas, tardemalypronto,
como se... ¿suele decir?). Una del Oeste, bien lejano, a tomar por culo,
lejanísimo allende las fronteras y los mares, pasando el horizonte a mano
izquierda que no tiene pérdida. Una novela que da para mucho, hasta para una
película de éxito protagonizada por los mejores, Henry Fonda y compañía. Henry
Fonda, ni más ni menos, el tío con cara de malo, el malo sin paliativos, el que
te pone la zancadilla y se descojona observando el guarrazo que te pegas: y a
ver quién le dice algo con esa cara de mala hostia que se gasta y de refinado
sadismo, que ya proyecta todo el dolor que puede causarte si lo tiene a bien, o
sea si se enfada contigo, que eres una mosca para él, y solo puedes llegar a
ser una cojonera de las que se persiguen un rato con impulsos asesinos. La
película se titula "El hombre de las pistolas de oro", tócate los
cojones, men. Tal vez nos estemos
pasando con la jerga española del taco y la blasfemia y eso que aún no hemos
empezado a blasfemar y no creo que lo hagamos porque eso espantaría a nuestros
diezmados lectores, que no quieren condenarse, y hacen bien, por leer una
payasada como esta. Encima. Hall escribe una novela del oeste y le sale bien. Nosotros
recordamos a Zane Gray y a otros autores de emocionantes novelas (¡Los
Comancheros!) en las que se arrancaban cabelleras y se montaba a pelo
disparando en plena carrera, como que eran los mejores jinetes del mundo esos
comanches, mucho mejores que los españoles con tanta pose de la cría y doma
caballar y los caballitos andaluces andando como señoritos caballares de
hipódromo y sacristía. Pero no hemos visto esa película recientemente, aunque
tentados estamos todavía de bajárnosla por
la jeró en flagrante atentado a las buenas costumbres del buen consumidor
para ver si nos acordamos de ella porque verla seguro que la hemos visto de
chavales y seguro que nos gustaría verla de nuevo con ese tío Richard Widmarck y
sus pistolones dorados disparando a diestro y siniestro por esos corrales
dejados de la mano de dios. Oakley Hall también hace sus pinitos sociales en
plan marxista con la cosa de los mineros que están que trinan y que forman un
sindicato. Hay un médico, que es el teórico marxista, que los dirige y que se
cabrea con ellos porque no son todo lo caballerosos que le gustaría que fueran.
Por cierto que los mineros son unos malas bestias, en general, como colectivo.
Son borrachos, pendencieros y puteros a más no poder. Gente sin instrucción, gente
del pueblo, de los que tanto le gustaban a Dostoievski y con quienes compartió
presidio siberiano (un tanto intimidado frente a su odio de clase, según él
mismo relata). Pero Hall no halla elementos positivos en los trabajadores de la
mina, solo destaca a un joven herido en las manos que ejerce de líder sindical
y que disputa al galeno la organización de las masas.
Y el caso es que no estamos muy seguros de que esta forma
sea la adecuada para referirse y criticar; esta forma deslenguada e irreverente,
tal vez no sea la propia del crítico audaz y mordaz, pues es probable que
devalúe su trabajo al ser tomada la parte soez por el todo intelectual (¡ja!).
Soez, mordaz, ¡montaraz! más bien, montaraz, monzónica crítica antipoética e
intelectual. Sobre todo intelectual, por lo de la blasfemia que todavía no
hemos proferido, que nos quema en la punta de la lengua y a la que nos debemos,
que debemos plasmar con todas y cada una de sus letras de oro en los
prolegómenos de la verdad. Una buena blasfemia debería ser indispensable,
condición indispensable de una crítica correcta. Sin blasfemia no hay verdad,
sin blasfemia se miente, no se echa el resto, no se suda la camiseta literaria.
Pero luego te meten en la cárcel, estos populistas se inventan una ley y la aprueban
en las cortes y te enchironan, te meten al trullo, te llevan al maco de cabeza
y te instauran una fianza colosal para que no puedas hacerla frente y te veas
obligado a formalizar una colecta entre algunos colectivos de ayuda a los
degenerados como tú. De modo que la crítica cojea. En este país no hay una
crítica decente porque no se blasfema lo suficiente, porque hay una especie de
temor reverencial a tomar el nombre de dios en vano, una especie de temor
producto de los siglos de opresión informativa, es decir, de los siglos en los
que te informaban de pocas cosas pero importantes, la más importante: con la
iglesia hemos topado. Y la iglesia te oprimía, vaya si lo hacía. Te oprimía tus
partes pudendas y, si te descuidabas, te metía la cabeza en el torno que ni los
jíbaros, oiga. Así se evitaban las
críticas ellos. A ver quién era el listo que les criticaba a ellos. Y de esos
polvos estos lodos tan melifluos y respetuosos, tan carismáticos y
acomplejados.
Bernard, del que hablábamos antes, transgrede un rato, es
transgresor y te ríes bastante o mucho con las peripecias de su personaje que
se ve zarandeado por la injusticia basal de una sociedad enajenada,
desenfrenada y controlada hasta un mundo feliz. Pero los personajes del
profesor Bernard prescinden, melindrosos, de la blasfemia liberadora, sanadora,
la eluden y eliden, es decir que él la evita como si se tratara de una
enfermedad que pudiera contagiar a toda su escritura de una zafiedad poco
moderna y muy criticable. Encima, los personajes están bien delineados en su
acción, su ejecutoria, sus vicisitudes, lo que avanza que el autor se ha
documentado ridículamente sobre las cajeras de los supermercados y otras
fruslerías antiliterarias, como el funcionamiento de oficinas de correos
varias.
¡Ah!, pero esta es otra manera, una muy inteligente:
tomar el nombre del autor en vano. Regodearse minimizando su autoría.
¡Desautorizando! No tan efectiva como la pura elevación que provee el ultraje
sagrado, la execración divina, el juramento altisonante, pero pasable,
funcional y apabullante.
Hagamos una prueba algodonosa, nuclear. Veamos quién osa
superar este crítico comienzo: "Hostia puta, la novela de Fulano...",
o este insólito final:
"... En resumen, que Fulano es un autor muy a tener
en cuenta, me cago en el copón". ¡Nadie!, naide, nobody, none. ¡Qué fuerza
bruta!, motriz. Una crítica de esta índole subversiva resulta siempre
revolucionaria. Y no hace falta más que un escueto toque artístico al principio
o al final, nunca en el medio, pues en el medio queda oculto y demediado por el
frenesí restante, porque la crítica no puede ser solamente eso, no puede
quedarse en el golpecillo de efecto, en el cucuculillo
gombrowiciano (que no es sino otro modo de confabularse contra el poder
absoluto), la crítica, una vez establecido el tono en el encabezamiento debe
ser todo lo seria que se requiera, y ha de ser seria como un furúnculo rectal
también si el espejismo sucede al acabóse.
Pero ustedes ya se estarán preguntando, ¿qué clase de
tomadura de pelo es esta? ¡Ajá! Lo es, sin duda, sin paréntesis lo es. Mas, ¿no
es acaso un recurso como otro cualquiera este de desvariar a lo loco porque sí
para rellenar espacios vacíos, vacuos e insolentes, y enfrentarse con pundonor
auténtico al temible enemigo de la página en blanco? Y ¿no es cierto que esta y
otras preguntas quedan de lo más sespiriano, asín, entre nosotros? Nada que
objetar, suponemos que no tienen nada que objetar si han seguido hasta aquí; si
han seguido leyendo hasta aquí es porque quizás estén intrigados por el
desenlace (aquí, más que raudo, lentísimo), por la conclusión y el epítome, la
síntesis gremial de todo este paradigma lingüístico que implementamos a su
salud de ustedes mismos, amigos. ¿Qué dirían, entonces, si, al estilo
inimitable del gran Porky nos despidiésemos con el famoso, that's all folks...!? Mejor no imaginarlo, ni pensarlo. Pues no ha
de ocurrir. Que tenemos nuestra resplandeciente responsabilidad y el caso es
que estábamos con una del oeste. O con dos del oeste, porque la del profesor
Bernard tiene su villano, sin pistola pero con dos puños de acero, un tipo ruin
que no asalta diligencias pero reparte leña que da gusto. Oh, pero la vileza no
es patrimonio del western, se encuentra hasta en los cuentos de hadas. El
western es novela negra, género policíaco, el western es Stieg Larsson
dirigiendo su caravana, Simenon con su güisqui garrafal, D. Hammett embreado y
cubierto de plumas, Highsmith canturreando su cancán en el salón.
Reduciendo-reduciendo, podría afirmarse que toda novela es un western. Que
Hamlet es una novela del oeste (y no mentimos demasiado). Así como podríamos
soltar que toda crítica empieza o acaba con una soez blasfemia, aun implícita e
incógnita, aun tapada, velada o elidida.
Aunque, por otra parte, ¿merece Oakley Hall, de quien
dicen maravillas nada menos que Thomas
Pynchon y Richard Ford, dos popes indiscutibles, este tratamiento tan
irrespetuoso de nuestra irracionalidad rampante? Es evidente que no. Tampoco
Bernard. La culpa, toda la culpa, bueno, casi toda la culpa es de Grodek, y un
poco de Perrón y de su chucho híbrido y molesto, y otro poco pueden ustedes
atribuírnoslo a nosotros, los escribas, los mensajeros, los correveidiles, los
intérpretes y traductores de lo que está en el aire y sabe todo el mundo.
Porque esto que escribimos no es nuevo, no es nuestro, está en el aire, en el
imaginario popular, como Grodek, como Perrón, están en las conversaciones y los
pensamientos impuros.
Sigue Warlock con su Bud Gannon, el héroe en la sombra, el antihéroe despojado de glamour, y nuestro innegable favorito por encima de los pistoleros y de los jugadores, de los mafiosos y de los vaqueros de gatillo fácil y mente primaria. Creemos que Gannon actúa como una especie de alter ego del autor dentro de la novela: es el personaje a quien parece profesar un mayor aprecio y el mejor trazado (además de que, pese a no destacar precisamente por su atractivo, se lleva a la chica guapa y peligrosa). Hall, como Matthiessen en su monumental "País de Sombras", dice mucho de la génesis de la nación, de sus materiales fundamentales, y lo que dice viene a explicar muchas de las características actuales de la sociedad norteamericana. Hall nos habla de qué clase de ciudadanos pululaban por las ciudades de frontera y de qué clase de empresarios las sostenían. Nos habla de la delincuencia y de la justicia.
A nuestro parecer, los estadounidenses no tienen mucho de
lo que enorgullecerse en términos históricos, tanto así que parecen una nación
europea más. Pero no es así, como más adelante argumentaremos. No obstante, esa
fascinación que presentan como pueblo necesitado de una historia por fabricarse
mitos y dotarlos de gran trascendencia para compensar su falta de pedigrí
(léase antigüedad real) es bastante ridícula, como los son algunos de sus juegos
inventados tan recientemente, tan raros que nadie apenas puede jugarlos: su
fútbol americano, su béisbol. Stephen King nos daba lecciones de béisbol en su
última novela y eso nos jodía un poco, todo hay que decirlo, porque no nos
interesa, no le cogemos el punto, no le tenemos cogido el punto al béisbol de
la narices, cuya mayor contribución a la cultura occidental consiste en dotar a
los bestias pardas de una herramienta contundente para aporrear contrarios: el
bate. Hace unos días leíamos que ellos también piensan mal de nuestros deportes
mayoritarios y que consideran nuestro fútbol una mariconada, ya que allí lo
practican mayormente las niñas de los colegios y las jóvenes universitarias:
parece que los machos eligen fútbol americano, béisbol o baloncesto si son
negros, esto..., altos, queríamos decir. O sea, que se permiten el lujo de
insultarnos por jugar al genuino balompié mientras se inventan sandeces
alternativas para diferenciarse y así mitigar su complejo de inferioridad
cultural.
Algo bueno de los yanquis: esa sacralización del
individuo contra la naturaleza y contra la sociedad, del hombre hecho a sí
mismo, produce sociedades monstruosas con comportamientos imperialistas y
dictatoriales, pero permite la eclosión de individualidades portentosas en casi
todos los ámbitos, incluido el artístico, incluido el literario. Ellos han
perdido el pudor que nos embarga, por ejemplo, a los españoles, lo desconocen
del todo. Nuestra emancipación no es natural, sino almodovariana, con muchísima
suerte, una vez cada siglo o así, picassiana. Nuestra transgresión aún huele a
sacristía y a cuartel franquista y solamente se libera en otras latitudes
porque la permanencia en el suelo patrio, en la "tierra sagrada donde yo
nací" (parafraseando el nauseabundo himno a Burgos), impone de tal forma
que, literalmente, llena de impotencia, incapacita y castra, desmotiva y
uniformiza. Sin embargo, la tierra de Arkansas, por poner un ejemplo, no es
sagrada ni nada que se lo parezca, por más que así lo declaren sus nativos, porque
para que lo sea deberán pasar, al menos, unos cuantos siglos más, siglos de
dominación, de vida y degeneración, de
muerte y corrupción generales, vaya, siglos de desarrollo social. Solo
cuando nada haya semejante a lo sagrado en su acepción más liberal y amplia,
solo cuando la podredumbre haya arramblado con toda resistencia humanizada,
valerosa y libre, recta y compasiva, se puede hablar en esos términos
vergonzosos, con esa falsedad radical con que lo hacemos en la vieja Europa.
Esa es su ventaja, esa es la cabeza que nos sacan en cuanto a la capacidad de
acercarse al arte con cierta inocencia y cierta verdad añadida. Nosotros somos
reos de nuestro pasado inicuo y ellos aunque camino llevan y son alumnos
aventajados todavía conservan una parte de su organización, de su materia
social, más que intacta, recuperable, reversible, sobre todo por su juventud
relativa. Abruma su potencial, es un país con potencial, como India, o también,
con algunos reparos, China, todo lo contrario que España o Italia o incluso
Francia, Inglaterra y Alemania que ya lo han gastado todo, lo han dilapidado y
malversado, que ya lo han dado todo históricamente hablando y siguen por
inercia ocupando un sillón en la cumbre de las naciones. Y cuando decimos que
históricamente nuestros países ya no tienen para responder..., je, estamos
diciendo que artísticamente también vamos "poniendo la manita",
aunque la crisis actual pueda provocar un espejismo revitalizador de nuestros
usos y costumbres tan arraigados y poco estimulantes. Decimos que nuestra
literatura languidece y va a menos, sobre todo en España. Que acaba de ganar el
premio Planeta un tío que habla de pikoletos, nada de detectives privados, nada
de Easy Rawlings, ni de Charlie Parker, ni Ataúd Johnson ni Sepulturero Jones.
Pikoletos: la brigada Chamorro. O el glamour. Suponemos que estos guardias
serán de lo más civilizado y no irán por ahí torturando abertzales esbirros de
alkaeda, pero nos queda la duda; y nos corroe. Y seguramente nos jodería si nos
pusiésemos a leerlo, si nos diese por ahí, si nos impusiésemos esa penitencia
grave y descomunal, nos jodería el intento de humanizar al "cuerpo",
a la menemérica, que diría el gran Chiquito of the Road, gran pensador europeo,
este sí. Porque el cuerpo es inhumano por más que rescate gatitos subidos en su
árbol al efecto o ancianitas desvalidas y tironeadas por desaprensivos rumanos
(con roturas de cadera incluidas en el show) y es inhumanizable en su conjunto
y en su particularidad tan patriótica ella que todo lo entrega por el
"suelo bendito donde moriré" (por seguir con nuestro himno de
referencia, ese pastiche vomitivo y repugnantemente antimusical, esa apoteosis
del mal gusto provinciano, que tanto aplauden los tenderos, o sea, los
autónomos).
Hay quienes comparan a Marías con DeLillo y luego
abominan y echan pestes de Mo Yan, suponemos que sin haberlo leído ni por el
forro. Ah, pero nosotros que no leemos a Marías, sin embargo sí nos tragamos
los tochos de DeLillo y de Mo Yan, algunos tochos que nos hemos tragado y que
nos han parecido bien. Y ya estamos, que si no hemos catado la gran calidad
intrínseca del gran Marías que por qué lo detestamos y lo ninguneamos y lo
ridiculizamos tanto y tan mal largamos de él y de su obrita primorosa. ¿Tendrá
la culpa la Fiera Literaria con sus descalificaciones acompasadas? ¿Tendrán la
culpa los fachas de la Fiera? Nos molestaría un tanto que así fuera y, sin
embargo, sabemos que algo hay por el estilo, que hemos leído en la página de
marras algunas críticas acerbas y violentas en grado sumo, pero, ya está...
¡pelillos a la mar! Y así preferimos a DeLillo que nos motiva y escogemos a Mo
Yan, que nos abre los ojos a una realidad. Y relegamos a don Javier al olvido,
con su Mendonça (nombrecito del
polichinela pintoresco del ínclito genio, al cual regala con adorables
muchachuelas de porcelana, para solaz del resto de su attrezzo londinense; algo
que decir: a nadie que no sea un auténtico pijo niño de papá y licenciado en
pijería moderna puede ocurrírsele llamar a un muñequito asín de esa manera tan
cursi y tan leída, y con tanto tarado regocijo, que esa es otra, que además lo
va contando por ahí, para más inri), y lo tiramos al cubo de la basura (pero
seguimos leyéndolo en EPS y, a veces, con relativo interés, un interés
partidista, claro está, aunque vamos buscándole las vueltas, eso siempre, de
ahí el Mendonça, claro está).
Y basta de JM. El caso es que Hall no defrauda, pero
tampoco profundiza tanto como Matthiessen. Algunos temas tan candentes ni los
roza: el racismo. Y hacer una gran historia americana sin protestar contra esa
lacra es fallar en el empeño, de lo que se sigue que Warlock no es una gran novela
americana. Es una buena novela, una novela de aventuras escrita con maestría.
Pero... no debemos sentenciar con esa facilidad y con esa frivolidad de
contenido. Ya hemos dicho que escarbar, lo que se dice escarbar, escarba, que
dibuja personajes con alma, en especial Bud Gannon, pero también tiene su alma
negra de carbón Morgan, el jugador, y tampoco el hombre de las pistolas de oro
se queda atrás. Luego, los personajes inquietantes propios de las grandes
obras, que en esta son la exprostituta y el doctor, ambos bien atormentados,
ambos infelices y tan heridos, tan con un pasado gris, un pasado para olvidar.
Vale pues, digamos que son dos novelas importantes de
cuya lectura hemos disfrutado de maneras distintas. De Warlock, disfrutamos al
estilo King, con esa especie de ansia viva porque llegue el momento de agarrar
el libraco que está emocionante y a ver qué pasa. Del libro de Bernard con
entusiasmo intelectual, con apetito de estilo, con ganas literarias y empatía
virtual, tratando de aprehender. Y es que hay historias e historias y estas son
dos que no tienen mucho que ver. Por eso las hemos leído, que en la variedad
está el gusto, nos cagamos en dios.
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MICRORRELATOS
MICRORRELATOS
SIN
QUERER
Dos dimensiones. Frío. Castillo de
naipes. O las torres más altas del imperio. ¡Ah!, la gravedad, su fuerza
persuasiva. El tiempo es un insecto que no avanza ni abre surcos en el suelo,
tan vacío. Baldosas sin una filigrana que podrían ser cálida madera. Dolor,
pero débil, respetuoso. La voz de la experiencia ensayando una buena despedida:
dos o tres palabras nuevas, radicales.
La tierra dando vueltas, loca de
soledad, inalterable. Y el tiempo inmóvil, esculpido en granito, una losa de
frío.
Un siempre por un jamás; cambio de paradigma. Y todo personal, insoportable.
El timbre de la casa, sus pasos
diminutos, la puerta que se cierra; el sello inconfundible de otra voz.
Y todo familiar, desagradable.
...
yo ya no puedo con él...
vamos,
papá..., ¡arriba!
Por fin, entre dos lágrimas, una voz
invisible procedente del máximo silencio:
...gracias,
hijo.
¡Ah,... y nada de volar!
Claro, je-je... Adiós, doctor.
He ahí la historia, en síntesis, pero
historia. El joven piensa a velocidad de pensamiento, imposible reproducirlo
con exactitud, blasfema tan rápido que los dioses no tienen tiempo de darse por
aludidos:
mierda
nada de volar en absoluto por los cojones evidentemente el hombre no
vuela gracias por nada qué coñazo doctor hostiaputa aunque tengo las recetas
incomprensibles cómo lo entenderá el puto farmacéutico y relucientes en el
bolso doradas de sus jodidas pildoritas amarillas... (hostiaputa y etcétera, un etcétera
descomunal, si me lo permiten).
El tema es la psiquiatría; el chaval
es un enfermo psiquiátrico, un tarado mental.
Otros lo hicieron antes, mira a Ira
Stigman follándose a su hermana, ¿otro tarado?, o un tipo listo como el hambre,
un gigante literario en ciernes. Interroguémonos por un instante al respecto.
Suficiente. Al grano. El grano es el grano argumental, por supuesto: he ahí la
historia.
CAJER@S
La operación en el cajero automático
es bastante segura. Tú delante de la pantalla y nadie más. Abstraerse de la
cámara que graba parece fácil, no es como en el gran hermano, casi nadie va a
verlo, uno puede, incluso, meterse el dedo en la nariz.
El resto resulta más complicado. No es
posible demorar la acción, que está ya bien pensada, calculada. Lo primero es
entrar sin dar muestras de preocupación. Luego está el asunto, peliagudo, de
las elecciones, que, sin embargo, puede soslayarse con unas gotitas de azar, un
chorreo de libre albedrío, o de ceguera. Por demás, es importante no darse por
aludido, esquivar las presuntas miradas de la gente y concentrarse en el
crucial momento del careo inevitable.
Ella siempre gigante ante su moderna máquina
registradora. La cola que se forma en un segundo: todos investigando.
Y el sudor que fluye desde un lugar
del cerebro.
DOMINGO
POR LA MAÑANA
En casa de los tíos. El jersey, que
pica y oprime, es nuevo y no muy elástico. Un movimiento fatal, en pleno juego,
y se descose por la axila. Una punzada de pánico; comienza un nuevo juego, del
escondite. Mi hermano mayor descubre mi secreto. Me adivino un futuro de
mierda. El chivatazo. La llamada. Comparezco ante el tribunal. El delito es
evidente. Soy culpable. La sentencia va a ser ejecutada y me dispongo a cumplir
con mi deber como un hombre. Entonces, una sutil variación; mi hermano susurra
al oído de mi madre. Sonríe, me mira de reojo, le dice: dale en la cara que llora.. Yo me tapo las mejillas con las manos.
No hablo. Ella dice: baja las manos y
aunque también sonríe, muestra el destello impaciente de esa voz
característica. Cuando bajo las manos ya estoy llorando. Ella me golpea. Ambos
lo celebran. Tengo ocho años.
Y
ASINA TE LA VUELVEN A LIAR
Sentados en el parque. Fumando.
Aparecen los tanos por sorpresa. Hay
que joderse... ¡Coño, si tienen...! El guaperas se hace un joint. Van de legales (sí,... pero por los cojones). Nosotros -qué
remedio- sacamos de lo nuestro. Nos preguntan, y vaya si tenemos. Que quieren
cien duritos, que el suyo es una mierda. Y lo es, joder, es gena pura. Les
pasamos cien duros gansos y los tíos se enrollan. Qué majos son (sí, pero...). Lástima
que no esté el Antonio, que a ese sí le conocemos. Sacan pasta y nos pagan...
¡Nos pagan? y se abren. Joder qué bola. Verlo para creerlo. Respiramos
hondamente, aliviados. Ya nos vamos, cuando, de pronto, uno de ellos vuelve y nos
pide un talego "de ese costo tan
guapo que tenéis", todavía alucinando, saco una barra y se la paso:
error fatal, game over.
Hacemos cuentas. En silencio. Son los gajes
del oficio.
OTRO
DOMINGO
Los domingos son días peligrosos,
estúpidos. A veces, antes de levantarme ya he cobrado. No diré más. El último
fuimos a casa de los abuelos, una casa humilde pero con dos pisos y una
escalera que es, estúpidamente, mi objeto de deseo. Me gusta subir a la
escalera. Subo. A mi madre no le gusta. Hay un tira y afloja y entonces mi
madre me dice que cuando volvamos a casa me ajustará las cuentas. No lo dice
así, claro, sino con su lenguaje de madre. Lo hará. Aunque acabamos de llegar,
yo sé que lo hará y siento que el día se ha terminado para mí. Comemos. Hay
bromas. Mi madre bromea con mis abuelos, con mi padre. Ni me mira. Yo escruto
su rostro todo el tiempo buscando desesperadamente un gesto de perdón. A las
seis entramos en casa. Sin esperar a quitarse el abrigo comienza a pegarme.
TENDEDEROS
Vivimos en un piso alto, muy alto para
un niño. La ventana del baño donde suelo encerrarme cuando las cosas se ponen feas
da a un patio lleno de tendederos que es donde las vecinas tienden la ropa, a
menudo mientras cantan a grito pelado. Yo creo que mi madre canta bien y ella
canta desafiando a las otras. Bueno, siempre termino abriendo la
puerta cuando llama a mi padre, que me amenaza con quitarse el cinto. Abro la
puerta y entonces mi madre se abalanza sobre mí y me golpea con toda su fuerza
de adulto. Lloro. Siempre igual. La historia se repite y yo, como soy bastante
ágil, fantaseo con descolgarme de tendedero en tendedero hasta el suelo. Sueño
que tiran la puerta abajo y yo no estoy allí. Pienso en ello y me siento bien.
Y me digo: la próxima vez tengo que intentarlo.
QUÉ
LE VAMOS A HACER
Espero. Pasa el tiempo y se va congregando
un grupo de personas. Todos dando vueltas, inquietos. Mentalmente, ensayo la
jugada. Tengo cinco trompos, quiero un cuarto. Pero el blanco está a seis. Y lo
vale, que te pica el careto que da gusto y se disuelve en el agua como agua
cristalina. Al rato, aparece el Loco, hacemos un círculo a su alrededor, nos mira
de pasada. Controla. Es el rey del mambo. De repente, le sacude a uno un
puñetazo en la boca del estómago. Dan ganas de salir corriendo. Llega mi turno.
Entre una cosa y otra, tiemblo un poco, pero trato de aparentar seguridad. Me
dice: pues habrá que dártelo, qué le
vamos a hacer, y luego, mirando torvamente a los demás, que esto es para los que no abusan. Misión
cumplida. Me abro. Pero el caso es que noto como un dolor en el estómago.
PÁJAROS
EN LA CABEZA
Me encuentro con fulano. Hacía tanto
tiempo... Nos paramos a charlar y le noto algo raro en la cabeza. Me fijo y veo
un pequeño escarabajo que se va desplazando lentamente entre su exigua masa
capilar (o forestal, para el caso). No, no es un piojo, sino un señor bicho de
tamaño respetable. Quiero despedirme pero entonces adivino, vislumbro, atisbo
una pata en movimiento que sobresale de su oreja izquierda, una pata de araña o
de hormiga gigante que tantea el camino como el bastón de un ciego. Mi alarma
crece al ritmo que se agranda mi curiosidad. El intrépido bicharraco de la
azotea extiende las alas y parece que va a echar a volar: no lo hace, se
repliega y vuelve a las andadas. Fulano me guiña un ojo. Yo le miro sin
lástima. De hecho, ha mejorado. De chico, siempre le decían que tenía pájaros
en la cabeza.
UNA
LECCIÓN INOLVIDABLE
Eran las cuatro de la tarde y asistíamos
a clase de terror. El Atila había sacado a tres a la palestra. Uno de ellos era
el Peque. Le llamábamos así por la estatura, pero era un tío con dos cojones a
sus nueve años. Esta vez la habían liado bien. Habían estado tres tardes
consecutivas haciéndose la pirola, aprovechando el inicio de la primavera. El Atila
empezó por los más altos, que lloraron a la primera hostia, lo que le permitió vomitar
por dos veces su frase favorita: ¡llora, que de menos lo meas! Acto seguido, se
encaró con el Peque y le atizó con violencia, pero el chavalín se mantuvo firme,
lo que enfureció a la bestia, que volvió a golpearle con más fuerza: el Peque
aguantaba estoicamente, sin llorar, las hostias volaban; viéndolo se te
saltaban las lágrimas.
Aquel fue nuestro mayo del sesenta y ocho.
Aquel fue nuestro mayo del sesenta y ocho.
ISABEL
La Isa tenía un marido, un novio y
siete hermanos a los que nadie quería cabrear. También tenía algo que nosotros
necesitábamos.
Aquella tarde estábamos en el portal
pidiéndole fiado, intentando convencerla de que nos aceptara una chupa en
prenda. Mi colega llevaba la voz cantante y mientras hablaba no dejaba de
tocarla el culo. Ella, la misma que se encargaba por puro gusto de currar
personalmente a los incautos que se atrevían a engañarla, en aquel momento,
parecía una niña pequeña, adoptaba una actitud infantil, su rostro reflejaba una
incipiente expresión de felicidad: se dejaba querer. Pasaba de la chupa, que
era bastante chunga, pero al final se metió la mano al bolso y sacó una papela.
Nosotros le juramos fidelidad como auténticos
caballeros bostezantes.
Y es que, jodidamente, el caballo
tiene algo que en cuanto lo has conseguido ya te está empezando a bajar, ya
necesitas más.
(octubre de 2012)
---
a propósito de una biografía de Engels
Que la biografía no es nuestro género favorito es un
hecho incontestable y, no obstante, nos hemos acercado a una, más que otra cosa
porque nos regalaron el libro y no es cuestión de no leer lo que ha sido
comprado con alguna ilusión y entregado con ocasión de alguna efeméride de
alcance y de renombre. A todo esto, la biografía es la de Friedrich Engels y
lleva por título el provocador "El gentleman comunista" (Tristram
Hunt, Anagrama-Biblioteca de la Memoria, 2011).
Es curioso, bueno, lo encontramos curioso hasta cierto
punto, que alguien que no es marxista aborde la biografía de una personalidad
de este calibre. El señor Hunt es historiador y además ha sido diputado por el
Partido Laborista. Nada que objetar. Los historiadores se especializan y una
vez especializados pues escriben acerca de su especialidad. El problema -porque
nosotros, ya saben, siempre estamos en el problema, con el problema y la no menos
tremenda "poblemática" que acarrea- está en dilucidar hasta qué punto
es bueno, oportuno, hasta qué punto debemos conocer ciertos aspectos que casi
todo el mundo ignora y cuál es la función de esa fenomenal exposición de datos
tan ignotos. ¿Era necesario ese despojamiento?¿Debíamos inexorablemente
levantar el velo que el tiempo había arrojado con dulzura sobre la tumba del
insigne pensador alemán? Luego, hay que apechugar con los daños colaterales,
como siempre en una biografía. Resulta que el biografiado no es un ser aislado
sino que interactúa con su entorno humano. Aquí, se da el caso de que esa
interacción se producía nada más y nada menos que con Marx, entre otras
destacadas personalidades de la época, de modo que esta obrita se inmiscuye en
el proceso de gestación de una de las ideologías más fecundas e influyentes del
siglo veinte revelando una serie de detalles sobre sus creadores, la gran
pareja, la pareja por antonomasia, que no nos interesaban lo más mínimo antes
de abrir el libro y de los que alegremente habríamos prescindido durante el curso de acreción de nuestro regular acervo, detalles que no añaden sino
confusión a nuestra pobre filosofía de andar por casa, que no encontramos lo
suficientemente relevantes, cuyo alumbramiento no se justifica como decisivo,
sino como accesorio y cuya difusión puede poner en peligro la coherencia
intrínseca de una gran obra ofreciendo a sus enemigos herramientas, aun toscas,
de destrucción, hachas de sílex con las que arañar la coraza formidable del
corpus filosófico marxista, herramientas primitivas cuyo aparente brillo puede
obnubilar las mentes de algunos trabajadores, apartándolos del camino más recto
hacia su emancipación.
La primera en la frente. Ni Engels ni Marx eran hijos de
familias trabajadoras y humildes. En concreto, Engels fue el primogénito de una
familia dedicada a sus rentables negocios empresariales y a la obtención de sus
pingües beneficios (lo siento pero
esta expresión ejerce una sobrenatural fuerza sobre mí: debía usarla, ahora o
nunca, que se suele decir). Por otra parte, ahora que reflexionamos... , hemos
de reconocer una evidencia, la de que en esa época (Engels nació en 1820),
nadie que no fuera de buena familia, de alta cuna o cierta alcurnia, podía
soñar con emprender una vida de estudio ni con adquirir una completa formación
académica, por lo que a nadie debería extrañar que los más eminentes filósofos
de la época fueran hijos de gente con posibles. Mas, ¿debería sorprendernos que,
aparte de ser convenientemente adinerados, además de eso, decimos e insistimos,
fueran unos aprendices de crápulas, puteros y botelloneros sin escrúpulos? Pues
es lo que Hunt viene no a insinuar sino a afirmar tajantemente (de tajada). Resulta
que Marx y Engels se juntaban con otros ilustres jovenzuelos e iban todo el día
por ahí bebiendo como cosacos y agarrándose unas cogorzas de campeonato (para
consternación de Bakunin). Y ahí surge la pregunta, una de las preguntas: ¿sabía
eso, era consciente de eso Mao Zedong? ¿Hizo alguien partícipe a Mao de esa y
otras informaciones acerca de los padres de la patria? ¿Y Fidel?, ¿sabía lo de
las melopeas de la parejita? Estamos seguros de que quienes no lo sabían en
absoluto eran los estudiantes de la China maoísta o los de la antigua URSS. No
nos imaginamos a los jóvenes uniformados leyendo en sus libros de texto
aprobados por los distintos comités acerca de las vomitonas de Marx después de
una de sus legendarias juergas alcohólicas.
Aunque y para horror de los ortodoxos, aún hay mucho más,
mucha más bazofia vital que exponer a la luz, que sacar del sumidero de la
historia. Mucho más material (por emplear un término apropiado) que airear sin
motivo aparente alguno, a no ser el de la exhibición de la sabiduría y la
complejidad de los conocimientos de uno (¿no es así, Mr. Hunt?). Así, se nos
revela que el señor Marx, amén de esposo y amante padre de familia era lo que
se suele denominar un picha brava que tuvo un hijo fuera del matrimonio al que
nunca reconoció. Desde luego que Marx, no como pensador, sino como persona, no
sale muy bien parado en el libro, no sale muy favorecido en este retrato
histórico. Marx aparece como un aprovechado, egocéntrico e insensible, un tipo
que siempre estaba pidiendo pasta para la esmerada educación de su prole y para
sí mismo, y al que costaba un potosí ponerse a trabajar, siempre postergando la
culminación de su gran obra.
En el caso de Engels, aunque el autor dedica gran parte
del libro a escenificar la gran contradicción que presidió su vida y obra, a
saber, el hecho flagrante y rimbombante de ser a la vez obrero y patrón, por
decirlo así, o sea, de ser empresario de día y activista revolucionario de
noche o de preparar minuciosamente el expolio de su propio patrimonio, luego,
adquiere súbitamente conciencia de lo mal que ha dejado al pobre homenajeado
(biografiado) y trata de disculparlo en los capítulos finales eximiéndole, al
menos, de gran parte de culpa en el desastre de las dictaduras comunistas del
siglo veinte.
Parece ser que hay quien achaca a Engels una
responsabilidad directa en la formulación ideológica del estalinismo. Hay quien
acusa a Engels de aprovechar la muerte de Marx para prostituir su legado y
orientarlo hacia postulados que luego utilizarían los estalinistas para
realizar sus purgas e instaurar sus regímenes de terror. Hunt argumenta en
favor de Engels y trata de desmontar esas teorías. Desgraciadamente, la tarea
excede, en nuestra opinión el ámbito de la biografía y queda apenas enunciada,
no entra a fondo en el problema porque no puede, ya que se necesitaría una obra
mucho más extensa, mucho más documentada y más estrictamente técnica para
afrontar una tarea de esa enorme complejidad.
No obstante, el libro se lee con agrado y aunque ofrece
informaciones que muchos lectores desde posiciones de izquierda habrían
preferido no poseer, también culmina una ciertamente amable imagen del pensador
alemán, convertido en sus últimos años en el "Gran Lama de Regent's Park
Road", una suerte de abuelito de Heidi aficionado a la cerveza y el
güisqui, que disfrutaba de las visitas de sus amigos y allegados y de las
interminables veladas con sus conversaciones interminables, generoso con la
progenie de Marx hasta extremos inconcebibles y políticamente mucho menos
radical que en su época de juventud y madurez, marcadas ambas por la ortodoxia
del pensamiento comunista y el enfoque revolucionario de la acción política.
Lo importante para nosotros, lo que nos mueve a escribir
esta reseña, es, sin embargo, más allá de la importancia intrínseca de la obra,
que ya decimos que nos parece correcta pero prescindible, lo que nos hace
pensar y excita nuestra pluma irreverente es la conveniencia o no del género,
una cuestión previa, de orden: ¿merece la pena el género biográfico? Ya en
otras ocasiones hemos expuesto nuestro parecer al respecto y hemos especificado
que encontramos más conforme a nuestro punto de vista el autobiográfico, aun
siendo conscientes de que ni siquiera ahí el autor cuenta con toda la información (la memoria no es
perfecta, y la gente tiende a olvidar y recordar en base a configuraciones
mentales que garanticen su estabilidad emocional). En la biografía, el autor se
debe a sus fuentes, debe investigar (horreur!). En concreto, para la
elaboración de esta obra, el autor se ha basado fundamentalmente en un
mamotreto del que ha extraído la mayoría de las citas, Marx-Engels Collected Works (Nueva York, 1975-2005), una obrita de
unos cincuenta gruesos volúmenes en la que, al parecer, está contenida toda la
monumental de nuestra filosófica parejita. Otro de los bastiones de la
biografía, de donde salen algunos detalles "escabrosos", es la correspondencia
privada de las hijas de Marx, que consideraban a Engels como poco menos que su
abuelo y a quien llamaban en privado "El General". En general
(disculpen la redundancia), el libro no tiene desperdicio. Resulta que nuestro
héroe era aficionado a la equitación, deporte pijo por excelencia desde tiempo
inmemorial, y no contento con eso además iba a cazar zorros por ahí como quien
se pone las zapatillas y se va a hacer footing
hoy en día. Así que la lista se incrementa: borracho, vividor, cazador... Pero,
algo hay que chirría en esa descripción; Engels escribió una de sus obras
fundamentales a la tierna edad de veinticuatro años..., precisamente en el
apogeo de su presunta vida licenciosa. Bien, un alcohólico difícilmente podría
escribir "La situación de la clase obrera en Inglaterra", tampoco un
viva la virgen a quien le interesara sobre todo salir por ahí a divertirse a lo
grande. Hay, pues, ciertas contradicciones en la relación de los hechos y en la
presentación del carácter del biografiado. Digamos que la contradicción es
parte de la naturaleza humana y que no es imposible compatibilizar un grado de
seriedad importante con una querencia hacia los placeres del mundo y de la
carne, pero incluso así no vemos resuelto satisfactoriamente ese aspecto en el
libro, así como la defensa un poco desmesurada y a ultranza que se hace del
protagonista en los últimos capítulos como intentando compensar las pullas, las
descalificaciones y los ataques personales efectuados en el resto de la obra.
Ahora, todos estos prolegómenos no tienen otra función
que la de preparar al lector para la grave pregunta que es obligado formularse:
¿tiene sentido el género biográfico dentro de la literatura, o se trata de un
subgénero decididamente menor cercano al puro cotilleo de patio de vecindad y
que no tiene utilidad alguna salvo para los alcahuetes amantes de la
maledicencia, la murmuración y las habladurías? Porque a nosotros nos sobra
con una serie de datos imprescindibles, no necesitamos trescientas o quinientas
páginas de la vida de una persona famosa por su obra para hacernos nuestra
composición fidedigna de lugar sobre su talante. Yendo más al grano, ¿nos es
necesario saber que Karl Marx dejó preñada a la señora de la limpieza y que
luego abdicó de sus responsabilidades y no reconoció a su ilegítimo vástago
como si de un Julio Iglesias cualquiera se tratase? Dejando aparte el hecho
fundacional y fundamental de que con el paso del tiempo acontecimientos
semejantes, por mucho que fueran prolijamente documentados, que no es el caso,
nos tememos, dejando aparte, decimos, que ciertas vicisitudes de la vida suelen
acarrear y traer una complejidad tremenda en sí mismas que no es fácil
condensar en unas líneas al cabo de más de cien años de acaecidas, es que a
nadie importa, o a nadie debería importarle algo así, algo que no es una
revelación que cuestione la obra del filósofo ni que ponga en trance su teoría,
ni siquiera que manche definitivamente su imagen.
La obra de Marx y Engels tiene un alcance que desafía,
que elude las pequeñeces inherentes a la existencia de los individuos, incluso
a la de sus creadores. Su alcance es mundial, abarca al género humano. Como
antes hemos señalado, nadie hijo de obrero tenía en esa época acceso a una
educación superior. Así pues, ¡qué fuerte anhelo de justica social debió
invadir los corazones de los primeros teóricos socialistas! Hombres que
actuaban en contra de sus propios intereses de clase, que conspiraban contra
sus privilegios y contra la herencia que habrían de dejar a sus seres queridos,
todo por un ansia de libertad y de verdadero orden, de ecuanimidad, de igualdad
verdadera, igualdad económica y social, igualdad de oportunidades, por un deseo
de emancipación general.
Engels, según Hunt, jugaba en bolsa, era propietario de
valores bursátiles y no veía especial dolo en ello. Tampoco Marx. Porque precisamente
Engels era el banco privado de Marx, su financiero, el que costeaba el colegio
de las hijas de Marx y pagaba el alquiler de su casa londinense. Marx vivía de
las transferencias de Engels más que de su trabajo como colaborador de
diferentes revistas y periódicos (colaboraciones que, aunque firmaba, eran la
mayoría de las veces originales de su amigo el empresario).
Una exhaustiva labor de documentación. Tremenda. Casi
setenta páginas de citas y de fuentes primarias y secundarias con índice
analítico incluido lo atestiguan. Y todo, o casi todo, para sacar en limpio que
al señor Engels le iba la priva (y disculpen el inevitable pareado). Luego,
detallitos por aquí y por allá, chismorreos sobre los maridos de las hijas de
Marx, unos caraduras en general, apreciaciones sobre los tejemanejes
partidistas de la época con sus estrategias y estratagemas: que si este les
caía bien y aquel otro como una patada en salva sea la parte. La lectura,
amena, eso sí, que a todos nos llama el morbo por saber de las intimidades
ajenas. Pero algo voyeurista, algo como si se estuviera mirando por el ojo de la
cerradura, con un malestar indefinible.
Entonces, la cuestión última sería la siguiente:
¿habríamos preferido no encontrarnos en posesión de esta densa información
sobre las andanzas y vida privada de Engels y su círculo? Bien, la respuesta,
en este caso concreto, es que a lo hecho, pecho. No nos incomoda especialmente
el haber adquirido este conocimiento, por lo demás absolutamente superfluo.
Dicho esto, debemos acotar que lo que no haremos jamás es
leer la biografía de alguien a quien tengamos en alta estima como escritor o
como político o como lo que sea, y no lo haremos por no deshacer la magia, el
encantamiento que tiene que ver con el misterio de la personalidad. Saber,
hasta cierto punto. Hasta el punto, por ejemplo, que el interfecto tenga a bien
mostrar y delatar y hacer público. No dejaremos de leer entrevistas o artículos
en los que un autor hable de sí mismo o de su obra, claro está. No renunciamos,
pues, a la lectura de alguna que otra autobiografía total o parcial. De hecho,
casi toda la obra de un escritor, casi siempre, es, en cierto sentido,
autobiográfica, sea la de un poeta o la de un narrador, las vivencias
personales son siempre parte de la obra y los personajes siempre tienen algo
del autor, como no podría ser de otra manera. En el caso de las artes
plásticas, lo mismo, la misma opinión. Si admiramos a un pintor, preferimos no saber
si se acostaba con su madre, so pena que él mismo lo declare. No queremos que
nadie investigue para nosotros en la correspondencia privada de nadie. No queremos saber, porque tampoco nos gustaría que nadie supiera de nosotros. Es así de simple.
si esto es un hombre
Lo cuenta Primo Levi
en su Trilogía de Auschwitz, que lo más difícil de
encajar cuando llegabas al Lager era la violencia de tus propios compañeros de
infortunio. Lógico. La otra, la violencia de los nazis, la de los SS era lo
esperable, el horror previsto, aunque siempre superase la ficción del
pensamiento con su brutalidad sin paliativos humanos, sin humanidad. Ese trato
brutal, como los brutos tratan a un animal que les desagrada profundamente por
su bajeza o su carácter independiente o su indocilidad para el trabajo, se daba
por descontado, pero que tu compañero de litera, tu vecino, aquel que estaba
más demacrado que tú, que tenía los ojos de loco y los huesos saliéndosele por
entre los pellejos lacerados, tu igual, tu par, que tenía los ojos
desorbitados, de loco y tan saltones y tan rígidos, ese que era como ibas a ser
tú en unas semanas, que te golpease ese que era tu reflejo futuro, un reflejo
tuyo que volvía del futuro para decirte: este eres tú, que esa persona de la
que esperabas compasión, camaradería, calor humano, te robase tus exiguas y
casi inexistentes posesiones, te golpease a traición para robártelas, te
insultase y se riese de ti, y llamase a sus amigos para golpearte y reírse de
ti, eso era lo más insoportable, lo que significaba un verdadero shock un golpe
perfecto, una desgracia perfecta y demasiado importante, demasiado violenta.
Ah, tu par, el que
iba a ser tu amigo, el que debía de haber sido tu colega, tu vecino que iba a
contarte su experiencia e iba a sacarte de tus dudas y te iba a traducir los
ladridos del kapo, tu esperanza, golpeándote con la saña del amo americano, del
amo de esclavos, para robarte un hatajo de harapos, o un minúsculo trozo de pan
duro.
Ese encuentro con la
realidad íntima del Lager resultaba definitivo, por más que luego sí se
consiguiera hacer algo parecido a algunas amistades, algo semejante a un amigo,
no, por supuesto, un amigo de esos que tenías, que todos tenemos o hemos
tenido, un amigo capaz de privarse él de un privilegio para cedértelo
graciosamente, no para tanto, pero sí un amigo con el que conversar, al menos,
con el que intercambiar impresiones en un idioma común, con el que establecer
cierta complicidad, en el que poder depositar un gramo de confianza.
Esto invita a reflexionar sobre la naturaleza de las relaciones en tiempos de paz. Sobre la naturaleza de las relaciones entre compañeros de trabajo, por ejemplo, entre vecinos. Es curioso que Primo Levi no cite en ningún momento de su monumental obra a España, que no haga ni la más mínima referencia al franquismo ni a nuestra guerra civil, tan cercana en el tiempo, tan traumática y tan significativa como fue para el subsiguiente devenir de los acontecimientos en Europa que desembocaron trágicamente en la guerra desatada por Hitler. Y nos parece curioso porque ya en España se habían dado varios de esos síntomas de extrema deshumanización que luego los alemanes "popularizaron" en sus campos de concentración y exterminio. El desprecio por la vida de los "rojos" que exhibía el ejército nacional no tiene mucho que envidiar al de los nazis por la de los judíos. Las palabras de animales sanguinarios como Yagüe o Millán Astray, Mola o el propio Franco, arengando a sus tropas para que violasen a las mujeres de los rojos que así iban a conocer por primera vez lo que es un hombre de verdad, su voluntad de aniquilación del adversario escenificada en la colosal represión ejercida en el territorio nacional durante la guerra y en todo el territorio terminada esta, no dejan lugar a dudas de su espíritu carnicero y genocida, tan similar al de la Alemania nacional-socialista, tan parecido, como dos gotas de agua, Franco y Hitler, dos asesinos despiadados, dos personas acomplejadas, traumatizadas, dos recipientes sin fondo de odio contra sus semejantes. Ah, pero con una salvedad, con una diferencia en absoluto baladí: unos fueron vencedores y extendieron su satrapía, su dominio durante casi cuarenta años, extendieron el terror fascista durante cuatro ominosas décadas sobre sus compatriotas que no habían tenido la inmensa suerte de acogerse al exilio, de escapar de la ignominia y la vesania de un ejército homicida dirigido por sicópatas literales, por cobardes armados hasta los dientes.
Bien, pues en este país de España donde la gente es tan arrolladoramente simpática y buena gente, donde es tan fácil hacer amigos y charlar, la delación se convirtió en norma general, en ejecutoria social, y llevó a la cárcel, si no a la tumba, a miles de buenas personas inocentes; el chivateo necio por unas tierras o por pura envidia o por odio simplemente hacia el más culto o más indefenso o por cualquier motivo espurio e indecente que pueda imaginarse, constituyó una lacra abominable que todavía colea en algunos pueblos socavados de fosas sin abrir. La gente se muere y las fosas permanecen intactas debido a la diligencia extraordinaria de nuestra ejemplar judicatura: pronto no quedará nadie para contarlo, nadie que sepa la verdad.
Pero el objeto de
esta pequeña digresión, de este pequeño ensayo tan escaso, es la pregunta del
millón que llevamos haciéndonos tanto tiempo que ya nos quema un poco en la
garganta. Es decir, ¿sería el comportamiento de nuestros compañeros y, sin
embargo, amigos, similar en caso de una nueva contienda al demostrado por
nuestros abuelos en sus convulsos tiempos de la rebelión contra la República?,
¿seríamos de nuevo los rojos delatados ante las autoridades fascistas por
nuestros colegas y conocidos, por nuestros amigos tan simpáticos y buena gente?
O, lo que es lo mismo, ¿hemos aprendido algo desde entonces?, ¿habremos
aprendido la lección?
Existe una obvia diferencia entre las circunstancias que Primo Levi relata en su obra y las que concurrían en la España inmediatamente posterior a la guerra civil. Aunque bien podríamos referirnos a la España de la inmediata posguerra como a un inmenso campo de concentración, la verdad es que las condiciones de la vida diaria no tenían nada que ver con las de los Lager que con tanto desgarro y autenticidad describe Levi. La proverbial falta de solidaridad del Lager tiene su explicación en la ausencia absoluta de toda esperanza de supervivencia, en la absoluta inmediatez que revestía todas y cada una de las decisiones a tomar, en la prevalencia del instinto sobre el pensamiento racional, que incluye, por supuesto, la empatía y la misericordia. Digamos que en una escala de presión del uno al diez sobre nuestros sentimientos, sobre aquello que nos hace humanos por encima de todo, mientras que en el Lager se llegaba al diez casi en cada momento, en nuestra España destruida y esclavizada la media estaba en un seis o un siete dependiendo del lugar y el momento concretos. En la escala del miedo social, del miedo que impregnaba y calaba el tejido social, estábamos mucho mejor, muy por debajo en la España caudillista que en el inhumano Lager de Levi, en Auschwitz-Birkenau. La presión no es comparable, lo que si se puede comparar es la maldad intrínseca de los nazis con la de los nacionales españoles, los falangistas asesinos, dos caras de la misma moneda, dos aberraciones históricas gemelas.
Mas, debemos volver sobre nuestro objeto, sobre el interrogante principal y objeto de estas páginas, ¿hemos adquirido, como comunidad, el suficiente bagaje cívico para enfrentar futuros períodos de conflicto de manera más civilizada?, ¿o prevalecen aún el odio y la envidia en nuestro inconsciente colectivo sobre el respeto a los derechos humanos inalienables?
Concretamente, creemos que nuestro avance social ha sido escaso en esa materia del respeto a los derechos humanos, en absoluto suficiente, tenemos la convicción de que en circunstancias similares nuestro comportamiento sería semejante al exhibido hace unas décadas por nuestros abuelos, que la delación volvería a ser moneda de cambio preferente y la violencia gratuita volvería a adueñarse de nuestros corazones.
Hay que significar, que denunciar bien alto, que la derecha española, con la inestimable ayuda de la iglesia católica, ha hecho todo lo posible por perpetuar ese estado de cosas propio de los regímenes no democráticos, torpedeando cualquier intento de modernizar nuestro raquítico esquema de relaciones sociales ya desde la escuela. En realidad, la clave está en la lucha de clases de siempre: ellos no soportan perder los privilegios a los que están tan acostumbrados, las regalías que la dictadura les había proporcionado, sus famosas mamandurrias, esa horrorosa palabra con la que tratan de flagelar a los sindicatos y a todo aquel que se atreva a denunciar su mala fe y luche por una sociedad más justa. Los que estuvieron más de cuarenta años exprimiendo la mamandurria franquista, sus descendientes bien aleccionados, iguales a ellos, reos de ese mismo pensamiento absolutista (y decimos reos cuando deberíamos decir orgullosos propietarios, una licencia de estilo), afean, acusan como Zola, vociferan y ofenden a propios y extraños con su malestar vital, ese malestar que les causa el hecho de que los trabajadores puedan estar organizados en sindicatos para defender sus derechos frente a las presiones de sus compañeros de la patronal, frente a sus presiones y su desvergüenza patriotera y neoliberal (por no decir neofranquista).
El caso es que en el resto de Europa nos llevan casi cuarenta años de
ventaja. Casi cuarenta años en los que ellos han estado trabajando por la paz
mientras que nosotros nos enfangábamos en la violencia suicida de la dictadura.
Y esto pasa factura hoy a la calidad de nuestro sistema político, un sistema
que se ha demostrado incapaz de ajustar las cuentas al franquismo con un mínimo
de coherencia democrática.
Qué raro que Primo Levi no relacionara su vivencia caótica y tan difícil,
tan fatídica, tan dura, con los sucesos de España. Tal vez careciese de la
información precisa, que no supiese que los fascistas españoles habían
demostrado ya hasta qué punto el fanatismo puede adueñarse de una nación, hasta
qué punto la intolerancia puede resultar dañina y destructiva.
La ideología, la raza, la religión... El caso es encontrar una excusa, un punto de partida capaz de remover los más bajos instintos, un lema que esté incrustado en los genes de la patria, que provoque el rencor, que incite a la violencia, que bajo el pretexto del miedo aboque al odio a amplios sectores de la población, que abra de par en par las espitas del odio para que se derrame por todo el territorio anegando conciencias.
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La Trología de Auschwitz es un libro sobrecogedor, tres partes para describir el terror, la
deshumanización completa de un pueblo dedicado al exterminio del prójimo. Un
pueblo convencido de su autoridad, de su superioridad, seguro de ser un nuevo
pueblo elegido, esta vez no por los dioses sino por la historia.
El segundo libro de la trilogía, titulado La Tregua (1963), es el dedicado al absurdo, se podría decir, pues
narra las vicisitudes de los prisioneros italianos liberados que son capturados
por el ejército rojo y su periplo demente por el escenario arrasado de la
Europa oriental hasta su vuelta a casa. La picaresca latina unida al bagaje
adquirido en los campos, la cualidad de buscarse
la vida aprendida a la fuerza por todos los supervivientes es puesta en
escena por Levi con profusión de anécdotas tragicómicas. Las diferencias entre
rusos por una parte e italianos y griegos por otra, también son puestas de
relieve en lo que constituye un documento antropológico de gran interés. Esta
es ya, directamente, una novela de aventuras, lejos del dramatismo de la
primera parte en la que se relata la terrible experiencia en el Lager, aunque
el horror sigue sobrevolando las páginas, esta vez teñido con una especie de
tintura kafkiana próxima a la desesperación pero que no renuncia a la esperanza
cierta de un final que se adivina cercano. Un final que para el autor fue
feliz, pero que para muchos otros de sus compatriotas liberados fue atroz.
Miles de prisioneros murieron una vez los alemanes los habían abandonado a su
suerte, ante la indiferencia o la impotencia de los rusos. Murieron de hambre,
de frío, de enfermedades que requerían asistencia urgente. Hombres que habían
aguantado lo imposible y que ya libres se dejaban morir esperando que la
libertad llevara aparejado ya el trato humano, de nuevo la humanidad, y que se
vieron decepcionados en su expectativa, hasta la muerte.
El tercer libro, Los hundidos y los
salvados (1986), es un ensayo sobre el fenómeno de los campos. Un análisis
que culmina Levi con un capítulo dedicado a las cartas de alemanes: interesantísimo. Reflexiones certeras que
cuentan con el valor añadido de la innegable autoridad moral del autor.
En resumen, se podría afirmar que la Trilogía es un compendio
imprescindible del horror que significaron los Lager, los campos de
concentración nazis. Un testimonio elocuente y preciso de la barbarie absoluta
del nazismo, de la barbarie del pueblo alemán, tan orgulloso, fiero y sin
escrúpulos. Un pueblo capaz de despreciar al resto de la humanidad, de entrar
en guerra con toda Europa siguiendo los delirios de un hombre totalmente
desequilibrado al que consideraban su líder carismático.
¡Qué reserva de odio debían de haber acumulado durante siglos los
alemanes! Sin embargo, esa insensibilidad profunda, mejor dicho, esa complacencia
sádica ante el sufrimiento ajeno, esa primitiva animalización del adversario,
previa a su tortura y asesinato, no se pueden explicar solo recurriendo a la
manipulación sufrida por el pueblo alemán -esa brutal e irresponsable
"ingeniería social" llevada a cabo por los jerarcas del
nacional-socialismo- o a la mera impunidad de que gozaban los criminales
fascistas en el ejercicio del terror. El nazismo resulta tan aterrador porque
nos dice algo sobre nuestra naturaleza humana y nos pone en contacto con
nuestro lado oscuro, nuestra innata capacidad para la perversión.
Ya habíamos leído antes de este algunos otros libros sobre los campos de
concentración escritos por supervivientes del holocausto, incluso, habíamos
tenido ocasión de acercarnos al testimonio de un español internado en Mauthasusen,
J. Amat-Piniella. Todos relatos desgarradores impregnados de muerte, escritos
con sangre, helados. Pero este de Primo Levi tiene algo de especial, algo que
tiene que ver con el carácter del autor y con su competencia artística en el
momento de la narración. La mente analítica de Levi elabora un método narrativo
escalofriante, desnudo, científico.
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No subestimemos, pues, la enorme disposición, la disponibilidad tremenda
y absoluta del ser humano para la atrocidad, la crueldad desmesurada y la
barbarie. Lo hemos visto hasta la saciedad en las películas americanas sobre la
guerra del Vietnam. Los soldados americanos odian a los "amarillos"
traicioneros y carentes del honor del héroe y los aniquilan a menudo en
represalia por el asesinato de algún inocente muchacho de Wisconsin con la foto
de su novia rubicunda metida en la cartera. Así, los jóvenes norteamericanos
son capaces de liquidar familias enteras, niños y ancianos incluidos con tal de
preservar su seguridad y lo hacen sin remordimientos. Esto en el cine. Pero es
que en la realidad mientras que los yanquis sufrieron unas cincuenta mil bajas,
los vietnamitas tuvieron más de dos millones de muertos. Lo cierto es que
nosotros hemos visto fotografías reales en las que milicianos del vietcong eran
atados a las colas de los tanques y arrastrados por los caminos embarrados
hasta su muerte. Los norteamericanos nos ilustran también en sus filmes sobre
el abuso absoluto que perpetraron contra la población civil, forzando a niñas y
adolescentes a ejercer la prostitución para poder alimentar a sus familias. Lo
llamativo del asunto es que un ejército invasor que destruía y mataba con total
impunidad y extrema crueldad, encontrara una coartada para ello con tanta
sencillez... La única explicación es que, como los nazis con los judios o con
los gitanos o con los rusos y eslavos en general, los norteamericanos eran
plenamente conscientes de su superioridad como pueblo, como nación, de su
primacía genética, cultural, intelectual, física sobre los pueblos asiáticos,
en concreto sobre el vietnamita; lo que significaba que ellos podían matar,
pues la vida del enemigo no valía nada, pero en cuanto que ellos sufrían un
baja de una joven de Nebraska con novia rubicunda que espera su regreso mientras
cose banderitas con barras y estrellas, estaban facultados para, con toda la
razón del mundo de su parte, con todo el odio legítimo frente al comportamiento
primitivo y cruel de los bárbaros asiáticos, masacrarlos de todas las formas
posibles sin cargo alguno de conciencia, como quien pisa las hormigas de un
hormiguero o dirige un insecticida contra una nube de mosquitos, sin hacer
distinciones de edad o sexo, salud o enfermedad, culpabilidad o inocencia.
Naturalmente, mucha culpa de estos comportamientos deleznables y
completamente injustos la tienen los mandos militares y más allá de ellos los
mandos políticos que llevan el control de las operaciones y dan las
instrucciones, por ejemplo, de gasear multitudes o de rociar comarcas enteras
con agente naranja. Pero en el crimen de cada día, el crimen cotidiano que no
dejaba de ocurrir y que era el que, poderosamente, creaba esa sensación de
desvalimiento en la población ocupada, en el pequeño crimen que afectaba a los
individuos, que tenía lugar en cada esquina y en cada calle, en las palizas,
las violaciones, los asesinatos gratuitos, los robos, en la constante
humillación de las personas, ahí la culpa estaba repartida entre los propios soldados
que, imbuidos de ese sentimiento espurio de superioridad física y social y
conocedores de la impunidad casi absoluta de que gozaban a la hora de
extralimitarse en sus funciones, llevaban a cabo las instrucciones no
explícitas, no enunciadas ni escritas, de sus mandos militares con eficacia digna
de mejor empeño, extendían por su cuenta un velo de terror, una capa de miedo
que iba minando y sometiendo de manera constante a la población y reduciendo la
resistencia social a la dominación de los invasores. No vale pues escudarse en
la obediencia debida ni en los horrores de la guerra. En muchos casos la
diatriba se presenta de forma nítida: se puede o no matar a un inocente. De la
misma manera que un antidisturbios puede optar por pegarle a un manifestante un
porrazo en la pierna o por abrirle la cabeza, el soldado puede optar también
por disparar o no, por matar o no, por robar o no, por humillar o no, por
golpear o no, en muchas ocasiones. Leemos en Babelia una entrevista con Steven
Pinkler, un pensador que sostiene que la violencia está actualmente de capa
caída entre nosotros, que los seres humanos hemos alcanzado en esta época las
más bajas cotas de violencia que haya habido nunca. Esto siempre lo hemos sostenido
nosotros, modestamente, contra los agoreros, en realidad, henchidos de añoranza
de aquellos tiempos del palo y tente tieso tan recientes aquí en este país, que
se quejan amargamente de la violencia sin límites que nos aflige y que lo único
que hacen es convocarla, intentar crear la alarma social al respecto que
conviene a su enferma idea de la autoridad social, la sicosis que nos haga
reaccionar violentamente ante cualquier suceso mínimamente extraordinario, a la
vez que tratan infructuosamente de exculpar a sus abuelitos franquistas y
torturadores o a sus papás falangistas de habernos sumido en una espiral de
autodestrucción como sociedad cuyas consecuencias políticas venidos sufriendo
desde entonces. Los que piden mano dura contra los manifestantes pacíficos, los
que exigen de continuo el endurecimiento del código penal sin atender a la
disminución real de la criminalidad (que nunca están satisfechos por más que se
penalice el delito con manifiesto exceso), los que abogan por la expulsión
inmediata de los inmigrantes porque "primero los de aquí" (grave falacia
pues lo único que quieren es expulsar al inmigrante porque es débil y así se
fortalece su principio de autoridad, pero luego una vez expulsado el
inmigrante, en buena lógica, no deberán tener reparo en arremeter con la misma
saña contra el siguiente escalón más débil, esta vez el de "los de
aquí"). En fin, los que buscan permanentemente un enemigo, ya sea interno
o externo, contra el que descargar su frustración y su violencia contenida,
esos son los nazis del futuro, los nazis que están entre nosotros y a los que
debemos controlar y no dejar pasar ni una de sus bravatas.
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Terminamos. Lo hemos visto en el cine, pero está basado en hechos reales.
Hemos visto cómo algunos contingentes eran recibidos por bandas de música
compuestas por presos a la entrada de las cámaras de gas, una escenografía
burdamente engañosa, pero, en cierto sentido, muy eficaz, ya que muchos se aferraban
a la esperanza de que, efectivamente, se tratase tan solo de una desinfección
rutinaria y conveniente, una ducha reparadora, aun con agua fría, antes de ser
conducidos a los barracones. Hombres, mujeres y niños, ancianos, ¡mujeres y
niños!, bellos adolescentes con toda una vida por delante. Todos muertos, todos
asesinados por una nación, por una raza que luego no sabía nada y no era
culpable, que luego resulta que solo obedecía órdenes abstractas y no tenía
consciencia del fatal y horrendo alcance de sus actos serviles, de las
consecuencias de su servilismo criminal. Un pueblo alemán que se había dejado
dirigir al abismo por un mariscal grotesco como Hitler que solo apelaba a los
más bajos instintos de sus conciudadanos, ¡a la superioridad racial!, apelación
que tanto contrastaba con su propia mediocridad personal, con su evidente
propensión al delirio y su involuntaria comicidad. ¿Cómo pudo ocurrir?
Ocurrió y debemos preocuparnos de que no se repita, debería preocuparnos
cualquier mínimo indicio, debería ponernos en guardia. Pero ya vemos lo que les
preocupa a los alemanes el auge de la extrema derecha griega, ya vemos lo que
les preocupa a los alemanes el destino de Grecia a la que no hace tanto
machacaron con sus tropas de ocupación provocando una guerra civil que derivó
en una masacre terrible. Nada. Nuestra memoria colectiva es frágil, corta, no
soporta el paso del tiempo, quiere olvidar, deja el recuerdo a las víctimas, el
dolor se lo deja a los individuos, que se desgañitan y advierten, que predican
en el desierto. Ocurre en España, que la memoria se debilita y deja pasar al
ogro y extiende una alfombra a los pies del tirano elegido por la fuerza del
hastío, elegido por la desafección ciudadana que él mismo se ha ocupado de
promover. La empresa, la banca, como siempre, cuidando de sus intereses, como
hace cien años, como hace setenta años, sesenta años, como siempre, como hace
siglos, siempre con el cuchillo entre los dientes, la gran empresa siempre
presta a comprar voluntades, a torcer voluntades, a sobornar a nuestros vecinos
para que nos asesten la primera puñalada. Los mayores ladrones, los asesinos
históricos, los caciques -a los que ahora llamamos, a propuesta de sus asesores
de imagen, eufemísticamente, emprendedores- siempre preparados para hacer el
negocio de sus vidas, a costa de lo que sea, bien aconsejados, bien
documentados, bien armados si es preciso. El juego del dinero que a veces acaba
en el Lager, a veces en una cuneta, y otras veces termina en una fábrica, en
una barriada popular, que otras veces termina en un coche familiar y en un
pisito en propiedad, termina en unas vacaciones en la playa y en un traje de
domingo.
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NOTAS SOBRE NUESTRA ESCRITURA SEMIAUTOMÁTICA (O DE REPETICIÓN)
Así
que no paramos de escribir. Acerca de. De algunas cosas. Ignoramos la mayor
parte de las consecuencias de nuestros actos. No sabemos si. ¿Acaso escribimos
poesía? ¿Lo que escribimos es poesía? Que venga García Viñó y nos lo diga, que
confirme nuestra soberana ineptitud, nuestra falta de aptitud, nuestro suspenso
muy deficiente en tal materia. O que venga -en defecto de- un mismo Muñoz
Molina o un Mario Vaquerizo, que tal da. No, vamos a ver, que nos critique el
pope de los concursos el tal Chus, o su adlátere, el compañero de viaje, el
innombrable... ¡Luis García! El tío de izquierdas que vive a todo tren. El
hombre más comprometido. Que nos ponga a bajar de un burro, please. Nos importa
un comino, un carajo, un carajillo. No nos quita el sueño que nos critiquen los
listos, más nos azoraría que lo hicieran los inútiles. Semos conscientes de
nuestras debilidades y nuestras claustrofobias, ¡que inventen ellos! Aquí, para
nosotros, está todo inventado. No nos hemos inventado un idioma, no llegamos ni
nos acercamos a semejante capacidad filológica de altos vuelos. Simplemente, lo
hemos aprendido (mal que bien, que somos españoles, una chanza, por favor).
Hemos aprendido a chapurrear, balbuceamos con más miedo que vergüenza y no
paramos de escribir. Titulamos de pena (porque solo tenemos un título
-magistral- y no es cuestión de malgastarlo en salvas), es un decir, no es lo
nuestro; en ese sentido nos parecemos a Marías (qué raro que no saliera este,
es que nos sale sin queriendo el tío) que tituló un cuento y luego una
colección de ellos con la increíble -por obscena- carátula de "Mala
índole". ¿Y su corrector de estilo?, ¿dónde estaba?, o es que acaso no se
atrevió a decirle al nobel de papá que ese título era ridículo por no incurrir
en la temible..."villanía léxica"? Pero, dejemos a Marías, que no
tiene remedio y cada vez escribe más sandeces, y continuemos con lo nuestro,
con nuestro trabajo ímprobo de decir quiénes somos, de soltar la mitad de la
mitad de una trola pequeña y misteriosa. Escribimos a destajo, sin pausa, y ya
no corregimos para tener el blog bien actualizado en todo momento. Ah,
¿corregía JRJ?, ¿cuándo, si no paraba de publicar y de escribir?; sabemos que
Petrarca lo hacía, corregía como un poseso y encima se vanagloriaba de ello (un
punto a favor de los grandes correctores, como J. Franzen, ja). Bien, nosotros
antes corregíamos también porque no teníamos tanta prisa, ni tantas ganas de
epatar al personal con nuestras dotes superdotadas y nuestra calidad de aquella
manera.
El
caso manifiesto es que lo que leemos no nos interesa, mayormente, y eso
estimula nuestra creatividad. Bien, claro, vemos cosas interesantes por acá y
por acullá, pero lo que realmente trasciende nos la suda. Las profundidades de
la psique, los rollos patateros del sufrimiento humano del alma y el espíritu
que se retuerce en plan ectoplasmático, pues, qué quieren que les digamos, no
nos llenan ni medio vaso de vinazo cosechero, que por esa circunstancia siempre
es que vemos el vaso medio vacío y andamos desesperanzados al por mayor.
Decíamos
y sostenemos y no la enmendamos que la poesía es el idioma que nos hemos
aprendido así por nuestra cuenta, como el emigrante con curiosidad que no se
queda apalancado en la tasca del vecino del pueblo que emigró también y no se
pasa el tiempo chamullando con el cuñado sin enterarse de nada de lo que se
cuece en su ganso lenguaje adoptivo. Nosotros aprendimos de Machado, de
Hernández y de Vallejo, también de León Felipe y luego también de Fray Luis y
un poco de San Juan, y también aprendimos de Juan Ramón y de Bécquer y de
Quevedo y Góngora y de Lope y Calderón, ¡ah! y también de Shakespeare, el único
extranjero. Y una vez aprendido lo dejamos macerar en algún lugar bastante
incógnito y lo tuvimos así a la sombra durante décadas, décadas en las que
jamás lo empleamos y ni siquiera teníamos una consciencia clara de nuestra
figurada cualificación al respecto. Mas, aconteció que, de buenas a primeras,
un día empezamos a decir y hubo entonces algún poeta que se dijo y que nos
dijo, vaya, este sabe hablar, oye que tú sabes lo que dices, cuando nosotros ya
nos sabíamos el cuento, la historia interminable y ya teníamos conocimiento de
nuestra fuerza editorial y nuestra probidad intelectual, ambas dos (sendas,
para escarnio regular de M.).
Resulta,
pues, que la gente se esfuerza y pare con ahínco un feto poemático, un
nasciturus lírico sietemesino y a eso lo llama poema y luego va y lo corrige y
ya tiene mejor pinta y ya lo publica por ahí a ver qué pasa... Lo que pasa es
lo que todos sabemos: pasa que siempre hay algún enteradillo por ahí, algún
elemento poético con ansia viviente de notoriedad que glosa el engendro y lo
pone por las nubes, por su calidad intrínseca y su profundidad dicente y
felibre, que parece que querría decir felipe, pero es felibre y tiene estro y
todo.
Que
sí, que todos andan a vueltas con el estro dándose coba asquerosamente y a
nosotros nos dan poca, y es que no debemos de merecérnoslo.
Es
que no podemos con esta gentucilla, con este gentío asonante y endecasilábico,
no podemos cuando contamos con los dedos y es que no salen del heptasílabo
mezclado a la primera oportunidad con el endeca
y el alejandro, que así se morirán,
sin haber dejado volar la imaginación, sin haber pergeñado un verso de su puño
y letra, un verso sin nombre ni apellidos, uno de esos que podrían, a fuer de
honestos, llamarse manuscritos, un verso auténtico, de los de veras y que no
finge ser otra cosa que suena bien, que si suena de pena va y se aguanta, con
gallardía, con entusiasmo, un verso, en fin, que no se copie a sí mismo, que no
se ande mirando en el espejo todo el santo día como la madrastra de
blancanieves haciéndole preguntas capciosas a un trozo de cristal.
A nosotros
nos sale el verso de un adentro un tanto hondo como una vomitona, ya nos van
dando arcadas según se acerca el momento supremo y a eso le decimos -en
confianza- que nos viene la inspiración (aunque más bien se expire, o expela y
devuelva que otra cosa) y, claro, queda como una mancha que no se quita en el
papel, en la pantalla, vamos, y ahí suele estar el poema, en carnes vivas.
Bueno,
que lo reconocemos, que reconocemos la infalibilidad papal de ciertos cócteles
versales que permiten un ritmo, monótono, monocorde, pero ritmo al fin y a la
postre, que les viene de perillas a los que bailan por imperativo legal y
tienen el oído en salva sea la parte. No nos iremos de rositas: también
nosotros sucumbimos al encanto pequeñoburgués de la mezcla letal y funcionarial,
en su momento, por supuesto. Luego, evolucionamos. Ja. Nos salieron alitas como
a Tobi y echamos a volar. Ah, y nos pegamos algunos leñazos, como es lógico, de
los que obtuvimos buenos cardenales, nada católicos, que ya íbamos diciendo que
carecemos de equipo de hábiles
corregidores a nuestro servicio que nos adviertan de las meteduras de pata y
las múltiples incongruencias que arrastra nuestra andrajosa obra del escorial
(por eso de que no se acaba nunca). Caímos y nos levantamos, magullados,
volvimos a ensayar el verso, hasta que el verso comenzó a fluir como un manso
arroyo (influencia de Walser). Nada de eso. El verso no fluye ni nada de eso,
el verso se espatarra y se desparrama, se tira en plancha, rueda a no se sabe
cuántas revoluciones por segundo, el verso es revolucionario o no es, o deja de
ser, deja de ser poético para ser social, para ser un acto social con los
amigotes y la gente que anda buscando la buena sociabilidad, amable y
pintoresca. El verso, desgraciadamente para algunos tipos sociales, es una
intimidad que va desarrollándose porque ahí hay de dónde sacar, porque existe
un filón inagotable de donde sale sin ponerle demasiado ahínco a la cuestión.
Los
temas: ya la palabra deja clara su imposibilidad de estilo. En poesía no hay
temas. Ni temáticas. No hay problemas ni problemáticas (vale, una, hay, una
"poblemática" general, un antes y un después de leer esa obra maestra
"Mi poblemática", que nunca nos cansamos de glosar y alabar sin
mesura). Los temas son de temer. ¿Qué temas elegir? La pregunta es ardua,
propia de un interrogatorio tercergradesco con inflexible flexo apuntando al
careto alucinado y sillas de metal atornilladas al piso. Qué temas para un
poema. La poesía no responde, no sabe y no contesta. El tema es ella misma,
desde que el mundo es mudo, o mundo, el tema poético por excelencia ha sido el
mismo. Y que se ría Gombro, que se ría y se parta el eje de los poetas que
hablan de su arte y hacen así su metaapología de sí y de su tenacidad
incombustible. Nosotros, como pueden comprobar, también nos reímos un rato.
Dejamos la grandilocuencia a "los que viven de ello" y a su cofradía,
su séquito, sus aprendices numerosos, los que al principio van con su humildad
en ristre y poniendo la manita y luego se permiten el desprecio más absoluto
con sus semejantes menos dotados por la diosa fortuna; ahí están, los nuevos
ricos inmunes al fracaso, sin némesis amenazantes ni gaitas, disfrutando de su
bien entendida propiedad elegíaca, la camada negra de los chusvisores de rigor
(lo de camada negra va por la ropa que suelen ponerse, no piensen mal..., o, si
no, mejor, háganlo, piensen ustedes lo que les dé la gana).
Nosotros
ya hemos leído a algunos de los de la experiencia. ¡Qué aburrimiento! Su
primera persona resulta letal. Su ego devora la escritura, la fagocita, se la
papea con patatas. La experiencia de leer a seres como Juaristi es realmente
aterradora, es un tren de la bruja, un descenso a los infiernos, un abandono
involuntario de toda esperanza una vez que se traspasa el umbral del primer y
espeluznante versículo experto, un retiro permanente e indeseado en los
infectos garitos latinos de la avenida de South Presa en San Antonio -que diría
el Doc de Steve Earle: un poco de propaganda subliminal-, pero sin niña milagro
descalza por la calle, que eso ya sería mucho pedir. La poesía de la
experiencia con su ombliguismo feroz tiene contraindicaciones varias y muchísimas
que la convierten en un artefacto terapéutico bueno para las distancias cortas
y nada más. La profundidad no soluciona nada, pero parece que va a hacerlo, parece que puede con ello, pero al final
dobla el espinazo y se revuelca en su dolor sin arreglar lo más nimio, sin
pegar un clavo, sin dar noticia de su presencia inveterada, sin poner una
tirita en la gloriosa y gigantesca llaga existencial.
Nosotros
pasamos de la temática, no nos preocupa ni nos quita el sueño como un chute de
speed. Nosotros escribimos, no nos damos al esperpento tartamudo de los que
están de vuelta de todo porque no han llegado a parte alguna, ni vamos en busca
de la inspiración y la musa en pelotas a paradisíacos lugares del mundo, a
tomar viento fresco por los más lejanos paisajes del cañón del colorado para
arriba (con escala en la China y Katmandú), no nos dejamos infectar por el
misticismo hindú in situ pasándolas canutas en Calcuta o Benarés y ni siquiera
en las incitantes playas de Goa a salvo de tsunamis y demás catástrofes
bíblicas. No necesitamos recorrer los puticlubes de la gran manzana, ni
Brodway, ni tampoco la inmensidad longilínea de Sunset Boulevard en LA. Ja,
pero todos, todos, buscan sus temas por
ahí en eso, o hablan de su amor, su depresión, su mala leche, su
incomprensión, su sentimiento de superioridad o de inferioridad o de otredad o
de orfandad, sus sentimientos en masa, una mole tropical de sentimentalismo
atroz que todo lo invade y todo lo corrompe como un tesorero popular. El
egoísmo es la enfermedad infantil de la poesía, como el izquierdismo lo es del
comunismo. Es preciso desprenderse un poco, ser algo zen en cierto sentido
cutre (es sabido que un maestro zen es un tipo despreciable que suele pegar
unas palizas de tomo y lomo, vamos, que te desloma a la mínima), hay que pasar
de largo de las realidades literales y tomar por algún desvío menos
comprometido. No tiene que ver con eso de que fluya el discurso, el discurso no debe fluir, debe proceder de una
continuidad, debe tener un principio diáfano y nítido y no debe alejarse ni
perderse por los vericuetos de la hondura, sino discurrir a toda pastilla por
la epidermis recién lavada con toallitas higiénicas de aroma excepcional. El
discurso lírico debe discurrir como un camino zigzagueante, sin abandonar jamás
la tierra firme ni sumergirse en las fosas abisales del conocimiento interior:
¡a la luz!, siempre por el camino bien iluminado de la sombra fantástica. Y de
noche a dormir se ha dicho.
Los
poetas se complican la vida a posta, a propósito se lían y se enredan en sus
calidades y sus distinciones y sus géneros y sus generaciones. Y todo por unos
euracos de vellón, que es lo que les mueve el estro a diestro y siniestro.
Nosotros no nos complicamos tanto, escribimos de libro, sin esmero, correteamos
por pantallas de papel porque nuestro verso no fluye, traquetea. Nuestro verso
es un verbo que hace ruido, que pita y maquina, es un expreso de medianoche
(antes más, con su fósforo y su polen). Sin la ayuda del hachís, ni cachimba,
ni shilom, ni trompeta de tres papeles ni chinas gordas imposibles de disolver,
ni mezclas apocalípticas que te ponen en tripi, ni ese costo oscuro nepalí con
el sello dorado del rey, ni esa maría blanca escandalosa. A palo seco. Sin
drogas por fin. E igual de locos que siempre, igual de chalados y de
indocumentados que siempre, igualmente patéticos.
Están
luego sus versos que no taladran, acaso cuchichean, que no tiemblan con
vozarrones impertinentes, que no trasiegan ni se zampan vías, que tampoco
resuelven su mirada hacia la altura, hacia la vía láctea, ni se maravillan como
minerales del conjunto estelar. Están los versos suyos haciendo el indio y
fingiendo vilmente una significación estándar, que se comportan como bellacos y
se comportan (supongo que alguien
sabrá a qué me refiero) para no llamar la atención, se entiende que por algún
defecto de forma o de sentido, de los lectores aseados y compungidos y
decentes. Por contra, los nuestros pegan saltos de atleta y ondean banderines
preciosos subidos a un montículo para que se les vea a distancia, y no ocultan
sus carencias, su fealdad que es parte de su hermosa experiencia (no confundir
con la juaristiada y otros bodrios de
campeonato). Los nuestros se descoyuntan, se parten el cuello y el pecho, se
ríen a carcajadas, a mandíbula batiente, se mondan de la risa y más tarde
adquieren un estrictu sensu, modelan su mensaje en una botella, se reescriben y
se reinventan, reos de su mala conducta, alegan nuestra enajenación mental transitoria
o directamente tratan de incapacitarnos legalmente ante notario (que al final
no es notario sino un nota, que no es lo mismo). Ah, pero todo se les disculpa,
les disculpamos su pésimo carácter, su educación general básica, todo les
perdonamos al primer movimiento espasmódico de su locomotora acústica, en
cuanto que empiezan a desarbolarse y a deletrear un mundo aparte, a echar humo
por las orejas como un transiberiano cualquiera o, mejor aún, como el viejo
expreso patagónico, protagonistas ambos de descomunales recorridos por las
heladas estepas, rutas interminables.
Nuestros
versos se contradicen mucho. Tal vez sea la contradicción el cimiento de la
verdadera poesía. Cerebrales no son, más bien parecen epidérmicos o subcutáneos
en todo caso, más bien descerebrados (sorry, pero es que nos lo habíamos puesto
en bandeja). No brotan del corazón ni de ninguna otra víscera, no requieren de
una vida ajetreada para alcanzar el punto adecuado de ebullición literaria. Eso
sí, parten de una degeneración histórica, épica, sin parangón. En la
competición degenerada son líderes y ahí sí que demuestran experiencia y, a
renglón seguido, pericia, hábito y costumbre ancestral de sus prácticas
nauseabundas. Sin competidores se hallan en semejante registro no intelectual
sino físico y grotesco. Esa facilidad para el foulard y la agradable
composición modal de los poetas característicos queda demacrada en nuestra
apariencia monstruosa.
Veamos.
Es un suponer. No es que renunciemos por completo a la seriedad vigente, que no
busquemos una leve proyección, una cierta intimidad en nuestra producción
versal, que no pretendamos universalizar en parte nuestras vivencias personales
para provecho, disfrute (u horror) de la humanidad lectora, es, simplemente,
que no somos capaces de concedernos la necesaria importancia que exige la
tarea. Que no nos damos importancia. La titánica empresa filosófica de ejercer
como motor de ayuda y ejemplo para nuestros congéneres, exige una confianza
plena en la superioridad de nuestra percepción que nos es totalmente ajena. No
damos lecciones a nadie. Ni consideramos relevante nuestra ejecutoria. Nuestras
aspiraciones no son modélicas.
Pero,
basta de negación, de negativismo. Y seamos positivos, por fin. Nuestra
seriedad es de componentes más bien cómicos porque se ríe bastante de sí misma,
huye de la sencilla grandiosidad, de la sencillez con ínfulas, se escapa campo
a través de la atroz preponderancia. Solo buscamos la estética mayor, la letra
gótica del verso y si de ella se desprende alguna incógnita enseñanza o alguien
encuentra entre su maraña despejada algún proverbio interesante, pues nos da
igual que se interprete y reinterprete al gusto del consumidor, pero podemos
afirmar que de eso carece nuestra índole,
que diría el ínclito antes y más arriba archicitado. Nuestra médula es la
médula del trueno, somos una tempestad en ciernes o queremos serlo. La
escritura poco susceptible de análisis morfológicos o sintácticos nos
pertenece, la que causa empacho e irritación a los sabios filólogos,
catedráticos y meros aficionados a la lingüística, esa ciencia.
La
edad afecta y es determinante. Los jóvenes que desean hacerse un sitio entre la
crema se pasan el día ojo avisor (¿lo
cogen?, jajaja) como aguiluchos destemplados, haciéndose los friquis o simulando
vidas arriesgadas. En realidad imitan mucho porque todavía no se han decantado,
como es natural, imitan a sus mayores mejor situados, claro, no van a imitar a
los fracasados. Escriben con hondura de fosa séptica, sin rehuir el sexo ni
cualquier otro tema peliagudo, sobre
todo ellas, que saben que esa poblemática
puede catapultarlas y además siempre pueden aparecer muy naif e innovadoras
derribando murallas de incomprensión, tabúes varios, esquivando la marginación
y ese tipo de cosas, rompiendo moldes machistas o puritanos. ¡Ah!, pero el quid
de la cuestión está en que deben recurrir al copia copiare para conseguir poner
el pie en la escalera hacia la cumbre donde se gana pasta, porque los
verdaderos genios, que son tan pocos, los buenos escritores que tienen algo
importante que decir y que no se parecen sino a sí mismos, esos, suelen ser
indómitos, suelen estar un poco locos, o bastante majaretas y no son fácilmente
manipulables y no se les puede amaestrar, ni son personas que traguen con todo
y que se presten a los tejemanejes de la industria casera del verbo que se
tienen montada unos cuantos por ahí. Los poetas realmente excepcionales están
realmente locos, no locuelos ni locuelas al modo de Luna (poetry) MIguel, que
va a acabar siendo drogadicta de verdad a fuer de ensalzar su imagen y de
tratar de construirse un imaginario peligroso y brutal y con desprecio de su
salud y su riqueza espiritual (¿?). Los poetas de una pieza, aquellos que han
sufrido y sufren de verdad, acostumbran a guardar secretos inconfesables y no
se dejan zarandear por los poetastros potentados y sus editoriales avanzadas. A
esos no se les puede llevar de la correa a inmundas presentaciones, ni se les
puede obligar a participar en promociones ridículas y aberrantes.
De
pronto, ocurre que a la vez existen otros infames poetas de edad provecta que
no dan la talla ya en su oficio de foulard y café gijón, tíos y tías puretas que
han perdido definitivamente su poder de seducción y lo han llegado a sustituir
por una chequera defectuosa y de poca enjundia.
Estos que no se retiran, que no dan un paso atrás con respeto,
sobreviven de manera pintoresca convertidos en auténticos filósofos
guardiolistas, que no se cansan de repetir obviedades que tratan de hacer pasar
por pensamientos originales y sentencias imbuidas de la sabiduría de una vida
rotunda y muy vivida. ¡Que se pasen a la prosa! Pero ahí los tenemos,
resistiendo cada uno en su castillo, en su littlebighorn particular, dando fe
como notarios de lo que han presenciado, de todas las canalladas en las que
han participado, que ahora trasladan sin
vergüenza como eventos magníficos plenos de altruismo y excepcionales
intenciones culturales. Y cómo ayudaban y se desvivían, y luego cómo corrían
delante de la malvada policía, si te descuidas. Y, más que nada, qué
dificultades encontraron, qué difícil se les hizo todo hasta que el fulgor
incontestable de su talento supremo tuvo a bien prevalecer entre el marasmo de
medianías y mediocridades imperante y casi triunfante. Y cómo, a partir de su
gloriosa entronización en el meollo de la cosa lírica, entonces y solo
entonces, empezó a poderse hablar con propiedad de una poesía en castellano que
fue naturalmente la de su entera generación.
Por
tanto, nos enfadan sus posturitas, sus declaraciones, de unos y otros, nos
enerva, nos angustia su falta de pudor y de sensibilidad. ¿Quién se creen que
son estos filólogos? Estos extraños huérfanos de frescura y tan redichos,
estomagantes, tan similares al canon vendedor de libritos estrechitos y
pequeños de pocas páginas y títulos adyacentes (¿adyacentes?), y títulos bien
pensados, individuos curtidos en la drogadicción y recién salidos de una orgía
de anabolizantes (por ejemplo).
Seguimos
escribiendo. Pero, ¿no dirán algunos cientos que a qué viene este mamotreto
infumable si a nosotros da la impresión de qué lo que nos sucede es que no nos
gusta la poesía y nos repatea? ¡Ah!, soberana acotación, imprescindible, que
denota astucia y agudeza a raudales, pues, hete aquí que no anda desencaminada,
que a nosotros lo que nos gusta es nuestra poesía no la otra de los que la
escriben o garabatean. Y ni siquiera la nuestra. No nos gusta la nuestra, ni
tampoco nos gusta escribirla, que es un desdén lo que sentimos. La escribimos y
luego tenemos que ponernos en lugar de. En el lugar prominente de aquellos
pomposos lectores que ahuecan el ala y se colocan bien y en su comodidad
rampante anuncian con un chasquido de los anteojos su predisposición a la
lectura inteligente y crítica. Así que tenemos que usurpar la personalidad de
los fanáticos y poco divertidos tragadores de metáforas desatadas, de los
tragapáginas de turno, los ojeadores del verso, los buscadores del ignoto
tesoro lírico; personas que andan con sus minilibros en la mano todo el tiempo,
celebrando las asonancias con fundamento, las aliteraciones perpetuas, los
latinajos elocuentes, las desgarradoras revelaciones del alma, el pasotismo
exagerado y autodestructivo de los que (falsamente) no tienen nada que perder,
de los degustadores de emociones que cierran los ojos a la falsedad absoluta de
los versos.
Escribimos
esto, pues, para desembarazarnos de cierta culpa hasta católica por nuestra
gremial desafección. Que, como es lógico, lo van a leer cuatro personas y no
precisamente los cuatro mandamases del negocio poético. No nos gusta la poesía.
Nuestra lírica funciona, es casi veraz, miente lo justo para esconder su
degeneración ilegal y susceptible de ser denunciada y juzgada en un juzgado de
lo social. Miente pero no puede sustraerse a sus orígenes brutales, la verdad
se le cuela por las rendijas más insospechadas, y, entonces, el lector se
entera de algunas realidades improbables, de varios aconteceres sinuosos y
cuajados de insidiosas prácticas. El lector alcanza a hacerse una composición
de lugar acerca de la mente atormentada que le habla, disfruta de una
verosimilitud al alza que no puede ocultársele, que no se le ofrece
convenientemente deformada por la sagacidad estilística para principiantes
(marca Acme). Oh, sí, ellos escriben con sus cuadernos de escritura automática
marca acme que ya les dan las figuras hechas y los tropos niquelados, que les
preparan un popurrí a elegir entre miles de imágenes a cual más rompedora y
subversiva, composiciones que dicen de ellos y ellas que son los más audaces y
temerarios, que sacrificaron todo y más aún en aras de la autenticidad máxima,
con la sinceridad propia de los fenómenos naturales y solo a ellos atribuible.
Nosotros,
a piñón fijo. Marca de la casa. ¡A ver quién nos supera en manierismo! Porque
su literatura poética de ellos es poco menos que una traducción, ¡es una poesía
traducida! Que ahí llevan, en el pecado, la penitencia, que de tanto leer a
Kavafis y a otros tantos no en su propio idioma se hacen una idea radicalmente
equivocada de lo que debe significar y significa por cierto el poema. Y su
poema, de esa guisa, reincide y se repite en un idioma inventado, como si lo
hicieran en el inglés inventao de
José Mota, así escriben nuestros héroes del cómic. Tan cómicos, no avizoran que
su obra es una farsa por la sencilla razón de que no desentona en nada si la
comparan con la abundante que fondea en la corriente principal. La poesía es
intraducible, ¡qué narices! A los traductores de poesía habría que darles de
comer aparte, deberían ser desterrados a una ínsula en semejantes partes
mundiales allá por el isósceles de las Bermudas. ¿Quién traduce la sutileza del
ritmo?, indisoluble del significado profundo (y esta vez sí, profundo) del verso.
Nosotros hemos manejado versiones bilingües de algunos grandes nombres, Keats,
por ventura, y, sin saber demasiado inglés, aunque, bien está decirlo, sin que
nos sea ajena por completo la norma de pronunciación de tan disparatado idioma,
que a nuestro lado la familia Ánsar palidece y parece recién extraída del
paleolítico inferior (que, por otra parte...), vaya, que la traducción,
obviando la rima que al autor le fue tan cara y tanto fue trabajada, no tiene
nada que ver con lo escrito en versión original, porque su fonética, su cadena
fónica, su voz, ¡su voz! es absolutamente distinta, desparecidos en combate
traductivo los incontables matices que hacen de una serie de líneas paralelas
escritas al tuntún un singular poema pleno de belleza y contenido. Cualquier
traducción resulta, pues, obscena y falsaria, falaz, como suplantadora de la
forma primordial decidida y diseñada por el artista. Y qué impresionante
dominio del idioma de que se trate es preceptivo para acercarse a la edición
original, pues si para leer en inglés a Keats hay que hacerlo con el
diccionario Collins a mano, mejor es
dejarlo y no leerlo que lo decimos por experiencia manual (hay que ver lo que
pesa el diccionario), porque de ese modo la magia estalla y la gran traca
fallesca se reduce al tenue chisporroteo del humilde petardo artesanal. Por
tanto, si nos gusta Keats debemos admitir que es más por su biografía que por
su obra, que conocemos de forma tangencial y no directa, más como icono que
como artista genial, como imagen que como modelo. Pero muchos que tienen al
castellano como única lengua materna y filial, gente de acusada incompetencia
lingüística, se apuntan sin miedo a la moda absurda de decir que sus libros
incontables, su estilo fehaciente, se deben a los autores franceses o a los
latinos o al mismísimo Homero, a los románticos ingleses o a los árabes del
siglo trece. El caso es impresionar, causar una impresión de caerse de
espaldas, deslumbrar con el destello imponente de la gran cultura
internacional, dejar impreso por doquier el sello cosmopolita, ¡citar!, ser un
aforismo viviente, citar sin pausa y sin temor a ser tomado por alguien sin un
solo pensamiento propio.
Usamos
y abusamos de nuestro peculiar lenguaje poético en el convencimiento de que
presentamos y somos capaces de entregar un producto de la tierra apenas
contaminado por el trazo seudofilosófico de la experiencia ajena, sin mácula
estética debida al ominoso traductor de turno. Tampoco nos oponemos al resto:
que cada cual profundice (en) y horade la materia de los sueños a su discreto
albedrío; patentizamos las contradicciones de algunos, es cierto, y nos mofamos
bastante de su severidad que solo encubre el ansia de fama y dinero, el muy
humano anhelo del dolce far niente,
por puro afán de esparcimiento. Vejamos, sí, pero solo para afianzar el
discurso, nuestro discurso poético, que debe asimilar también su basamento
teórico. Nuestra poesía es un conglomerado que se parece a sí mismo en su
impotencia general, sin misterios universitarios ni doctorados en la tercera
fase, es un poliedro que resiste el envite académico de los comentaristas de
textos, es un outsider en un mundo repleto de registros acomodaticios y
presunciones de inocencia que son intentos desesperados por ahondar e indagar,
sondear y sumergirse en los abismos interiores. Ah, pero existe ya tal
jurisprudencia en esos menesteres, ha habido ya tanta prospección e introspección,
tanta investigación, palabra escrita mediante, de los oscuros recovecos del
alma que, en el mejor de los casos, lo que se obtiene son reiteraciones sin
gracia, páginas penosamente calcadas de un original desvaído. Urge, pues,
hallar una voz particular, íntegra y para eso es preciso leer, conectar con la
literatura sin un plan preconcebido. No se puede decidir a los veinte años de
edad que se va a vivir de la poesía, por más que algunos editores sin
escrúpulos jaleen esa burda posibilidad. Mas, la precocidad vende mucho y eso
lo saben bien los chusvisores y los garcías de este mundillo atrofiado. Al
final, solo venden los que se parecen a ellos: la diversidad representa una
amenaza para su corralito.
Ya
acabamos. Tanta parafernalia, tanta palabrería para no decir nada, para
redundar en lo de siempre, para apuntalar nuestra pobreza léxica, nuestra
ruindad de estilo, la levedad de nuestra caligrafía poética. Para colocarnos
frente a la inmensa mayoría, que por naturaleza suele llevar la razón, o, más
concretamente, para ver de homogeneizar a la competencia con la intención de
situarnos en un lugar de privilegio y de proteger nuestra unicidad. Nos
jactamos de nuestra espontaneidad confrontándola con la ordinariez normativa y
culta de los titulados, lo que no deja de entrañar un claro sentimiento de
inferioridad que tratamos de soslayar con la ironía y la desafección, con el
truco fantástico de elevar nuestra posición por encima de otras más
cualificadas a través de argumentos inconsistentes. Necesitaríamos una
evaluación correcta y urgente de esta obra que exponemos, pero no podemos
confiar en los evaluadores, que son los jurados de los certámenes, todos con
varias licenciaturas y premios varios en sus elegantes vitrinas, todos con su
currículum de espanto, cuando el nuestro incluye todo un vademécum de drogas
ilegales y ningún otro título, salvo la etiqueta de anís del mono que nos
dieron, en aquella basta ceremonia de infausto recuerdo, en vez del graduado
escolar.
(marzo 2013)
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(abril 2013)
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(mayo 2013)(marzo 2013)
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ANTIWALSER
el paseo vespertino
Aquella
tarde había salido a dar un paseo, harto del frío y el hondo desasosiego que
sentía en mi cuarto, cansado de escuchar el ruido infernal de los otros
huéspedes que no hacían sino emitir repugnantes sonidos corporales, que pueden
ustedes imaginarse, en una variada gama, aderezados con otros propios del
nefasto y chapucero bricolage a que se entregaba sin ningún conocimiento el
equipo de conservación del hostal, formado por el hijo de los dueños y su
ayudante, un tipo de mirada huidiza y dientes podridos que siempre me observaba
con prevención y al que yo detestaba en justa correspondencia.
Salí,
pues, a la calle, huyendo de la quema, y a punto estuve de pisar una deposición
canina que se hallaba en medio de la acera. Pasado ese primer sobresalto,
comprobé que el tiempo era monstruosamente desapacible, y que el frío que
notaba en mi mal caldeada habitación, o habitáculo, más en consonancia con sus reducidas dimensiones, era una bicoca tropical al lado del clima siberiano que reinaba afuera,
que destrozaba la piel, escocía en los ojos y golpeaba armado de un viento
colosal sin piedad y por los cuatro costados mi pobre y escasamente abrigada humanidad.
No obstante, tomé el primer camino que me salió al paso con la idea de explorar
un poco la ciudad, a la que acababa de llegar hacía apenas un par de días.
Las
nubes me ponían mala cara, dibujándose en el cielo con rostros criminales
dominados por la bestialidad que coronaban descomunales y muy deformes
corpachones solo aptos para la violencia desatada y de los que únicamente
podían esperarse oleadas de granizo o lluvias torrenciales. En efecto, cuando
ya había recorrido aproximadamente un quilómetro y me encontraba en los
suburbios de la pequeña ciudad, cerca de un desaliñado parque municipal, el
cielo comenzó a arrojar de súbito una serie de cántaros de agua que cumplieron
su cometido de hacer que en menos de un minuto estuviera calado hasta los
huesos. Por fin, ya empapado y tiritando, con el agua que había inundado mis
zapatos medio rotos mojando mis pies, alcancé a la carrera un lugar en el que
cobijarme. Empecé a sacudirme el agua como un perro pachón y al rato -hedor
mediante- caí en la cuenta de que había ido a resguardarme en unos servicios
públicos, por lo que decidí, ya que estaba allí, hacer uso de ellos. Entré
pisando charcos regularmente profundos y me acerqué a la línea de urinarios en
la convicción de que no había nadie en el recinto. Acababa de empezar a orinar
cuando de uno de los cubículos emergió un tipo andrajoso que se colocó a mi
lado y comenzó a mirarme de modo francamente poco respetuoso mientras sonreía
con degenerada lascivia.
-
¿Puedo ayudarle en algo, amigo? -dijo el hombre guiñándome un ojo.
-
Métase en sus asuntos, viejo; déjeme en paz -le respondí con fastidio.
Al
oír esto, el pervertido, que no había captado la no tan velada amenaza de mi
voz, mudó su pacífica y cariñosa expresión y sacando una navaja de respetable
tamaño me conminó a que le entregase la cartera y cualquier otro objeto de
valor que llevase encima. No es que lo hubiera estado esperando, pero tampoco
me cogió por sorpresa. Reaccioné con rapidez dándole una patada en la mano que
esgrimía el arma y luego un par de sonoros puñetazos en la cara. El tipo cayó
al suelo, donde procedí a patearlo con suficiente saña sin atender a sus ruegos
y protestas, tampoco a sus lágrimas de cocodrilo y sus desgarradores lamentos
un instante después. Cuando me cansé, me alisé el pelo y regresé a la tormenta
con la navaja ensangrentada en la mano dolorida.
desde la ventana
Ayer,
el día no fue tan doloroso. El temporal ha pasado tras arruinar las cosechas y
regalarnos una semana apocalíptica. La gente del lugar, ya de por sí poco
comunicativa y huraña, ha experimentado un cambio a peor durante estos días, en
los que me ha sido del todo imposible encontrar una mirada no ya comprensiva sino
meramente neutral.
Ayer,
sin embargo, aun contados, los rayos del sol incidían en el casi siempre
sombrío ventanuco de mi cuarto, por lo que aproveché para asomarme un rato a
ver pasar al personal. La pensión está bien situada, en el centro, y cerca de
una plaza en la que puede verse corretear a los chavales mientras sus madres
esperan sentadas en los bancos o forman corros para criticar a sus vecinos
Un
viejo, que estaba sentado en un banco justo enfrente de mí, se tocaba
descaradamente sus partes pudendas observando a unas muchachas jóvenes que
discutían entre risas a su lado y que parecían totalmente ajenas al
comportamiento depravado del anciano. A mí me estaba poniendo malo.
Aparecieron,
de pronto, a la carrera dos chicos de unos diez o doce años. El más voluminoso
de ellos tropezó con una baldosa suelta y cayó al suelo. El otro lo alcanzó y
le soltó una brutal patada en la cabeza. El gordo trataba de protegerse
mientras el otro le golpeaba con furia. Nadie fue a separarlos.
Varios
perros deambulaban sueltos por la plaza haciendo sus necesidades en cualquier
parte y había uno ratonero, sarnoso y renegrido, que no paraba de ladrar de una
forma extremadamente aguda y desagradable.
Un
par de señoras con pinta de fulanas se pararon en la acera y comenzaron a
señalarme y a reírse con muy mal estilo y chabacanería evidente, sacándome la
lengua y guiñándome los ojos medio bizcos y nada atractivos.
No
llevaba ni diez minutos en mi puesto de observación cuando consideré que ya
tenía suficiente información sobre mis convecinos para toda una vida, desde
luego, más de la que deseaba, así que cerré la ventana, corrí las cortinas y
saqué la botella de debajo de la cama.
(abril 2013)
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LA CANDENTE ACTUALIDAD
Ah,
la actualidad nos llama con potencia vocal infinita, nos hace un llamamiento
urgente, nos requiere y nos estruja de mala manera. Ocurre que sucede y ella
pues no puede evitarlo, no puede poner coto a los sucesos que se repiten o que
acaecen con premura y novedad literaria. Pero hay trámites necesarios de los
que no podemos evadirnos con natural fineza, con nuestra maña houdiniana, que
no podemos evitar, a los que nos vemos condenados sumarísimamente. Uno de
ellos, el principal por tanto es el de nuestra última metedura de pata. Ponemos
fin al "AntiWalser" y pedimos disculpas, hacemos reverencias niponas
de tropecientos grados, nos aplastamos el tórax a base de golpizas coronarias
que nos cuestan un par de costillas fracturadas, lo que sea con tal de
evidenciar nuestro pesar, nuestro abatimiento, nuestra decepción con el punto
de vista adoptado. Bah, resulta que Walser no era lo que nos creíamos, nos
precipitamos mucho en las valoraciones y valoramos de mal en peor. Porque llegó
a parecernos un tipo melindroso. Y no. Es más: léanlo. Si pueden. Nosotros
leímos algo, ni siquiera una de sus novelas, sino una colección de breves con
el título de "Sueños". Y nos
temíamos algo terrible, algo desastroso, que nuestra inversión de algunos euros
había terminado en la basura. Y no. Walser es interesante. Nos interesa. El
pobre terminó sus días en un manicomio, o sanatorio o como quieran dulcificar
la tremenda solución tomada por sus familiares, no por él mismo que ya había
ingresado antes por propia voluntad años atrás. Sufría.
Al parecer, Walser tan solo se proponía no
añadir dolor al dolor de la vida, no añadir frustración a la frustración.
Ofrecer una visión amable y colorista, bella del diario acontecer. Una visión
doméstica donde todos los protagonistas hacían su trabajo con delectación, sin
aspavientos, donde todas las personas eran consideradas, educadas y solidarias,
donde los animales no molestaban y la naturaleza estaba ahí para agradar y
proporcionar consuelo a los seres vivos como fuente de belleza y protección.
Esto es difícil de lograr, difícil es tomar esta decisión de ser tan bueno y
benéfico; claro, a veces, también Walser flaqueaba en su determinación, tenía
sus momentos bajos en los que se quejaba amargamente de sus congéneres más
abominables: lógico. Pero enseguida
renacía de sus cenizas maliciosas y volvía por sus fueros elogiosos y también
ciertamente melifluos, dignos y benévolos, continuaba con sus propósitos
indulgentes, con su clemencia para con la zafiedad imperante y su sensibilidad.
Walser, por si no lo sabían ustedes..., era un poeta. Yes. Pero no un poeta al
estilo de la señorita Sexton, que ahora está de moda pese a haber muerto hace
tantos años (está de moda porque por fin alguien ha osado traducirla al
castellano y ya están todos hablando de ella, la nueva Pizarnik, que hasta JJ
MIllás habla de ella en su columna de El País y la pone por las nubes, claro,
habrase visto...). Sexton que, por cierto era muy guapa, se suicidó dejando un
par de criaturas huerfanitas, pero es que no podía consigo misma de tanto como
padecía, muy artísticamente, eso sí. Y no la criticamos, aunque dé esa
impresión, simplemente decimos, aseguramos, proclamamos que no nos interesa lo
más mínimo (ni siquiera sus "audífonos": véase Millás), que no nos
dejamos epatar por sus frugalidades feministas de hace cuarenta o cincuenta
años ni por su modernidad apabullante y tan poco común y nos quedamos tan
anchos tras este destape postintelectual. Aquí, la cuestión primordial
subyacente a todo este revuelo es el morbo puro y duro. Si Sexton no hubiera
sido una mujer tan atractiva, si no se hubiera tomado un par de vodkas antes de
acometerse y quitarse la vida, así, a lo beat generation, es un decir que no se
habría producido esta expectación desaforada, ese entusiasmo por su obra, por muy
profunda que esta sea, que seguramente lo será.
Pero
a nosotros nos atrae más Walser, nos atañe más (cosas de la enfermedad mental)
porque ahora nosotros mismos estamos, ahora mismo, estamos en una especie de
época walserista en la que tratamos de atrapar o de aprehender algunos
conceptos realmente inaprensibles e inefables por principio. Ajá, o ajajá,
mejor ajajá, que es más reivindicativo: de hecho, hemos estado haciendo
cochinadas. Hemos estado echándole el lazo al sentimiento por su excelencia,
por excelencia, al gran sentimiento archiconocido y ya manoseado en millones de
ocasiones líricas o prosaicas, definido por centenares de miles de millares de
individuos poéticos o brutales, por asesinos y padres de familia, por mujeres
al borde de una revelación estúpida y niños con ínfulas, por graves profetas y
lunáticos sin crepúsculos, perdón, sin escrúpulos, queríamos decir, aunque
tanto dé en realidad... Señoras, estamos hablando del Amore, del amor, del all
you need is love, que nos preocupa ahora, y al que querríamos sitiar,
acorralar, echar el guante. Pero es que es tan (y pronúnciense con énfasis los tan), tan volatil, tan voluble, tan lábil
y tan, sí, digámoslo de una vez, escurridizo, eficaz palabro. Walser era un
poeta irónico, suficientemente irónico para su época, hay en su obra una ironía
que la cubre como un cielo encapotado, un anhelo de no liarla más, de no complicarse las cosas, un afán de pasar
desapercibido y una capacidad de observación notable (ambas dos cualidades que
se dan la mano habitualmente). ¡Todo tan diferente del poeta al uso!, del
patrio, del vate contemporáneo, con esa gana de notoriedad impepinable, ese
ansia viva por publicar y publicitarse hasta el absurdo, que en vez de poetas
parecen hombres y mujeres anuncio, poniendo buena cara en los interminables y
obtusos recitales y en los cafés de ambiente (lírico, no me sean malpensados),
tomando copas hasta las tantas, que luego no tienen ni tiempo para escribir
pues tienen que atender sus compromisos en las redes sociales. Bah. Y es que
Walser paseaba, viajaba, a menudo a pie, y tomaba sus notas mentales que luego
refinaba hasta convertirlas en piezas religiosamente puras, pletóricas de
bondad, huérfanas de señalamientos impropios. Y es cierto que existe, que ha
habido una influencia en nuestra forma de atinar con el poema y que debemos a
la literalidad amable del autor suizo. Esta última querencia nuestra por los temas románticos y las damas en apuros,
o las damas en general y su sentimentalismo, es debida en parte a la influencia
de los Sueños, y nos complace en gran
medida, Walser nos ha mostrado una forma conceptual y celebramos su ayuda.
Debemos resaltar, también la valentía que se deduce de una escritura como esa,
sin pizca de agresividad, una escritura nada defensiva, que expone la desnudez
del alma, que quiere, que opta por la sencillez y la pureza. ¡Ah!, porque la
ironía está en la imposibilidad de la perfección, en la difícil tesitura de
quien toma los hábitos. Y he ahí una
doble lectura que nos interesa y nos llama la atención.
De
otro lado, está en la actualidad la renuncia definitiva, el fin de la página de
los Addison (y qué rabia que todavía no sé dónde va la doble consonante y
siempre tengo que echar un vistazo a la página). Dan carpetazo después de una
nueva hazaña periodística, tras la enésima proeza de leerse una torre de pisa
de enhiestos poemarios acabados por lo general en la palabra Fin. A nosotros, ni fu ni fa, vamos que
nos resbala bastante ese acto heroico de genialidad, esa crítica ejemplar que
no a todos convence, hay que decir. No obstante, opinar, opinaremos. Y opinamos
que han perdido algo de brío, de brillo y de potencia por la pérdida de mala
hostia que reflejan sus evaluaciones. Se ve que la edad va haciendo sus
estragos y construyendo sus parapetos mentales en las doradas cabecitas de
nuestros idolatrados campeones de la equidad. Ya hemos puesto el dedo en la llaga
en otras ocasiones al precisar que es imposible hacer una reseña oportuna
después de haberse echado al coleto un respetable número de libritos repletos
de enseñanzas taoístas y muy filosóficas develadoras de los misterios más
insondables de las artes, las ciencias y el espíritu humanos. No se puede. Y se
siente. Uno no está en condiciones óptimas, uno no está en posesión de sus
facultades, uno no sabe y no contesta después de una sobredosis tal de
proposiciones entrañables y bien escritas, ingeniosas y demasiado ocurrentes.
¿Cómo ponderar semejante catarata de ocurrencias bien plasmadas y mejor
pensadas, o bien pensadas y mejor plasmadas?
Sigamos.
Luego, los mismos dueños y señores de la página se despiden, sin apelar a la
lágrima fácil, lo que es de agradecer, pero con una recomendación envenenada;
nos dice que leamos hasta la extenuación, que leamos y leamos y leamos sin
parar antes de ponernos a escribir, que leamos poesía como posesos, como poetas
y sin pausa. Eso nos suena. Nos suena de algo así como que ya que ellos se han
tenido que joder pues que nos jodamos también los demás, ¡que se joda todo el
mundo!, ¿o es que pensabais iros de rositas, poetastros? Y no, miren ustedes.
Leer es una cosa y leer sentencias profundas y abisales del corazón y la psique
es otra, eso se lo dejamos a los profesionales que tienen que publicar todos
los años su librito. Que copien de Sexton, de Gamoneda y de Zurita. Que se
jodan ellos.
Resulta
que el ganador es un tal Zurita, que tiene el mal gusto, encima, de titular su
tocho energuménico y pantagruélico para los Addison con su propio y original
apellido, "Zurita", y que se trata de un volumen grueso de verdad de
ochocientas páginas, por ejemplo. Algún detractor despistado, el mismo de
siempre, dice que Zurita se repite como la fabada o el codillo. Bien, el fistro
así premiado, si se nos permite la expresión, consta de poemas, podemas y textos varios (lo de podemas es cosa nuestra, para
ridiculizar), es decir partes no poemáticas o más bien novelescas o
ensayísticas, qué se han creído ustedes. Zurita debe ser una pasada para
obtener esa unanimidad por quintuplicado y, sin embargo, nosotros antes de leer
el libraco de marras nos cortamos un dedo del pie, el pequeño, que dolerá
menos, a nosotros nos tienen que hacer un contrato indefinido antes de que nos
leamos ese pequeñín; oye, que debe ser leérselo y comprender el sentido de la
vida mejor que los monty python, y saber de qué narices va el universo y por
qué se expande o se contrae y cuál es la dimensión exacta de nuestra región
espacial y el valor justo de omega y, ya puestos, tener de golpe y porrazo un
conocimiento exacto de la historia de las religiones, vamos, debe ser como si
te presentara a dios la santísima virgen maría. En ochocientas páginas ha de
caber todo ese material y más si nos apuran. Y no es que no nos apasione el
reto. Que es nuestro sueño, nuestro proyecto, nuestra intención, nuestro deseo
más ferviente: colocar en las estanterías del país y de parte del extranjero de
habla hispana un esquemático y prometedor tomo de mil páginas para arriba en
papel biblia en el que quepa toda nuestra obrita selecta, incluida, of course,
esta parida actual. Envidiamos, pues, la suerte del señor Z., con una envidia
absolutamente insana y delictiva. Claro que queremos tener la oportunidad de
publicar a lo grande, pero sin presentaciones ni tonterías, nosotros
escribimos, que hablen otros. Ja, ¿se imaginan ustedes lo que pueden ser los
recitales jornaleros y las reuniones promocionales basadas en el librillo de
Mr. Z.? Orgías de la palabra, eso pueden ser, fiestorras detectivescas de
homenaje en homenaje.
El
detractor y sus mariachis arremete también contra el pobre Gamoneda (mala idea
tiene el tío). Decimos que el pobre porque es mayor el hombre y lo que quieren
son cariñitos y cosas así, reconocimiento, vaya. Los A. le han galardonado un
tanto y eso ha encendido los ánimos de nuestro iconoclasta que refiere la
absoluta pérdida de imaginación, de mojo poético, de inspiración de Gamo. Ni idea oigan. Tampoco nos extraña
porque lo que viven de ello se agotan y se resecan como florecillas silvestres
planchadas por el ogro otoñal. Pero, en general, la gente ovaciona la
iniciativa e incluso se permite pedir a la presidencia las dos orejas de Z. y
el rabo de algún novel y, enfervorizada, aplaude la vuelta al ruedo del
quinteto y le arroja conejos vivos para hacer estofado y algunas bragas de
encaje bastante limpias para los tiempos que corren. Cómo para no aplaudir la
machada anual de los chicos que ya no deben serlo tanto, el empacho, la
comilona de estros, la grande bouffe que ejecutan de manera ritual nuestros
esforzados críticos de cabecera, la lectura arrebatadora, la lectura en sí, la
hiperlectura hipertrofiada de ejemplares poco o nada ejemplares en su mayoría.
Oh, y, luego, qué ilu asistir al parto con cesárea de la opinión autorizada in
person, la opinión con mayúsculas, la opinión con criterio, fundada y
fundamentada, el juicio final, cuando el juez emite su benedicto papal, en una palabra, la Idea. Presenciar el nacimiento
de una idea no es pecata minuta, no es cualquier cosa, no. La idea, claro está,
es el premio sin remuneración económica ni diploma, que como no te imprimas el
pantallazo tú me dirás. Ah, pero fardas igualmente, porque te lo enlazas con tu
blog o con tu paginita y ya, a engordar el currículum se ha dicho. Seguro que
Z. ya les habrá hecho llegar, de forma discreta y pofesional, su agradecimiento supino por la nominación cuasi granhemanesca recibida: hay que dar de
comer a los críticos, y de bien nacidos es ser agradecidos. A Gamo es probable
que se la haya olvidado, ya saben (los hijos de Sexton, suponemos preferirán
permanecer en el anonimato, esto lo decimos por JJM).
Bien.
Estamos siendo poco respetuosos y vamos empleando un lenguaje cáustico que es
hora de abandonar (al menos por un instante). El caso es que el alarde de los
Addison nos molesta básicamente por su inanidad, lo encontramos superfluo,
estéril, y creemos que sus conclusiones no pueden ser sino erróneas. En realidad,
la crítica que ejerce el colectivo nos parece regular. Del libro premiado en
esta edición de su concurso, Zurita, nos dicen poco, que es monumental, que es
un "Canto General nerudiano" adaptado al siglo y rematan la faena
asegurando que al autor le falta imaginación... Conocemos también su faceta de
críticos yugulares y despiadados: hemos sido testigos de algunos despieces y
despellejes a que han sido sometidas algunas señoritas de mucho renombre. Y es
que los A. cuando se ponen endosan unas críticas de lo más corrosivas al estilo
de las de la fiera literaria, una suerte de críticas acompasadas que nos
resultan poco útiles y solo muy efectistas. De la novela, quizás
-que
tampoco-, pero de la poesía nunca jamás. En poesía no valen ese tipo de reseñas
pormenorizadas. En poesía cuando un libro no llega, no responde, no brilla, es
mejor el silencio, la única opción digna es el silencio o la rápida
descalificación. Nada de recrearse en la metáforas fallidas o en las asonancias
criminales, fuera con las descripciones del infantilismo o la cursilería del
autor. Lo mejor es no extenderse en absoluto; decir que es malo y ya, porque de
otro modo estaremos perdiendo el tiempo del lector y además haciendo gala de
haber perdido el nuestro en una lectura desafortunada y prescindible de todo
punto. Dejémonos de morbosidades, que pueden ser descacharrantes pero nada
aportan. A todos nos gusta ver cómo defenestran a algunos niños pijos con pinta
de drogotas que andan soltando sus ocurrencias por doquier, pero hemos de reconocer
que el espectáculo de la denigración es de gran bajeza intelectual y moral, no
puede ser de otra manera. El espectáculo que consiste en someter al descrédito
a los malos poetas no fomenta ningún valor estético ni ayuda a los autores en
ciernes a perfeccionar sus obras. El criterio en poesía ha de nacer de uno
mismo, la crítica debería ser casi ociosa en poesía. Si no sabemos lo que es
bueno, ¿cómo vamos a escribir bien?, ¿cómo vamos a hacer algo bueno nosotros?,
¿se imaginan a un músico sin oído? (y no vale citar a Beethoven, que ya les
estoy viendo), no, ¿verdad?, pues eso. Y lo peor es esa voluntad manifiesta de
sentar cátedra honoris causa y de seriedad que impregna la crítica autorizada. Nosotros hemos vilipendiado y menospreciado,
nos hemos burlado de algunos poetas y de sus obras, pero siempre, digamos, de
una manera tangencial, es decir, que siempre ha habido un factor externo a su
poesía que ha sido el detonador, el desencadenante de nuestra justa furia
literaria, algo como que una señorita escriba artículos de opinión en la prensa
amarilla y extremista de extrema derecha y luego vaya por ahí dándoselas de poetiza de la miniexperiencia (por
aquello de la edad), o como que algunos enterados que aceptan cargos de
relevancia en repugnantes gobiernos populistas se permitan luego publicar
libracos infames con sus pensamientos putrefactos y lo llamen poesía y encima
reciban críticas laudatorias y sumamente elogiosas de los que algo tienen que
ganar en ello. Lo nuestro es una cuestión ética más que estrictamente artística
(aunque luego, como no podría ser de otra manera, todo quede relacionado y
puedan delimitarse causas y efectos nítidamente, quede también comprometida la
estética).
Pues
nada, cambiamos de tema, para poner a parir de nuevo, breve, o no tan brevemente,
que nos conocemos, a Marías por la enésima parida publicada en El País. Vamos
allá. Se queja M. de que sus editores (a los que debería adorar y reverenciar
al máximo, en nuestra modesta opinión) le llevan últimamente por el camino de
la amargura. Le extorsionan duramente con presentaciones sucesivas e
interminables y actos públicos y privados, sin cesar le exigen que dé la cara
en plan promocional y eso interfiere con su creatividad (esto es de nuestra
cosecha, pero no irá muy desencaminado, nos jugamos algo). Además, aborrece la
forma en que los organizadores de los eventos culturales marianos plantean los
mismos, ya que los enfocan más en él como autor que en las obras en sí. Va. Y
¿qué quiere, si vive de ello? Si no viviera de ello y hubiera tenido que
trabajar para vivir, sí, trabajar, no eso que hace de su muy presunta creatividad, podría quejarse tanto como
gustase, tanto podría hacerlo que incluso podría negarse a participar en esos
bodrios retrasados que son los actos culturales literarios. La pregunta
inmediata que nos planteamos es la siguiente: pero, ¿es, en algún sentido, M.
el equivalente latino o europeo de Mr. Pynchon?, ¿es acaso otro Salinger?,
¿otro William Gaddis, quien sostenía que "los escritores debían ser leídos
y no vistos"?, ¿no?, pues, entonces, que se fastidie, por no decir algo
más contundente. Si fuera inteligente, nunca habría hablado de esto, lo habría
sufrido en silencio, como una de esas dolencias socialmente vergonzantes que a
todos nos afectan en algún momento de nuestras puñeteras vidas. Lo que está
explicitando Marías es que sus novelitas son tan aburridas que hasta su
aburrida vida de escritor amigo de Reverte (probablemente también por contrato
editorial) que compra polichinelas y figuritas de porcelanosa y se toma la
tensión en Londres por prescripción médica es más interesante que ellas, que
los argumentos y las tramas de sus nevulas
son la cosa más somnífera que existe sobre la faz de la tierra.
En
cualquier caso, es que el mundillo está podrido de toda pudrición. En el país
moda (cuyo nombre oportunamente minimizamos en castigo a su osadía) publican un
reportaje sobre cazatalentos literarios, editores de esos que leen un montón de
originales simultáneamente, todos bien presentados en reglamentaria letra times
new roman doce y con una separación entre líneas de uno coma cinco, para que no
se les canse la privilegiada vista ni el ojo avizor. Nada que objetar a los
lugares comunes y las presuntas agudezas que sueltan los y las elegidos por la
revista, si no fuera por el detallito sin importancia de que algunos de ellos
visten elegantes trapitos que son luego relacionados al margen en plan: fulano
lleva americana de su puta madre y menganita zapatos de su puñetera abuela muy
vintage. El reportaje trata de separar lo que es el cuerpo del artículo de la
parte grotesca o estúpida en la que se seleccionan las frases de impacto y se
glosan las vestimentas, que reservan para las fotografías, muy bien pensadas y
muy fotográficas (por decir algo) en las que los interfectos salen tratando de
parecer más intelectuales de lo que sin duda son. Esto nos puede dar una idea
de hasta qué punto la memez comercial imperante ha contagiado e infectado todas
las áreas culturales en nuestro país y, nos tememos, en el entero mundo mundial.
Hay que vender. El siguiente paso será la esponsorización obligatoria de todo
entrevistado, que aparecerá en la revista o televisión de que se trate con un
traje similar al de Fernando Alonso, uno de nuestros más famosos y cotizados
hombres-anuncio (naturalmente, no se entrevistará a quienes no reciban el visto
bueno de las marcas patrocinadoras). La verdad es que se cargan el artículo de
una forma vergonzosa pues las opiniones quedan instantáneamente subsumidas en
la vorágine estupidizante, devaluadas sin remisión. La pregunta inmediata que
surge es la siguiente: ¿ha sido la participación en semejante horterada
voluntaria, o impuesta a sus empleados por las respectivas empresas
librofactoras? Nos recuerda este reportaje de los bookhunters de el país a otro que fue publicado años atrás en el
semanal pero esta vez sobre poetas y poetizas (lo sentimos pero no podemos
evitar la ridiculización del término, tratándose de quienes se trata, claro
está) que aparecían entonces posando con ropitas vaporosas y un tanto rústicas
en plena naturaleza, en el monte, junto a un árbol caído o similar y que tuvo
el insidioso efecto de inspirarnos algunos versos que pasamos a reproducir para
jolgorio y afección de nuestros distinguidos lectores:
Un
poeta vestido de, no sé, una firma de moda:
el
talento se le va por el estilo.
Adelante
el reportaje fotográfico. La revista es de tirada nacional.
A
los editores les parece buena idea. Una buena modernez.
Los
poetas de su cuadra son jóvenes modélicos.
Ellas
se visten con ropas vaporosas, colores crudos a juego con el fondo silvestre,
ponen
caras serias como si los trapos de diseño fuesen versos paridos con ahínco,
e
intentan poner cara de inteligencia no exenta de flagrante sufrimiento,
sin
descuidar su belleza interior.
Ellos,
chicos con zapatos nuevos, no aciertan a disimular su incompetencia
y
adoptan posturas trascendentes junto a la encina
tratando
de imitar el aire casual que acompaña a los actores de culto.
(aunque
su efecto se agota en el guión).
Entre
todos, un rimero de libros publicados,
una
montaña de palabras vueltas a decir,
triviales
actualizaciones del amor y la nostalgia.
Ninguna
objeción.
A
nadie se le ocurre que un respeto por la poesía, oiga
(mejor
no les pregunten por el arte).
Ellos
son los poetas, y sus ocurrencias llevan copyright incorporado.
Posan
con naturalidad facebook
y
lanzan ese-eme-eses por los ojos inyectados en glamur.
Salen
raros, no obstante. Chicas y chicos tan singulares que no pegan ni con cola.
Luego
irán a comer.
Pero
antes se cambiarán de ropa.
No
es cuestión de ir haciendo el ridículo por la calle.
(Bah,
el poema no vale nada, pero fue como un acto de desagravio, desquite y
reparación, ja).
Y
luego se queja nuestro aclamado titán de las letras, Marías, de que no se le
respeta lo suficiente: que se niegue a ser utilizado. Si el individuo M., cuya
mayor transgresión conocida consiste en ser amigote o amiguito del alma del
matasietes Pérez-Re, ese hombre tan corresponsal y malhablado, no quiere hacer
piruetas circenses, que se niegue y santas pascuas, que decline las graciosas
invitaciones a los actos de vellón, que se raje, que salga de najas y se dé
brillo, que huya, que se dé el piro, que se las pire con viento fresco y tome
las de Villadiego, que se abra por la orilla, hit the road, "Jav", and
don't you come back no more y etcétera. Pero no, aquí de lo que se trata es
de poner el cazo, con perdón, que ya hay que ponerse un poco zafio (a little bit, ya que estamos con el
inglés) sin ninguna contraprestación infamante y eso no puede ser a estas
alturas neoliberales de la película, bien debería saberlo. Marías, quien
seguramente ya habrá firmado contratos en base a su futura producción
literaria, debería saber que, lisa y llanamente, se ha convertido en un
empleado de la editorial que le hace el inmenso favor de promocionarle y
publicarle, ha vendido, arrendado, alquilado su arte, lo ha prostituido, lo ha vendido por un plato de lentejas
y la ha cagado, como vulgarmente se dice. ¡Que no venga ahora llorando! Los
jefes suelen ser gente indeseable para sus subordinados, en todos los casos.
Uno no se lleva bien con su jefe. Los jefes están para putear a la gente que
tienen a sus órdenes. Mire usted, a Pynchon nadie le anda jodiendo, Salinger no
se dejó putear en vida (ahora le están puteando, después de muerto). Marías (y
no solo él, desde luego) ha degradado el oficio y se ha degradado a sí mismo, y
ahora le parecen mal las formas de sus empleadores capitalistas, ¿es que no se
ha dado cuenta de que todo su presunto arte
es un negocio como otro cualquiera y, como tal, necesita ser rentable? Sí, de
acuerdo, grandes escritores se prestan a ese tipo de aquelarres, a estas
presentaciones de productos, pero hay sutiles diferencias entre unos y otros.
En el mundo anglosajón, por ejemplo, que conocemos medianamente bien, muchos
escritores, salvo los bestsellerados,
compaginan su oficio con otros trabajos, normalmente en el ámbito docente, como
profesores de universidad, sobre todo, o, al menos, han trabajado en algún
momento de sus vidas. Marías y otros españoles como él, no. Marías dirá que
trabaja escribiendo artículos para el suplemento semanal de El País, y es
cierto, pero no es un trabajo presencial y tampoco está sometido a control de calidad alguno; en
conclusión: Marías y otros como él no han pegado un palo al agua en toda su
vida.
Hay,
ya para terminar, otro asuntillo de candente actualidad que nos ha puesto a
reflexionar que nos salía humo por las orejas y nos hacían los ojos chiribitas.
Recientemente, se ha concedido al señor Caballero Bonald uno de esos premios
nacionales de las letras patrias que se otorgan periódicamente y que parecen
expresamente organizados para que nuestra menguante familia real exhiba su
temible campechanía. En fin, el premio Cervantes, con suculenta dotación
económica y grave importancia caudal y literal. Ante un auditorio de lo más
selecto (lleno, pues, de fachas y demás gentuza bien relacionada, también con
presencia testimonial de algunas personas decentes), el autor pronunció, al
parecer, un discurso lleno de sentido y de carga crítica contra el estado de
las cosas, un sermón disciplinario en el que, desde su posición política
progresista, denunció algunas de las lacras de los tiempos que corren. Es de
aplaudir. Pero nuestra fijación, nuestra demanda, nuestra objeción no tienen
que ver con la perorata del homenajeado sino con su vestimenta: el chaqué, esa
prenda infame. En las fotos, puede vérseles a él, al príncipe y a varios
prebostes populistas, entre los que se cuenta el mismísimo presidente del
gobierno (no sabemos si llamarle ya ex-presidente), todos uniformados de esa
ridícula guisa. Destaca entre todos el ministrillo Wert (con esa pinta de perdonavidas que es su seña
de identidad últimamente) y la satisfacción que emana de su persona en las
instantáneas, tan encantado de haberse conocido, tan consciente de su suprema
posición en el organigrama, que más alto no se puede caer, perdón, subir, o
casi.
Entre
los asistentes al acto, sin hablar de las mujeres que también llevan su
uniforme, aunque el protocolo que rige para ellas parezca menos estricto, entre
los varones invitados más VIP, decimos, había políticos y hasta un obispo,
todos, menos el obispo, vestidos con chaqué; nos preguntamos seriamente si en
realidad se puede articular un discurso de izquierda así vestido, si no tiran
las sisas o como se llamen del frac cada vez que uno intenta atacar al poder
establecido, si no está confeccionado el chaqué de marras al efecto de imbuir
de avariciosa desvergüenza a su portador, si no habría sido imprescindible para
efectuar una denuncia creíble el haber asistido al evento vestido de otra
manera más humana, más popular, en el buen sentido de la palabra.
El
príncipe tan campante, tan campechano como su father, con un bastoncillo
puntiagudo en la mano que parecía que iba a entrar a matar, a él, el bicho le
caía como un guante, la caída de los pantaloncitos de rayas perfecta, la
limpieza de los zapatos, reglamentaria, militar, la barba cuidada, más bonito
que un sanluis, un figurín de moda, detrás la recua impresentable comandada por
Rajoy, Wert y el heredero Ignacio González.
Caballero
Bonald (y su chaqué) también tiene nietos, uno de los cuales lleva por nombre
Agar (desconocemos si iba también vestido a
la última el pobre), dato del que nos acabamos de enterar mientras nos
documentábamos para esta reseña irónica y con tan mala leche, y nos volvemos
preguntar, ¿se puede hilvanar un discurso de izquierdas mientras te saca fotos
tu nieto Agar?, ¿se puede ser de izquierdas teniendo un nieto con un nombre tan
pijo como ese? Bromas aparte, creemos que el hábito sí hace al monje en ciertas
ocasiones y que la izquierda debe empezar a cuestionarse muchas cosas,
empezando por su forma de vestir en los parlamentos y celebraciones. De
Caballero Bonald, personalmente, no podemos opinar porque no conocemos ni su
persona ni su obra, lo que no nos quita el sueño, por otra parte, pero sí nos
molesta esta rendición, esta asimilación de la izquierda a los usos de la
realeza y sus secuaces falangistas. Como se suele decir, una cuestión de orden.
Previa. Hay que empezar a decir: lo siento, pero yo no me pongo chaqué. No
parece tan difícil.
ESCUCHAR Y LEER
Dos
actividades: escuchar y leer. Escuchamos a Elle Varner, nuestra nueva heroína
musical, dueña y señora de una voz singular y competente, hecha de personalidad
y coraje, de una sincera fuerza elemental. Joven, ¿veintidós, veintitrés?, en
los vídeos aparece con esa prudente ingenuidad que presta la flor de la vida.
Una mujer de cuerpo rotundo, una mujer casada a pesar de su juventud, hermosa y
de aspecto feliz, simpática y divertida, vestida con la elegancia del exceso y
el color del éxito (que no es el mismo que el del dinero). Su voz que alcanza
el cenit y se rompe luego en los bordes para volver a relanzarse; su presencia
escénica imponente, mejorando por momentos. Ah, resulta tan tranquilizadora
para nosotros, meros espectadores, la posibilidad cierta de observar a través de
los vídeos de las actuaciones en directo la evolución de un determinado tema,
el perfeccionamiento de la puesta en escena o de la
gestualidad del intérprete.. Milagros de la tecnología, de esta red arcana a la
que acabamos conectados día y noche. Primero observamos el vídeo de la canción
que encabeza el álbum, una canción en la que colabora Joe Cole, un rapero de
confianza que lo tiene todo para triunfar en el Billboard, la canción se titula
"Only Wanna Give It To You", un tema comercial pero muy bien
trabajado, una producción perfecta donde Elle comienza a mostrar los matices de
su preciosa voz; en el vídeo Elle entra en una zapatería porque ve en el
escaparate unos zapatos de tacón que le llaman la atención, al final sale con
unas deslumbrantes zapatillas deportivas multicolores..., toda una declaración
de intenciones, luego aparece J. Cole, que tiene unas cuantas escenas con ella
bastante cómicas y muy naturales. La batería marca un ritmo machacón e
infeccioso, contagioso, y los arreglos son... pues el último grito. Ah, pero es
en las baladas donde Elle confirma su estatura. Una por encima de todas:
"Not Tonight", que es una delicia en directo (y que pueden
ustedes escuchar en este espacio), por la fidelidad que consigue con respecto a
la grabación y por la intensidad propia del tema en el que la cantante,
acompañada por un coro de tres personas, dos mujeres y un hombre, un pianista y
un guitarrista que se marca un solo corto pero de una enorme profundidad,
ofrece la mejor versión de sí misma, delicada y plena de energía, generosa y soberbia.
Es en esa canción en la que hemos podido deleitarnos con la evolución de Elle
plasmada en una serie de actuaciones en directo que pueden encontrarse en la
red, la sofisticación progresiva de los coros y la instrumentalización,
singularmente el solo de guitarra que termina por ser de una rotundidad y una
espectacularidad alucinantes y que provoca en la cantante una serie de curiosas
reacciones como de incredulidad o de orgullo, de sorpresa como asustándose ante
la intensidad del fraseo (no fácilmente identificables), pero que resultan
fascinantes y, por qué no decirlo, encantadoras. También otras canciones
merecen un especial seguimiento, como la pegadiza "Refill" o la más
clásica "Welcome Home". En general un primer álbum completo y
excelente y una voz a tener en cuenta que seguro ha de dar mucho que hablar y
va a proporcionarnos en el futuro muchos momentos de placer y emoción. Que así
sea.
Oh,
pero tampoco nos quedamos así parados en este soul tan moderno y vivaz, tan
bien resuelto, y en la ambrosía de los
labios carmesíes de la señorita Varner (lo de señora no le pega mucho, qué le
vamos a hacer), nuestros oídos necesitan variedad y nuestro cerebro exige
también un poco de hip-hop, su dosis de rap: y ahí está The Game. Un macarra de
libro con tatuajes hasta en salvas sean las partes (suponemos), pero que
trabaja con una técnica encomiable, un buen cantante, un rapero de categoría
que nos recuerda a Nas y que ha sacado un trabajo titulado "Jesus
Piece", al parecer bastante blasfemo, que ha provocado las protestas
encendidas de parte de la comunidad afroamericana estadounidense, conocida por
su aparente religiosidad. Nosotros no tenemos la capacidad para entender las
parrafadas y tampoco nos movemos para conseguir las letras y así poder
confirmar la herejía del autor, no nos hace falta; solo hay que ver cómo
ridiculiza el Hallelujah transformándolo en un Fuckellujah de lo más
convincente para hacerse una idea de por dónde van los tiros del individuo en
cuestión. Ja. Pero es que hay más, en la segunda canción del disco, titulada
"Ali Bomaye", y en su versión instrumental, hay quien jura que los
coros repiten lo siguiente: "Lucifer will take your soul", tal que
así, más menos: "Lu-lucifeeeeeer will take your sooooooouul, una y otra
vez. Escuchada dicha versión, en efecto parece que algo de eso hay... Vale,
pero lo mejor del caso es que, a raíz del título de la canción, que hace
referencia a lo que el público le gritaba a Ali en su pelea contra Foreman en
Zaire, hemos vuelto a leer el ensayo de Norman Mailer "En la cima del
mundo" y hemos tenido nuestro particular revival de los enfrentamientos
Ali-Frazier, todos convenientemente registrados y colgados en la red. Hemos
visto la mano fantasma de Ali noquear a Liston, y luego hemos recordado por
boca de Mailer que esa pelea, que solo duró un asalto, fue nefasta para los
intereses del campeón, de Ali, que se había preparado para aguantar un doloroso
eslalon de diez rounds. También hemos recordado la paliza descomunal que
Foreman le pegó en los asaltos centrales al héroe de multitudes mientras este
se apalancaba en las cuerdas y encajaba lo inencajable, los puñetazos a los
costados del gran hombre, ese tipo de hombros poderosos, esa mole impresionante
de músculo, contra el que defendió el título dolorosamente conseguido ante Joe
Frazier. "Ali Bomaye" (Ali, mátalo) le gritaban los zaireños
entregados al mito y Ali bailoteaba y gesticulaba con su habitual
fanfarronería... Luego, las tornas cambiaron y el campeón puso en práctica la
táctica que fue bautizada como "rope-a-dope", dejándose martirizar
por los puños inmisericordes del forzudo aspirante mientras esperaba el momento
oportuno para contraatacar. Momento que llegó en el octavo asalto, cuando Ali
conectó un derechazo temible que impactó en el rostro de Foreman como un misil
teledirigido, un golpe corto, de escaso recorrido, pero de una potencia
asombrosa capaz de derribar al monstruo.
Ahora...,
que alguien nos explique qué clase de entrenamiento es necesario para soportar
un castigo semejante. Esos golpes en los costados, golpes al hígado y los
riñones, golpes que cortan la respiración y pueden provocar hemorragias
internas, golpes que podrían matar fácilmente a un hombre normal, decenas de
esos golpes encajados sin pestañear. Ali provocando a Foreman para que le
golpeara, descansando contra las cuerdas sin reaccionar; nada del famoso baile,
del juego de piernas, del "flota como una mariposa, pica como una
abeja" que tanta y tan merecida fama le había otorgado. Un Ali entrado en
kilos, también gigantesco, ciclópeo, con unas espaldas de estibador avezado y
unos músculos de hierro repartidos equitativamente por el voluminoso tórax,
como señalaba Mailer que había ocurrido en su primera pelea con Frazier, en la
que parecieron invertirse las tornas y el fajador pasó a ser Ali, mientras el
papel de fino estilista era interpretado por Frazier, de tal manera era capaz
de metamorfosearse el campeón, el mayor ego de la nación, en emocionadas
palabras de M., su mejor biógrafo.
Pues
vale que The Game funciona con todas sus
comparsas, sus múltiples colabos y su
hip-hop de ley, pero no podemos terminar con este apartado musical, tan
extraño, sin denotar nuestra admiración fresca y febril por la cantante
nigeriana Nneka, nuestro amor..., ¿por qué no decirlo así? (que luego ya nos
explayaremos más adelante), por su pelo afro y sus expansivos labios. Que
alabamos su gusto musical y también su marketing, su extraordinario logo tan
romántico con esa cúpula magnífica que la corona y ese micro tan armado y
amenazador. Todo lo que hace Nneka está bien, incluso disculpamos sus
escarceos... con el mismísimo dios jehová y sus demás escarceos, que los
tendrá, una chica tan guapa como ella, disculpamos sus novios, a su novio o a
su marido, que tanto da y no importa lo más mínimo, pues su amor es tan
internacional que abarca un poco a cada uno de sus fanáticos oyentes o
admiradores, lo que suena como más normalizado. Vamos que Nneka está siempre un
poco colgada con su dios y pidiéndole cuentas a su dios y también mienta al
diablo lucifer, no crean, pero no al estilo de The Game, sino en serio y con
total seriedad, al parecer.
Bien,
ahí están las metáforas, son para utilizarlas a granel, pueden ustedes disponer
de ellas, usarlas a toda pastilla, usarlas sin parar: vienen de perlas, de
perillas, como anillo al dedo suelen venir las metáforas más candentes de la
más candente actualidad. Y ya ven que
vamos cambiando el asunto musical del rollo y nos vamos acercando al tema por excedencia. Bueno, que ahora nuestro
tema por su excelencia el jefe del estado es un tema muy pero que muy
interesante, grandilocuente, impactante, es el amor. El amor con sus pros y sus
contrariedades, el amor nigeriano y noctámbulo, el amor libertario y que rima
de su propia música interior, algo bailongo este amor, bailarín y bailaor, que
taconea y da sus palmas con holgura y sentido que quita el sentío, como se
suele decir. Así que estábamos diciendo que Nneka nos quita el sentío, como se
suele decir, no ella, que no entiende de esas expresiones tan curiosas, que son
curiosidades típicas que señalamos sin ningún conocimiento. Ella está en una
dimensión bastante superior del arte artístico, ella tiene sus productores que
son como una panda de correctores de estilo a sueldo de la mafia editorial pero
haciendo álbumes. Oh, pero no, ella es su propia productora y toma decisiones
democráticamente y compone con enorme sensibilidad canciones preciosas que
luego canta con una voz que pone la carne de gallina y engancha por su belleza
y vulnerabilidad. Nneka vulnerable y hermosa, menuda y bella, linda y seria. La
seguimos desde que la vemos a la izquierda, con la izquierda y con el puño
levantado, una luchadora.
Y,
ya que andamos envueltos en esta vorágine del mondo sonoro, tampoco vamos a
eludir un asunto espinoso que amargamente se nos reprocha (bueno, nadie nos lo
ha reprochado, pero bien podrían haberlo hecho) y es el hecho fehaciente de la
inclusión abusiva de videos musicales en este excelente blog poético que, en
cierto sentido, pueden ejercer la función de salvavidas de algunos poemas
cortos de miras o malos de solemnidad y, en otras ocasiones, actuar como frenos
y velos que ralentizan el ritmo triunfal u ocultan la grandeza de obras
supremas de gran calidad. Ni una cosa ni otra. La urgente realidad es que
colocamos estas canciones porque nos gustan mucho, porque es la música que
escuchamos en nuestra casa a diario, la música que compramos y en la que nos
dejamos nuestros eurillos, porque nosotros somos de esa especie en peligro de
extinción de personas que todavía compran discos y no andan bajándose MP3 de
sonido perfecto ni enganchados al famoso Spotify tan de moda. Esperamos que esta aclaración sea suficiente
para nuestros improbables lectores.
También
hemos leído, cómo no, hemos leído porque no paramos de leer y tenemos unas
cuantas cosas que decir acerca de nuestras miserables y poco productivas
lecturas, todas ellas prescindibles en grado sumo. Ah, el otro día haciendo el tonto
leímos una frase por ahí en eso que, desgraciadamente, fue, al parecer (más tarde explicaremos el
origen de la coletilla), proferida por uno de nuestros insignes exiliados (y con esto queremos
significar que son de los que no leemos ni por el forro), Miguel Delibes, que
nos epató un tanto por el alcance de su evidencia y su claridad de empeño,
fundamento y forma, la frase, en síntesis decía algo así como que:
"Cervantes cuando escribió El Quijote no lo había leído", ja. Tiene
gracia, si me lo permiten. Ni Proust había leído sus obras maestras y
magistrales de toda maestría antes de escribirlas y planearlas. O sea que no
tuvo necesidad porque era un genio, pero nosotros, pobres mortales, mortíferos
plumíferos, hemos de leer a Proust a ver si se nos pega algo y si no es que
somos unos maleducados, eso para empezar, y nunca llegaremos a nada en la vida.
Siempre habíamos sostenido esa opinión de que no existen los imprescindibles en
literatura, pero es que hay por ahí muchos enteradillos que disfrutan con sus
juegos intelectuales de tres al cuarto. Es como que te estuvieran diciendo:
pero tú, pringado, ¿tú te quieres escaquear de leer esos tochos innobles y
aburridos hasta el tuétano cuando yo me los he tragado de pe a pa y encima he
tenido que hacer varios y solemnes comentarios de texto about them? Te jodes
como todo hijo de vecino y te los lees y luego me los copias cien veces en la
pizarra. He ahí su ridículo jueguecito de manos y malabares semánticos, he ahí
su doctrina patriótico-literaria, su fascismo intelectual, su adiposidad moral
podrida de colesterol metacultural. Pero, nada, esta es una digresión
infantiloide y sin ningún valor, una boutade, algo similar a una ocurrencia y
con visos de pintada poética.com (oh, que no me la pisen, que no me la pisen),
digamos que es una mamarrachada y ya, aunque tenga su miga y su simiente y casi
vaya a tener su cañería obstruida que "ahí va a haber que sanear",
que lo estamos viendo, y sin IVA.
El
caso es que hemos estado leyendo un ensayo no tan breve sobre el romanticismo
inglés, "La edad de los prodigios.Terror y belleza en la ciencia del
romanticismo", de Richard Holmes, eminente especialista inglés, biógrafo
autorizado. El señor Holmes es inglés y barre para casa. Las biografías están
bien conseguidas, son interesantes. Se centra en algunos nombres importantes,
fundamentalmente, Joseph Banks, William Herschel y su graciosa hermana Caroline
y Humphry Davy, y en las relaciones que estos establecieron con su entorno
científico, lo que incluye, también las más tangenciales con el estamento
lírico de la época encarnado en los famosos poetas románticos, Keats, Shelley,
Byron y Coleridge. Decíamos que Holmes barre para casa por la forma en la que
pasa de largo por las cuestiones más espinosas de las biografías de sus héroes
ingleses, en especial sobre las de Mr. Banks, el aventurero tahitiano que
navegó con el famoso capitán Cook. Por cierto que el hecho de que enfermedades
sarnosas como la sífilis destruyeran y estuvieran a punto de aniquilar a las
civilizaciones isleñas en sus paradisíacos lugares de residencia no parece
quitarle el sueño a nuestro autor, aunque a nosotros nos repugna y desespera.
Las relaciones de Banks con los "salvajes" son relatadas en un tono
condescendiente con la presunción de superioridad que los ingleses mantenían
sobre los indígenas, en un tono demasiado comprensivo, nos tememos. La crítica
de la abyección nunca está de más, es un deber inexcusable, más bien.
Por
lo demás, el libro retrata una época, desde mediados del siglo XVIII a mediados
del XIX, dominada por el pensamiento romántico y la eclosión de la ciencia como
principal elemento desmitificador en lo
concerniente al sentimiento religioso que todo lo emponzoñaba con su
fundamentalismo bíblico. Los avances geológicos, biológicos y cosmológicos
fueron desmontando pieza a pieza el castillo de sinsentidos históricos
levantado trabajosamente por los sacerdotes a través de los tiempos. Esto,
paradójicamente, tuvo un efecto desigual y a veces contradictorio entre la
comunidad poética y sirvió a veces de chanza a los vates que se resistían a
abandonar el pensamiento mágico propio de las sociedades dominadas por la
superstición, mientras que, de otro lado, eran conscientes de las ventajas y de
las oportunidades que la ciencia podía brindar a la sociedad en términos de
mejora de la calidad de vida de sus miembros y en términos de comprensión de la
realidad y eficaz búsqueda de la verdad, tareas ambas a que se dedica la literatura
y, en general, el arte (según tenemos entendido, que ya ven que hablamos de
oídas).
Uno
de los aspectos que más nos ha llamado la atención es la confirmación del
hecho, el extraño hecho, o no tan extraño, pero sí ciertamente revestido de un
patetismo inequívoco, de la absoluta confianza que los poetas románticos
mostraban en sus posibilidades y en su genio. Coleridge habla, por ejemplo, sin
el más mínimo rubor, de sus "obras más geniales" o de sus momentos de
mayor genialidad, dándose el don por supuesto, otorgándose el calificativo y
esperando una reacción natural del público a ese comportamiento tan
jactancioso. Keats se reune en comandita con otros que le ríen las gracias y
declama a los clásicos a grandes voces para deleite propio y de su entregada
concurrencia (ensaya sus obras con su mentor, como, por cierto, refleja la
hermosa película "Bright Star", cosa que nosotros nos negábamos a
creer en beneficio del artista, ¡qué desilusión!, pues). También los tíos se
drogan a discreción, le dan al opio con ahínco y luego tienen revelaciones, a
ver si no. Lo que queda patente es que durante ese periodo histórico los
famosos poetas, aparte de tener un alto concepto de sí mismos, consideraban su
ocupación con normalidad y se tomaban su trabajo con una seriedad desarmante. Eran
poetas e iban a cortejar a las damas, que les decían, declamad, caballero, y
ellos declamaban con donaire, recitaban poemas propios y ajenos, emulaban a los
clásicos, vivían su ambiente, lo creaban y recreaban, gozaban de su talento y de su arte, se solazaban y se delectaban con los
versos de manera ciertamente obscena, sin ningún recato ni nada que se le
pareciese. ¿Era ese modo de vida beneficioso para sus obras? Dados al exceso,
viviendo la bohemia, pero con algo más de pasta que Poe. Poe sí que las pasó
canutas y no se andaba con tantas tonterías. Ah, pero si hubiera tenido
posibles tal vez habría caído en esos mismos vicios de inmodestia y pedantería
tan cursi.
Luego
hay por ahí una subespecie de retrasados que se dicen artistas, que argumentan
la necesidad de proclamarse genios para parecerlo. Ja. Que andan todo el día
sacando pecho y componiendo poses retadoras, retando a todo hijo de vecino a
que supere su modernismo literario, su cultura visigoda y su no sé qué. Parece
que viajaran para atrás en el tiempo, que retrocediesen en el tiempo y ocupasen
su lugar a la diestra del padre amaro en la residencia de estudiantes, rodeados
de galas y dalíes y lorcas de espanto todos en estado de tertulia permanente,
de juerga permanente, en ese estado de ocurrencia total que solo la guerra fue
capaz de anular (ahí sobresalieron algunos, Hernández el primero y más fuerte,
el primero y más bello, el primero y basta). Bien, pues nuestros héroes no
captan la intensidad del momento y se resisten a no figurar como maniquíes, se
mueren por hacerse una foto con algún payaso de la familia de moda, los León,
Paco y sus mariachis, mama incluida, así sin acento, mama, como dicen los
calistos, o con algún percebe de la familia Bosé, ja, alias el cuatrillizo, que ya no sabe qué hacer
para seguir viviendo por la cara y ganando esa pasta gansa que necesita para
mantener a tan numerosa prole. Y ahí les tienen vestidos para una boda zombi
dándose codazos en los garitos a la última donde paran los famosos aunque sean
famosos solo de refilón.
Pero
no nos desviemos. El libro de Holmes resulta ameno, más allá de la información
que contiene de primera mano sobre la historia de los viajes en globo o las
curiosas costumbres (supuesto canibalismo incluido) de los felices tahitianos y
su libertad sexual, por esa foto fija que nos presenta de la generación
romántica y su entorno. Ciencia y poesía unidas (y urdidas) de modo natural
como si fueran la misma cosa. Keats que habla del descubrimiento del planeta
Urano en uno de sus más célebres poemas y Coleridge que polemiza, se interesa e
incorpora a sus obras los últimos avances. Sí, pero ya hemos comentado que
tampoco es que les hiciera mucha gracia a algunos que el desarrollo empírico
les fastidiase sus leyendas preferidas, por lo que, dado que aún quedaban
tantas incógnitas por desvelar y la ciencia se tambaleaba aún huérfana del
oportuno apuntalamiento experimental, aprovechaban esa debilidad científica
para ridiculizar las nuevas teorías y poner en solfa cualquier hipótesis que
hiciera sombra a sus certezas seculares y tan bien aceptadas por la sociedad (y
las malas lenguas apuntan a Keats
también como adelantado de esta reacción: una vela a dios y otra al diablo). En
síntesis, podríamos hablar de la actitud ambigua que corresponde a la poesía
para zanjar esta aparente contradicción.
Otro
de los libros a los que nos hemos acercado en estos últimos días es el de la
nigeriana afincada en Londres Helen Oyeyemi que lleva por título "El señor
Fox", apuesta experimental y muy de nuestro agrado pese a resultar algo
irregular en su desarrollo, que presenta algunos altibajos narrativos. Los
mejores momentos del libro, en nuestra indocumentada opinión, se corresponden
con aquellos en los que Helen recurre a la técnica tradicional de los
storytellers africanos de toda la vida, los cuentacuentos. Capítulo aparte
merece el juego de misivas del comienzo de la novela, encargado de enganchar al
lector, al carro de la narración, lo que
consigue con gran brillantez por su originalidad y ese aspecto surrealista con
el que trastea obteniendo un resultado en la onda, moderno en el mejor sentido
de la palabra, también por esa película de humor negro que recubre las frases e
impregna el fondo de las situaciones. Realmente es refrescante toparse con
voces como esta que desmitifican la literatura y arriesgan en el juego, que no
van siempre a caballo ganador y tratan de hallar su propia vía de expresión
dentro de la galaxia Gutenberg . Hace falta personalidad literaria para
intentar una novela así y Helen O. la tiene de sobra. Esperaremos a ver sus
nuevos trabajos.
Vaya,
pero qué pofesional nos ha quedado el
tratado este sobre Mr. Fox, les prometemos que no era nuestra intención, oigan.
Tranquilos, que en breve tendrán noticias más jugosas acerca de lo que la
lectura de Helen O. ha supuesto para nuestra divina poesía y tal.
Por
fin, llegamos a los cuentos de Thomas Bernhard, antología corta titulada
"Goethe se muere" que incluye cuatro cuentos breves, uno de los
cuales, "Reencuentro" nos ha gustado mucho en verdad, también el que
da el título al libro está muy bien..., muy bien pensado, al parecer..., que
diría el narrador. El señor Bernhard solía estar de mala leche, al parecer,
enfadado y cabreado como un oso, y en eso nos parecemos y es de alabar,
suponemos. B. odiaba a su país, Austria, y eso también nos agrada sobremanera,
odiaba a su país como nosotros odiamos al nuestro, spaña con esa ñ tan
cantarina y especial. Bernhard nos recuerda en algo a Gombrowicz que, a su vez,
odiaba a los polacos más que a Polonia, y es cierto que nosotros odiamos quizás
más a los españoles que a spaña, la patria común de los cantamañanas, con ñ.
Nos recuerda a G. por ese gusto, esa querencia por las repeticiones, por la
saturación semántica (ja), un modelo narrativo que implica que las cosas queden
bien claras o, como diría un tarado muy actual de esos que salen en los debates
más pringosos de telecinco, bien claritas y diminutivas, las cositas. Bernhard
se mete con mamá y con papá y los pinta como monstruos auténticos; dice cosas
interesantes y ciertas como que los padres tienen como misión aniquilar a sus
hijos, lo que contrasta bastante con la sandez siquiátrica de matar al padre
para prosperar en la vida que tanto repiten los expertos. Para el señor B., es
el padre, la madre en su breve, la encargada de defenestrar a sus hijitos
queridos y a ello se aplica con gran delectación
(es que no nos cansamos de utilizar esta palabra en todas sus variantes, qué
gran invento gramatical este del verbo 'delectar' que, según cómo se aplique
puede denotar una acción grotesca en grado sumo). En el cuento deja caer el
señor B. que sus padres, no sus padres, claro está, los padres del protagonista
cuya peripecia es narrada en primera persona, causaron la muerte de su hermana
a los veintiún años, su hermana que era débil y no aguantó más, no pudo
aguantar las excursiones a la alta montaña que minaron su débil salud y
terminaron por aniquilarla y causarle la muerte. Oh, nos resulta interesante
esa visión tan certera de la labor social de la familia cristiana, o de la
familia a secas porque todas las familias fallan independientemente de su
condición religiosa o moral, fallan en concepto, de salida fallan, por fuerza
yerran en su misión formativa y se transforman sin remisión en deleznables
grupos de seres infelices y gritones. Excitan, las familias, los más bajos
instintos de sus componentes. La solución está, por supuesto, en vivir solo,
lejos del insoportable bullicio familiar y sus problemas sobrevenidos y
buscados hasta debajo de las piedras. Veamos, uno vive tranquilo,
razonablemente tranquilo y entonces se casa y tiene hijos y luego no puede
mantenerlos porque le suben la hipoteca o porque a su mujer la echan del
trabajo o vaya usted a saber porqué y ya es infeliz, o no le pasa nada de eso y
el y su santa señora trabajan como posesos y ganan bien de dinerito y entonces
deben ocuparse de la educación de los niños y fracasan y tal, aunque cuando hay
pasta las cosas siempre son como más sencillas y afables y no presentan esa
cara tan poco atractiva de la pobreza y la necesidad (o nesecidad, que es aún
más deprimente y mucho más acuciante). Vale que el tipo vive tranquilo sin
graves preocupaciones aparte de llegar a fin de mes o de follar como un mono o
las que cualquiera pudiera imaginarse sin que le explote el cerebro en el
intento y entonces se le enciende una luz en la mollera y tiene una presunción
de inocencia, un presentimiento y va y dice que tiene que encontrar a su media
naranja para formar un núcleo familiar y ser obscenamente feliz y comer
perdices grasientas y en su salsa para chuparse los dedos y los huesecillos
perdigueros todos los domingos y fiestas
de guardar por siempre señor. Amen. Y entonces llegan los bebés y ya no duermen
bien y van por ahí como zombis y luego los bebés crecen y hay que darles una
educación ad hoc y comienzan los gritos y las admoniciones severas, los
castigos y, frecuentemente, las golpizas. O sea que uno de pronto se convierte
en alguien irreconocible que acaba maltratando pequeñuelos de palabra obra y
omisión y lo hace con ansia viva y además piensa que está cumpliendo con su obligación,
como buen canalla.
Como
dice Bernhard, el tipo que está y vive tranquilo y la señora que vive tranquila
se unen en sagrado matrimonio tienen sus vástagos, niño y niña, que encima mola
más y es mucho más recomendable, y pierden la tranquilidad hasta el punto en
que deben ir a la alta montaña en su búsqueda, a fin de recuperar la
tranquilidad perdida y, como dice B., una vez coronan la cumbre y alcanzan el
paradigmático lugar tranquilo, el mar lunar de la tranquilidad, lo que en
realidad consiguen es ocupar el puesto de la absoluta y más flagrante intranquilidad
posible. Tocan con los dedos el diabólico cielo de la intranquilidad y cuanto
más repiten su mantra tranquilizador más se intranquilizan monstruosamente,
como bien apunta el autor austriaco. Uno puede buscar setas o caracoles pero
para buscar la tranquilidad hay algunos requisitos previos imprescindibles, uno
de los cuales es no ser un paranoico total.
Je.
Este tipo, Bernhard, es uno de los nuestros. Compartimos esa visión dramática
de la realidad, esa cosmovisión que únicamente es posible afrontar desde el
cinismo y la ironía, desde la desconfianza en la benevolencia del género humano
(nos hacemos eco aquí, con su permiso, de una encuesta comunitaria de la que se
deduce que los españoles somos los más desconfiados de toda europa y parte del
extranjero, esto por añadir una bochornosa gracieta muy española: se relaciona
este resultado con nuestra tradición religiosa y con la brutal picaresca
secular, lo que no nos extraña nada, no confiamos ni en nuestro puñetero padre,
lo que viene a rubricar el teorema antifamiliar expuesto por B.).
Ah,
somos marxistas y consideramos que la familia es una institución perniciosa
para el cuerpo social. La familia conspira contra la sociedad y no entiende de igualdad
de oportunidades, de democracia ni de justicia. El hijo es el hijo y siempre es
inocente y la madre es la madre y ha de ser una santa porque así lo manda el
catecismo familiar, aunque sea una sicópata de cuidado. A un hijo todo se le
perdona, a una madre, más aún. Pues no, miren ustedes, de eso nada. El que la
hace la paga, como dijo Marx, bueno, no es que dijera eso, pero seguro que lo
andaba pensando, mientras expulsaba del paraíso a todos esos burgueses
(excluyendo al bueno de Engels de la imagen, claro).
Hay
otro cuento muy interesante que es que abre la recopilación, "Goethe se
muere", que es para especialistas, pero que en lo que concierne al estilo
es como un manual y resulta muy grato de leer. Goethe, en el cuento, se ríe de
Alemania y se enorgullece de haber castrado su cultura para unos cuantos
decenios, se felicita por haber conseguido paralizar los afanes culturales de
una nación, todo a golpe de obra genial
e inigualable. Luego, insulta bastante y descalifica a sus coetáneos, solo quiere
a Wittgenstein, solo a él y nada más que a él; lo ha descubierto y se
congratula hasta la náusea por ello, es su descubrimiento estelar, el filósofo
que le comprende a él, el único con el que gustaría de compartir su tiempo que
se acaba, su escaso remanente temporal. Así, manda a buscarlo y resulta que
cuando su agente llega W. acaba de palmarla, adelantándose a Goethe que está
para el arrastre también. Ah, pero Goethe se impacienta y empieza a desbarrar y
a poner a todo el mundo a parir, menos a W., y dice cosas muy feas de algunos
grandes intelectuales a quienes parecía tolerar, les llama tontos y establece
comparaciones entre sus diferentes grados de necedad. Al final muere como de
muy mala gana y con mucha mala leche reconcentrada. Es así. Lo
mejor del cuento es la coletilla "al parecer" que B. repite hasta la
extenuación casi delante de cada una de las frases que pronuncian los distintos
personajes, tal que así: qué mal día hace, dijo, G., al parecer; pues no, hace
bueno, le respondió al parecer su padre putativo. Todo muy gracioso y muy, pero
que muy literario, a lo grande en
términos literarios, maná para la crítica que ha de delectarse con esa prosa
inteligente, porque, naturalmente, la crítica es inteligente. Ja.
Otra
novela sobre la que hemos posado nuestros patricios y mal acostumbrados ojos
siderales ha sido esta de William
Gaddis, "Gótico Carpintero". No habíamos leído nada de Gaddis y no
podemos decir que nos haya entusiasmado. Más bien compramos la novela porque
nos atrajo poderosamente el título (podríamos, incluso, subrayar que es lo
mejor de la novela..., pero no sería justo). La novela es buena, es una buena
novela, una mezcla entre Pynchon y Le Carré, más o menos, así podría definirse
esa escritura difícil y tan meticulosamente desaliñada. Bien, Gaddis hace
hablar a sus personajes que se pasan la obra largando por esas boquitas, lo que
se reproduce de manera literal. Es decir, que si uno de los personajes habla
por teléfono, por ejemplo, en una escena de la obra, pues se lee lo que él dice,
nada más. Todos sabemos que en una conversación telefónica las frases a menudo
suenan entrecortadas, llenas de errores sintácticos y elipsis discursivas,
repeticiones aleatorias y tics nerviosos, ese tipo de cuestiones que todos
conocemos de las transcripciones de las conversaciones de nuestros corruptos
favoritos y otros amiguitos del alma. Pues va Gaddis y lo plasma asina, sin
depilar, perdón, sin depurar, quicir. Te
lo larga tal cual, sin coherencia ninguna. Hay un solo personaje que consigue
articular un discurso interesante y lógico, un personaje que se preocupa de dar
lecciones de historia y de poner a parir, entre otras alteraciones, al sistema
educativo norteamericano, esa fábrica de tarados creacionistas. El resto
resulta como muy entrecortado y cuesta hacerse una idea cabal de lo que ocurre
realmente entre los protagonistas... y, no obstante, el resultado es
inquietante en la mente del lector, no agota ni aburre, también debido a su
tamaño asequible, nada que ver con los incomprensibles tochazos del misterioso
Mr. P.
Gaddis
que murió hace unos cuantos años, escribió pocas novelas pero está considerado
un autor de culto, sobre todo en su país. Nada que objetar, seguramente tiene
alguna obra más consolidada, digamos que puede ofrecer algo menos desquiciante.
Porque el personaje principal de la obra, es un neurótico de aquí te espero, un
tío majara veterano de guerra con muchos negocios en la cabeza que nunca llegan
a fructificar, esa clase de persona que puede volver loca a la gente con la que
convive. Y poco más se puede decir, el argumento tiene un poco de todo, pero lo
más reseñable es, como decimos, esa obsesión de estilo del autor por calcar el
habla coloquial tal y como se produce en un diálogo convencional entre personas
"normales" (o sea, como para que el lector se entere así, así).
Ya
estoy viendo que algunas mentes preclaras señalarán que no está hecha la miel
de la gran literatura para la grosera mandíbula del poeta de barrio y
presupongo las críticas laudatorias y enfervorizadas de los intelectuales a la
novela, en glosa singular de su estatura literaria, sus múltiples valores
estilísticos y su calidad intrínseca derivada de su unicidad de alta escuela.
Allá ellos y sus metáforas culpables. Nosotros somos de otra galaxia, estamos
hechos de otra pasta menos preocupada por la seriedad y no reverenciamos a los
escritores, se llamen Gaddis, Goethe o Salinger... (bueno, a Salinger sí le
reverenciamos con una buena cabezadita de unos cuarenta y cinco grados, grado
arriba, grado abajo, a la japonesa, que hay que ver estos orientales, lo mucho
que pueden enseñarnos, en general).
Y ahora,
aunque nos cueste, que nos cuesta, deberíamos hablar largo y tendido sobre
poesía. En concreto sobre la nuestra, ya que nadie más lo hace... Nos
resistíamos, aunque también hemos de reconocer que hace muy poco que lo hemos
hecho, pero es que hay novedades: hemos perdido el norte, el rumbo, la brújula
y el sextante. De repente, nos hemos puesto a hablar con Helen O. y ella no nos
ha contestado, como es evidente y resulta lógico y reglado. Hemos pergeñado una
multitud de tres poemas dirigidos a Helen, la de Mr. Fox, interpelándola a
grandes voces, y todo porque en su libro lanza una serie de buenas
observaciones y alguna de ellas en concreto y muy concretamente nos ha llegado
al cuore. La vida es dura y la vida del poeta es una porquería en conserva.
Hete aquí que hemos, de tanto abrazar una idea corrupta como la del gran amor,
abrazado la cursilería más abyecta que imaginarse pueda. Hemos escrito unos
versos muy cursis a una chica muy mona, para decepción de nuestra parentela y
horror del sindicato. Al parecer, que diría B, hemos fracasado sin remisión en
nuestro sagrado empeño súper-amoroso, nos hemos caído con todo el equipo,
zambullido en las procelosas aguas del lugar común, rezagado para siempre y
quedado a la cola de la profesión, cuyo escalafón evoluciona y corre como si de
primates se tratara (muy listos, hombre). Nneka nos gusta mucho, pero no tanto,
lo juramos por nuestra letra gótica. Nneka nos encanta y nos gustaría que nos
hablara tiernamente -por qué no- al oído, ya saben. Ella es una cantante y
Rosario Dawson es una actriz a la que recientemente hemos podido ver como vino
al mundo y a lo grande, es decir en la pantalla descomunal de un cine
cualquiera, ella, desnuda y nada pixelada o muy digitalizada que tanto da,
rasurada por exigencias del guión, es decir, del tío salido del director: la
película se titula Trance y no está ni muy bien ni muy mal sino todo lo
contrario, que diría Fellini (al parecer). Nuestra musa básicamente en pelotas
para solaz de tipos desocupados; no es plan. Ahora, Nneka no, a mi Nneka no la
ve así ni su marido, si es que lo tiene. En su último concierto en Bucarest
compareció con una especie de pañuelo palestino que le cubría ¡la cabeza!
Increíble. Vamos, me hace a mí eso y me pego un tiro, figuradamente. Mira que
taparse el pelo, esa nube de algodón...(y dale, ya estoy de nuevo con mi
obsesión purista de la pureza angelical de las cantantes africanas guapas,
categoría en la que se incluye Ella, ella y otras, mas ella más
sustancialmente, ya me entienden). Bueno, pues Nneka no enseña nada y eso nos
parece bien, no es Beyoncé, vamos, ni falta que le hace. Ella es sensibilidad y
espíritu donde Beyoncé es sensualidad y demasiado cuerpo.
La
verdad es que seguimos en danza detrás del sentimiento, en fila india que
vamos, y nos paramos a bailar con algunas chicas guapas que no nos hacen ni
puñetero caso, como está mandado, que viene a ser como dios manda. Hemos
retrocedido, perdido autenticidad, nos hemos quedado sin los jodidos temas, no sabemos de qué hablar... Ah,
pero eso es una falsedad, una difamación que nos acabamos de soltar a nuestra
costa y en nuestras narices. No queremos hablar de la poesía en nuestros
poemas, que es donde hay que hablar de ella, paradójicamente y para que se
fastidien los gombrowizcistas, así que hablamos ahora, aquí, en esta prosa
tartamuda y poco dotada que nos marcamos. Vamos a ello. Rosario era una buena
idea, mejor que la neumática Kajol y casi tan buena como Rama, creemos,
sinceramente, que sigue siendo una opción envidiable, nos es cara, nos aflora y
seduce. Rama era lo etéreo que pisa el asfalto, era la chica que nos
encontramos por la calle solo una vez en la vida y que no parece tener nada de
especial hasta que la recordamos y entonces querríamos volver a verla, pero no,
y nunca más. Y Rosario es la Musa con mayúscula, es el amor inalcanzable, es la
chica con quien no vamos a cruzarnos en la calle, es la mujer del póster. He
ahí un desarrollo temático, sin duda
(además de siquiátrico, como nos tememos): de la chica que casi no existe a la
que no existe directamente.
Y es
que a nosotros lo que nos va, por si no se habían percatado del aspecto este de
nuestra personalidad y nuestro perfil de facebook, es la multiculturalidad que
tanto enfada a los nacionalistas, pobres diablos. Y nos duele ser testigos de
los problemas de integración de las minorías étnicas, aquí en Europa o en los
EEUU. Nos gusta hablar del amor interracial, historias de amor entre el europeo
y la chica de piel canela, la chica morena de pelo afro y ojos marrones o tan
negros "como una cucharada de vacío" (esto, aunque no lo parezca, es
nuestro de puño y letra). Necesitamos esa trama en nuestros relatos poéticos,
esa fuerza que da la unión, la vitalidad creativa que proporciona la fusión de
iniciativas, ambientes y propósitos. Y tenemos para nosotros mismos que es ahí
donde radica la realidad, la verdad tras la que andamos y nos arrastramos
tanto. Es en este amor que nos arrasa donde hemos de hallar, y hallaremos, la
belleza infinita, inédita, el máximo exponente de la idealización, lo
insuperable, lo definitivo y ya, el fin de los tiempos, el punto final de la
lírica en castellano, la niebla extraordinaria que haría palidecer a Neruda, la
frase cosmopolita que jamás se le habría ocurrido a Lorca, la definición por
exceso del cariño y sus insanos efectos. Es ya una cuestión de honor y de
sangre. Es una cuestión que está pidiendo algo de sangre en su realización,
metafóricamente. Es preciso un cierto sacrificio, mayor aún.
Ah,
nosotros, ya nos conocen, vamos a por todas, no nos pararemos en mientes, ni
nos saldrá el tiro finalmente por la culata del verso de repetición.
Repetiremos, eso sí, hasta la náusea, nuestro mantra y verán ustedes desfilar
de nuevo a Rosario por nuestra pasarela otoñal, porque se lo merece.
Seguiremos
informando...
(julio 2013)
En fin, que esta debe ser la poesía de la experiencia, y este individuo, García, uno de sus máximos exponentes, si no el máximo. Y esto nos suena algo antiguo, suena a algo del siglo pasado, a algo caduco. Este poema está como pasado de rosca, de moda, de modo y de modismo. Lo de la experiencia tiene que ver con versos como ese que acaba con el "sin tabaco" que en sus tiempos debió ser el no va más de la modernidad y el realismo sucio, como si Carver, o así (pero antiguo, incapaz de sustraerse al retorno, el retroceso; es el cuadro de Hopper, el plano secuencia de cine negro, años cuarenta, es un Bogart de saldo recorriendo las calles de París). El aspecto canalla está en la ginebra; es el aspecto de una vida al límite que pretende sentar cátedra justamente de experiencia vital y que se queda en un vacío retrospectivo, que no tiene recorrido temporal, que se agota porque, a fin de cuentas, no dice nada, no contiene más que el ombliguismo del autor, la impudicia del autor, tan satisfecho de haberse conocido que identifica con el súmmum (¿han leído La Hoguera de las Vanidades?) de la aventura literaria su propia peripecia personal e intransferible y tan normal como encontrar un restaurante cerrado en una noche de tormenta. El Luisgar es que va a lo fácil, a lo sencillo, al endecasílabo y el heptasílabo y el alejandrino, que mezclan como el ron con cocacola pero que pueden llegar a cansar y cansan sobre todo a los que llevan bebiendo cubatas desde la adolescencia y buscan otros cócteles menos previsibles (y que no les metan garrafón de extranjis); y va a lo fácil también en el sentido del poema que es una impostura que se ve venir desde lejos, pero desde quilómetros que se ve venir la falsedad que si la pillara el experto de la serie "Miénteme" (que a veces vemos porque nos gusta una de las ayudantes del doctor, bueno, y por otras cosas, que la serie no es de lo peor..., mil veces mejor que cualquier pringosa seriecilla de producción nacional) es que le daba un síncope a la vista de la zafiedad del engañabobos ahí presente. Lo mejor del poema es su brevedad, indiscutiblemente. La métrica lo arruina, quisiera darle brillo y lo defenestra y vulgariza.
Luego, por desgracia, llega la inercia, uno escribe un libraco que tiene sus padrinos y se vende bien y tiene buenas críticas en los panfletillos periódicos de tirada nacional, que son la biblia de la profesión y cae en la cuenta de que tiene delante de sí un modo de vida, una agarradera espectacular y que apenas tiene que seguir con los alejandrinos indefinidamente para salir del paso y tener la economía resuelta para los restos, sin enojosas oposiciones en perspectiva, sin trabajos oficinescos y brutales, o no oficinescos y más físicos y más brutales, si cabe. Le empiezan a invitar como jurado a numerosos certámenes en los que es agasajado, le invitan a comer y a beber, le pagan el viaje y el alojamiento. Al poco tiempo advierte (porque compra en media-market) que va coincidiendo con otros en su misma situación de preeminencia: hace amigos, amigotes y amiguitos del alma; tiene fans y grouppies que le siguen en sus bolos y jalean sus ocurrencias con las bragas en la mano (o con los gayumbos horripilantes si es fémina...). Sigue publicando y cada vez pinta más, cada vez le llaman más para pedirle su "opinión" como autoridad en la materia. Intima con su editor que le presenta en sociedad editorial. Es lanzado al estrellato cutre y provinciano de la poesía española en la que son capaces de medrar individuos como Juaristi, fachas como Juaristi (no se puede trabajar para esperanza aguirre y considerarse poeta, son oficios totalmente incompatibles, como es obvio). Et, ¡voila!... La forja de un artista.
No es que la poesía de LGM no valga. Vale, pero no ocupa las esferas superiores, no está en posición, no alcanza, no llega a ser, se queda a medio camino, vuela a medio gas, vuela sin motor, como una cigüeña que no vuela demasiado alto, no es águila ni es un boeing siete cuatro siete, no es una fantástica nave soviética Soyuz, ni tampoco un cohete marca Acme, no abandona la atmósfera ni conoce el espacio más infinito donde escasea la materia, pero no la materia de los sueños; su primera persona vuela bajo, a ras, se tropieza, derrapa sin clase, no aspira ni promete la revolución. Y, no obstante, él es un hombre de izquierdas (algo bueno tenía que tener..., je), aunque luego ejerce el nepotismo en su patio trasero, actúa despóticamente, de forma poco democrática, amaña premios con sustanciosas dotaciones económicas (según Addison de Witt).Su militancia en IU tiene algo de testimonial.
Pero dejemos al rey en su laberinto, con su santa y multipremiada esposa, ambos dos escritores de talento y éxito globales... (por decir algo).
Lo cierto es que no nos leen y debe ser que no tenemos interés. Y por casualidad diremos que necesitamos quizás un ligero estímulo estimulante ahora que hemos abandonado en la cuneta nuestros hermosos óvulos de goma, ahora que ya no echamos humo como chimeneas ambulantes, lo diremos claro: ahora que hemos dejado las drogas, ja. Necesitamos un poco de amor, es todo, como los Beatles sin Yoko Ono. Si, por ejemplo, Nneka nos hiciera un comentario de texto, nada aparatoso, algo así como: I like your poetry very much, Esteban. Love and Peace. Nneka. ¡Ah!, entonces nosotros tendríamos una razón para seguir escribiendo como locos (¡porque ella habría escrito nuestro nombre!, lo que sería como si nos hubiera tocado, como una caricia muy, muy suave, eternamente suave), todo el día con la pluma en la mano, mojando la pluma en la tinta más oscura del planeta porque a ella le gustaría nuestra producción literaria y alomojó en algún otro momento se pasaba por el blog y leía algún poema de amor. Porque, señores, si Nneka comentase uno de nuestros poemas, no haríamos sino escribir poemas de amor (lo mismo que hacemos ahora sin que nos haya visitado y sin que sepa de nuestra existencia ni por el forro, nos tememos, pese a que ya le hemos enviado una muestra declaratoria de nuestro trabajo ímprobo, de gran belleza formal). Pero esto son delirios de grandeza, nos conformaríamos con ser elogiados a lo bestia como un señorito del foro, un senador romano, un presidente de diputación del partido único en castilla y león... Incluso, nos conformaríamos y nos delectaríamos (¡venga ya!) con la pura verdad, la sacrosanta e incómoda verdad acerca de nuestra literal condición en el panorama de las letras patrias y patrióticas.
Eso, eso... Que destrocen nuestros poemas. Que Almudena Guzmán, Luna Miguel, junto con la tía de melena leonada y varios fundadores de foros poéticos, por no hablar de LGM y su santa y el otro, Marías, y los otros Elvira Lindo y su santurrón neoyorquino, todos en comandita nos martiricen y nos pongan a bajar de un burro con toda razón, que nos pongan de rodillas con los brazos en cruz y nos obliguen a aprender de memoria la escenita de la felación mariasna. Que nos bajen de nuestro ínfimo pedestal de barro y nos hagan morder el polvo del fracaso absoluto. No ha de costarles mucho, nada ha de costarles desacreditar nuestra parte contratante, tan deshilachada y poco marcial y menos aprobada en las aulas por los catedráticos honoris causa que, ¡precisamente!..., ¡son ellos! Que nos lea Marías y luego opine con displicencia, poniendo cara de asco con esos labios tan desnudos que se gasta el man que son algo pornográficos o algo caníbales al estilo del Dr. Lecter (no confundir con Leatherface, uno de nuestros más señeros héroes de ficción), ese hombre, o de algún otro asesino múltiple, como un villano de última generación tipo Carlos Bardem, con el pelo a lo Carlos Bardem en "No es país para viejos", mejor que en la de James Bond, que ahí no asustaba sino que movía a cierta compasión. Que opine Marías con cara de repugnancia como si fuese el príncipe Sternenhoch en presencia de su bien odiada mujercita muerta y fantasmagórica en cuerpo y plasma, como Rajoy y nos ponga en nuestro sitio, nos derrote, que acabe con nosotros de una puñetera vez. Oh, pero no se rebajan. No vienen, no nos conocen, no tienen noticia de nuestra apabullante medianía, no suscitamos, ni despertamos, ni seducimos, ni nos marcamos, ni promovemos, ni producimos otra cosa que no sean bostezos largos y tendidos con toda esa parafernalia amorosa que nos hemos inventado para salir del paso, pero que ni siquiera nos la hemos inventado, que era y es bien conocida y todo el mundo la conoce y la desprecia por su poca originalidad y su chabacanería real. Es la traición manifiesta de un amor que rechaza darse en cuerpo y alma y solo acierta a ser un conglomerado nebuloso y absurdamente nada firme, que no se pronuncia en un sentido armónico sino en uno con mala voz y melodía enferma. Y eso que nosotros tuvimos, teníamos buena voz, éramos también grandes cantantes antes que poetas... Grandes cantantes que nunca actuaron para nadie, pero es que sabíamos cantar y cantábamos para nosotros con gran sentimiento porque éramos presa del oído que nos conducía por sinuosos valles y caminos hacia la balada perfecta (¡oh, Whitney!). Y a través del canto es que llegamos al poema, ¿cómo llegó Juaristi?, ¿cómo LGM?, ¿cómo Luna Miguel!!! Ay, pero nuestra voz se ha marchitado, ha quedado subsumida en esos porros tan procaces mezcla de hierba y hachís del moro que acabaron provocándonos un asma de aquí te espero, ahora es una vocecilla menesterosa que apenas puede marcar los tonos y tararear despacito y con una letra redondilla de bachiller con acné.
Nosotros, ahora escuchamos a Big K.R.I.T; ¿a quién escuchará Marías?..., ¿a Sinatra?, ¿o a Haendel? Que no se puede ser más antiguo y más del antiguo régimen y más súbdito del imperio británico (polichinela incluido). Escuchamos también a Elle Varner, a Melanie Fiona, a The Game, a India Arie, ¡a Nneka Lucia Egbuna! A Nneka con todo nuestro amor. ¿A quién escuchará LGM, que es más o menos de nuestra misma generación beat?, ¿a Antonio Molina, o a los Rolling Stones? ¿O están todos ya en el punto de las grandes orquestas como la sinfónica de Berlín?
Nuestra poesía nace de la canción popular, del pop y del hip-hop, como nosotros venimos de las pastillas con recetas falsas, de las estrellas rojas y los chutes de heroína mendicantes, de los chutes de speed que te quemaba la sangre en las venas, de la raya en escuadra, de las palpitaciones y los ataques de ansiedad y de las barritas de chocolate bien envueltas en papel albal para que parecieran más grandes. También de la poesía, nuestra epopeya nace de la poesía de César Vallejo y de Machado, de Lorca y de Miguel Hernández, también de Shakespeare y de León Felipe, de Philip K. Dick y de Stoker, de Fray Luis de León y de Cervantes, de Lovecraft y Robert Silverberg, de Italo Calvino y Chester Himes..., tal vez nazca de Keats antes de haberlo leído, tal vez de Emily Dickinson antes de haberla leído. Pues nuestro canto no nos pertenece, pertenece al desamor profundo y la vergüenza, pertenece al olvido y la tierra, más a la muerte que a la vida. Oh, nosotros no hacemos planes sino que buscamos quimeras. Aguardamos la revelación, la iluminación, el golpe de fortuna definitivo, tenemos alguna fe en la suerte, pero es una fe que ha de renovarse diariamente porque se nos desmorona entre las manos, se nos escapa y nos sume en pozos de negrura de los que a veces surgen poemas anónimos.
Nosotros no tenemos tiempo para nada. El tiempo nos inflama las entrañas y nos abrasa el cerebro. Retrocedemos hasta el instante del big-bang para hacernos la ilusión de que la vida es algo más que una mancha de tinta sobre el papel grasiento del bocadillo del chico que va al colegio con sus zapatos rígidos y su abrigo de pelo áspero y barato; sí, la vida es una huída, es una pesadilla, un esconderse como un cervatillo asustado, como un ratón en la mira telescópica de un búho gigantesco y horrible, la vida es esperar el puñetazo en el estómago. Y encajar. ¡Dios, quién fuera un auténtico fajador!, al estilo de Ali, indomesticable, ¡salvaje! y peligroso. Menos mal que el tiempo, el verdadero, el que pasa y nos delata, no existe, y es un convencimiento nuestro que el tiempo no existe de esa forma que dice que mañana será otro día. Sin embargo, el mañana es un proyecto que ha sucedido ya, que se ha planificado y está cerrado y no puede modificarse. En algún lugar, algo... que conoce la exacta disposición de todas las jodidas partículas elementales del universo (del puto universo en acción) lo sabe; sabe qué va a suceder, lo que es inevitable que suceda. Del mismo modo, en otros infinitos universos sucede cualquier cosa imaginable y vuelve a suceder a partir de la primera elección y es una cadena de decisiones firmes, simplemente.
Los poetas, la gente, se hacen sus composiciones de lugar y por eso se presentan a premios o remiten currículum por doquier; por eso ponen buena cara a los jefecillos y no se complican la vida si tienen que acudir a presentar su pringoso o pringosísimo libraco, librillo de poemas de cien páginas mal contadas y peor encuadernadas con una portada que da asco y una tipografía criminal. Y, entonces, en plena vorágine de esparcimiento y atolondramiento general, las mujeres de cuarenta o cincuenta años hacen sus preguntas sobre alguna metáfora especialmente desafortunada que "les ha gustado mucho" porque es muy bonita, o que les ha intrigado sobremanera, y el poeta responde con modestia y aflicción como sufriendo lo suyo, lo que es seña de identidad de la estupidez poética más en boga, y se ajusta las gafas si las lleva y sonríe con timidez y responde la tontería del siglo, una tontería sideral, cósmica, oleaginosa, casi en contacto con las tinieblas de la ignorancia supina, lo primero que se le pasa por la cabeza, lo que primero se le ocurre: una genialidad más. Todo por no pensar, por no tratar de adelantarse y sobreponerse a los acontecimientos que inexorablemente han de ocurrir y luego ocurren: ¡vaya disgusto!
Pero nosotros estamos tarados para los restos. Desesperadamente, tratamos de fiarnos del amor, tan esquivo. Echamos el lazo al sentimiento más aniquilador como si fuésemos vaqueros del far west (borrachos todo el día) y no lo capturamos; nos dejamos cegar por sus fulgores, embriagar por su aroma de lujuria controlada y casta. Fracasamos con la idea, la ilusión de merecer un gesto obstinadamente cariñoso, individualizado, plenamente amable, dirigido a nuestra identidad, para nosotros solos, ¡nuestro! Miramos en el buzón porque esperamos la carta de amor, la llamada de la selva, la carta impregnada de perfume barato, la llamada perdida de un corazón solitario, la sonrisa de la diva, un cicatero "me gusta" en nuestro muro de facebook.
Oh, resulta que somos tan fáciles, tan sencillos y transparentes que nuestra poesía refleja una complejidad absoluta que va mucho más allá de la experiencia que les es familiar al común de los mortales. Por eso, reivindicamos con fuerza una poética de la inexperiencia, quizás del ansia o de la derrota, de la insatisfacción natural. No es nuestro estilo el ir dando lecciones de vida con ese aire de superioridad, por más desvalido que se pretenda, del que "confiesa que ha vivido". Nosotros no. A nosotros se nos ha pasado y se nos pasa la vida en balde. No hemos hecho nada y no tenemos a nadie a nuestro lado. Ni siquiera se digna casi nadie a dejarnos un comentario mínimo en el blog. Algunos nos leen como quien oye llover.
La única pretensión que nos mueve, nos moviliza, nos aturde un tanto de forma nubosa, velada y también taimada porque proviene de nuestro bien amado subconsciente y no es tarea fácil el verbalizarla y darle carta de naturaleza, nuestra mayor aspiración consiste, decimos, en dejar para la posteridad una radiografía espuria del amor, un trozo de amor, así, tangible, medible, sumergible, un cacho de amor, un pedazo, cuarto y mitad de amor y que la gente lo conozca, lo vea y se diga: ¡vaya, he aquí el amor!, qué tío que consiguió al final aquilatar el amor, despejar su incógnita y presentárnoslo de esta manera tan asequible, posible, reversible. Para ello, nos servimos de nuestro sentimentalismo atronador que nos retumba en las paredes craneales y en la bóveda del pecho. Este sentimentalismo funcional que nos abruma y nos permite creer en el amor con los ojos cerrados un día sí y otro no, a tiempo parcial, a media jornada, que ya es bastante. Contamos con un verbo reunido, coleccionado a través de los años, palabras como cromos de un gigantesco álbum, palabras en diferentes idiomas, palabras inventadas para poder competir con otros escritores más aventajados cuyas lenguas les permiten una mayor precisión, un mejor control de la expresión. Amy Tan, en su novela "El club de la buena estrella", por boca de su protagonista, una mujer chino-americana, como ella misma, se maravillaba de lo inteligentes que debían ser sus primas chinas para saber escribir y leer en mandarín. Los árabes tienen montones de palabras que aluden a matices cromáticos que aquí debemos componer con varios términos, el idioma inglés tiene más palabras que el castellano. Nosotros, en nuestra modestia y nuestra alergia a la escolástica, con nuestro ardor dialéctico de tan pocas luces, tratamos de competir en la aldea global porque hoy todo es competición, y lo hacemos con el corazón en la boca. Mas competimos con nosotros mismos, no con el poeta neoyorquino que tendrá su temática tan completa y sofisticada y su tradición artística tan fuera de serie y a lo grande como su ciudad. Nosotros vivimos en un pueblo, pero es un pueblo con siglos de existencia (aquí le ganamos a New York) lo que no quiere decir más de lo que dice.
Leemos en Babelia, al hilo de estas reflexiones nuestras tan irreflexivas e irrespetuosas, un artículo escrito por un tal Javier Gomá Lanzón sobre la "vocación literaria" y lo hacemos sin saber quién es el aludido (aunque su primer apellido nos suena vagamente). El texto lleva por título "Raptado por las musas" y en él el autor diserta sobre el arte. Enseguida empieza a remontarse en el tiempo hasta los griegos... y empieza a decepcionarnos. Seremos breves: el escrito daría el pego como trabajo de fin de curso de un alumno de tercero de bup, o asín. Muchos griegos, muchas citas (cita a Borges, como mandan los cánones y habla de Joyce y Proust y, para que no falte el toque místico cristiano menciona a Moisés y El Éxodo: ¡qué completito!). Por lo mismo, se nota que no habla por experiencia, que a él la experiencia artística como que le es totalmente desconocida, ¿si no, porque citar tanto a Platón y compañía? Un artista tiene su propia visión y su propia misión (él, pomposamente, habla de visio y missio, para darse importancia), ha de tenerlas y su trabajo es dilucidarlas y ponerlas a buen recaudo para que sean productivas. Luego, se pasa medio artículo largando de filosofía sin que nadie se lo haya pedido. En fin, una vez leído y desechado el bodrio pastelero nos acercamos a google a ver quién es el menda y confirmamos nuestros temores y nuestras afiladas sospechas. El tío, que es filósofo, fue uno de los "intelectuales" de cámara de... ¡Aznar!, escribe artículos en los que se muestra contrario al derecho de las mujeres al aborto y es un facha de tomo y lomo... ¿Qué hace en Babelia? ¿Qué pasa con Babelia que pone una vela a dios y otra al diablo con tanta frecuencia y se apunta a la ley de la compensación con tamaña desvergüenza? Pero esa es otra historia. Lo que aquí queda bien demostrado es que de la inspiración entienden más los que la han experimentado en algún momento, que, en todo caso, entenderán de la suya..., no de la de los demás (aparte del hecho de que el señor Gomá no tiene ni idea de lo que dice y por eso tiene que ceder el micro nada menos que a los griegos de hace miles de años). Este filósofo Gomá, del que nos sonaba el apellido, decíamos (y ahora todo va cuadrando), no comprende, a pesar de ser un sabio catedrático, que para hablar de la inspiración, del arte,... se necesita cierto entusiasmo, hay que despedir entusiasmo, irradiar entusiasmo, no se puede adoptar un tono funcionarial o de profesor de instituto de enseñanza media, ¡por favor!, no se puede ser tan aburrido, tan previsible, tan wikipédico. Su articulito hace aguas por todas partes, no dice nada, quita las ganas, desmotiva, arruina el asunto del que trata...
Esto nos pone de buen humor... El hecho fehaciente de que los fachas son unos cabezas cuadradas que no tienen ninguna inquietud artística, a los que el arte les resbala, que no tienen conocimiento artístico ninguno y que son poseedores de un mal gusto proverbial que los delata y los inhabilita rotundamente tanto para la poesía como para cualquier otro cometido estético (de donde no hay ética..., no se puede sacar). También nos agrada tener la oportunidad de dar unos cuantos palos a un tío universitario y doctor y miembro de varios consejos estatales y no se sabe qué más ilustrísimas dignidades. Darle en todo el lomazo del currículum vitae, deslomarle el currículum a puros palos, como el tío de la vara. Esto entronca con lo que antes decíamos de Juaristi... Porque nosotros relacionamos nuestra visión y nuestra misión con nuestra ideología socialista, nuestro arte es un arte socialista y nuestra estética es una estética socialista. Nuestras lecturas se corresponden con una manera de ver el mundo concreta, no picamos de aquí y de allá sin atender a la procedencia de la información a la que accedemos (que no otra cosa es la lectura) y en cuanto tenemos noticia de la filiación política conservadora de un escritor lo tachamos de nuestras listas y ya pueden asegurar sus acólitos que es autor de la nueva Odisea que nos da igual y ya no lo tenemos en cuenta. Somos sectarios, claro que sí, y a mucha honra, y no nos va mal y no tenemos que disculparnos por ello. Por ejemplo..., el otro día nos mandaron un correo electrónico a la cuenta del trabajo que es donde podemos recibir cierto tipo de información, digamos, clasificada o desclasificada por su nocividad; el mensaje en cuestión exhortaba a leer un par de artículos de prensa escritos por... ¡Pérez Re! Leímos uno así como en plan lectura rápida al objeto de renovar nuestros fundamentos vejatorios... (que ya nos dirán para qué hacer un curso de lectura rápida cuando cualquier lector medianamente competente es capaz de hacer automática e inconscientemente lo mismo que en el curso te dicen que hay que hacer y que se trata de descartar y de quedarse con lo relevante...; otro timo de la estampita) y hemos de reconocer que nos recorrió un escalofrío una vez terminado. ¡Extraordinario! Pérez se supera aunque parezca imposible. Su artículo era una mierda espectacular, cañonera, putrescente, una mezcla de melindre, chulería falangista y pelis de Eloy de la Iglesia, un cóctel explosivo fraguado entre primo de rivera y el vaquilla, una fascistada ridícula y pasada de moda. Su lenguaje, que es el único que domina, el único que tiene, le pasa factura cada media línea, le pinta el careto como a un payaso (chuky, para ser más exactos), le coloca una nariz roja y un traje de bolas y cascabeles. Otro elemento cuyo presunto arte es una leyenda urbana (y todo por ser amigo de Marías...).
Para finiquitar la digresión antifascista, pondremos otro ejemplo que nos toca muy de cerca, pues vamos a hablarles de nuestra ciudad, Burgos. Resulta que hay aquí un Museo llamado de la Evolución Humana, de reciente creación, que está muy bien y que tiene anejo un edificio dedicado a la investigación, un Centro de Investigación, puntero en su campo. Pues bien, la iniciativa de la creación del complejo fue del único alcalde socialista que hemos tenido en la ciudad desde que se instauró la democracia, y solo estuvo cuatro años..., que a alguno se le debieron de hacer eternos. La oposición municipal no saludó con demasiada alegría esta decisión del alcalde socialista (tal vez porque en su interior la mayoría de ellos son creacionistas, como en los EEUU y están en contra de que en los colegios se expliquen las teorías de Darwin, lo que no nos extrañaría en absoluto) y cuando volvió al poder, se hizo cargo del proyecto que ya estaba en marcha con mala cara. Pues bien, la señalización del Museo y del Centro de Investigación parece pensada más para esconderlo que para mostrarlo. Lo único que se ve bien es el Auditorio municipal, anexo al complejo, donde los populistas celebran sus galas y sus entregas de premios y las estupideces que retransmite la televisión local al servicio de la junta de castilla y león. Algún mal pensado podría conjeturar que tal vez sea una especie de venganza del ayuntamiento que está deseando que las cifras de visitantes del museo sean bajas para echárselas en cara al partido socialista y de paso remarcar el hecho de la que estas teorías científicas y estas historias de huesos (con la fobia que tienen estos a los huesos, sobre todo a los de las cunetas) y de monos, son líos de progresistas y no le interesan al pueblo que prefiere jornadas gastronómicas, folclore y corridas de toros. No descartamos la idea, ni mucho menos...
Pero, la actualidad nos está desviando con astucia de nuestro objetivo primordial (sea cual fuere) y de nuestra necesidad de entender el porqué de nuestra escasa relevancia en la escena poética internacional: ja. ¿Cuál es la razón del arrinconamiento a que nos someten los lectores, de ese desdeñoso desdén manifiesto y tan absorbente, que estamos como el arpa de Bécquer, así las cosas? Es decir..., nos dejamos ver por un foro de internet que registra cientos y miles de visitantes diarios y firmamos con la dirección auténtica de nuestra página que es gratuita y en la que no hace falta darse de alta ni nada, que solo es llegar y ponerse a leer y es fácil navegar por ella y acceder a los secretos de la profesión, nos colocamos en disposición de ser consultados en los buscadores, y ni por esas. Tampoco tenemos muchos seguidores que se diga, tenemos once, para ser más ecuánimes y matemáticos, cuando estamos hartos de ver otros blogs con cientos de ellos, y a nosotros no nos sigue ni la familia para guardar las formas. No nos leen, no nos siguen, no tenemos mojo, no enganchamos al personal con nuestra labia ni con nuestro verso, la gente no conecta, no suele conectar con nuestra manera, nuestra visio resulta borrosa (por no decir que vemos doble) y nuestra missio es imposible.
Estrujándonos las meninges con poderío, hemos decidido investigar las causas de esta radical desafección del público hacia nuestra vasta producción literaria, nuestra literatura de mercadillo. Quizás la culpa sea de nuestra patente incontinencia verbal... Bien, se dice que la poesía es concisión, que es un mecanismo de precisión del lenguaje, que es síntesis; se dice que lo bueno, si breve... Y nosotros no nos caracterizamos por la brevedad de nuestras obras. Aunque hay que situar el debate en sus justos términos. A veces, lo breve se queda ahí, en la estructura haiku, y no significa nada, a veces lo breve solamente es breve y un poema cortito es solo eso, un poema corto y malo de solemnidad. La ventaja es que un poema corto no puede contener una gran cantidad de estupideces, aunque puede contener una o dos de campeonato. Digamos que la brevedad no es garantía de nada. La brevedad contra el discurso. Veamos. Si alguien quiere hablar sintéticamente de la luz, dice: luz. Y en esa palabra está la síntesis perfecta del significado de la luz, no hace falta hacer un poema, aun breve en exceso, para mejorar la sobriedad del término y, sin embargo, los poetas componen sublimes odas para describir la luz de la luna, la luz de una estrella lejana, la luz de una mirada y se cubren de metáforas e inventan circunloquios varios para no nombrar lo que precisamente quieren retratar. Ocurre que el discurso poético, que nosotros empleamos, sirve para crear en la mente del lector una corriente de simpatía hacia el texto, una empatía hacia el texto, una predisposición mental a aceptar la formación de imágenes diferentes a las habituales realistas de la vida cotidiana, una transición suave entre la realidad y el sueño, entre lo que es y lo que podría haber sido o podría ser todavía; el lenguaje poético hace soñar, induce un estado hipnótico, onírico, una sensación lírica que pulsa ciertos resortes, potencia ciertas habilidades, dispara la creación de pensamiento. Nosotros oponemos a la brevedad el discurso, nuestro discurso, y puede ser que por ello seamos despreciados, puede que debido a la cantidad de nuestro discurso espantemos al personal... Es posible. ¿Es nuestra poesía una mala poesía? Tal vez. No tenemos demasiadas referencias para decir lo contrario, trabajamos la intuición, nos movemos en círculos en virtud de nuestra intuición. No somos lectores de poesía, sino de novela y ensayo, fundamentalmente de novela. ¿Quiere esto decir que no leemos poesía? Bien al contrario. Es nuestro oficio y naturalmente que estamos en contacto con él y siempre leemos algo, hasta leemos a LGM, como han podido comprobar... Ahora, no comprendemos bien ese afán lector de algunos poetas. A no ser que quieran saber qué es lo que deben escribir para vender libritos y ganar concursos. Se podría objetar que lo que vende es lo que la gente quiere leer, pero eso sería demasiado fácil, muy facilón, sería una conclusión precipitada y ajena a la verdad del negocio editorial. Habrá quien lea para contentar a los medios y a los jurados de los certámenes convocados por las diputaciones o los ayuntamientos o las fundaciones (qué más da) que van a premiar aquello que pueda venderse y no otra cosa. Sin saber qué es lo que compra la gente no se puede ganar un concurso poético de alguna enjundia. Son habas contadas; no hay muchas posibilidades, no existen muchos caminos alternativos ni muchas formas diferentes de construir el verso y formular la poesía. Es preciso adscribirse a una corriente en boga (de las cuatro que hay) y maquinar la manera de ser un punto original: ardua tarea. Por supuesto que los hay que son más elegantes, que unos tienen un estilo más brillante que otros y esos son los que salen vencedores, es decir, que, dentro de la uniformidad, se produce un simulacro de justicia y el mérito cuenta. Oh, claro que uno puede intentar iniciar su propio movimiento artístico a través de propuestas realmente novedosas, pero fuera de tendencia hace frío y suele pasar lo que les pasaba a algunos intelectuales durante el franquismo cuando abandonaban el Partido Comunista: que no hallaban salvación.
Ya nos hemos referido a esto en otros momentos... Cuando los Addison (en el colectivo había varios poetas que publicaban y todo, al parecer) exigen a los poetas que lean poesía y que vuelvan a leer y que se pasen el rato leyendo, pues, de acuerdo, es una opción, pero nosotros creemos que yerran en la observación, que se equivocan y disparan a voleo y al aire (aunque luego les caiga una paloma encima, que lo normal es que les caiga solamente una parte de ella...y no la mejor parte). El que ellos practiquen una suerte de masoquismo literario al meterse entre pecho y espalda cientos de delgados poemarios plenos y rellenos de arrebatos místicos o de ocurrencias pintiparadas (y decimos delgados porque, afortunadamente, el modelo Zurita no es el estándar de la competición), pues ellos sabrán, pero que encima pretendan extender esa cruel usanza entre los visitantes de su página, eso ya es alevosía y premeditación. La actividad poética, la missio que decía el ínclito, aunque no lo parezca, consume abundante energía, vamos, que te deja para el arrastre y es necesario recuperarse antes de volver a las andadas; si encima te recuperas leyendo más poemas puedes sufrir una insolación gramatical, un golpe de calor textual, una trombosis semántica, en fin, un mal de altura.
En resumidas cuentas, diremos que, a nuestro parecer, a nuestro leal saber y entender (ja), a la gente en general la poesía le resbala e incluso a los poetas, y dentro de los poetas incluso a los que viven de ello con el sudor de su frente perlada de sudor de tanto cavilar la forma y manera de caer en gracia en los cenáculos y conseguir la foto con o la entrevista en. Entre nosotros: la poesía molesta, es una molestia, fastidia bastante asistir a esa orgía de intimidades y revelaciones de tres al cuarto que a nadie importan un rábano, es de mal gusto nombrar según qué taras que uno preferiría mantener en secreto, como para que venga el poeta y suelte la suya en mitad de la plaza a voz en grito y todo el mundo se te quede mirando a ti con cara de circunstancias, es decir, de conmiseración. Pero, entonces, ¿por qué hay páginas de internet donde se exponen poemas y más poemas, romances, odas y sonetos imparisílabos (¿?) de todos los colores y hay estrellas invitadas que muestran con orgullo sus creaciones póstumas (ya podría ser, ya, pero no) y también hay poemas colgados en youtube y recitados por tías con melena leonada o tíos de pelo en pecho con voces que mejor habrían enmudecido para siempre el día de la boda? Más aun, ¿qué cantan los poetas andaluces de ahora? (joke). Tenemos para nosotros, y no es que sea una visio, ni siquiera de ultratumba, ni tampoco una intuición descerebrada y al buen tuntún, que el secreto de la pirámide está en la célebre y famosa "interacción" con el medio poético que practican y en la que se afanan y por la que porfían sin descanso y sin tregua ni tacha tantos y tantas poetas y poetizas que en el mundo son. La interacción (o interacción) significa, en pocas palabras, humillación. Uno debe humillarse en público para obtener una recompensa. Es tan antiguo que da un poco de grima y todo, de repugnancia también. A ver. Hay que asistir a recitales, por ejemplo. Hay que dejarse ver por todo tipo de saraos donde un elemento poético esté evacuando su material de desecho, allá donde un individuo con marcadas tendencias versales y versificables, o sea, con las susodichas y específicas tendencias y apetencias bien verificadas por la autoridad competente, lírica, por supuesto, proceda a declamar un aluvión inmisericorde de palabras aparentemente dispuestas para que se produzca una reacción estética agradable en sus receptores, es donde hay que estar con gesto de póker y la sonrisa a flor de piel, si es posible, con un cubata en la mano. Del mismo modo es imprescindible dejarse unos euros comprando libretos ilegibles, y encima hay que ponderarlos por lo alto y por la estratosfera usando epítetos invictos, si hace falta guturales, y realizando comparaciones vergonzosas y vergonzantes con algunos grandes nombres (así, por ejemplo: "pues a mí fulanito me recuerda a Juaristi de experto que es ..."). Si se es imbécil, entonces no es necesario fingir y se puede dar rienda suelta a los impulsos primarios, y terciarios, si se tercia. En caso contrario, hay que ser astuto y hábil y tramar o urdir un plan de actuación, un plan. Tener un plan es importante, decisivo, todo el que tiene un plan tiene un amigo (¿o era un perro...?). El plan debe orientarse al objetivo máximo de la publicación en ciernes, el librito con el nombre de uno en la portada es y ha de ser "ese oscuro objeto de deseo"; una vez se tiene un libro, se respira, antes de eso, ni respirar ni hostias, antes de tener un libro solo se aspira, y con pundonor, antes de haber sido publicado uno no es nadie y debe comportarse como un don nadie, precisamente, aguantando todo tipo de burlas e indignidades con la cabeza gacha y los hombros caídos que se le suponen al buen perdedor. Existe un paralelismo entre el pobre hombre que se ve vilipendiado en el trabajo y luego la paga con su familia en casa y el poeta que ha de rebajarse ante los divos y después ningunea con saña a los pobres diletantes sin contactos editoriales, el mismo mecanismo anima sus comportamientos, la misma sensación de inferioridad y el mismo malestar vital intolerable. Tan viejo como el mundo.
Para nosotros todo esto es un misterio sin resolver, un enigma colosal. No sabemos, ni comprendemos, we don't understand, no nos cabe en la cabeza de chorlito que la gente no se dé de cuenta de cómo se les ve el plumero mientras realizan sus perfomances sociales a la vista de todo cristo, porque no es que se anden escondiendo, al revés, lo que buscan es la visibilidad a toda costa, salir en cuantas más fotos mejor, a ver si en una de esas se asoma el careto de algún multipremiado o bestsellerado, ¡imagínate que consigues una instantánea con Almudena Grandes!, ja (o con Paco León, que para el caso...). Es un trabajo como otro cualquiera, el de adquirir notoriedad, decimos. El misterio al que nos referíamos es el siguiente: ¿cómo lo hacen para escribir sus novales y sus podemas felices (felibres e inclusive felipes)? Poemas como churros de una profundidad casi improcedente, poemas escritos en primera persona del singular que se recrean en un sufrimiento antinatural y sobreactuado, en una insatisfacción muy poco jaggeresca. Porque la cuestión de figurar cuanto más roba tiempo, esquilma, desordena los horarios personales aunque no se tenga que fichar a las ocho de la mañana, que esa es otra, que estos genios no trabajan sino que viven para su arte y, claro, pretenden vivir de él, de ello, para entendernos, un anhelo legítimo, un fin que justifica los medios, que tampoco van asesinando por ahí a nadie, que no roban a mano armada ni matan, tan solo se dejan pisotear un tanto así con la boca pequeña, unos pisotoncitos de nada, unas genuflexiones por aquí, unas postraciones por allá, nada del otro mundo, nada objetable, nada malo.
También hay que destacar que el poeta de raza de toda la vida comienza su andadura antes de los veinte años o así. Cuando es cierto que no ha leído nada, como decía Keats, que murió a los veinticinco, por cierto. Y es que es el imperativo de la edad: después de haber estudiado el bachillerato y con el esperpento de la hormonas adolescentes acechando a cada paso, a ver quién es el que se embucha las obras completas de Marcel Proust, entre otros volúmenes insoslayables que es obligatorio leer, antes de ponerse a escribir alguna obra genial de tierna juventud. Sumamente difícil, inhacedero, inverosímil, que no se puede estar en misa y repicando, que o se vive o se lee y aunque se lea no se puede con todo lo que hay que leer, hemos dicho. Los aprendices de genio no se detienen ante esa complicada coyuntura y esbozan una hoja de ruta que no es que se la inventen ni que salga de su cerebelo humeante, que no es que se les encienda la bombilla como en los tebeos, sino que es algo que ya se viene empleando desde tiempo inmemorial, como todo lo demás. Los jovenzuelos alegres de caras tristes y reconcentradas, ¡adivínenlo!..., ¡imitan a sus mentores! y luego dicen que su autor favorito es un indígena que vive en Vancouver y que ha publicado un par de libros en idioma maorí que son la bomba nuclear. Oh, es que estos chicos de la hornadas son mágicos, magos y hechiceros Sioux, son especiales y por eso LGM les sigue la pista y la corriente.
Es decir, como en cualquier otro aspecto de la existencia, lo fundamental es mentir con elegancia y tener caché como cuentista oficial. No es cierto que la poesía sea un ámbito en el que la falsedad y el engaño sean más procaces, provocativos y habituales que en otros de otras índoles (incluidas las malas, ejem), pero sí lo es que, dado el carácter singular de esta ocupación, este oficio, en la poesía se queda peor y las falsificaciones, los postizos y otros apóstrofes se notan más.
Nos encontramos, nos damos de bruces de pronto con la cuasi innombrable Luna Miguel en el suplemento soft de El País, el de la moda, que se vende los sábados con el periódico (a nosotros no nos desagrada...). Mas..,. ajajá. Inquirimos con aguda y lincesca aunque serena perspicacia: ¿se sentirá humillada LM ante semejante colabo, de prestarse a ese tan poco intelectual menester periodístico? Porque su artículo estaba escrito en sentido festivo, leve, era comedia más que drama, irónico antes que acusador, sin espacio para la valiente denuncia o la reivindicación urgente, sin lugar para el despeñaperros penetral. Oh, estamos seguros de que habrá interiorizado esa faceta menos trascendente y la habrá añadido a su perfil bueno de facebook en menos que canta un gallo, con naturalidad hiperbólica. Además, en nuestra candorosa ingenuidad, no podemos pasar por alto el aspecto pecuniario de la relación, la parte comercial y empresarial, la pasta gansa, la guita que le dan bajo cuerda y sin iva declarable y que se gana honradamente, porque de la poesía no se puede vivir, eso lo sabemos todos. Que no decimos nada, que a lo mejor hace bolos como los cantantes; quizás esta pléyade de astros emergentes hace sus galas y cobra sus emolumentos a tanto el recital con cara de estar bien drogado y voz de estar para el arrastre de tantas experiencias acumuladas a cuál más determinante y peligrosa y a cuál más forjadora del talento excepcional y el carácter. Quién lo sabe.
(agosto 2013)
Leemos también, y por último -gran hallazgo- a Albertine Sarrazin, una joven francesa que
aunque murió antes de los treinta tuvo tiempo de delinquir a lo grande y
también de escribir una serie de novelas de gran valor, de enorme enjundia
literaria. En El Astrágalo (que es un
hueso del pie que Albertine se rompe saltando desde el muro de la prisión donde
cumple condena), se narra la historia de una fuga. La acción se sitúa a finales
de los cincuenta en las inmediaciones de París y luego en la propia ciudad de
la luz. El estilo de la autora es de lo más reseñable. Escribe muy bien,
extraordinariamente bien. Emplea una gran variedad de recursos y todos ellos
con gran propiedad y oficio. Es poética pero va al grano, retrata la vida en
los bajos fondos pero sin dramatismo ni afectación, con un realismo que el
lector desde el primer momento identifica como proveniente de la memoria y no
de la imaginación. Lo peor de la edición, no de la novela, que no tiene puntos
débiles, es el prólogo en plan estrella invitada de Patti Smith, sí, la misma
que viste y calza. A nosotros nos caía bien Patti, en nuestra época era como
Lou Reed, un icono heroinómano, mártir de la drogadicción, una tía enrollada,
para entendernos. Pero su introducción no nos gusta casi nada. Para empezar se
pone a hablarnos de cuando leyó el libro, que, precisamente, fue, nada menos
que tras romper con el famosísimo fotógrafo R. Mappelthorpe (lo que
desconocíamos y nos dejó patidifusos, vaya, y valga la
redundancia; es lo de la endogamia creativa que también vale para los
neoyorquinos, al parecer, es como una tara universal, aunque prefiramos a P. Smith
que a Alaska y los pegamoides, of course: todavía hay clases. Lo único
interesante, el único dato interesante que apunta es que quizás Albertine fuera
hija de una bailarina española..., todo lo demás sobra). La crudeza natural del
texto, la impecable madurez narrativa que demuestra la autora, nos hacen lamentar
su prematura muerte. Nunca se sabe. Pero el talento no hay quien se lo discuta.
VERANO 2014
DE LO QUE SE COME SE CRÍA Y OTROS ASUNTOS LITERARIOS
Ahora hemos de hablar de tres novelas: nuestra inmediata
actualidad literaria, nuestra portada. Tres novelas y alguna historia más, como
acostumbramos, con nuestras digresiones y digestiones tan pesadas de algunas
lecturas no narrativas, es decir, más líricas o más bien poéticas quizás o
también periodísticas, noticias, entrevistas teatrales a algún monstruo
escénico, en toda la extensión de la palabra. Nos meteremos un poco con los
foros poéticos de internet, o sea, en concreto con uno en el que hemos
participado casi desde su fundación (aunque ahora llevamos años sin apenas
dejarnos ver por ahí) y, bien, este tipo de cosas que nos ocupan y nos
preocupan más bien poco, todo hay que decirlo. Ah, pero no es que nos vayamos a
meter con el forito que no alcanza a ser menos que nada un lugar de encuentro y
como si fuera el bar de la esquina donde están los amigotes y de vez en cuando
se deja caer por ahí una tía buena. Vamos a ajustar las cuentas, figuradamente,
con el fundador y presidente de honor del foro (es un decir) con un poeta
laureado por sí mismo y por sus adláteres que le hacen la gracia de comentarle
como si fuera el mismísimo Nerón (que así lo sentimos) tocando espantosamente
mal la lira para deleite y delectación supina (vaya, y ya nos estamos
delectando, que no tenemos remedio) de sus súbditos, sirvientes, criados,
amantes, amados, y otra fauna de palacio. Lo verán ustedes... Ya lo hicimos en
su momento con "la tía poética de melena leonada" a la que
desenmascaramos con pericia escalofriante, así que ya tenemos experiencia en
este tipo de docudramas caudalosos y, no obstante, no vamos a hacerlo de igual
forma, no nos dejaremos, en esta ocasión llevar por nuestra justa sed de
venganza poética, sino que seremos fríos como témpanos a la hora de impugnar la
interacción del individuo en cuestión y sus conocimientos o su falta de
conocimiento en general (esto de no tener
conocimiento nos puede, es la frase:
quizás algún día comuniquemos de dónde nos viene esta querencia por el
jueguecito de palabras)
Pero, empecemos con la novelística. La primera obra que
glosaremos con soltura es la del autor checo Ladislav Klíma (1878-1928),
"Las desventuras del príncipe Sternenhoch", así escrito el título,
con la denigrante minúscula en el tratamiento que ya nos va situando en la
desaforada acción. Leemos en la contraportada un comentario, sesudo a más no
poder, como todos ellos, los comentarios de las contraportadas, decimos, que
abunda en la materia: "El relato de
Klima se lee como el libro que Edgar Allan Poe podría haber escrito si hubiera
leído a Nietzsche". Fin de la cita. Y, efectivamente, cuando Poe
falleció N. contaba con unos cuatro o cinco años de edad, lo que verifica el
comentario, aunque, de otro lado, nos parece que, o bien el periodista crítico
literario del Washington City Paper no ha leído a Poe (lo que sería raro de
verdad, trabajando para un medio norteamericano) o a quien no ha leído ni por
el forro es a Klima... Porque nosotros que sí hemos leído a Poe podemos
asegurar que ni habiéndose tragado las obras completas de N. y ni siquiera
habiendo vivido en su casa para que el mismísimo gran filósofo se las explicara
en persona habría escrito el singular genio de Boston una obra como esta que
nos ocupa. Poe nunca habría podido escribir una novela como esta porque le
faltaba el sentido del humor y también el sentido del absurdo que Klima domina
y exhibe en cada página; la influencia del incipiente surrealismo se deja notar
en la novela de Klima y, es cierto, también estamos seguros de que debe a
Nietzsche muchos de los aspectos filosóficos contenidos en los diálogos y
soliloquios, pero lo que debe exclusivamente a su talento es la comicidad que
jalona la pieza y que constituye su rasgo distintivo más importante y
esclarecedor del estilo, lo que mejor nos presenta y define al autor, por
encima de su querencia por los estudios sobre la nada y el ser, el bien y el
mal, el cielo y el infierno y todas estas cosas sobre las que los filósofos han
reflexionado hasta quedarse calvos desde el principio de los tiempos modernos y
no tanto. Una cosa es que Klima tome elementos de las obras de Poe para
confeccionar su drama satírico y otra que su estilo tenga que ver con el de don
Edgar Allan. Y hacemos hincapié en esto porque tenemos el vago recuerdo de que
en la reseña aparecida en Babelia sobre la novela se mencionaba la nota del
WCP, lo que viene a confirmar nuestras sospechas acerca de la gran ligereza y
escasa convicción con la que los críticos elaboran sus bien pagados informes.
Oh, mas, dejando atrás este semi-enojoso lapsus o
asuntillo menor colateral al libro, podemos y debemos recomendar fervientemente
la lectura de "Las desventuras...", tanto así que una vez la hubimos terminado
nos costó bastante volver a centrarnos y concentrarnos para hacer frente a
otros momentos más serios y prosaicos, a otros mamotretos menos indicados para
pasarlo bien en una tarde de verano a treinta grados, aun cuando se tratase de
obras de obligada lectura y que habían merecido a priori toda nuestra atención.
Tal es el poso que deja Klima, que aúna magistralmente la profundidad del
estudioso con la levedad del hombre de mundo, dicho sea en términos de lenguaje
y en cualesquiera otros términos. El príncipe nos brinda tramos hilarantes de
verdad como cuando acude a una hechicera para que le ayude a librarse del
fantasma de su mujer muerta (asesinada por él, concretamente) que le atormenta
a lo grande y la bruja le coloca un amuleto muy extraño ("Podex
romanus", que ya tiene su guasa) que debe portar consigo y le enseña el
conjuro que debe recitar a voz en grito en cuanto perciba la inhumana presencia
y que es nada menos que el socorrido y bien poco, digamos, especializado para
un mago poderoso: "¡Fantasma vete a tomar por c- -o!" (así escrito);
luego, como la diabólica Helga, que así se llamaba la interfecta adopta
diversas identidades y formas para acercársele, incluso disfrazándose de
hombre, pues el pobre príncipe va por la calle mandando a tomar por culo a toda
persona que se le cruce en el camino, sean hombres o mujeres, lo que le
ocasiona graves perjuicios, detenciones y golpizas: descacharrante.
Muy tangencialmente a este episodio, resulta (y esto nada
tiene que ver con "Las desventuras...", pero nos apetece comentarlo
por encima por su relación con el mundillo artístico y su más que evidente
relación con el conjuro de Sternenhoch, ja) que hemos leído una noticia que nos
ha dejado patidifusos en nuestro periódico cultural de referencia, alias El
País, en relación con una actriz suiza de gran prestigio y belleza que, al
parecer, está teniendo un gran éxito con un
monólogo que interpreta en un teatro de la capital en el que se refiere
en términos jocosos y talentosos al sexo anal... Nada que objetar, los
monólogos son baratos para los productores, están de moda televisiva, es decir,
que la gente está acostumbrada a escucharlos y predispuesta a pasárselo bien
con ellos y si el monologuista es un buen actor o actriz hay que reconocer que
puede ser muy entretenidos. La señorita se llama Isabelle Stoffel, y es muy guapa. Bien, la obra es adaptación
realizada por la propia Stoffel de las memorias de una dama neoyorquina cuyo
nombre es lo de menos en esta divagación nuestra (aunque no nos resistiremos a
mencionarlo al final, para más inri). Hasta aquí, nada anormal..., nada raro,
una alternativa más para pasar una tarde-noche de verano y echar unas risas con
los amigos..., lo que nos resultó llamativo fue una de las frases incluidas en
el artículo que es parte del aludido monólogo, al parecer, y que sigue así: "Para mí el sexo anal es un
acontecimiento literario. Las primeras palabras empezaron a fluir cuando él
estaba en lo más hondo de mí. Su pluma en mi papel. Su rotulador en mi secante.
Su cohete en mi luna. Es curioso de dónde saca una la inspiración. O cómo
recibe una el mensaje”. Fin de la cita, again. Luego, mezcla también a
Santa Teresa (por Tutatis que es cierto y no nos lo hemos inventado, que la
memez es atrevida) con sus prácticas, de modo que las santifica o así: por el
culo hacia dios, podríamos decir. Ejem..., nosotros podemos jurar que no nos ha
hecho falta nunca para escribir nuestros poemas y poemillas entregarnos a
semejante actividad, se ve que somos como poco místicos, oigan. Lo trascendente
de la historia, de la anécdota es que, medio en serio, medio en broma, con la
excusa de la presunta liberación sexual y de la libertad de elección y
actuación la señorita suelta una serie de tonterías importante en su monólogo,
una de las cuales es la de la inspiración "analógica" (ignoramos si
alguna otra la supera en gilipollez, aunque mucho nos tememos, dado el tenor de
la intervención o perfomance artística que no sería difícil que así fuera).
Estamos, de nuevo, en el suprafamoso y muy español "punto Aída" de
chabacanería interpretativa disfrazada en este caso de transgresión liberadora.
La señorita Stoffel que vive in Spain ha debido interiorizar a fondo (disculpen
la expresión) nuestra cultureta de masas retrógradas y nuestro tratamiento
coloquial de todo tipo de taras, adicciones, enfermedades o prácticas
religiosas y sexuales y ha conformado un cóctel molotov, bastante explosivo,
para recorrer Europa como un fantasma con muy mal gusto (ahora presenta su
cosita en el festival de teatro de Edimburgo, que parece prestigioso, o habrá
que decir que lo parecía hasta la fecha). En fin, asegurar que "el sexo
anal es un acontecimiento literario", es no decir nada..., puesto que para
un escritor o para cualquier persona cualquier situación puede serlo, el vuelo
de una cometa puede ser un acontecimiento literario, la sonrisa de un
desconocido, la luz del sol filtrándose entre las hojas de un árbol, la sombra
de una estatua, cualquier cosa que se nos antoje, dependiendo de nuestro estado
de ánimo y nuestra predisposición, puede resultarnos inspiradora en extremo,
también, por supuesto, el sexo, y dentro del sexo variadas y diferentes "soluciones",
nada nuevo bajo el sol, pero, claro, es que esto vende, más si lo escenifica
con desparpajo y sinvergonzonería una tía buena como S.. Tratar de epatar al
personal a estas alturas con ese porno blando es una pérdida de tiempo en
general, tratar de sacar algo en limpio a través de una sátira tan baja
mezclando el culo con las témporas, con perdón, y convocando a los místicos, a
ver si cuela, es tarea de mentes desocupadas y no muy despiertas (luego dirán
que no tenemos sentido del humor, que todo es alegórico y tal...). Lamentablemente,
si hemos sacado esta historieta a colación ha sido porque nos ha parecido
sintomática de la época de pensamiento ultradébil en la que vivimos. Para
terminar con el vejamen, rescatamos unas manifestaciones de la responsable
intelectual de esa grave obra, ese dechado de inteligencia y perfección
creativas, el bodrio en el que se basa la obra teatral adaptada, la señora Toni
Bentley, autora de "La rendición", para disipar dudas, si las
hubiere..., ahí va, abróchense los cinturones: "Es muy importante el tema de la vergüenza, podríamos
decir que el ano es un reflejo de la personalidad sombra, además a las mujeres
nos dicen desde pequeñas que el sexo es por la vagina, cuando tenemos tres
posibles formas de penetración y además el recto y la boca están conectados”. Y así, unas
memorias íntimas que no hacen sino relatar obviedades apelando al malditismo y
la superación de tabúes: en realidad, un retorno al pasado (hasta se apoya en
Jung) sin maldita la gracia y con la única voluntad de escandalizar al
respetable público, que muy oportunamente se sentirá escandalizado, y de sacar
un rendimiento monetario a cuenta del escándalo y la consiguiente alama social, ja. Lo de siempre, con
ligeras variantes.
Pues..., de acuerdo, ya le hemos endilgado nuestro
rapapolvo diario a Aída y sus mariachis con lo que podemos continuar con la
reseña. España es así, señores, y nosotros para no ser menos.
Volviendo a nuestra novela, diremos, para finalizar, que
se lee con agrado y fruición, y con gran facilidad, ya que no es larga, poco
más de doscientas páginas, y que encierra y es magnífico exponente de ese
encanto disparatado de la gran literatura centroeuropea que no renuncia a la
profundidad, muy al contrario, pero dotando a la escritura de una levedad
formal que la hace comprensible y atractiva, asequible y, fundamentalmente,
¡divertida!, más que entretenida, para todo el que se aventure entre sus
páginas; no es preciso comprender a Nietzsche ni conocer su obra para disfrutar
de las conversaciones metafísicas entre el príncipe y Helga o entre ésta y su
amante (tampoco nos hallamos ante un sesudo tratado abstracto), aunque
entendemos que si el lector está familiarizado con ese tipo de disquisiciones
filosóficas podrá experimentar un placer mayor con la lectura.
La segunda de nuestra propuestas veraniegas viene de los
Estados y lleva la firma de una prestigiosa periodista, a la que no conocíamos,
que es también autora de unas cuantas novelas, Janet Malcolm, y se titula
"Ifigenia en Forest Hills" (Anatomía de un asesinato). La novela
recoge las incidencias de un proceso judicial por, justamente, asesinato, y
tiene la peculiaridad de que la historia tiene lugar entre la comunidad de los
judíos bujaríes residentes en el barrio de Queens de la ciudad de Nueva York.
Se trata de un crimen por encargo: una mujer contrata a un asesino a sueldo
para que ejecute a su marido del que está en trámites de separación, todos los
protagonistas pertenecen a esa rara comunidad judía, que concentra en el barrio
de Forest Hills (de ahí el título de la obra) a unos sesenta mil miembros. Y es
que Nueva York realmente es un crisol de razas y culturas (hace años nos
enteramos de que hay en la ciudad más de doscientos mil hindúes de la India y
así pasa con otras muchas nacionalidades). Estos bujaríes al parecer son
considerados especiales incluso entre el pueblo judío (establecidos en Asia
Central desde tiempo inmemorial, alrededor de 1970 la mayoría de ellos emigró,
el resto lo hizo tras la caída de la Unión Soviética, hoy, unos cien mil viven
en Israel), también tienen su propia lengua, una mezcla de farsi, hebreo y
ruso.
Malcolm elige como narradora a una de las periodistas que
cubren el proceso, es decir que, siendo ella misma periodista, escoge un
territorio donde se encuentra a gusto y que conoce a la perfección. De hecho,
la novela se lee como si se estuviera asistiendo a una película o a una serie
de televisión de abogados de las que tanto abundan en nuestra parrilla (o en
series yonkis, ejem). No hay florituras, así fue y así se lo hemos contado. No
ha lugar tampoco para la especulación, solamente para la minuciosa descripción
de los hechos y la semblanza de los protagonistas, juez, abogados y fiscales y,
por supuesto, acusados y testigos. Lo más interesante de la novela que, como
decimos, no hace concesiones de estilo y se centra en ofrecer un retrato
verosímil y exacto del caso en cuestión, es que, dada la naturaleza de la
narradora, que no es omnisciente ni sabe en absoluto quien es el culpable del
crimen y a pesar del veredicto y del desarrollo pormenorizado del juicio, se
mantiene una duda razonable (razonable para el lector, aunque no para el
jurado) sobre la verdadera culpabilidad de la doctora, la esposa que ve cómo su
exmarido consigue la custodia de su única hija. Y esto es así porque lo que el
lector observa es el prejuicio racial y religioso de un juez, un jurado y un
ministerio fiscal pertenecientes a un país que no es el de la acusada, que es
un país de acogida que la ve como un raro espécimen, lo que se pone de
manifiesto es el prejuicio de todo el sistema judicial norteamericano frente a
una persona que profesa una religión minoritaria y que mantiene costumbres
ciertamente poco usuales que contrastan abiertamente con las de la mayoría de
la población. La acusada es la extraña, la sospechosa número uno incluso antes
de haber cometido falta alguna, la persona de la que cualquier extravagancia se
puede esperar, también cualquier salvajada, incluido el asesinato, desde luego.
Y todo esto a pesar de que se está juzgando a una doctora en medicina, no a una
simple trabajadora y que esa prominencia profesional podría ejercer algún contrapeso
frente a la arbitrariedad del estamento judicial que actúa en su contra,
poniéndose de manifiesto de esta forma que el prejuicio cultural (o racial,
ambos aquí) prevalece ante el estrictamente social, lo que aumenta la
perversidad intrínseca de la discriminación.
No obstante, la autora es tan hábil y hace tan bien su
trabajo, sin renunciar a la objetividad y, como decíamos, a la descripción
minuciosa de los hechos, que ya desde las primeras acometidas del muy severo,
estricto y competente señor fiscal nos vimos arrastrados irremisiblemente hacia
el lado de la defensa, que se fue ganando nuestra simpatías frente a la
maquinaria, el rodillo aplastante del sistema legal. Porque las leyes en los
EEUU son algo serio, señores. Nosotros desde hace tiempo sostenemos la idea de
que la sociedad norteamericana ha evolucionado de una manera insana,
seguramente producto de su enfermiza creación a través de la esclavitud y el
expolio y genocidio cometido contra los pobladores de su extenso territorio,
los indios americanos. Esa génesis del país, que tiene en el salvaje oeste con
sus pistoleros y sus ganaderos mafiosos uno de sus elementos fundacionales más
influyentes, instauró desde el principio un sucedáneo de legalidad que bebía de
las fuentes europeas pero que siempre mantuvo sus señas de identidad y que, con el
tiempo, ha ido conformándose como un monstruo de siete cabezas y cuerpo
terrorífico donde conviven la pena de muerte y la permisividad para el comercio
de armas de fuego y que, a día de hoy, no ha logrado sacudirse de encima el
sambenito de la discriminación racial, la marginación a que somete a las
minorías étnicas. En cuanto el acusado no es WASP (traducido al lenguaje
populista español: como dios manda),
arrecian las sospechas de parcialidad, poco importa que sea negro, hispano,
asiático o mismamente "basura blanca", ya no existen garantías
completas de que vaya a gozar de un juicio justo, como dicta la ley.
La referencia a Ifigenia en el título es una de las pocas
licencias que se toma la autora en la construcción de la obra y tiene que ver
con la indefensión a la que se ve abocada la hija de la pareja, de cuatro años,
la única verdaderamente inocente...
Por último, last
but not least, como dicen los ingleses, nos ocuparemos de la excelente
novela de Louise Erdrich, "La casa redonda". Podríamos afirmar que nos
encontramos ante la típica novela iniciática, cuyo protagonista y narrador es
un chico de trece años de edad... Pero hay más. No es exactamente la típica
novela de descubrimiento de las glorias y miserias de la vida, de crecimiento,
aunque contenga ambas dimensiones. La obra presenta otra profundidad, otro
significado. Aquí, la autora se sirve de esta convención literaria para abordar
un problema de fondo: el racismo y, en general, la problemática de los nativos
americanos en su relaciones sociales con la población de ascendencia europea.
La novela está ambientada a finales de la década de los ochenta. En una reserva
una mujer es violada y golpeada de manera brutal. Su familia, formada por su
marido que es juez tribal en la reserva y su hijo adolescente, investiga el
caso. Naturalmente el agresor es un hombre blanco, lo que complica
extraordinariamente las cosas para la víctima. Louise Erdrich es una autora de
origen indio, concretamente descendiente de la tribu Ojibwe, aunque también
tiene ancestros europeos. Se crió en una reserva por lo que conoce de primera
mano la vida en esos lugares tan singulares...Nosotros a veces oímos hablar de
las reservas indias donde existen casinos que reportan suculentos beneficios a
los propietarios del terreno, que se benefician de las leyes especiales que
rigen en esos espacios; pero no en todas las reservas hay casinos..., ni todas
las tribus viven como reyes del juego y de los vicios del hombre blanco, en
realidad, la imagen preponderante que tenemos de los indios de las reservas es
la de trabajadores de clase media baja con graves problemas de alcoholismo y
drogadicción, típicos de las poblaciones marginales. El tipo romántico del
indio constructor de rascacielos, del buen salvaje a salvo del vértigo, el
valiente con mayúsculas, no corresponde a la mayoría de los nativos
americanos...
Por lo demás, existe, aunque no lo parezca, una
literatura cuyos autores son indios norteamericanos; nosotros lo certificamos
con nombres que jalonan nuestra biblioteca, y a quienes hemos leído con gran
interés, nombres como Susan Power (Yanktonnai Sioux), escritora mágica de gran
delicadeza expresiva, Sherman Alexie (Spokane-Coeur d'Alene), un gran escritor
con tremenda fuerza, o la mismísima Alice Walker, con sangre Cherokee corriendo
por sus venas, autora de, entre otras grandes obras, "El color
púrpura", de la que todos sabemos por su adaptación cinematográfica, que
es a la que mejor conocemos ya que hemos tenido la suerte de leer tres o cuatro
novelas suyas. Pues, bien, a esta pequeña colección nuestra de novelas escritas
por nativos americanos se une ahora esta estupenda obra, de fácil y amena
lectura, de Louise Erdrich, autora de gran éxito en los EEUU, según la
información contenida en la solapa de portada y que en la contraportada es
comparada por el crítico de USA Today
con Toni Morrison. De Toni Morrison tenemos una idea porque la hemos leído y no
nos parece que tenga mucho que ver con Erdrich, cuya escritura nos resulta menos
poética que la de Morrison, más
genuinamente narrativa, con menos puntos en común con lo que se ha dado en
llamar el realismo mágico (también se cita a Faulkner y García Márquez en la
comparación). El realismo mágico, si se le puede llamar así, de los indios es
diferente al de los hispanoamericanos, el de los hispanos es un estilo, el de
los indios responde a una tradición. En la preciosa novela de Susan Power,
"Vísteme de hierba", la magia está presente desde el principio hasta
el final de la narración, una magia vital, engarzada en la cotidianeidad de las
personas y en sus sentimientos más íntimos, una magia que está en el aire, no
en las figuras retóricas ni en una pretendida forma onírica de escribir. En
este sentido mágico, Erdrich es mucho menos exuberante que los otros a los que nos
hemos referido, en especial Power, aunque también Alexie, Walker es más
convencional, se le parece más, es más anglosajona, como Erdrich, no sabemos si
porque ambas, Erdrich y Walker son en parte de ascendencia europea, pero su
literatura es, a nuestro parecer, menos
indígena que la de los otros dos autores mencionados.
A Erdrich desde luego lo que no le falta es oficio. Y
talento. Se nota que es una autora veterana con muchos éxitos a sus espaldas,
que conoce los entresijos narrativos y sabe lo que se hace. En cualquier caso,
en su novela destaca el aspecto político sobre el emocional del desciframiento
vital del narrador adolescente, aunque también haya lugar para la épica,
personificada en el mejor amigo del protagonista y "ojito derecho" de
la autora, que le pone por las nubes cada vez que tiene ocasión dibujando al
personaje con ciertos matices de héroe clásico que contrastan con la
generalidad del resto del elenco masculino que, todo hay que decirlo, no es que
salga muy bien parado. Lo esencial en "La casa redonda" es la
denuncia. Una denuncia que profundiza en las peculiaridades de la ley aplicable
en los territorios indios y en las facultades de los jueces tribales y sus
problemas para encausar a personas ajenas a las reservas por delitos cometidos
dentro de ellas. La especial legislación que rige en las reservas hace que sea
muy difícil para las autoridades indias la administración de su propia justicia
sobre otros grupos étnicos.
Aunque los indios norteamericanos han adoptado
mayoritariamente las costumbres y el modo de vida del resto de la sociedad, el
famoso american way of life, mantienen
ciertas peculiaridades y tradiciones y sobre todo cierto espíritu vital, cierta
estructura familiar que los diferencia de la corriente principal, por lo que la
narración cobra un inesperado interés desde el punto de vista antropológico,
que a nosotros, particularmente, nos apasiona. El relato adquiere la fuerza que
proporciona la autenticidad, la autoridad, el conocimiento de causa con el que
opera la autora y con el que narra y explica los efectos de la marginación
social a que se ven sometidos los indios. Exotismo necesario. Porque es
interesante saber con el suficiente detalle que no es oro todo lo que reluce en
el imperio, que a pesar del tiempo transcurrido las heridas siguen sin
cicatrizar, igual que sucede con la población afroamericana, por más que un
negro haya llegado a la presidencia de la nación y esté intentando paliar esa
situación aberrante. Del mismo modo que ocurría en la novela anterior con los
judíos bujaríes, esas personas extrañas, aquí vemos cómo los indios son
tratados con condescendencia y desconfianza, pese a la deuda terrible contraída
con ellos desde los tiempos de la colonización, la destructiva conquista del
oeste.
---
Y, como habíamos prometido, ahora nos pondremos el mono
de trabajo para introducir nuestras napias en el lodazal o barrizal o pocilga,
o nada de eso, en ese vergel idílico y paradisíaco, en ese lugar bucólico lleno
de abuelitos felices a los que se les cae la baba poética observando el
crecimiento de sus nietos, en ese lugar absolutamente fuera de lugar que son
los foros poéticos de internet. Y vamos
a ir a tiro hecho, contra uno en concreto al que no aludiremos con pelos y
señales, por dar una pista, es uno del que no nos han expulsado (todavía), ja. Pero
vamos a ser definitivos en la crítica, cáusticos, mordaces y terribles, tras
esta andanada mortal los foros se habrán acabado para nosotros, jamás
volveremos a hablar de ellos, ni a participar en ellos, habrán desparecido de
nuestro horizonte. Es una pena que sentimos y sentiremos en lo más hondo, ya
que hemos de reconocer que hay gente válida en ellos, no mucha, pero haberla,
hayla (aquí hablaremos de la inmensa mayoría de ineptos, lo que no nos parece una exageración). Gente interesante y que no escribe mal, pero que
al aceptar las condiciones de participación se degrada intensamente y se echa
un poco a perder. Tampoco es que nos hayan tratado mal o nos hayan despreciado
a las claras: no actuamos por venganza pura y dura. La nuestra es una cuestión de orden. Puede que nos
repitamos más que el codillo con esto, excúsennos si se les atragantan los
puyazos. Y ya.
Tratándose, como se trata, de un espacio de importancia
ínfima y ligeramente superior al aznárido cero patatero en lo tocante al
mundillo de la poesía escrita en castellano, y nos estamos refiriendo a todos
los foros no solo a este que vamos a analizar
aquí, bueno, o descuartizar o a diseccionar en vivo y en directo aquí, el
asunto es como para pasar un buen rato y también para exorcizar algunos
fantasmas personales y también para ajustar algunas cuentas pendientes. Los
foros son prescindibles. Primera y demoledora sentencia, afirmación,
aseveración y premisa primordial. En su acepción de talleres, eso sí, pueden
resultar útiles para los neófitos, para aquellos que sientan interés por medir
sus fuerzas frente a otros contendientes en bizarra y marcial justa lírica o
quieran beber de las fuentes de la sabidurida
de tantos poetas frustrados como pueblan esos verdaderos cementerios de
elefantes. Porque una de las características primordiales de los foros es que
sus fundadores son poetas fracasados, casi sin excepción. Poetas sin clase y
sin estilo que por su propia experiencia saben que en un foro el webmaster y
fundador es un diosecillo al que todos alaban sin mesura. Los que montan esos
pifostios suelen ser gente con alto concepto de sí misma, soberbios y
orgullosos en grado sumo, gente que no soporta su propia mediocridad y pretende
salir de ella mediante la compraventa de voluntades. La famosa interacción de
los foros es un mero intercambio de favores. Hay otros que, por dignidad, se
construyen sus pintureros blogs en la gratuita blogosfera para que no los lea
(casi) nadie y (casi) nadie les comente, pero para ser totalmente libres...
Otra de las características que todos los foros comparten
es que en su mayoría los que allí escriben no son poetas o, para ser más exactos, no son escritores, son otras cosas:
abueletes, jóvenes con acné o sin él, amas de casa aburridas u ociosas,
oficinistas descontentos o felices, jubilatas activos y pasivos, tíos y tías
raros, etcétera. De hecho, en cuanto un poeta empieza a destacar o ve
posibilidades de organizarse alguna publicación, con su infamante presentación
incorporada, claro está, en cuanto un poeta se ve por encima de la media, lo
que no es nada difícil, o tiene algún ansia viva de grandeza o un plan de vida
y se ha marcado metas publicitarias, en cuanto eso ocurre lo primero que suele hacer
es abandonar el foro o los foros donde ha colaborado y ha sido asiduo
cooperante y desinteresado cooperador necesario y alma máter de la fiestorra
interactiva inclusive.
Nosotros hemos tenido la desgracia de ser espectadores y
también partícipes de semejantes aquelarres líricos en los que mediante el
elogio desmedido y prolongado en el tiempo llega un momento en que parece ser
de dominio público que fulanito o menganita son poetas de campanillas, de gran
calidad y con un estro fantabuloso , poetas de raza que si no publican es
porque no les apetece (no porque se les conozca alguna disensión con la forma y
fondo de las editoriales), vates con donaire y extremada vocación felibre de
los que nacen uno cada siglo más o menos, uno entre un millón, tenaces bardos
destinados a revolucionar el arte y ser artífices de un nuevo renacimiento: tal
cual.
Vayamos con la prueba del algodón. Vamos a hacer un
pequeño estudio con uno de estos individuos y vamos a copiar aquí algunas de
las alabanzas, parabienes y desmesurados encomios recibidos en respuesta a uno
de los poemas expuestos en el foro que dirige, y recalcamos lo de que se trata
de su foro de su propio puño y
letra y de su propia creación (que así cualquiera, oyes), estas son las
palabras de aliento de los foristas, todas y cada una de ellas inspiradas por
la grandeza de la obra a glosar, naturalmente, que no se diga que están dando
coba: 1.- Es muy bonito, con
imágenes de gran belleza, pleno de ternura. 2.- Mención de honor. 3.- Evocador
y muy hermoso. 4.-Preciosos versos de una hermosura enorme. 5.- Me ha encantado
en su totalidad. 6.-Emocionan estos
acompasados y armoniosos versos. 7.- Precioso. 8.- Poema lleno de
complejidades, a pesar de su aparente sencillez. 9.- (También
en catalán) Paraule excelsa que centres
l'esperit. 10.- Eres capaz de condensar las ideas como nadie. 11.- Una
simbiosis muy avanzada entre el misterio y la comunicación. 12.- (Elogio en
formato largo) En cuanto a la forma, sólo
me resta aplaudir. Hay, no sólo dominio del ritmo imparisílabo (¿!), sino sutilezas en las combinaciones
métricas de los versos. Esos heptas en cascada, por ejemplo, que encontramos al
final, le otorgan una fuerza extraordinaria al remate del poema. 13.- Llegas
bellamente en cada imagen. 14.- De una profundidad que hiere. 15.- Un grandísimo poema. 16.- Es
como todo lo que escribes, un estudio perfecto del ritmo- 17.- Bellísimo poema, del que te han dicho todas
las verdades, a las cuales me sumo en aplausos. 18.- Un gran abrazo maestro. 19.-
Maravillosa forma de versar. 20.- (Peloteo por
partida doble) Ya comenté en su momento
este poema. No importa, lo vuelvo a hacer con gusto, porque me parece
espléndido. 21.- Magistral. Lección de
poesía. 22.- Me parece un poema maravilloso. Gracias por compartir tu arte. Y
etcétera. Conste que no hemos elegido a posta este poema por los inmundos
baboseos de los foristas, al revés, este es uno de los normalitos que no pasa
de los treinta comentarios, que lo normal es que reciba bastantes más, incluso
diríamos que aquí se han mostrado bastante contenidos los angelitos y no se han
desmelenado (se ve que tampoco era una de las obras maestras del jerarca del foro).
Suficiente. Por
cierto que el poema es muy corrientito (no vamos a ponerlo, no se hagan
ilusiones)... Con su rima asonante arromanzada y su canesú, sin salir de las
combinaciones canónicas y más sencillas, ni estudio del ritmo ni gaitas; lo
complicado es no hacer endecasílabos +
heptasílabos + alejandrinos y sonar bien, o no hacerlo siempre e introducir
variantes, jugar con los versos y con el oído y trabajar rimas internas antes
que las finales de todos los días... Decimos que el poema es del montón porque
aunque fuese en realidad una obra genial..., que ya les informamos de que no lo
es, pues no debiera ser objeto de semejante orgía de fidelidades: ¿qué haremos
entonces con los poemas de Neruda, de Hernández, de Machado, de Juan Ramón, de
Quevedo o Góngora, de Garcilaso o José Hierro, de Valente...? Esto es como la
ley que no puede condenar a pena de muerte por robar un pollo, porque entonces
tendría que matar varias veces al que asesina, lo que resulta imposible, no sé
si me entienden. El poblema (disculpen,
pero es que esa palabra es superior a nuestras raquíticas fuerzas) estriba en
que el noventa y nueve por ciento de los comentaristas participa a su vez en el
foro en calidad de poetas, de manera que les conviene estar a buenas con uno de
los pesos pesados (si no el más pesado de todos), alguien que puede condenarlos
al ostracismo con un comentario desfavorable...
Hace poco publicamos
en ese foro un par de nuestros poemas incluidos en este blog (momentos de
debilidad..., también semos humanos o
humanoides por lo menos) como no somos asiduos, recibieron pocos comentarios,
eso sí, normal y convenientemente laudatorios, a los cuales contestamos con
humildad y gratitud. No obstante, por tocar un poco la narices y aprovechando
que un poeta argentino nuevo en el sitio había rescatado unos versos de uno de
sus compatriotas, gran poeta (este sí) que, seguramente por eso, había
abandonado el foro tras una corta estancia... retamos al común de los foristas
a que comentaran (el poema rescatado ostentaba tres famélicos comentarios y ni
uno más) sin temor, dada la elegancia y calidad de la obra en cuestión. Mutis
por el foro (nunca mejor dicho). Más aún: nosotros mismos rescatamos del olvido
a otro poeta, también argentino, que había dejado unas cuantas obras de enorme
proyección y enjundia, obras maestras que diríamos nosotros, hacía ya unos
cuantos años, en los albores del foro, que comenzó su andadura hacia el año
2007, reclamando para el vate los honores que con tanta ligereza se otorgaban a
otros mucho menos relevantes (no en esos términos, por supuesto): de nuevo, el
silencio, la callada por respuesta, el ninguneo tan español cuando alguien nos
supera con claridad... De lo que se deduce que en ese foro poético (que tiene a
gala ser el mejor de la red) la poesía es algo secundario, que no interesa
realmente. Lo que interesa es la jodida interacción, la ridícula interacción,
que significa una especie de democratización del arte, una suerte del
carpetovetónico y franquista: "todo el mundo es bueno". Y, en efecto, la abuelita que escribe sus
versos malparidos y cursis a más no poder a su nietecito tan mono, con todo el
amor de su corazón y sin ningún conocimiento específico (mejor, digamos que sin
ningún conocimiento, a secas, y ya estamos con el conocimiento a vueltas,
disculpen la redundancia) ni ninguna especial predisposición para el arte
poética, consigue poemas bonitos en los que se palpa ese amor tan convencional
y tan requeteconsabido que nadie esperaría otra cosa de tan dulce ancianita
como luce con su blanca permanente. Pero eso no es poesía. Ja. Y nos espetan
ofendidos: ... pero ¿quiénes son ustedes
para calificar o no de poesía lo que escriben los demás con todo el cariño y la
delectación supina de su corazoncito? (bueno, no exactamente, pero algo
parecido). Y nosotros respondemos con pundonor que no sabemos, que es una
intuición que se nos encarama a la chepa, un no sé qué que qué sé yo, una
visión del más allá que nos asesora y que proclama que eso es una boñiga
literaria del tamaño del pimpollo en cuestión. Una de las dificultades a las
que se enfrenta el foro es la falta de "relevo generacional", está
envejeciendo, se le nota viejuno, parece una oficina de la administración
central del estado. Esa condición provecta de los foristas trae consigo la
inevitable cursilería abuelística y también, cómo no, la confirmación de que de
dónde no hay, ni hubo, no se puede sacar. Nadie mejora a los sesenta... si a
los cincuenta era un bodrio, es triste, pero es así. Los foros exhiben taras
fundacionales, su sistema es malo, no son una buena idea. Y es de esta manera
por algunas razones que a sus creadores les deben de poner los pelos de punta
pero que ahí están. Si decimos que los poetas son malos lectores de poesía, tal
vez a alguno se le suba la sonrisa al careto... En verdad, en este país, la
mayoría de los lectores de poesía son escritores, creemos que esto es así,
aunque tampoco estamos seguros, lo que sí es cierto es que los poetas leen
poesía..., aunque sea solo para saber por dónde van los tiros y saber qué es lo
que se premia (para copiarlo e intentar competir por su parte del pastel, ja).
Pero ya ven..., esa no es forma de leer poesía, no es la forma legal, hay que
leer por placer y ¿delectación?, hay que leer sin la expectativa de estilo en
mente, no se puede hacer de la lectura una inversión y quien lo haga está
equivocándose de cabo a rabo, aunque luego pueda ganar el premio de Bollullos
del Condado o similar, y quien dice el de B. del C., dice el Loewe, o el
nacional de poesía, jajaja. El caso es que cuanto más hojeamos a los
ganadores..., más nos decepcionan, y eso que apenas los hojeamos, que no
sabemos y no contestamos, pero, en general, nos decepcionan por su profundidad,
pues es sabido que en poesía toda
profundidad es impostación, nace de una impostación, en poesía se puede ser
profundo hasta cierto punto. Nosotros intentamos una profundidad a escala
amorosa, pero no vamos por ahí dando lecciones de filosofía parda como si
tuviésemos las claves de la existencia, ni andamos todo el santo día
relacionando la caída de una hoja con el sentido de la vida, o poniendo por las
nubes los acontecimientos cotidianos que nos ocurren como si hubiésemos sido
elegidos por la divinidad para dar ejemplo a nuestros congéneres de lo que se
pierden por no cultivar esa perspectiva genial que nos es tan innata.
En el foro ideal, el
poeta no debería poder hacer comentarios a otros escritores, solamente contestar
a los que se le hicieran a él tanto para defender sus posturas como para
debatir y con-fra-ter-ni-zar (a lo Gombro); esa debería ser la única
interacción permitida. ¡Ah!, cómo mejorarían entonces, libres del halago y la
lisonja perpetua, del peloteo fratricida que todo lo pudre. Entonces sí que
cada palo aguantaría su vela y cada uno estaría en su sitio: el lector como
lector y el escritor como escritor. El lector que lo mismo leería a Cavafis (a
bote pronto) que a los poetas del foro podría comparar y criticar o comentar
con esa intención igualadora; de este modo, quedarían desenmascarados los
cursis de libro y los poetas viejunos de la rima deslenguada y malparida, los
del ovillejo fatal y los del soneto único porque siempre escriben el mismo con
ligeras variantes para despistar a los incautos, los tíos que no salen del
endecasílabo y sus colindantes porque son como su muletilla sin la que no saben
caminar, los profundos para dar el pego que no tienen ni idea de lo que andan
diciendo y esperan a ver si suena la flauta por casualidad (ejem..., bueno, eso
lo hacemos un poco casi todos..., pero algunos es que lo practican con notoria
desvergüenza). Los que prometen porque están empezando y ya se atisban sus
posibilidades serían reconocidos y los buenos poetas ya hechos y derechos
también y esos serían los que tendrían más comentarios de los lectores. Oh,
mas, sería posible que los lectores o una parte de ellos o una mayoría fuesen
tipos indocumentados a quienes encandilasen las cursiladas abuélicas y el
ovillejo traicionero y que aplaudiesen a rabiar los sonetos estrambóticos y mal
hechos de los palurdos con ínfulas... Bien, cabe esa posibilidad, habría que
contar con ella, pero, de otra parte, habría que tener en cuenta que un foro en
el que no se pudiese interaccionar a la antigua usanza del comentario
compensatorio, el recochineo y la adulación desaforada, espantaría a los
autores menos dotados (es decir, a la inmensa mayoría de los que hoy
estrangulan los foros poéticos). Además, el comentario del lector se haría
obligatoriamente a través de un apodo o nick, para salvaguardar su
independencia absoluta, mientras que el poeta debería identificarse con su
nombre real. He ahí la salvación del sistema forístico, así y solamente así
podría funcionarse con un mínimo de honestidad... Aunque algo nos dice que esta
nueva organización no tendría demasiado éxito.
En realidad, partimos
de la premisa de que, como a nosotros nos sucede, el escritor de poesía
entiende (y no siempre y no del todo), básicamente, de su propia poesía, le interesa
y entiende de su propia obra (y no siempre y no del todo), y el resto se la
trae, mayormente, al pairo (excluyendo aquellos autores o aquellos versos que
le ayudan a conseguir un objetivo espurio como el de competir en un certamen
corrupto, por ejemplo; pero esto no les ocurre a todos los poetas, hay quienes
abominan del concurso de la diputación igual que del de la editorial
prestigiosa y no se prestan a las ridículas prácticas de los mandamases [¿dónde
está la pasta?] del tema con sus
presentaciones del millón).
Pensábamos haber
vejado más aún, pero se ve que nos vamos haciendo viejos... nosotros también y
el arte de la defenestración nos va cansando cada vez más y nos deja un tanto
exhaustos. Sin embargo (sin en cambio,
como diría uno de esos poetas populares de los foros), creemos completada con
esta diatriba nuestra andadura por los foros de internet, no volveremos a pisar
(figuradamente, claro) sus salones pringosos de biberones calentitos. La poca
vergüenza que exhiben sus moradores así nos lo aconseja. El hecho fehaciente de
que, enfrentados a los verdaderos poetas, den un paso al costado para evitarlos
o hagan como si no estuviesen allí y nunca hubiesen estado, descalifica a la
casi totalidad de los miembros activos de ese foro del que hemos hablado y que
tiene a bien promocionarse como el mejor de la red... ¡Panda de impresentables!
Ja. Como los poetas reales no interaccionan nos quedamos con el abuelo
cebolleta que no tiene ni puta idea de escribir pero es muy simpático y muy
cumplido y atento...
Tal y como decimos en
el título de esta entrada, de lo que se
come se cría (ejem..., y les juramos que no va por la señorita Stoffel...),
y sin leer no se puede pretender escribir como hacen estas mesnadas iletradas
mas no ágrafas como deberían ser en consonancia con su verdadera condición
literaria.
No va más.
(agosto 2013)
EL FIASCO DE LA INTERACCIÓN PRODUCE BODRIOS
¿Por
qué no nos leen? ¡Serán desagradecidos!...Y ya. Buena pregunta, algo
impertinente... Bah, pregunta ociosa. No es que esté tan claro, porque nuestra
poesía tiene una calidad intrínseca alucinante, eso no es discutible, jajaja.
El caso es que nuestros contados lectores contados por el contador de visitas
(excluyendo a todos los estudiantes que no saben lo que es la "proverbial
bandera roja" y que consultan nuestro blog tras encontrárselo en google al realizar la búsqueda
pertinente y que podríamos decir que conforman el grueso de nuestros visitantes,
para mayor bochorno nuestro y de nuestro inesperado sitio) apenas nos comentan,
es decir que nos encontramos huérfanos de opinión autorizada sobre nuestra real
valía artística, nuestro valor de mercado, lo que nos aflige y desestabiliza.
Casi
mejor (si no pasa ná), podría argüirse, y de hecho así argumentamos para
nuestro lúcido coleto y nuestra interioridad tan íntima y tan voluble como
sensible a las chanzas y las descalificaciones. La verdad es que no
interactuamos... Que somos como un poco eremitas y ermitaños, nos escondemos
del mundo y así no se puede progresar; no sacamos la cabeza y, claro, no se nos
ve. Los buenos de verdad, los que tienen una idea concreta, los que saben lo
que tienen que hacer porque han hecho sus planes, están todo el día en danza
permanente charlando en tertulias presenciales o virtuales, todo el día
dejándose ver y tocar por los fans... Menos los cinco minutos al día que dedican
a escribir (es un decir), están todo el rato promocionándose y haciéndose los
interesantes, posando y ensayando poses incontrovertibles, chamullando palabros
con dobles o triples sentidos polisémicos para hacer pensar a los oyentes, a
sus fieles espectadores que han ido a ver su
espectáculo de masas. La mayoría de los grandes poetas, esos bardos
descomunales, están a la que cae y sus agentes les mantienen informados de
dónde y cuándo y cómo y con quién han de declamar, disertar, enfatizar,
mostrarse humildes, orgullosos, frágiles, forzudos de circo de esos que
levantan pesas de goma que parecen de hierro, divertidos, serios, alegres,
tristes como si estuviesen bien drogados al borde de la sobredosis de alguna
droga de diseño de las que no son del dominio público y solo están disponibles
para los genios de la hostia para arriba. Y lo demás les trae sin cuidado. Los
poetas, ya vivan en lugares donde el ambiente es suficiente para prosperar, ya
sean de algún puto pueblo de alguna provincia ridícula como Palencia, por
ejemplo, pasan el tiempo dedicados a ascender en el escalafón editorial. Son
como pelotas de empresa que están todo el día olfateando la posibilidad de
conseguir un ascenso o una mejora salarial, a costa de lo que sea. Y ahí los
tienen y hay que ver lo obsequiosos que se muestran con los consagrados en el
momento en el que tienen la oportunidad de codearse con ellos, qué sencillos y
modestos se aparentan. Matan por una afoto con Elena Medel. Conocemos a uno,
muy malo, que logró ser recibido por Gamoneda para hacerle una entrevista, una
charla informal, más bien, y había que oírle luego que si el maestro por aquí,
que si el maestro por allá...Patético. Patético porque todo es fingimiento e
impostura. Seamos claros, a la gente no le gusta leer poesía, sin embargo,
mucha gente se ve impelida a escribirla (y, por tanto, a leerla de consuno).
Leer
poesía es un calvario. Bueno, tal vez a los filólogos, a los que ya han
desarticulado como si se tratase de fieros comandos terroristas, a los que ya
han desarticulado, decimos, como lectores normales a base de obligarlos a
redactar comentarios de texto soporíferos sobre textos más soporíferos aún,
comentarios de extensión indefinida que fijan su atención en aspectos ajenos
por completo a una lectura eficiente y relajada, tal vez a ese tipo minoritario
de lectores, a ese círculo extraño compuesto en su casi totalidad por enterados
y sabelotodos con un punto y medio de soberbia académica y un orgullo
universitario que se les sale por las orejas, gente que se ha sometido
voluntariamente a ridículos suplicios y que luego, amargada, desprecia a los
que no han tenido que humillarse de tal modo, les satisfaga y les agrade y les
parezca una pasada.
De
hecho, hay un montón de filólogos que escriben poesía, tal vez por rentabilizar
sus sufrimientos textuales; a menudo, en sus poemas recurren a la mitología
para que se vea que saben griego y latín y luego ofrecen, si se las piden y si
no también, graves explicaciones a los profanos en las que dejan patente su sabidurida y buen hacer etimológicos.
Son amigos de la cita inteligente e intelectual de campanillas. No se dan de
cuenta de que en poesía lo interesante es crear uno sus propios mitos y su
mitología propia, aunque se tomen elementos de la tradición, lo que resulta
inevitable. Estos citadores memorísticos siempre convocando a los grandes de la
historia para disfrazar su carencia de ideas propias y encima pretendiendo
pasar por cultivados y cultos a más no poder...
Decíamos
que leer poesía es una pérdida de tiempo, una actividad poco recomendable, una
actividad para masoquistas o para individuos aquejados de ansia viva o vívida
(que no es lo mismo que de espina bífida, aunque seguramente tenga algo que
ver...). La poesía es para, parafraseando al gran José Mota (esto es para que
vean que también nosotros sabemos citar) tomársela "de a pocos". Un
poemita por aquí, otro poema por allá..., nada de comprarse libros y devorarlos
como si de novelas se tratase. La poesía con cuidado y en pequeñas diócesis.
Existen
diversas poblemáticas que atañen al
sector. Una de ellas, y no baladí, precisamente, es la de que a cualquier
lector le puede sobrevenir el deseo de escribir, de componer sus poemillas,
¡como parece tan fácil!, tan fácil que cualquiera puede hacerlo si tiene
"sentimientos" y ha conseguido el graduado escolar con un "bien"
de nota media... (mientras que no le hayan dado la famosa etiqueta de anís del
mono, como cuenta la leyenda urbana atribuida al profesor Ch. de la C.). Así
que la señora lectora impenitente de Delibes y Pérez Reverte (aunque este
último le parezca demasiado moderno y no lo entienda bien, y además le molesten
los tacos que utiliza el muy cerdo) y que una vez, en plan trascendente, se
tragó una nevula de Javier Marías y
quedó escandalizada y casi traumatizada por algo de una felación o así
absolutamente pornográfica y muy real, decide que ya está bien, que si Marías y
Reverte son escritores, entonces, ella, de la misma absurda manera puede serlo
a su vez, y comienza a escribir poemillas en los que relata su niñez campesina
y los olores de las eras y de la paja y de los pajares y el fulgor de los ojos
fuera de sus órbitas de los salidos que se escondían en los pajares a ver si la
pillaban y..., ¡glubs...! Bueno, que comienza a escribir y se afilia o se da de
alta en un foro poético de internet. Si vive en un pueblo, en un puto pueblo,
para ser más exactos, entonces se va al teleclub que tiene una biblioteca
formada por diez libros infantiles y una biblia apócrifa y participa en las
actividades culturales gestionadas por el párroco al amparo del ayuntamiento,
del partido populista, claro está.
Lo que
le ocurre a la señora también puede sucederle al joven licenciado y fascinado
por la moda juvenil (aquí citamos a Alaska y los Pegamoides, para que se vea
nuestro fondo de armario cultural) que lee lo que alguien le recomienda y a su
vez recomienda a otros. Es como una rueda de la fortuna pero desafortunada
totalmente. Todos empiezan a escribir poemas y sus poemas tienen todos la
impronta, desprenden todos el tufo lobuno del recomendado, el gran y victorioso
poeta ganador de un premio cualquiera prestigioso o menos prestigioso, porque
aquí, en una primera instancia, lo oportuno es reverenciar la publicación.
Los
pobres aprendices de poetas leen poesía contemporánea a los treinta y a los
cuarenta y se van creando un imaginario compuesto por frases sentenciosas y de
aspecto definitivo que luego repiten engolando la voz en cuantas tertulias participen.
Aunque todos lean a los mismo autores, cosa fácil de comprobar observando sus
creaciones, y se repitan como la morcilla burgalesa regada con vinazo
cosechero, la inmensa mayoría tiene un autor de cabecera que no conoce ni dios,
con perdón, que es el que les hizo en sus lejanos comienzos ver la luz eterna
de la poesía y a quien adoran y al que han erigido un altarcillo, como los
toreros, donde le rinden pleitesía y tributo todos los días. Todos leen a
Benjamín Prado, a Luis García Montero y similares, pero todos niegan ofendidos
que estos sean sus principales referentes, sus brújulas y sus estrellitas del
norte. Su punto está en leer a un autor neozelandés, o a un desconocido español
que resulta que ha leído a Luis García y escribe igual que él... Todos, sin
excepción, profundizando...
Vamos a
hacer una prueba. Vamos a teclear en google
el nombre de Luis García (ya notarán que le vamos despojando de su segundo
apellido para que la vejación sea más intensa y coloquial) y vamos a
transcribir aquí el primer poema o podema
que veamos del ínclito y a ver qué pasa.. , a ver si es una obra maestra o qué hase...
Bajo la luz
quemada,
tienen frío los ojos con que buscas
estas horas de octubre
y su jardín manchado de ginebra,
hojas secas, silencios
que de nosotros hablan al caerse.
Porque si ya no existe,
aunque nadie se ocupe de sus solemnidades,
hay noches en que llega la verdad,
ese huésped incómodo,
para dejarnos sucios, vacíos, sin tabaco,
como en un restaurante de sillas boca arriba
y a punto de cerrar.
-Nos están esperando.
Nada sé contestarte,
sólo que soy consciente de mi propia ironía,
porque el hombre es un lobo también consigo mismo
-Nos están esperando.
Negras y en alto, buitres silenciosos,
nos esperan las nubes en la calle.
tienen frío los ojos con que buscas
estas horas de octubre
y su jardín manchado de ginebra,
hojas secas, silencios
que de nosotros hablan al caerse.
Porque si ya no existe,
aunque nadie se ocupe de sus solemnidades,
hay noches en que llega la verdad,
ese huésped incómodo,
para dejarnos sucios, vacíos, sin tabaco,
como en un restaurante de sillas boca arriba
y a punto de cerrar.
-Nos están esperando.
Nada sé contestarte,
sólo que soy consciente de mi propia ironía,
porque el hombre es un lobo también consigo mismo
-Nos están esperando.
Negras y en alto, buitres silenciosos,
nos esperan las nubes en la calle.
Este, que se titula "Bajo la luz quemada", no sabemos de qué
época será, si será de la época azul, de la fucsia o de la blanca con pintas,
poco importa. En primer lugar, lo que se ve es que el esquema métrico es
clásico a más no poder, reglamentario, o sea, que ya estamos con la muletilla
del cojo para asentar el ritmo (muy útil para que los que nada entienden del
asunto exclamen arrobados: ¡pero hay que ver qué bien suena esto!); nada que impugnar,
pero tampoco que reseñar especialmente. La segunda observación que hacemos es
la de que el poema está escrito en la muy íntima y servicial primera persona
del singular. Poema de desamor o de amor o lo que sea pero muy hondo, con los
sentimientos a flor de piel, los sentimientos del autor en primera persona,
desnudando su alma máter, haciendo un estriptis emocional como un putón
desorejado (también emocional). La forma deja entrever una cierta ruptura con
la tradición pero muy meditada, muy poco transgresora y muy comercial, con esas
sangrías autodidactas guionadas que utiliza para la repetición del mantra que
señala el culmen de la introspección en el poema, la hondonada in person, el inexpugnable y decisivo: "-Nos están esperando." He ahí
el juego de palabras con el verso final, que no es que sea para tirar cohetes,
como tampoco lo es el alejandrino: "porque
el hombre es un lobo también consigo mismo", donde el jueguecito, a
todas luces, se vuelve un poco torpe...
En fin, que esta debe ser la poesía de la experiencia, y este individuo, García, uno de sus máximos exponentes, si no el máximo. Y esto nos suena algo antiguo, suena a algo del siglo pasado, a algo caduco. Este poema está como pasado de rosca, de moda, de modo y de modismo. Lo de la experiencia tiene que ver con versos como ese que acaba con el "sin tabaco" que en sus tiempos debió ser el no va más de la modernidad y el realismo sucio, como si Carver, o así (pero antiguo, incapaz de sustraerse al retorno, el retroceso; es el cuadro de Hopper, el plano secuencia de cine negro, años cuarenta, es un Bogart de saldo recorriendo las calles de París). El aspecto canalla está en la ginebra; es el aspecto de una vida al límite que pretende sentar cátedra justamente de experiencia vital y que se queda en un vacío retrospectivo, que no tiene recorrido temporal, que se agota porque, a fin de cuentas, no dice nada, no contiene más que el ombliguismo del autor, la impudicia del autor, tan satisfecho de haberse conocido que identifica con el súmmum (¿han leído La Hoguera de las Vanidades?) de la aventura literaria su propia peripecia personal e intransferible y tan normal como encontrar un restaurante cerrado en una noche de tormenta. El Luisgar es que va a lo fácil, a lo sencillo, al endecasílabo y el heptasílabo y el alejandrino, que mezclan como el ron con cocacola pero que pueden llegar a cansar y cansan sobre todo a los que llevan bebiendo cubatas desde la adolescencia y buscan otros cócteles menos previsibles (y que no les metan garrafón de extranjis); y va a lo fácil también en el sentido del poema que es una impostura que se ve venir desde lejos, pero desde quilómetros que se ve venir la falsedad que si la pillara el experto de la serie "Miénteme" (que a veces vemos porque nos gusta una de las ayudantes del doctor, bueno, y por otras cosas, que la serie no es de lo peor..., mil veces mejor que cualquier pringosa seriecilla de producción nacional) es que le daba un síncope a la vista de la zafiedad del engañabobos ahí presente. Lo mejor del poema es su brevedad, indiscutiblemente. La métrica lo arruina, quisiera darle brillo y lo defenestra y vulgariza.
Bien, suponemos que este bicho (el poema) es de hace años y que ahora
LGM estará en otras cosas más correctas y menos iniciales, o sea, que estará
intentando escribir poesía de una vez. En realidad, es que casi es de nuestra quinta
el interfecto, del cincuenta y ocho, para ser más exactos, pero viendo su
currículum y su obra completa parece que fuera ya un venerable anciano o que
estuviera ya muerto y enterrado hace unas cuantas décadas, como Alberti. Se ve
que nos vamos haciendo mayores. También se ve que empezó joven, que a los
veintitantos ya estaba endecasilabeando por ahí como un poseso, ligándose tías
con su intensidad y su hondura de escaparate y confraternizando con los grandes
de la cosa lírica, incluso es posible que se fumara algún canuto (o a lo mejor
no porque le sentaban mal) por aquello de la experiencia del fumeteo y de
aparentar no ser un viejo a los veinticinco... El caso es que el chaval tenía
algo, tuvo algo, pero se echó a perder, o lo echaron a perder los puretas de
las tertulias todo el día pontificando y diciendo estupideces una detrás de
otra, todas inverificables, sobre la poesía. Porque esto es lo mejor: las
sentencias poéticas son papel mojado, son teorías, no son falsables, no son
susceptibles de ser comprobadas en su veracidad. Uno puede soltar la suya y
quedarse tan ancho, mientras que suene bien y con la suficiente enjundia y
siempre que se sea un pope con publicaciones a gogó, sin ningún temor a que
alguien le saque los colores, más aún, con la seguridad de que será ovacionado
por los advenedizos y los trepas como si hubiese puesto al descubierto la
esencia verdadera del lenguaje.
Luego, por desgracia, llega la inercia, uno escribe un libraco que tiene sus padrinos y se vende bien y tiene buenas críticas en los panfletillos periódicos de tirada nacional, que son la biblia de la profesión y cae en la cuenta de que tiene delante de sí un modo de vida, una agarradera espectacular y que apenas tiene que seguir con los alejandrinos indefinidamente para salir del paso y tener la economía resuelta para los restos, sin enojosas oposiciones en perspectiva, sin trabajos oficinescos y brutales, o no oficinescos y más físicos y más brutales, si cabe. Le empiezan a invitar como jurado a numerosos certámenes en los que es agasajado, le invitan a comer y a beber, le pagan el viaje y el alojamiento. Al poco tiempo advierte (porque compra en media-market) que va coincidiendo con otros en su misma situación de preeminencia: hace amigos, amigotes y amiguitos del alma; tiene fans y grouppies que le siguen en sus bolos y jalean sus ocurrencias con las bragas en la mano (o con los gayumbos horripilantes si es fémina...). Sigue publicando y cada vez pinta más, cada vez le llaman más para pedirle su "opinión" como autoridad en la materia. Intima con su editor que le presenta en sociedad editorial. Es lanzado al estrellato cutre y provinciano de la poesía española en la que son capaces de medrar individuos como Juaristi, fachas como Juaristi (no se puede trabajar para esperanza aguirre y considerarse poeta, son oficios totalmente incompatibles, como es obvio). Et, ¡voila!... La forja de un artista.
No es que la poesía de LGM no valga. Vale, pero no ocupa las esferas superiores, no está en posición, no alcanza, no llega a ser, se queda a medio camino, vuela a medio gas, vuela sin motor, como una cigüeña que no vuela demasiado alto, no es águila ni es un boeing siete cuatro siete, no es una fantástica nave soviética Soyuz, ni tampoco un cohete marca Acme, no abandona la atmósfera ni conoce el espacio más infinito donde escasea la materia, pero no la materia de los sueños; su primera persona vuela bajo, a ras, se tropieza, derrapa sin clase, no aspira ni promete la revolución. Y, no obstante, él es un hombre de izquierdas (algo bueno tenía que tener..., je), aunque luego ejerce el nepotismo en su patio trasero, actúa despóticamente, de forma poco democrática, amaña premios con sustanciosas dotaciones económicas (según Addison de Witt).Su militancia en IU tiene algo de testimonial.
Pero dejemos al rey en su laberinto, con su santa y multipremiada esposa, ambos dos escritores de talento y éxito globales... (por decir algo).
Lo cierto es que no nos leen y debe ser que no tenemos interés. Y por casualidad diremos que necesitamos quizás un ligero estímulo estimulante ahora que hemos abandonado en la cuneta nuestros hermosos óvulos de goma, ahora que ya no echamos humo como chimeneas ambulantes, lo diremos claro: ahora que hemos dejado las drogas, ja. Necesitamos un poco de amor, es todo, como los Beatles sin Yoko Ono. Si, por ejemplo, Nneka nos hiciera un comentario de texto, nada aparatoso, algo así como: I like your poetry very much, Esteban. Love and Peace. Nneka. ¡Ah!, entonces nosotros tendríamos una razón para seguir escribiendo como locos (¡porque ella habría escrito nuestro nombre!, lo que sería como si nos hubiera tocado, como una caricia muy, muy suave, eternamente suave), todo el día con la pluma en la mano, mojando la pluma en la tinta más oscura del planeta porque a ella le gustaría nuestra producción literaria y alomojó en algún otro momento se pasaba por el blog y leía algún poema de amor. Porque, señores, si Nneka comentase uno de nuestros poemas, no haríamos sino escribir poemas de amor (lo mismo que hacemos ahora sin que nos haya visitado y sin que sepa de nuestra existencia ni por el forro, nos tememos, pese a que ya le hemos enviado una muestra declaratoria de nuestro trabajo ímprobo, de gran belleza formal). Pero esto son delirios de grandeza, nos conformaríamos con ser elogiados a lo bestia como un señorito del foro, un senador romano, un presidente de diputación del partido único en castilla y león... Incluso, nos conformaríamos y nos delectaríamos (¡venga ya!) con la pura verdad, la sacrosanta e incómoda verdad acerca de nuestra literal condición en el panorama de las letras patrias y patrióticas.
Eso, eso... Que destrocen nuestros poemas. Que Almudena Guzmán, Luna Miguel, junto con la tía de melena leonada y varios fundadores de foros poéticos, por no hablar de LGM y su santa y el otro, Marías, y los otros Elvira Lindo y su santurrón neoyorquino, todos en comandita nos martiricen y nos pongan a bajar de un burro con toda razón, que nos pongan de rodillas con los brazos en cruz y nos obliguen a aprender de memoria la escenita de la felación mariasna. Que nos bajen de nuestro ínfimo pedestal de barro y nos hagan morder el polvo del fracaso absoluto. No ha de costarles mucho, nada ha de costarles desacreditar nuestra parte contratante, tan deshilachada y poco marcial y menos aprobada en las aulas por los catedráticos honoris causa que, ¡precisamente!..., ¡son ellos! Que nos lea Marías y luego opine con displicencia, poniendo cara de asco con esos labios tan desnudos que se gasta el man que son algo pornográficos o algo caníbales al estilo del Dr. Lecter (no confundir con Leatherface, uno de nuestros más señeros héroes de ficción), ese hombre, o de algún otro asesino múltiple, como un villano de última generación tipo Carlos Bardem, con el pelo a lo Carlos Bardem en "No es país para viejos", mejor que en la de James Bond, que ahí no asustaba sino que movía a cierta compasión. Que opine Marías con cara de repugnancia como si fuese el príncipe Sternenhoch en presencia de su bien odiada mujercita muerta y fantasmagórica en cuerpo y plasma, como Rajoy y nos ponga en nuestro sitio, nos derrote, que acabe con nosotros de una puñetera vez. Oh, pero no se rebajan. No vienen, no nos conocen, no tienen noticia de nuestra apabullante medianía, no suscitamos, ni despertamos, ni seducimos, ni nos marcamos, ni promovemos, ni producimos otra cosa que no sean bostezos largos y tendidos con toda esa parafernalia amorosa que nos hemos inventado para salir del paso, pero que ni siquiera nos la hemos inventado, que era y es bien conocida y todo el mundo la conoce y la desprecia por su poca originalidad y su chabacanería real. Es la traición manifiesta de un amor que rechaza darse en cuerpo y alma y solo acierta a ser un conglomerado nebuloso y absurdamente nada firme, que no se pronuncia en un sentido armónico sino en uno con mala voz y melodía enferma. Y eso que nosotros tuvimos, teníamos buena voz, éramos también grandes cantantes antes que poetas... Grandes cantantes que nunca actuaron para nadie, pero es que sabíamos cantar y cantábamos para nosotros con gran sentimiento porque éramos presa del oído que nos conducía por sinuosos valles y caminos hacia la balada perfecta (¡oh, Whitney!). Y a través del canto es que llegamos al poema, ¿cómo llegó Juaristi?, ¿cómo LGM?, ¿cómo Luna Miguel!!! Ay, pero nuestra voz se ha marchitado, ha quedado subsumida en esos porros tan procaces mezcla de hierba y hachís del moro que acabaron provocándonos un asma de aquí te espero, ahora es una vocecilla menesterosa que apenas puede marcar los tonos y tararear despacito y con una letra redondilla de bachiller con acné.
Nosotros, ahora escuchamos a Big K.R.I.T; ¿a quién escuchará Marías?..., ¿a Sinatra?, ¿o a Haendel? Que no se puede ser más antiguo y más del antiguo régimen y más súbdito del imperio británico (polichinela incluido). Escuchamos también a Elle Varner, a Melanie Fiona, a The Game, a India Arie, ¡a Nneka Lucia Egbuna! A Nneka con todo nuestro amor. ¿A quién escuchará LGM, que es más o menos de nuestra misma generación beat?, ¿a Antonio Molina, o a los Rolling Stones? ¿O están todos ya en el punto de las grandes orquestas como la sinfónica de Berlín?
Nuestra poesía nace de la canción popular, del pop y del hip-hop, como nosotros venimos de las pastillas con recetas falsas, de las estrellas rojas y los chutes de heroína mendicantes, de los chutes de speed que te quemaba la sangre en las venas, de la raya en escuadra, de las palpitaciones y los ataques de ansiedad y de las barritas de chocolate bien envueltas en papel albal para que parecieran más grandes. También de la poesía, nuestra epopeya nace de la poesía de César Vallejo y de Machado, de Lorca y de Miguel Hernández, también de Shakespeare y de León Felipe, de Philip K. Dick y de Stoker, de Fray Luis de León y de Cervantes, de Lovecraft y Robert Silverberg, de Italo Calvino y Chester Himes..., tal vez nazca de Keats antes de haberlo leído, tal vez de Emily Dickinson antes de haberla leído. Pues nuestro canto no nos pertenece, pertenece al desamor profundo y la vergüenza, pertenece al olvido y la tierra, más a la muerte que a la vida. Oh, nosotros no hacemos planes sino que buscamos quimeras. Aguardamos la revelación, la iluminación, el golpe de fortuna definitivo, tenemos alguna fe en la suerte, pero es una fe que ha de renovarse diariamente porque se nos desmorona entre las manos, se nos escapa y nos sume en pozos de negrura de los que a veces surgen poemas anónimos.
Nosotros no tenemos tiempo para nada. El tiempo nos inflama las entrañas y nos abrasa el cerebro. Retrocedemos hasta el instante del big-bang para hacernos la ilusión de que la vida es algo más que una mancha de tinta sobre el papel grasiento del bocadillo del chico que va al colegio con sus zapatos rígidos y su abrigo de pelo áspero y barato; sí, la vida es una huída, es una pesadilla, un esconderse como un cervatillo asustado, como un ratón en la mira telescópica de un búho gigantesco y horrible, la vida es esperar el puñetazo en el estómago. Y encajar. ¡Dios, quién fuera un auténtico fajador!, al estilo de Ali, indomesticable, ¡salvaje! y peligroso. Menos mal que el tiempo, el verdadero, el que pasa y nos delata, no existe, y es un convencimiento nuestro que el tiempo no existe de esa forma que dice que mañana será otro día. Sin embargo, el mañana es un proyecto que ha sucedido ya, que se ha planificado y está cerrado y no puede modificarse. En algún lugar, algo... que conoce la exacta disposición de todas las jodidas partículas elementales del universo (del puto universo en acción) lo sabe; sabe qué va a suceder, lo que es inevitable que suceda. Del mismo modo, en otros infinitos universos sucede cualquier cosa imaginable y vuelve a suceder a partir de la primera elección y es una cadena de decisiones firmes, simplemente.
Los poetas, la gente, se hacen sus composiciones de lugar y por eso se presentan a premios o remiten currículum por doquier; por eso ponen buena cara a los jefecillos y no se complican la vida si tienen que acudir a presentar su pringoso o pringosísimo libraco, librillo de poemas de cien páginas mal contadas y peor encuadernadas con una portada que da asco y una tipografía criminal. Y, entonces, en plena vorágine de esparcimiento y atolondramiento general, las mujeres de cuarenta o cincuenta años hacen sus preguntas sobre alguna metáfora especialmente desafortunada que "les ha gustado mucho" porque es muy bonita, o que les ha intrigado sobremanera, y el poeta responde con modestia y aflicción como sufriendo lo suyo, lo que es seña de identidad de la estupidez poética más en boga, y se ajusta las gafas si las lleva y sonríe con timidez y responde la tontería del siglo, una tontería sideral, cósmica, oleaginosa, casi en contacto con las tinieblas de la ignorancia supina, lo primero que se le pasa por la cabeza, lo que primero se le ocurre: una genialidad más. Todo por no pensar, por no tratar de adelantarse y sobreponerse a los acontecimientos que inexorablemente han de ocurrir y luego ocurren: ¡vaya disgusto!
Pero nosotros estamos tarados para los restos. Desesperadamente, tratamos de fiarnos del amor, tan esquivo. Echamos el lazo al sentimiento más aniquilador como si fuésemos vaqueros del far west (borrachos todo el día) y no lo capturamos; nos dejamos cegar por sus fulgores, embriagar por su aroma de lujuria controlada y casta. Fracasamos con la idea, la ilusión de merecer un gesto obstinadamente cariñoso, individualizado, plenamente amable, dirigido a nuestra identidad, para nosotros solos, ¡nuestro! Miramos en el buzón porque esperamos la carta de amor, la llamada de la selva, la carta impregnada de perfume barato, la llamada perdida de un corazón solitario, la sonrisa de la diva, un cicatero "me gusta" en nuestro muro de facebook.
Oh, resulta que somos tan fáciles, tan sencillos y transparentes que nuestra poesía refleja una complejidad absoluta que va mucho más allá de la experiencia que les es familiar al común de los mortales. Por eso, reivindicamos con fuerza una poética de la inexperiencia, quizás del ansia o de la derrota, de la insatisfacción natural. No es nuestro estilo el ir dando lecciones de vida con ese aire de superioridad, por más desvalido que se pretenda, del que "confiesa que ha vivido". Nosotros no. A nosotros se nos ha pasado y se nos pasa la vida en balde. No hemos hecho nada y no tenemos a nadie a nuestro lado. Ni siquiera se digna casi nadie a dejarnos un comentario mínimo en el blog. Algunos nos leen como quien oye llover.
La única pretensión que nos mueve, nos moviliza, nos aturde un tanto de forma nubosa, velada y también taimada porque proviene de nuestro bien amado subconsciente y no es tarea fácil el verbalizarla y darle carta de naturaleza, nuestra mayor aspiración consiste, decimos, en dejar para la posteridad una radiografía espuria del amor, un trozo de amor, así, tangible, medible, sumergible, un cacho de amor, un pedazo, cuarto y mitad de amor y que la gente lo conozca, lo vea y se diga: ¡vaya, he aquí el amor!, qué tío que consiguió al final aquilatar el amor, despejar su incógnita y presentárnoslo de esta manera tan asequible, posible, reversible. Para ello, nos servimos de nuestro sentimentalismo atronador que nos retumba en las paredes craneales y en la bóveda del pecho. Este sentimentalismo funcional que nos abruma y nos permite creer en el amor con los ojos cerrados un día sí y otro no, a tiempo parcial, a media jornada, que ya es bastante. Contamos con un verbo reunido, coleccionado a través de los años, palabras como cromos de un gigantesco álbum, palabras en diferentes idiomas, palabras inventadas para poder competir con otros escritores más aventajados cuyas lenguas les permiten una mayor precisión, un mejor control de la expresión. Amy Tan, en su novela "El club de la buena estrella", por boca de su protagonista, una mujer chino-americana, como ella misma, se maravillaba de lo inteligentes que debían ser sus primas chinas para saber escribir y leer en mandarín. Los árabes tienen montones de palabras que aluden a matices cromáticos que aquí debemos componer con varios términos, el idioma inglés tiene más palabras que el castellano. Nosotros, en nuestra modestia y nuestra alergia a la escolástica, con nuestro ardor dialéctico de tan pocas luces, tratamos de competir en la aldea global porque hoy todo es competición, y lo hacemos con el corazón en la boca. Mas competimos con nosotros mismos, no con el poeta neoyorquino que tendrá su temática tan completa y sofisticada y su tradición artística tan fuera de serie y a lo grande como su ciudad. Nosotros vivimos en un pueblo, pero es un pueblo con siglos de existencia (aquí le ganamos a New York) lo que no quiere decir más de lo que dice.
Leemos en Babelia, al hilo de estas reflexiones nuestras tan irreflexivas e irrespetuosas, un artículo escrito por un tal Javier Gomá Lanzón sobre la "vocación literaria" y lo hacemos sin saber quién es el aludido (aunque su primer apellido nos suena vagamente). El texto lleva por título "Raptado por las musas" y en él el autor diserta sobre el arte. Enseguida empieza a remontarse en el tiempo hasta los griegos... y empieza a decepcionarnos. Seremos breves: el escrito daría el pego como trabajo de fin de curso de un alumno de tercero de bup, o asín. Muchos griegos, muchas citas (cita a Borges, como mandan los cánones y habla de Joyce y Proust y, para que no falte el toque místico cristiano menciona a Moisés y El Éxodo: ¡qué completito!). Por lo mismo, se nota que no habla por experiencia, que a él la experiencia artística como que le es totalmente desconocida, ¿si no, porque citar tanto a Platón y compañía? Un artista tiene su propia visión y su propia misión (él, pomposamente, habla de visio y missio, para darse importancia), ha de tenerlas y su trabajo es dilucidarlas y ponerlas a buen recaudo para que sean productivas. Luego, se pasa medio artículo largando de filosofía sin que nadie se lo haya pedido. En fin, una vez leído y desechado el bodrio pastelero nos acercamos a google a ver quién es el menda y confirmamos nuestros temores y nuestras afiladas sospechas. El tío, que es filósofo, fue uno de los "intelectuales" de cámara de... ¡Aznar!, escribe artículos en los que se muestra contrario al derecho de las mujeres al aborto y es un facha de tomo y lomo... ¿Qué hace en Babelia? ¿Qué pasa con Babelia que pone una vela a dios y otra al diablo con tanta frecuencia y se apunta a la ley de la compensación con tamaña desvergüenza? Pero esa es otra historia. Lo que aquí queda bien demostrado es que de la inspiración entienden más los que la han experimentado en algún momento, que, en todo caso, entenderán de la suya..., no de la de los demás (aparte del hecho de que el señor Gomá no tiene ni idea de lo que dice y por eso tiene que ceder el micro nada menos que a los griegos de hace miles de años). Este filósofo Gomá, del que nos sonaba el apellido, decíamos (y ahora todo va cuadrando), no comprende, a pesar de ser un sabio catedrático, que para hablar de la inspiración, del arte,... se necesita cierto entusiasmo, hay que despedir entusiasmo, irradiar entusiasmo, no se puede adoptar un tono funcionarial o de profesor de instituto de enseñanza media, ¡por favor!, no se puede ser tan aburrido, tan previsible, tan wikipédico. Su articulito hace aguas por todas partes, no dice nada, quita las ganas, desmotiva, arruina el asunto del que trata...
Esto nos pone de buen humor... El hecho fehaciente de que los fachas son unos cabezas cuadradas que no tienen ninguna inquietud artística, a los que el arte les resbala, que no tienen conocimiento artístico ninguno y que son poseedores de un mal gusto proverbial que los delata y los inhabilita rotundamente tanto para la poesía como para cualquier otro cometido estético (de donde no hay ética..., no se puede sacar). También nos agrada tener la oportunidad de dar unos cuantos palos a un tío universitario y doctor y miembro de varios consejos estatales y no se sabe qué más ilustrísimas dignidades. Darle en todo el lomazo del currículum vitae, deslomarle el currículum a puros palos, como el tío de la vara. Esto entronca con lo que antes decíamos de Juaristi... Porque nosotros relacionamos nuestra visión y nuestra misión con nuestra ideología socialista, nuestro arte es un arte socialista y nuestra estética es una estética socialista. Nuestras lecturas se corresponden con una manera de ver el mundo concreta, no picamos de aquí y de allá sin atender a la procedencia de la información a la que accedemos (que no otra cosa es la lectura) y en cuanto tenemos noticia de la filiación política conservadora de un escritor lo tachamos de nuestras listas y ya pueden asegurar sus acólitos que es autor de la nueva Odisea que nos da igual y ya no lo tenemos en cuenta. Somos sectarios, claro que sí, y a mucha honra, y no nos va mal y no tenemos que disculparnos por ello. Por ejemplo..., el otro día nos mandaron un correo electrónico a la cuenta del trabajo que es donde podemos recibir cierto tipo de información, digamos, clasificada o desclasificada por su nocividad; el mensaje en cuestión exhortaba a leer un par de artículos de prensa escritos por... ¡Pérez Re! Leímos uno así como en plan lectura rápida al objeto de renovar nuestros fundamentos vejatorios... (que ya nos dirán para qué hacer un curso de lectura rápida cuando cualquier lector medianamente competente es capaz de hacer automática e inconscientemente lo mismo que en el curso te dicen que hay que hacer y que se trata de descartar y de quedarse con lo relevante...; otro timo de la estampita) y hemos de reconocer que nos recorrió un escalofrío una vez terminado. ¡Extraordinario! Pérez se supera aunque parezca imposible. Su artículo era una mierda espectacular, cañonera, putrescente, una mezcla de melindre, chulería falangista y pelis de Eloy de la Iglesia, un cóctel explosivo fraguado entre primo de rivera y el vaquilla, una fascistada ridícula y pasada de moda. Su lenguaje, que es el único que domina, el único que tiene, le pasa factura cada media línea, le pinta el careto como a un payaso (chuky, para ser más exactos), le coloca una nariz roja y un traje de bolas y cascabeles. Otro elemento cuyo presunto arte es una leyenda urbana (y todo por ser amigo de Marías...).
Para finiquitar la digresión antifascista, pondremos otro ejemplo que nos toca muy de cerca, pues vamos a hablarles de nuestra ciudad, Burgos. Resulta que hay aquí un Museo llamado de la Evolución Humana, de reciente creación, que está muy bien y que tiene anejo un edificio dedicado a la investigación, un Centro de Investigación, puntero en su campo. Pues bien, la iniciativa de la creación del complejo fue del único alcalde socialista que hemos tenido en la ciudad desde que se instauró la democracia, y solo estuvo cuatro años..., que a alguno se le debieron de hacer eternos. La oposición municipal no saludó con demasiada alegría esta decisión del alcalde socialista (tal vez porque en su interior la mayoría de ellos son creacionistas, como en los EEUU y están en contra de que en los colegios se expliquen las teorías de Darwin, lo que no nos extrañaría en absoluto) y cuando volvió al poder, se hizo cargo del proyecto que ya estaba en marcha con mala cara. Pues bien, la señalización del Museo y del Centro de Investigación parece pensada más para esconderlo que para mostrarlo. Lo único que se ve bien es el Auditorio municipal, anexo al complejo, donde los populistas celebran sus galas y sus entregas de premios y las estupideces que retransmite la televisión local al servicio de la junta de castilla y león. Algún mal pensado podría conjeturar que tal vez sea una especie de venganza del ayuntamiento que está deseando que las cifras de visitantes del museo sean bajas para echárselas en cara al partido socialista y de paso remarcar el hecho de la que estas teorías científicas y estas historias de huesos (con la fobia que tienen estos a los huesos, sobre todo a los de las cunetas) y de monos, son líos de progresistas y no le interesan al pueblo que prefiere jornadas gastronómicas, folclore y corridas de toros. No descartamos la idea, ni mucho menos...
Pero, la actualidad nos está desviando con astucia de nuestro objetivo primordial (sea cual fuere) y de nuestra necesidad de entender el porqué de nuestra escasa relevancia en la escena poética internacional: ja. ¿Cuál es la razón del arrinconamiento a que nos someten los lectores, de ese desdeñoso desdén manifiesto y tan absorbente, que estamos como el arpa de Bécquer, así las cosas? Es decir..., nos dejamos ver por un foro de internet que registra cientos y miles de visitantes diarios y firmamos con la dirección auténtica de nuestra página que es gratuita y en la que no hace falta darse de alta ni nada, que solo es llegar y ponerse a leer y es fácil navegar por ella y acceder a los secretos de la profesión, nos colocamos en disposición de ser consultados en los buscadores, y ni por esas. Tampoco tenemos muchos seguidores que se diga, tenemos once, para ser más ecuánimes y matemáticos, cuando estamos hartos de ver otros blogs con cientos de ellos, y a nosotros no nos sigue ni la familia para guardar las formas. No nos leen, no nos siguen, no tenemos mojo, no enganchamos al personal con nuestra labia ni con nuestro verso, la gente no conecta, no suele conectar con nuestra manera, nuestra visio resulta borrosa (por no decir que vemos doble) y nuestra missio es imposible.
Estrujándonos las meninges con poderío, hemos decidido investigar las causas de esta radical desafección del público hacia nuestra vasta producción literaria, nuestra literatura de mercadillo. Quizás la culpa sea de nuestra patente incontinencia verbal... Bien, se dice que la poesía es concisión, que es un mecanismo de precisión del lenguaje, que es síntesis; se dice que lo bueno, si breve... Y nosotros no nos caracterizamos por la brevedad de nuestras obras. Aunque hay que situar el debate en sus justos términos. A veces, lo breve se queda ahí, en la estructura haiku, y no significa nada, a veces lo breve solamente es breve y un poema cortito es solo eso, un poema corto y malo de solemnidad. La ventaja es que un poema corto no puede contener una gran cantidad de estupideces, aunque puede contener una o dos de campeonato. Digamos que la brevedad no es garantía de nada. La brevedad contra el discurso. Veamos. Si alguien quiere hablar sintéticamente de la luz, dice: luz. Y en esa palabra está la síntesis perfecta del significado de la luz, no hace falta hacer un poema, aun breve en exceso, para mejorar la sobriedad del término y, sin embargo, los poetas componen sublimes odas para describir la luz de la luna, la luz de una estrella lejana, la luz de una mirada y se cubren de metáforas e inventan circunloquios varios para no nombrar lo que precisamente quieren retratar. Ocurre que el discurso poético, que nosotros empleamos, sirve para crear en la mente del lector una corriente de simpatía hacia el texto, una empatía hacia el texto, una predisposición mental a aceptar la formación de imágenes diferentes a las habituales realistas de la vida cotidiana, una transición suave entre la realidad y el sueño, entre lo que es y lo que podría haber sido o podría ser todavía; el lenguaje poético hace soñar, induce un estado hipnótico, onírico, una sensación lírica que pulsa ciertos resortes, potencia ciertas habilidades, dispara la creación de pensamiento. Nosotros oponemos a la brevedad el discurso, nuestro discurso, y puede ser que por ello seamos despreciados, puede que debido a la cantidad de nuestro discurso espantemos al personal... Es posible. ¿Es nuestra poesía una mala poesía? Tal vez. No tenemos demasiadas referencias para decir lo contrario, trabajamos la intuición, nos movemos en círculos en virtud de nuestra intuición. No somos lectores de poesía, sino de novela y ensayo, fundamentalmente de novela. ¿Quiere esto decir que no leemos poesía? Bien al contrario. Es nuestro oficio y naturalmente que estamos en contacto con él y siempre leemos algo, hasta leemos a LGM, como han podido comprobar... Ahora, no comprendemos bien ese afán lector de algunos poetas. A no ser que quieran saber qué es lo que deben escribir para vender libritos y ganar concursos. Se podría objetar que lo que vende es lo que la gente quiere leer, pero eso sería demasiado fácil, muy facilón, sería una conclusión precipitada y ajena a la verdad del negocio editorial. Habrá quien lea para contentar a los medios y a los jurados de los certámenes convocados por las diputaciones o los ayuntamientos o las fundaciones (qué más da) que van a premiar aquello que pueda venderse y no otra cosa. Sin saber qué es lo que compra la gente no se puede ganar un concurso poético de alguna enjundia. Son habas contadas; no hay muchas posibilidades, no existen muchos caminos alternativos ni muchas formas diferentes de construir el verso y formular la poesía. Es preciso adscribirse a una corriente en boga (de las cuatro que hay) y maquinar la manera de ser un punto original: ardua tarea. Por supuesto que los hay que son más elegantes, que unos tienen un estilo más brillante que otros y esos son los que salen vencedores, es decir, que, dentro de la uniformidad, se produce un simulacro de justicia y el mérito cuenta. Oh, claro que uno puede intentar iniciar su propio movimiento artístico a través de propuestas realmente novedosas, pero fuera de tendencia hace frío y suele pasar lo que les pasaba a algunos intelectuales durante el franquismo cuando abandonaban el Partido Comunista: que no hallaban salvación.
Ya nos hemos referido a esto en otros momentos... Cuando los Addison (en el colectivo había varios poetas que publicaban y todo, al parecer) exigen a los poetas que lean poesía y que vuelvan a leer y que se pasen el rato leyendo, pues, de acuerdo, es una opción, pero nosotros creemos que yerran en la observación, que se equivocan y disparan a voleo y al aire (aunque luego les caiga una paloma encima, que lo normal es que les caiga solamente una parte de ella...y no la mejor parte). El que ellos practiquen una suerte de masoquismo literario al meterse entre pecho y espalda cientos de delgados poemarios plenos y rellenos de arrebatos místicos o de ocurrencias pintiparadas (y decimos delgados porque, afortunadamente, el modelo Zurita no es el estándar de la competición), pues ellos sabrán, pero que encima pretendan extender esa cruel usanza entre los visitantes de su página, eso ya es alevosía y premeditación. La actividad poética, la missio que decía el ínclito, aunque no lo parezca, consume abundante energía, vamos, que te deja para el arrastre y es necesario recuperarse antes de volver a las andadas; si encima te recuperas leyendo más poemas puedes sufrir una insolación gramatical, un golpe de calor textual, una trombosis semántica, en fin, un mal de altura.
En resumidas cuentas, diremos que, a nuestro parecer, a nuestro leal saber y entender (ja), a la gente en general la poesía le resbala e incluso a los poetas, y dentro de los poetas incluso a los que viven de ello con el sudor de su frente perlada de sudor de tanto cavilar la forma y manera de caer en gracia en los cenáculos y conseguir la foto con o la entrevista en. Entre nosotros: la poesía molesta, es una molestia, fastidia bastante asistir a esa orgía de intimidades y revelaciones de tres al cuarto que a nadie importan un rábano, es de mal gusto nombrar según qué taras que uno preferiría mantener en secreto, como para que venga el poeta y suelte la suya en mitad de la plaza a voz en grito y todo el mundo se te quede mirando a ti con cara de circunstancias, es decir, de conmiseración. Pero, entonces, ¿por qué hay páginas de internet donde se exponen poemas y más poemas, romances, odas y sonetos imparisílabos (¿?) de todos los colores y hay estrellas invitadas que muestran con orgullo sus creaciones póstumas (ya podría ser, ya, pero no) y también hay poemas colgados en youtube y recitados por tías con melena leonada o tíos de pelo en pecho con voces que mejor habrían enmudecido para siempre el día de la boda? Más aun, ¿qué cantan los poetas andaluces de ahora? (joke). Tenemos para nosotros, y no es que sea una visio, ni siquiera de ultratumba, ni tampoco una intuición descerebrada y al buen tuntún, que el secreto de la pirámide está en la célebre y famosa "interacción" con el medio poético que practican y en la que se afanan y por la que porfían sin descanso y sin tregua ni tacha tantos y tantas poetas y poetizas que en el mundo son. La interacción (o interacción) significa, en pocas palabras, humillación. Uno debe humillarse en público para obtener una recompensa. Es tan antiguo que da un poco de grima y todo, de repugnancia también. A ver. Hay que asistir a recitales, por ejemplo. Hay que dejarse ver por todo tipo de saraos donde un elemento poético esté evacuando su material de desecho, allá donde un individuo con marcadas tendencias versales y versificables, o sea, con las susodichas y específicas tendencias y apetencias bien verificadas por la autoridad competente, lírica, por supuesto, proceda a declamar un aluvión inmisericorde de palabras aparentemente dispuestas para que se produzca una reacción estética agradable en sus receptores, es donde hay que estar con gesto de póker y la sonrisa a flor de piel, si es posible, con un cubata en la mano. Del mismo modo es imprescindible dejarse unos euros comprando libretos ilegibles, y encima hay que ponderarlos por lo alto y por la estratosfera usando epítetos invictos, si hace falta guturales, y realizando comparaciones vergonzosas y vergonzantes con algunos grandes nombres (así, por ejemplo: "pues a mí fulanito me recuerda a Juaristi de experto que es ..."). Si se es imbécil, entonces no es necesario fingir y se puede dar rienda suelta a los impulsos primarios, y terciarios, si se tercia. En caso contrario, hay que ser astuto y hábil y tramar o urdir un plan de actuación, un plan. Tener un plan es importante, decisivo, todo el que tiene un plan tiene un amigo (¿o era un perro...?). El plan debe orientarse al objetivo máximo de la publicación en ciernes, el librito con el nombre de uno en la portada es y ha de ser "ese oscuro objeto de deseo"; una vez se tiene un libro, se respira, antes de eso, ni respirar ni hostias, antes de tener un libro solo se aspira, y con pundonor, antes de haber sido publicado uno no es nadie y debe comportarse como un don nadie, precisamente, aguantando todo tipo de burlas e indignidades con la cabeza gacha y los hombros caídos que se le suponen al buen perdedor. Existe un paralelismo entre el pobre hombre que se ve vilipendiado en el trabajo y luego la paga con su familia en casa y el poeta que ha de rebajarse ante los divos y después ningunea con saña a los pobres diletantes sin contactos editoriales, el mismo mecanismo anima sus comportamientos, la misma sensación de inferioridad y el mismo malestar vital intolerable. Tan viejo como el mundo.
Para nosotros todo esto es un misterio sin resolver, un enigma colosal. No sabemos, ni comprendemos, we don't understand, no nos cabe en la cabeza de chorlito que la gente no se dé de cuenta de cómo se les ve el plumero mientras realizan sus perfomances sociales a la vista de todo cristo, porque no es que se anden escondiendo, al revés, lo que buscan es la visibilidad a toda costa, salir en cuantas más fotos mejor, a ver si en una de esas se asoma el careto de algún multipremiado o bestsellerado, ¡imagínate que consigues una instantánea con Almudena Grandes!, ja (o con Paco León, que para el caso...). Es un trabajo como otro cualquiera, el de adquirir notoriedad, decimos. El misterio al que nos referíamos es el siguiente: ¿cómo lo hacen para escribir sus novales y sus podemas felices (felibres e inclusive felipes)? Poemas como churros de una profundidad casi improcedente, poemas escritos en primera persona del singular que se recrean en un sufrimiento antinatural y sobreactuado, en una insatisfacción muy poco jaggeresca. Porque la cuestión de figurar cuanto más roba tiempo, esquilma, desordena los horarios personales aunque no se tenga que fichar a las ocho de la mañana, que esa es otra, que estos genios no trabajan sino que viven para su arte y, claro, pretenden vivir de él, de ello, para entendernos, un anhelo legítimo, un fin que justifica los medios, que tampoco van asesinando por ahí a nadie, que no roban a mano armada ni matan, tan solo se dejan pisotear un tanto así con la boca pequeña, unos pisotoncitos de nada, unas genuflexiones por aquí, unas postraciones por allá, nada del otro mundo, nada objetable, nada malo.
También hay que destacar que el poeta de raza de toda la vida comienza su andadura antes de los veinte años o así. Cuando es cierto que no ha leído nada, como decía Keats, que murió a los veinticinco, por cierto. Y es que es el imperativo de la edad: después de haber estudiado el bachillerato y con el esperpento de la hormonas adolescentes acechando a cada paso, a ver quién es el que se embucha las obras completas de Marcel Proust, entre otros volúmenes insoslayables que es obligatorio leer, antes de ponerse a escribir alguna obra genial de tierna juventud. Sumamente difícil, inhacedero, inverosímil, que no se puede estar en misa y repicando, que o se vive o se lee y aunque se lea no se puede con todo lo que hay que leer, hemos dicho. Los aprendices de genio no se detienen ante esa complicada coyuntura y esbozan una hoja de ruta que no es que se la inventen ni que salga de su cerebelo humeante, que no es que se les encienda la bombilla como en los tebeos, sino que es algo que ya se viene empleando desde tiempo inmemorial, como todo lo demás. Los jovenzuelos alegres de caras tristes y reconcentradas, ¡adivínenlo!..., ¡imitan a sus mentores! y luego dicen que su autor favorito es un indígena que vive en Vancouver y que ha publicado un par de libros en idioma maorí que son la bomba nuclear. Oh, es que estos chicos de la hornadas son mágicos, magos y hechiceros Sioux, son especiales y por eso LGM les sigue la pista y la corriente.
Es decir, como en cualquier otro aspecto de la existencia, lo fundamental es mentir con elegancia y tener caché como cuentista oficial. No es cierto que la poesía sea un ámbito en el que la falsedad y el engaño sean más procaces, provocativos y habituales que en otros de otras índoles (incluidas las malas, ejem), pero sí lo es que, dado el carácter singular de esta ocupación, este oficio, en la poesía se queda peor y las falsificaciones, los postizos y otros apóstrofes se notan más.
Nos encontramos, nos damos de bruces de pronto con la cuasi innombrable Luna Miguel en el suplemento soft de El País, el de la moda, que se vende los sábados con el periódico (a nosotros no nos desagrada...). Mas..,. ajajá. Inquirimos con aguda y lincesca aunque serena perspicacia: ¿se sentirá humillada LM ante semejante colabo, de prestarse a ese tan poco intelectual menester periodístico? Porque su artículo estaba escrito en sentido festivo, leve, era comedia más que drama, irónico antes que acusador, sin espacio para la valiente denuncia o la reivindicación urgente, sin lugar para el despeñaperros penetral. Oh, estamos seguros de que habrá interiorizado esa faceta menos trascendente y la habrá añadido a su perfil bueno de facebook en menos que canta un gallo, con naturalidad hiperbólica. Además, en nuestra candorosa ingenuidad, no podemos pasar por alto el aspecto pecuniario de la relación, la parte comercial y empresarial, la pasta gansa, la guita que le dan bajo cuerda y sin iva declarable y que se gana honradamente, porque de la poesía no se puede vivir, eso lo sabemos todos. Que no decimos nada, que a lo mejor hace bolos como los cantantes; quizás esta pléyade de astros emergentes hace sus galas y cobra sus emolumentos a tanto el recital con cara de estar bien drogado y voz de estar para el arrastre de tantas experiencias acumuladas a cuál más determinante y peligrosa y a cuál más forjadora del talento excepcional y el carácter. Quién lo sabe.
De
Juaristi y otros como él, podríamos asegurar que no les preocupa lo más mínimo
el estar a sueldo del populismo, estamos seguros de que no les quita el sueño
porque no son artistas ni por el forro, sino vividores sin crepúsculos y delincuentes estéticos. Pero... y LGM, ¿tendrá
remordimientos a la hora de arreglar los concursos con sus amigos de las
editoriales? ¿Sentirá que esa no es su labor y que está cometiendo una falta de
proporciones gigantescas y dantescas consecuencias? ¿O es que, como en realidad
la poesía no le importa un comino, no concede importancia a esas prácticas
suyas tan negativas y arraigadas en el panorama poético español? ¿Siente en
algún momento que está traicionando el oficio de poeta con esos apaños tan
impresentables a los que está magníficamente bien acostumbrado? (según Addison
de Witt).
La
respuesta esta última pregunta retórica y ociosa al máximo es, evidentemente,
no, un NO mayúsculo y terminante, dominante, glorioso y ganador. Los melindres
son para los perdedores de siempre, los que se la cogen con papel de fumar, los
niquitosos, y casi para los maricones. La aprensión es para los tiquismiquis y
los débiles. Y la denuncia, por más justa que sea, por más documentada que
esté, ya se sabe que no tiene recorrido en este país de crápulas y policías
corruptos. Lo importante es el negocio y el negocio impone sus reglas que no
tienen por qué ser éticamente asumibles, una vez se acepta este requisito, esta
máxima de obligado cumplimiento, se puede empezar a funcionar en el mundo real.
Para
terminar, por ahora, con esta diatriba existencial y de la experiencia nuestra
de cada día que no nos vale para escribir un solo y triste verso,
transcribiremos un pequeño poema que visionamos
hace un tiempo y que quiso ser retrato fiel y se quedó en radiografía indecente
y desastrada de una profesión espectacular. Con ustedes, los poemas de ayer y de hoy.
Y eso
es to..., eso es to..., eso es todo amigos:
Recital:
instrucciones de uso
Triste como
una estatua, el poeta recita su patraña ante el libérrimo auditorio,
gorgoritos sintácticos y otros
orgasmos literarios amenizan, a ratos, la velada.
Una mujer guapa, vestida con
elegante descuido, parece sumergida en su lectura
y no evidencia curiosidad o declina
glosar con su atención
el elevado espectáculo del vate, su
dicción estrafalaria,
su no-gesto, afectado y caduco.
Las lámparas alumbran demasiado y
los rostros se ven despojados de misterio.
A la señora azul de la tercera fila
comienza a irritarle la teatralidad
malentendida del evento,
bosteza con precaución.
Los aplausos son parcos incluso para
tan reducido grupo de personas cabales;
de vez en cuando, un destello
anuncia la enésima instantánea de rigor,
pero el tema es opaco, sustancialmente;
el
tema es una esdrújula perenne,
un falo colosal hincado en la
conciencia.
El poeta escupe sobre su amistosa
concurrencia
y continúa delirando en voz
minúscula.
Por lo demás, el acto discurre con
la misma certeza lírica
que sugieren las operaciones de un
cajero automático,
la extracción de una pieza dental o
la inauguración de un puticlub.
Tensión poética cero y señoras
vestidas de domingo.
Peor que una eucaristía popular y
tan incomprensible como ésta,
peor que un cónclave de la familia
cristiana:
una pequeña traición a no se sabe
qué espíritu
y vaya usted a saber a
qué literatura.
Lívido como un infierno en obras, el
poeta recibe parabienes
fingiendo la modestia de los
incapaces,
pergeña soeces dedicatorias a las
viudas
evocando los placeres carnales del
bourbon y la cocaína,
se pervierte por momentos y abastece
su alma de prejuicios
hacia toda clase de objetos y
personalidades:
un material de primera para el nuevo
romance que ya sobrevuela su imaginación,
un material obtuso y derivado del
tedio
para la pluma que dispara con balas
de presunta eternidad.
(agosto 2013)
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ELOGIO DE LA INMADUREZ
Una de las taras más evidentes de
nuestra aventura poética en versos y rengloncillos es la que tiene que ver con
la incontinencia expresiva verbal, o sea, con la retórica mal entendida y mal
empleada, mala y nefasta por demás. Que no sabemos cuándo acabar con la
historia interminable y nos perdemos y echamos a perder lo escrito, que es más
grave. No tenemos medida. Alguien podría afirmar que esta falta, esta
imperfección, es producto de nuestra radical inmadurez como escritores, o de
nuestra inmadurez personal e intransferible...
Pero es que nosotros no creemos que la
inmadurez sea algo malo o enfermizo y mucho menos el reconocerla y reconocerse
como inmaduro, al revés, encontramos ese reconocimiento positivo y necesario,
algo que no todo el mundo está en disposición de realizar, algo que la gente
decente rechaza y que, por lo tanto, nos interesa. De hecho, la mayoría de los
escritores, hombres y mujeres, jóvenes y viejos aspiran a la madurez expresiva,
a la madurez vital y critican sin piedad las excentricidades y la poca
consistencia intelectual de la juventud carente del debido genio creativo.
Digamos que la inmadurez solamente es considerada una virtud cuando va
emparejada al genio indudable, a la prodigiosa capacidad fuera de lo común. El
resto de mortales debemos esforzarnos en madurar y en aprender, hemos de
acumular experiencias una sobre otra en la confianza de que ese proceso por
fuerza ha de desembocar en una especie de reinvención de nuestra personalidad y
nuestro ser social que, de esa forma, pasa a ser parte activa y productiva de
la comunidad. En el momento en que nuestra madurez es reconocida socialmente,
los miembros del cuerpo social saben que pueden confiar en nosotros y que
pueden confiar en nuestros actos y en nuestro trabajo sin miedo a sentirse
defraudados. Ser tildado de inmaduro es, pues, un insulto, así las cosas, y la
inmadurez es tomada por enfermedad, una dolencia a tratar por sicólogos o
siquiatras, especialistas en traumas diversos y conocedores de los intrincados
secretos del alma humana, es decir, de la mente. La inmadurez es una enfermedad
mental para la tradición, un defecto vergonzante.
Decíamos que nuestra falta de decisión
a la hora de terminar de una vez con la frase y colocar el punto y aparte,
nuestra indecisión a la hora de conformar, de cerrar el verso, es uno de los flancos
débiles de nuestra arte poética. Curioso si tenemos en cuenta que nosotros
hemos forjado nuestro estilo precisamente en la medida y la rima o, tal vez,
deberíamos decir que lógico. En cierto modo, es como cuando uno se quita un
peso de encima y parece más ligero y todo parece más fácil de llevar a cabo.
Acostumbrados a la rigidez metódica del endecasílabo, del octosílabo y a la
combinación perenne de los imparisílabos
(horroroso el palabro), el verso libre aparece de pronto como un terreno
virgen, una inmensa extensión de papel en blanco apto para cualquier
ensoñación, capaz de admitir cualquier exceso verbal, sin cortapisas métricas y
reglamentarias, ceñido únicamente al ritmo y ni siquiera, un campo abierto para
la experimentación versal.
Bien, sí, quizás no haya mucho
realmente aprovechable en nuestra obrita tan mona y pizpireta y ya también tan
gansa como que da para un grueso volumen, un tocho importante lleno de líneas
escritas y renglones torcidos para la letra de algún dios pagano y poco-poderoso,
mediopensionista, vamos, mediopotente, una divinidad algo estreñida la pobre.
Tal vez la razón de nuestra autocrítica sea esta: la certeza de la inanidad de
lo escrito, de su corta enjundia, de su cortedad de miras, dimes y diretes, no
la consciencia de una inmadurez estructural de nuestro bendito estro. Para
terminar con esta dichosa palabrita y su significado tan tremendo, concluiremos
que, precisamente, hemos estado pensando bastante en las implicaciones
culturales de esta creencia injustificada en las bondades de la madurez
constante y bienhallada para una vida saludable y una relación coordinada y
agradable con nuestros vecinos y allegados. Nuestro dictamen provisional es el
siguiente: el género humano vive la infancia de la especie. Su natural desarrollo
hará en un futuro que la vida efectiva se prolongue en el tiempo hasta una edad
mínima de unos doscientos años, unos ciento cincuenta años de media, de forma
que sea a partir de los sesenta o setenta años que una persona alcance una
plausible madurez intelectual y social, no antes. En las sociedades venideras
no se podrán ocupar cargos públicos con menos de setenta y cinco años, ni
formar familias con menos de sesenta. Conservaremos una apariencia juvenil
hasta esas edades, a partir de las cuales iremos cambiando nuestro aspecto,
envejeciendo. La deficiencia insuperable de nuestra sociedad actual es que
morimos hechos unos completos gilipollas, hechos unos chavales estúpidos.
Nuestros ancianos son como niños por las enfermedades pero también por sí mismos
y su propia estupidez connatural. Muchos viejos de ochenta años con sus
funciones cerebrales intactas mantienen ideas y posturas intelectuales
ridículas, y las mantienen hasta la muerte. Su experiencia no les sirve de
nada, mueren equivocados profundamente, mueren llenos de odio e intolerancia,
cargados de egoísmo e ideas peligrosas. La mayoría de los que han sido malas
personas en su vida adulta lo siguen siendo en la vejez, los que han sido
idiotas, así mueren, los tontos no solo no descansan sino que no abandonan ese
estatus perfecto hasta el día de su defunción. Nuestra especie humana está
predestinada a una evolución constante que terminará por alargar la vida hasta
extremos verdaderamente razonables. Todo esto si es que no nos autodestruimos en
el intento.
Sea como fuere, nos sobran aditivos,
exhibimos una capa esplendorosa y bizarra de grasa documental que haría mejor
papel en un borrador que en una pieza separada y ya acabada y lista para el
escrutinio del lector. Día llegará en que nos pondremos a corregir y nos
echaremos las manos a la cabeza ante la cantidad de morralla sin valor
aparente, sin valor ninguno que hemos ido acumulando como poseídos por una
suerte de síndrome de Diógenes literario; y es ésta una analogía bien traída
por cuanto nos referimos a la basura que ha ido depositándose en este sitio
nuestro bajo la forma de poemas largos o muy largos que deberían ser depurados
hasta la extenuación depuradora y hasta que enflaquecieran y pareciesen
sílfides poemáticas con cintura de avispa y talle grecolatino (y no
grecorromano, aunque parezca lo mismo, nosotros nos entendemos, ja).
Ah, pero no solo nosotros redactamos basureces y desechos varios, es más,
dichos en verso, nuestros bodrios dan más el pego de algo pasable, algo de eso
que no se entiende bien y de lo que más vale no opinar, por si las moscas. En
ese sentido tenemos una cierta ventaja sobre la prosa, donde la tontería
resplandece en toda su dimensión de literal significado, se le ve el plumero.
Escribir una novela es un empeño
complicado para el que se precisa un intelecto concienzudo y masivo. Para
escribir una buena novela se necesita algo más. No existe novela sin altibajos
narrativos. Un lector avispado, enseguida identifica esos socavones en el
continuo novelesco, en la narración, esas digresiones que se alargan sin venir
a cuento hasta perder de vista el núcleo, la idea principal, y que suelen
resolverse con alguna cabriola expresiva falta de elegancia, o introduciendo
nuevos actores en la trama sin ningún conocimiento, de forma precipitada y poco
meditada que luego pueden dar lugar a equívocos o situaciones extrañas que
desvirtúan la historia y añaden confusión al mensaje (por supuesto, existen
excepciones excepcionales y aquí vale la pena señalar a Peter Matthiessen y las
mil y pico páginas de su País de Sombras). A su lado, escribir un poema es como
un juego de niños. En realidad, es que escribir poemas es un juego de niños. Y siempre lo ha sido, porque, ¿qué niño que
haya tomado contacto por sus estudios o lecturas con la poesía no ha sentido la
tentación, a menudo irresistible, de escribir, de probar fortuna, de medir sus
fuerzas en la creación de una pieza?
Ja. Hablábamos de nuestra viejuna
juventud por algo, claro que sí: si los viejos son adolescentes mentales, ¿qué no
serán nuestros jóvenes poetas y poetizas?.
Sinceramente, todo lo anteriormente expuesto y convenientemente señalado es
para dar cobertura a nuestro enésimo ataque suicida y no poco kamikaze contra
la poesía de la experiencia, sí, esa forma caduca desde su concepción que ha
sido históricamente adoptada con fruición por jovenzuelos bastante descerebrados
y tipos que parecía iban a diñarla de un momento a otro.
El caso es que nos acercamos a algunos
autores por aquí y por allá en nuestros devaneos deambulatorios por la red de
redes y no hallamos, hemos de confesarlo ante el altar de látex (bella figura),
nada relevante a ciencia cierta, nada epatante, nada que nos haga reconsiderar
nuestro rumbo hacia ninguna parte. Observamos la experiencia de algunos y nos
felicitamos por la nuestra tan desvaída y corta. La experiencia contra el mundo
interior. La experiencia y sus babosadas es para los que carecen de
imaginación, como Juaristi y sus palmeros. Pasamos por el blog de uno de esos
expertos que ganan certámenes (previsiblemente apañados, como la mayoría) y
publican memeces encuadernadas y leemos algunos poemas y echamos un vistazo
somero a los comentarios de los machacas de turno, que se deshacen en elogios
turbadores que evidencian su sinvergonzonería absoluta. No evolucionamos, no
avanzamos, y esta constatación resulta descorazonadora. La gente bien
relacionada vive inmersa en su rueda de contactos. Pero esa desfachatez de los
popes y jefecillos de la turba, es decir, de los publicados, lo que deja bien
al descubierto es su inmadurez supina, porque no la hay mayor que la que se
demuestra de esa forma permitiendo los elogios desmesurados y esos halagos que
harían enrojecer a los más ilustres y realmente merecedores de premios y
reconocimientos varios. Si no fuera por esa rastrera inmadurez que demuestran,
los multipremiados abominarían ipso facto de las muestras de peloteo y
arrastramiento que tanto abundan en su entorno y las pondrían coto de
inmediato. Mas no, siguen el juego... Todo es juego, todo.
Tampoco vamos a decir que la
investigación con células madre sea un juego de tarados, o que la cosmología y
la física de partículas lo sean... No. Aunque, en tanto son actividades
realizadas por seres humanos inmersos en estas sociedades infantiles que
padecemos, en cuanto abandonan su ámbito estricto y traspasan la frontera del
laboratorio, el aula o el instituto son engullidas por la corriente de la
cotidianeidad que discurre a toda velocidad en cualesquiera direcciones y que
todo lo sume en una misma dimensión ridícula y utilitaria, comercial y
negativa. Podemos destacar en un cierto detalle, destacamos en la investigación
puntual y somos capaces de enlazar esos hitos para conseguir fines importantes
y un cierto progreso, pero en cuanto observamos la realidad con menos zoom, con
una perspectiva más amplia, la mediocridad se enseñorea del panorama, de modo
que la farmacología se mezcla fatalmente con las armas químicas y los avances
en las comunicaciones vienen de la mano de la facilidad para lograr la
seguridad de las mismas en tiempo de guerra. El capitalismo, que se ha
mantenido por la fuerza de las armas, no lo olvidemos, representa la máxima
expresión de la inmadurez social de la especie. Es incapaz de elaborar un
discurso ético porque su fundamento es precisamente la falta de una ética real.
Y su estética, en concordancia, cada vez más es la del paro y la miseria de las
mayorías junto a la opulencia descerebrada e irritante de las élites, un
contraste tan extremo que hace inexcusable y perentorio un radical reajuste de
los parámetros distributivos. A gran escala, la simplicidad es dominante y
exhibe toda su estulticia, toda su vulgaridad.
OK. La literatura es prescindible y
resulta una payasada de narices. Ya, pero la frase contiene una inexactitud
literal, no es tan prescindible, por más que de ella prescindan con alegría y
ritmo la mayoría de los hombres, mujeres y niños que son y han sido bajo el
manto celeste de los cielos ácidos y cambiantes (por el clima). La literatura
es algo raro y muy poco recomendable es tomársela en serio y al pie de la letra (joke). Uno observa
el careto de alguien como Robertson Davies y, claro, por supuesto que sí,
obtiene una foto fija de la seriedad sin parangón del quehacer lliterario, ¡la
sobriedad intrínseca del arte!, la madurez total, la serenidad, el equilibrio
térmico, la experiencia adquirida y procesada por las mejores conexiones
neuronales, la severidad del conocimiento puro que excluye cualquier
frivolidad, toda duda y vacilación, que reclama para sí el honor y la gloria
que pertenecen al ímprobo trabajo intelectual. Ah, pero resulta que al final
toda su impresionante estructura novelística, todo el andamiaje expresivo y
significativo no es sino un jueguecito de piezas de lego que van encajando unas
sobre otras y que, a la postre, ejecutan su cabriola, ofrecen un resultado
aparente y ¡bonito!. ¡Sí!, ¡bonito!, aun incomprensible y tan difícil de
entender. La cuestión es que la concatenación fonética, la línea, el continuo
fónico, la cadena que se forma y se construye o tiende a la eufonía y a la
perfección del significado o no es apta ni sirve de nada. La novela es, pues,
un cuadro terminado, bien acabado pero con algunos centímetros mal resueltos de
pintura poco adecuada o directamente estrafalaria. La literatura, tomada en
serio, el arte todo, tomado en serio, es el sumun de la inmadurez, el culmen de
la hipocresía y la necedad humanas. Hay algunos que escriben un libro y luego
van a presentarlo por ahí con cara de pocos amigos, enfadados con el mundo y
con los críticos, se muestran luego despreciativos con los lectores y con los
que pasan por de largo, exigen un respeto desmesurado por su trabajo y por
ellos mismos como si fueran una suerte de sacerdotes elegidos, vestales,
semidioses, como si tuvieran línea directa con el olimpo y sus aledaños. Ya lo
dejamos sentado en su momento, ya sostuvimos y ahora no enmendamos, no nos
enmendamos la plana en ningún caso, ya dijimos que quieren que los demás sufran
y se las pasen moradas, que se jodan, hablando mal y pronto, como ellos se han
tenido que... fastidiar leyendo esos mamotretos delicuescentes e infectos que tenían que leer para ser tomados en
consideración en sus círculos, en las tertulias y cafés donde competían con
otros más locuaces a ver quién la tenía más larga, en términos literarios, por
supuesto, que no otra cosa se dilucida en esas talentosas justas en las que se
mide la agilidad mental de los contertulios, sus sabidurida y, en general, lo leídos que son o aparentan ser...; en
una palabra: su capacidad para la ocurrencia satírica y sabelotodo. A esos
guateques pesadísimos uno va, naturalmente, para que se fijen en él, para que
alguno de los que publican y tienen buenas relaciones con el mundo editorial,
tan endogámico y ridículo, tan pobre y poco elegante, tan tan y tan cañí, tan
españolazo y tan facineroso, por no decir fascista que es una palabra demasiado
gruesa y de poco estilo o estilazo. Las chicas, a veces, van y se quedan
rezagadas como en un rincón expectantes, a la espera, con una expresión de
captura, como depredadoras natas que no lo son, pero a ver si alguien dice algo
que les permita meter baza y demostrar su hondura, la calidad de la droga que
se enchufan con esos ojos rojos y esa pinta de idas y volando, que van
"drogaditas" las pobres. Ellas en un segundo plano, acompañando al
enterado mayor del reino que no para de postularse a golpe de tontería
pintarrajeada o de memez pululante y transeúnte, o, también llevando la voz
cantante de la parida mayordoma e integral, congratulándose de cualquier cosa
sin importancia, riendo las gracias o haciéndolas, dependiendo del nivel
alcanzado, de la cotización bursátil de sus panfletillos ideales, sumándose con
entusiasmo a las penúltimas corrientes y comentando con arrobo los trabajos
febriles de otros desconocidos imprescindibles que marcan tendencia y están
encima de la onda, en la parte más significativa de la onda, en la cresta y el
valle a un tiempo, cuánticos que se aparecen por la rendija de la televisión
local.
La experiencia es un fraude. Y la
poesía de la experiencia es un fraude doble mortal hacia adelante, es un
tirarse por el acantilado haciendo el salto del ángel que suele terminar en el
salto del ganso (o en el del tigre, si hay suerte, que diría el promiscuo
tertuliano), en un salto pequeño que apenas si despega los piececillos del
suelo enmoquetado. La poesía o es un arma de la inexperiencia, o es el
resultado de la inexperiencia, o es la pura inexperiencia que sorprende y se
sorprende, que no sabe y no contesta, que indaga e investiga como rastreator pero con peores resultados
(mucho peores), que busca como Diógenes un hombre honrado, una palabra cierta,
un gesto de auténtica bondad, o es la culminación de la bisoñez humana o no es,
no comparece, ni está ni se la espera, no tiene lugar ni nombre: no existe. Es
una trampa... La experiencia es demasiado fácil, es demasiado sencillo apelar a
lo conocido para encarar el porvenir incierto y brumoso, brumario, desesperado
e inhumano o poco humano y, por tanto, pleno de verdadera humanidad. El
artista, el escritor que no se tiene por un héroe pero que se plantea la
honestidad como una condición no épica sino parte de su cotidianeidad
artística, sabe que enfrentarse al arte es perecer en el intento, que el arte
es un monstruo de siete cabezas que escupen fuego por los ojos y la boca y
siete colas puntiagudas con las que fustiga a todo el que se mueve a su
alrededor, sabe que su batalla es una batalla perdida y no intenta obtener
pírricas victorias de un día, de un año, o de una vida, falseando la historia.
¡Ah!, desconfiad de todo aquel que vuelva en sí después de la inspiración y el
trabajo literario sin un buen chichón en la cabeza, sin heridas en el pecho y
sin sangre en las manos (figuradamente), desconfiad de los que regresen
triunfantes, sonrientes, sonriendo con todos los dientes tan blancos y
disciplinados, con toda una vida por delante bien estructurada y bien surtida,
con esa adaptabilidad que exhiben los mediocres, con esa alegría y esa buena
disposición para la fiesta y la comida de hermandad: son impostores.
El artista ha de ser huraño y poco
comunicativo. Hosco. Feo. Literalmente desagradable. Ha de ser alguien con
quien no es agradable pasar el rato, alguien con quien uno se aburre y se da el
piro, alguien a quien se debe evitar si se quiere tener algo de genuina
tranquilidad y no se quiere ser pasto de habladurías y miradas de superioridad
o de conmiseración, que tanto da. Al artista no le quiere ni su padre y ese es,
precisamente, su alimento. El desamor y la traición, la falta de cariño y los
malos tratos recibidos por parte de casi todo el mundo, esas son las
herramientas del artista, esos son el escoplo y el martillo, el pincel y la
pluma, esa y no otra es la energía -negativa- que mueve la mano que dirige la
orquesta o se desliza por las teclas del piano o las cuerdas del arpa.
El arte no sabe del amor... Si lo
supiera, si conociera el amor... ¡se acabó el arte! Acabaría consigo. La
experiencia que alardea del conocimiento amoroso y de otros conocimientos es el
finiquito en diferido (sea lo que fuere
esto) del arte, se lo carga y directamente lo deconstruye y lo incinera, se lo
come a la francesa, lo fagocita, lo pervierte y lo corrompe. La poesía va... El
arte va. Cuando se está de vuelta de todo se excluye cualquier potencialidad
artística; si uno se jacta de lo vivido, de lo aprendido, si uno echa la vista
atrás permanentemente para recrearse en sus vivencias, aun con la falsa excusa
de extraer de ellas el conocimiento, está descuidando de manera fatal y
determinante, en primer lugar, la realidad, y en segundo lugar, la realidad, o
sea, el futuro, que es lo único importante y relevante para un artista. Al leer
una novela, por ejemplo, uno se encuentra en contacto estricto y total con el
futuro, pues no otra cosa es la historia que se cuenta. La novela es un rapto
de futuro, la dosis necesaria de futuro que engrasa los engranajes narrativos
del artista. Oír una sinfonía, observar un cuadro e ir descubriendo las
imperfecciones que lo hacen único. Todas son experiencias futuristas. Ja.
También nos hacen mucha gracia los
adalides de la complejidad, tan universitarios y tan radicalmente sobrios y
embebidos de raza intelectual, tan inteligentes que sus mejores y muy doctas o
dilectas obras suelen ser ininteligibles, en buena correspondencia. Dueños de un
entendimiento superior a la media, la mediana y la medianía populares los hay
que abogan sin reparos y sin remordimientos por acercarse a la simultaneidad
del contrato social, o sea a la realidad multifacética, proteica y simplemente
ocurrente a gran escala, por lo que sucede en varios lugares o en todos a la
vez sin solución temporal de continuidad. El retrato coral de un segundo en la
vida de la humanidad resultaría inexpugnable, resultaría inaguantable,
insoportable en su zafiedad y su corrupción absoluta, la simultánea remembranza
de infinitos acontecimientos disímiles sería, por su parte, un infierno sin
paliativos. No es así. Uno no puede hacerlo, no debe intentarlo, no debe
acercarse a según qué antros de perdición lírica, por más que lo haga con buena
letra y condiciones apropiadas, con la preparación adecuada a la gigantesca
empresa (lo cual, por otro lado, es imposible), al parecer. Pero, claro, lo que
no está contraindicado es agarrar por la pechera un cacho en bruto de la
realidad y ponerlo de vuelta y media, cantarle las cuarenta y ponerlo a bajar
de un burro por la cara. Se coge, aleatoriamente, un pedazo bien grueso y
lozano de la vida misma y se lo da vuelta y vuelta y se lo guisa uno y se lo
papea y queda para invitar a los colegas, que estaba buenísimo, mire usted. A
los que se atreven se los venera, los que osan son reverenciados como titanes
de la palabra, los que aceptan ese reto autoimpuesto son elogiados hasta la
náusea o hasta el reventón, elevados a los altares por su categoría dialéctica,
cuando lo que hacen, lo que consiguen es el mero lío, la ambigüedad calculada
contando con los dedos y sin decimales que no sabemos operar con fracciones, el
emborronamiento narrativo, una jungla incomprensible habitada por su
indescifrable fauna de historias paralelas sin principio ni final, todas
rugientes o venenosas y muy salvajes, por tanto. El cripticismo a menudo tiene
la virtud de unir a la crítica que suele ser unánime en la loa y la fanfarria,
una crítica que defiende con uñas y dientes su territorio inexplicable, su
liturgia reservada, en definitiva, su misa en latín... Mas, alguien podría
argumentar que lo que ocurre es que hay que hacerlo muy bien para que sea
creíble, para redondear el espacio, para que sea comercial, en el buen sentido del término, que hay una posibilidad
o más de una de crear una foto fija y no una foto robótica del devenir
corriente, del flujo de los sucesos, una instantánea explicativa e
interpretativa del continuo vital de un pequeño segmento universal reducido a
unas pocas personas y sus interacciones entre sí y con el medio, lo que
nosotros impugnamos con decisión, pues hete aquí que, en primera instancia,
tenemos que el pensamiento resulta de todo punto inabordable para el escritor,
cualquier pensamiento, cualquiera. El pensamiento es del todo ajeno a la
actividad literaria. Son las acciones las que dan lugar a la historia, a la
narración y a la literatura, el pensamiento queda ceñido a su cualidad de vehículo de la
acción, de impulso para la acción que queda registrada y siempre produce sus
efectos. El pensamiento es demasiado complejo para ser retratado. Pero está
ahí, a todas horas, sin pausa. Y qué decir de esa endemoniada variante suya
encarnada en los sueños... que no admite siquiera una pincelada armónica y veraz,
que quiebra la pluma con la fuerza gravitatoria de su significado profundo.
Cambiando de asunto y regresando por
nuestro camino tan trillado a las cuestiones más prosaicas de la poesía y su
ámbito y su ambientillo cordial del mundillo mundial, observamos que lo
críptico contribuye a generar y lidera un paisaje caótico pero muy demandado en
poesía. La máxima de que no se entienda ni por casualidad tiene sus seguidores
fanáticos y pocos detractores, ya que en ello les va el prestigio al declararse
incapaces de comprender y asimilar la portentosa hondura cultural del poema con
sus múltiples y arcanas referencias clásicas que han de dominar los menos
sagaces de entre los críticos menores y hasta los meros aficionados a tan
exclusivo arte.
La poesía, en efecto, ha de ser poética, faltaría más. Y debe poderse
aquilatar de algún modo. Un poema debe causar un efecto distinto de la
estupefacción para poder ser considerado. A los que escriben a la que salta, a
ver qué sale, se les suele cazar al vuelo, se les ve venir a través de las
sombras que emite su parafernalia. Y bien, la cuestión felibre entra en escena,
el felibrismo de libro y su estro estremecido, la inspiración que está pirada y
las musas musicales que dan el do de pecho. Nada que oponer a la inspiración
necesaria y tan querida que nos es y nos absuelve, y nos envuelve en el
instante de la creación, que desciende de la altura por su escala básica para
aterrizar suavemente en nuestro puño y letra. Pero es que la inspiración... que
nos pille trabajando, como decía el otro. La inspiración es fruto maduro (ejem)
del trabajo ímprobo y copioso (que no viene de copia...), del desbroce interno
y externo y el aburrido descombro. Viene también de la lectura inasequible al
desfallecimiento, permanente y perenne. La inspiración es un estallido cerebral
que crea nuevas sinapsis o amplía las existentes para que la información fluya
por carriles menos férreos, es el desdoblamiento de la N-I, es un fantasma que
acorrala al pensamiento, un concepto "demasiado pesado" (que diría
Tote King).
Oh, y por esto la poesía es un arte
tan egocéntrico y máximo, tan fuera de los circuitos habituales del arte y sus
esmerados artesanos (artistas que se dicen ellos) que necesitan de un
aprendizaje tan reglado universal, de sus clases particulares y sus clases
generales en aulas selectas llenas de gente con ínfulas de sabiduría que
esconden una inaudita y singular facilidad para memorizar grandes tochos
informativos, para asimilar ideas grandilocuentes y extraordinariamente bien
pensadas por tíos eruditos. ¡Pero a ver quién te enseña a escribir un poema!
Pues lo hacen. Vaya que sí. Te enseñan si hace falta a escribir La Eneida y se
quedan tan anchos. Hoy en día todo se enseña, cualquier materia es susceptible
de ser empaquetada en paquetitos discretos, en bits, y puesta a la venta a un
módico precio. Se enseña el amor y a amar, se enseña a escribir novelas y
relatos convincentes, a delinquir y a dirigir empresas, se enseña a despedir
trabajadores, es decir, a prescindir de ciertos recursos humanos, con una
sonrisa en la boca. Pero a escribir poesía no se aprende en la universidad. ¡Pues
no conocemos pocos cenutrios con pintas y licenciaturas varias! Sucede que el
filólogo tiene que leer tanta poesía del siglo de oro para aprobar sus asignaturas
y está obligado a realizar tantos soporíferos comentarios de texto sobre sus
"amenas" lecturas, que no tiene más remedio que verse atraído por el
arte poética. Hemos de suponer, además, que el que elige su carrera de
filología es porque tiene alguna querencia por la palabra escrita y es un
Cervantes in péctore o tiene a un Shakespeare metido en el pecho como si fuera
un Alien a punto de escapar, esternón mediante. Y todo esto roza la perfección
pero no es bastante. No basta, y existen elocuentes ejemplos al respecto. En
poesía los intangibles ostentan una posición de privilegio, tienen una
importancia desmesurada. Digamos que la poesía es casi una enfermedad mental.
Por eso es que las niñas y niños de papá, en su carrera digna por ocupar un
sitial en el Parnasillo, optan con frecuencia por hacerse los drogadictos y muy
pasados de sustancias prohibidas, y, a veces, incluso toman drogas de verdad
sin ningún conocimiento y, a veces, ocurren tragedias porque, en verdad, no
saben lo que hacen y no tienen a ningún jesucristo a mano que se lo avise. ¿Es
obligatorio drogarse o haberse drogado para escribir poesía? No. No es
necesario, pero puede ayudar según y cómo y según y a quién. El problema surge
cuando se toman drogas para escribir poesía..., con esa finalidad espuria y no
con la única y expresa intención de ponerse todo ciego, como hace la gente
decente. Porque entonces no hay salvación posible. Entonces las drogas lo que
hacen es anular la presunta capacidad y sustituirla por un infumable bodrio, un
botafumeiro descastado y patético que esparce porquería sandalosa por doquier,
que envilece los versos y los rellena con panceta caramelizada, pongamos por
caso, que hace vomitar al que la prueba. El escandaloso y repugnante refrito
que sale a luz, producto marca españa, de uno de esos aquelarres vergonzosos sí
que es peligroso para la salud y sí que está contraindicado y sí que no hay por
dónde cogerlo. Excluimos de esta exacta definición las adicciones prolongadas y
reales a la droga, pues si uno es heroinómano..., o escribe bajo los efectos de
la heroína o no escribe..., si uno es un fumador de hachís, o escribe colocado
o no lo hace, si uno es un alcohólico... Aquí nos referimos al esnobismo
patatero y epatante de los jovenzuelos líricos, si es que los hubiere que
actuasen de esta guisa, que mucho nos tememos que haberlos, haylos.
¡Ah!, mas todo esto no son sino
palabras decideras y sin mucho recorrido. Pensamientos mal estructurados.
Porque, ¿en realidad sabemos algo nosotros de la poesía que no esté ya perfectamente
explicado en algún manual ad hoc? Ja. Sabemos de lo que hablamos,
evidentemente. Sufrimos de lo que hablamos, nos duele. Nosotros, inadaptados
reales, sin aditivos, ex-drogadictos, enfermos... Por algo escribimos poesía.
Por algo poseemos esa visión romántica y pura del universo. Nosotros que nos
hemos acercado al abismo y hemos mirado a los ojos de la corrupción absoluta,
que hemos chapoteado en el fango de la infamia y el desdoro, que nos hemos
rebajado hasta las últimas consecuencias y hemos coqueteado con la perdición a
fuerza de degradar nuestras expectativas, podemos ahora buscar realmente una
redención, estamos en disposición de solicitar una íntima rehabilitación por la
vía que nos sea más oportuna. Por la vía del verbo, del verso, vamos
desprendiéndonos de la inmundicia y la escoria acumuladas durante ominosas
décadas, avanzamos con dificultad y con miedo, nos internamos en el misterio
con el pánico infantil haciendo temblar nuestras rodillas, ciegos. Y solos,
para siempre. Como siempre.
(octubre de 2013)
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DOS
NOVELAS Y UNA ANTOLOGÍA
El tiempo discurre a su bola de nieve, que es
ya del tamaño aproximado de Júpiter, y los sucesos se suceden como está
mandado. A nosotros nos suceden ciertos acontecimientos, mentales mayormente,
lecturas, poemas, historias del facebook con sus amistades peligrosas e
indefinidas, o prestigiosas e
indefinidas, que tanto da. Hemos conocido a varios poetas bastante profundos en
la red facebook o feisbuk que suena más a populacho y a de pueblo, que suena a
Ana Bottle y sus expresiones políticas de alto estanding. El caso es que leemos
sus profundidades y tenemos noticia de algunos sufrimientos dolorosísimos y tan
personales como intransferibles, esto es, que no consiguen transferirnos el
dolor ni la ansiedad ni siquiera un gramo de felicidad probabilística, que
también suele filtrarse, porque si sufren tanto es por oposición a su bien conocida y disfrutada felicidad, a
sus épocas de gloria y fantasía. Nosotros, que no hemos conocido buenos
tiempos, mantenemos una línea menos quebradiza, más constante en la nesecidad y el oprobio genuino. Bien,
resulta que estas ideas que tenemos, que nos aúllan como una manada de lobos en
la conciencia, no son suficientes aún para confeccionar una poesía radical.
Buscamos la manera de mortificar al gobierno con nuestras invectivas y no damos
con la presión satisfactoria. Nuestros poemas lucen enormes como luciérnagas
desmedidas y bastante horribles porque a lo grande el defecto exhibe toda su
lujuriosa eficacia destructora, no pasa desapercibido silbando una melodía como
singing in the rain, o lucy in the sky with diamonds, sino que
su visibilidad es totalmente fatídica. En estos superpoemas delictivos llega un
momento en que el ritmo es cosa del pasado y todo es cosa del pasado, sobre
todo, la poesía. Llega la hora en que el poema, después de haberse el lector
tirado tanto tiempo leyendo, desconecta y debe desconectar para salvaguardar su
preciosa salud mental del aluvión de metáforas desnortadas que amenaza con
engullirle, con taparle y subsumirle en la mendacidad intelectual que preconizan
sin comerlo ni beberlo. El poema se va desertizando y va ganando en aridez y en
acidez estomacal, se hace árido, ácido y estómago, una piltrafa morrocotuda
colgada de, por ejemplo, un pino abundante. Ja. Menos mal que nuestros queridos
monstruos deconstruidos en estas páginas no conocen esta producción exagerada,
pues les sería sumamente fácil desprestigiarla y ridiculizarla al máximo sin
exponer un tanto así de su conocimiento y su audacia, sin despeinarse que no se
les iba a mover un pelo de la cabellera lacada o narcotizada o permanente o
afeitada en el acto de hundirnos en el subsuelo de la literatura allí por donde
vagan las almas iletradas de los peores vates y más ninguneados por la
historia. Elena Medel, sin duda destrozaría agudamente con ironía fundada
nuestras combustibles intentonas líricas. Luna Miguel apenas rozaría con su
indiferencia mayestática nuestros versos de hojalata y los despacharía con un
movimientos artístico de su melena y un contoneo drogadicto de sus ojos
entrecerrados. Es más, la poetiza de
cabello leonado XXL, la leona de las letras hispanas y muy televisiva
entrevistadora capaz, tacharía nuestro nombre antes de conocerlo para no
invitarnos jamás a su espacio, ese oscuro y sexual objeto de deseo juvenil y
viejuno a partes iguales, y rechazaría nuestra obra de un estiloso puntapié
ronaldiño.
Ante este panorama desolador en grado sumo
(de tripazos bombarderos y procaces bamboleos de las carnestolendas) algunos
desistirían y tirarían la toalla en medio del ring para cachondeo y victoria
final de sus detractores en pañales (por seguir con la imagen
"sumeria") que seguramente gritarían a coro aquello tan hispano de
¡maricooooón!, mas nosotros no somos como el común de los mortales, nosotros
nos resignamos a estropear nuestra rigurosa obra y nos da más bien igual. En
resumen, que estamos abonados al "ande o no ande..." y nos pesa,
literalmente también. Nuestras obras completas (hoy inacabadas y apenas
bosquejadas y trazadas en sucio y bien que sucio) tendrán, en su momento, su
peso en quintales métricos, como las de Dostoievski. O no tanto. Cualquier
Marías nos da un baño en ese y otros
aspectos, ja. Cualquier Mendocilla nos abruma con su saber estar y su elegancia
estirada a más no poder, su estiramiento facial y su trajidad, que diría ZP,
tan valenciana y mediterránea (que ya les vale con su mar calentorro y su
ambiente calentorro de turistas calentorras y calentorros y su calentamiento
global mediterráneo).
Nos encontramos, pues, en un momento crítico
de nuestra andadura literaria. Un pequeño bache que sin duda sortearemos con el
pundonor habitual, pero que nos ha hecho reflexionar y meditar y así sumidos en
nuestra meditaciones estamos a salto de mata esperando la iluminación que no
llega. Será que ya veníamos iluminados de serie. Que todas esas grandes dosis
que nos hemos suministrado con profusión enfermiza durante algunas décadas
siguen haciendo su efecto y ganando batallas después de muertas, como cides
sustanciosos y bastante caros y difíciles de conseguir.
No obstante, no flaqueamos del todo.
Continuamos con nuestras lecturas impecables e imprescindibles. Esta vez le ha
tocado el turno a Lanark, de Alasdair
Gray. La novela es gorda, gruesa y hermosa, está hermosa, como nos decían de
pequeños algunos vecinos en el ascensor. La obra tiene su fama y no es cosa de
negarla o de cargárnosla para que los que lean esto no lean aquello, no la lean
(dada nuestra influencia inexistente, vaya). Aquello es comercialmente
impecable e imprescindible, ya lo dice el propio autor en la entrevista que
pone colofón al tocho (sí, han leído bien, el libro incluye una entrevista con
el autor en el que éste se explica y se extiende un poco acerca de su vida y milagros
roucos, para nuestra estupefacción y desencanto mayúsculos). El señor Gray
publicó la novela a comienzos de los ochenta y..., todo hay que decirlo, los
pantalones con pata de elefante le asoman por debajo de la puerta de la cabaña
de la abuelita y tal.
La estructura es la reina, la estructura
parece genial, la estructura está estructurada de manera especial y espacial,
la estructura manda como un general de división horizontal. El caso es que en
vez de empezar por el principio, no lo hace y empieza por otra parte, pero da
lo mismo porque acaba con la entrevista personal y periodística en la que el
súper autor de la súper novela modelo de modernidad y precursora del más
novedoso andamiaje interno que hayan visto los siglos visigodos nos acerca a su
cotidianeidad de padre de familia modélico también, orgulloso progenitor y
hombre cabal, nada que ver con algunas degeneraciones o taras que lucen los
personajes de la obra, que además es autobiográfica, lo que no se cansan de
reseñar y subrayar los editores y el propio Gray. La realidad que nos
transmiten, lo que nos están vendiendo, lo que nos quieren colar es que Lanark es una obra maestra. Y, bueno,
algo tiene de obra grande, hay que admitirlo. El comienzo que no lo es, como
decimos, engancha, intriga, echa el anzuelo y el lector pica, consigue que no
se cierre el libro con un portazo, cumple con su objetivo. El comienzo es pura
ciencia ficción y ese parece el estilo de la narración. Gray se
desenvuelve bien en ese escenario futurista,
haciendo gala de una gran imaginación y una consecuente técnica narrativa. La
puntadas iniciales son de abrigo y, no obstante..., con el desarrollo de la
obra esa grandiosidad inicial también pierde algo de fuelle. Nos explicamos.
Resulta que hay dos niveles en la narración, uno fantástico o metafórico y otro
apegado a la realidad. La vida de nuestro amigo discurre en esos dos sentidos,
corretea por esas dos calles y es llevada por la corriente (no demasiado
salvaje) de esos dos ríos que van a dar a la mar. Al parecer, la novela fue
escrita, tocada y retocada durante un largo espacio de tiempo y eso acaba por pasar
una factura caudalosa (esto,... queríamos decir acaudalada,... o lo que sea).
Aunque la unidad de estilo está presente a lo largo de toda la historia, hay un
momento en el que da la impresión de que el autor no sabe por dónde ir y elige
un camino erróneo que no puede llevarle a ninguna parte por el meticuloso
procedimiento de tirar un dado de veinte caras al aire. La cara que le sale, en
nuestra modesta o modélica opinión no es muy agraciada que se diga. La cara es
un careto al por mayor, propio de un tipo con careto que no sabe qué camino
debe seguir. La cuestión metaliteraria no está resuelta, ni bien ni mal. El
recurso de hacer que el protagonista de la ficción se dé de bruces con su
autor..., desde luego, no nos parece genial. Creemos que es un error y a partir
de ahí, todo el final rechina un poco, languidece y se viene un poco abajo,
pierde interés. Además, Lanark, el protagonista, empieza a caernos
verdaderamente mal con tanta falta de empatía y tantas dificultades para
expresar sus sentimientos. Creemos
sinceramente que el final se carga la novela. Se la carga como obra magistral,
como suma y compendio, claro, que como obra, como novela, como obra de ficción
sigue teniendo su miga, sigue ocupando su lugar en el mundo y en las
estanterías de medio mundo. Y no estaría mal que la leyeran ustedes, no señor.
No se arrepentirían, pasarían muy buenos momentos con la historia retratada del
artista adolescente, de profesión, sus murales. Esto es curioso, pero nos viene
ocurriendo con cierta frecuencia últimamente que le cogemos tirria a los
personajes centrales de nuestras lecturas novelescas y nos regodeamos algo
imaginando sus desastres personales y proyectando tragedias para sus ficticias
vidas de papel.
Por el contrario, en la novela que ahora
mismo estamos solucionando (que es como decir leyendo en plan prepotente), casi
todos nos caen de maravilla (únicamente ponemos alguna pega a unos secundarios,
no de atrezo, pero sin demasiado peso específico en la narración..., bueno,
peso sí tienen, aunque no el suficiente para decantar el sentido general de la
historia, y algunas otra minucias de las que luego daremos cuenta). Se trata de
Telegraph Avenue, de Michael Chabon.
Extraordinaria novela que nos está pareciendo extraordinaria hasta el momento y
ya estamos en un tris de acabárnosla con gran delectación y genuina alegría.
Aquí no hay pantalón campana y eso que los protagonistas son unos enamorados de
la moda juvenil del jazz y el funk y el rollo musical de la música negra de
todos los tiempos, sobre todo los antiguos tiempos de años ha. Adoradores del
vinilo, les llaman por ahí. Hombres hechos a sí mismos a cuarenta y cinco
revoluciones por minuto. Trabajadores, gente negra y judía, o sea, el ideal
racial de un típico WASP, o el retrato de una de las mejores partes de la
sociedad norteamericana, parte de su parte más sana, que junto a la comunidad
hispana forman el sostén real que hace que no se desmorone el entramado social
por el acantilado de los prejuicios y la violencia desmedida, únicos estratos
que nos permiten seguir alentando cierta esperanza, cierta confianza en una
recuperación anímica del gigante económico y militar. Chabon se erige en
portavoz de la izquierda e hilvana un discurso potente y fascinante,
magníficamente dibujado y resuelto, sin fisuras. Un hilo que no se rompe. Un
estilo que no decae en ningún momento, rocoso, que no pierde altura, basado en
unos diálogos chispeantes y una capacidad de observación cercana a lo
sobrenatural, unos reflejos portentosos para captar en cada instante lo más
apropiado para describir tanto la acción como el pensamiento y la omisión con
un detalle infinitesimal. Empleando un lenguaje cinematográfico, como otros
autores de su generación, o de su misma escuela narrativa tangencial al
realismo sucio, pero con una naturalidad para demostrar que sabe de lo que
habla, que sabe lo que dice sin resultar pedante ni excesivamente documentado, en plan Pérez-Re (aunque
documentado, lo está, pues solo hay que ver la ristra de agradecimientos a
distintos profesionales que incluye, como si fueran títulos de crédito, al final
del libro) La novela exagera, tiene sus fallos, pero no cabrea, nada hay en sus
páginas que no le pueda ser perdonado al autor. Se trata, por lo demás, de una
novela rabiosamente moderna, pero moderna de verdad, no como Lanark, que quiere ser moderna en el
planteamiento por encima de todo y resulta que, al final, es su exceso de
modernidad lo que cava su tumba bien honda y se convierte en su peor enemigo.
Chabon apela al propio lenguaje más que a la estructura narrativa, que no deja
de ser convencional, se apoya en sus personajes para transmitir una idea de
actualidad, un concepto innovador, por su precisión, en cuanto al tratamiento
de las emociones (tal vez..., un inciso..., tal vez podamos anotar un ligero
punto flaco en la composición de alguno de los personajes femeninos, cuestión
esta peliaguda, pues, ¿hasta qué punto puede un hombre ponerse en el lugar de
una mujer con la suficiente autoridad?; dejémoslo ahí). ¡Aquí sí que se ve uno reflejado!
y no en Aída..., y no en las repulsivas series españolas de televisión y en los
no menos repulsivos relatos de autores españoles que salen de las factorías de
telecinco y antena tres, de entre sus casposos guionistas de tres al cuarto,
delincuentes literarios, profanadores de textos, idiotas que van por ahí
defendiendo lo indefendible en vez de agachar la cabeza y escenificar un
¡tierra, trágame!, que es lo menos que podrían hacer para expiar sus
calamidades. ¡Ah!, pero es que la prosa de Chabon no se logra en un plis plas
(como esta nuestra de aquí..., glups, que no nos cuesta trabajo), esa clase de
escritura requiere oficio y fijación, una concentración, una disposición y un
talento naturales para la expresión de la realidad, para la poesía social.
Y, ya volviendo a nuestro ámbito reducido y
provinciano a espuertas, aquí seguimos dándole vueltas a lo de siempre, nuestro
rechazo a la profundidad idolatrada por lectores y escritores, poetas y
poetizas, nuestra oposición a la primera persona del singular como eje, centro
neurálgico de la obra, núcleo sin paréntesis. Tenemos la convicción de que
aquellos que fundamentalmente estarían más capacitados para exponer sus
miserias al público sin demasiada invención fantasiosa y onírica de su parte,
son los primeros y más interesados en no hacerlo. ¿O es que creen ustedes que a
nosotros no nos sobrarían razones para ponernos dramáticos? Oh, vaya, pues
nuestra vida no es un camino de rosas, ni lo ha sido nunca. Hemos descendido a
abismos mentales y físicos bastante escabrosos, nuestra mente y nuestro cuerpo
guardan fidedigno recuerdo de ello, muestran las huellas medio recientes de la
abyección completa. ¡Ajá! y es por ello que... tras una temporada de confesión
y búsqueda de la redención y la conmutación de penas por el trabajo, decidimos
dedicarnos al amor, un concepto suficientemente profundo pero dúctil y dado a
ser representado de forma inocente y leve, con cierta levedad y cierta inocente
franqueza, como que se puede pasar por alto y pasar por delante de sus narices
sin que nos llame la atención su terciopelo azul, de tan común y poco relevante
que acontece y tan a diario que nos lo meten por los ojos a través de los
medios y a través de los acontecimientos que se precipitan sin duda. Sin
embargo, los que tienen su pareja convencional o no, los que tienen su casa y
su familia, los que tienen, son los más propensos, hoy en día, lejanos ya los
tiempos de la bit generation, que hasta se nos ha muerto Lou Reed, los más
inclinados al esperpento de la flagelación y el sufrimiento máximos y
extravagantes. Nosotros tenemos la certeza o suponemos, ja, que el tiempo de la
poesía como espejo del alma que se retuerce entre las llamas del infierno se ha
terminado, que ha pasado el momento de la grandilocuencia y la impostación de
la voz, del engolamiento y la sonrisa de superioridad, de la tertulia y el
pringoso tertuliano tan docto y bueno para nada. Pero esto es más un deseo
nuestro, vaya que sí, que una descripción del panorama desolador de la poesía
española, un territorio desértico en el que proliferan los cactus recitales
llenos de pinchos para quien ose acercarse a ellos con espíritu crítico, crecen
como setas las jam sessions, las presentaciones por doquier, las autoediciones
presentadas en loor de multitudes de veinte personas mal contadas y florece la
endogamia triunfalista. Todo en plan bastante zombie, en plan muerto viviente,
la poesía se va tambaleando y extiende los brazos a ver si pilla a algún
incauto y se le papea una pierna, por ejemplo. Y eso que según a quién
preguntes y según tenga o no melena leonada, pues sucede que el muerto ¡está
más vivo que nunca! y rozagante y con un buen color que qué envidia, como si
acabase de volver de Benidorm, chapoteando que hubiese estado en ese mar
tartufo.
En nuestros viejos tiempos de la medicina
tradicional, casi brujesca, se decía que Lou Reed se hacía transfusiones de
sangre y se la cambiaba en masa para luego seguir picándose caballo en plan
bestia lo que le daba la gana. Era el mito, como Patti Smith y sus wild Horses y Janis y Jimi H. and company. El
caballo mandaba por sus cojones. Y ahí tuvieron lugar los estertores de la
poesía de siempre, ahí agonizaba la poesía de la experiencia y la mística y la
romántica toda junta y expiraba el último grito, lo más de lo más. Lo mismo que
el arte tenía que ser distinto después de Auschwitz-Birkenau
y no
podía seguir siendo el mismo arte delicado y tan bonito de antes, sino que
tenía que reflejar de algún modo el horror permanente, el rastro indeleble que
el horror nazi había imprimido en el pellejo de la humanidad, la poesia del
siglo veintiuno no puede permanecer anquilosada en la revolución del realismo
sucio o sucísimo ni en el monólogo crudo de la experiencia, tan aburrido. Es
preciso, urgente, explorar nuevos senderos con la humildad por bandera y con la
firme intención de conseguir una nueva visión, un nuevo compás.
Nosotros buscamos entre bastidores una poesía
ajena a la crítica seria de los críticos que viven de ello tras haberse pasado
media vida leyendo casposos volúmenes enciclopédicos que a nadie en su sano
juicio interesarían nunca si no fuera esa otra manera de ganarse la vida.
¡Dejen de engañarnos! Ustedes comen y duermen calentitos gracias a sus
espeluznantes conclusiones literarias y a los descubrimientos estilísticos y
las connotaciones lingüísticas que interpretan con alta fidelidad. Ustedes
tratan de prostituir la dinámica natural de la creatividad a base de clasificar
y otorgar distinciones, de medir, vigilar, calificar y descalificar.
Ya. Sabemos de lo utópico que resulta el
denunciar el mangoneo editorial a escala planetaria, el mangoneo universitario
universal. Se trata de la vida. ¡Es la vida, estúpidos!, que diría algún
economista resentido. Se trata de comer todos los días. ¿Y el arte?, ¿de qué se
trata el arte? El arte es una pócima que puede tomar cualquiera. El arte es un
garbeo circular, un contoneo extrovertido. El beso de una chica del extrarradio
antes de que nadie se lo diga, antes de que nadie le haga ver que su beso tan
auténtico y distendido es una manifestación artística como un cuadro de
Picasso. El arte es también el dibujo de un niño mientras ese niño cree que ha conseguido
una traza de la pura verdad y se muestra orgulloso y sabe que ha hecho algo
importante que merece el reconocimiento de sus mayores. Ah, pero arte también
es el cuadro de Picasso y la novela de Pynchon que casi nadie logra comprender.
Todo lo pervertimos. Necesitamos una prensa
libre, comprometida, vigilante. Una prensa que informe de las artimañas y
abusos del poder... Pero, si no hubiese un poder ahí para explotarnos y
confundirnos de mil formas diferentes... ¿necesitaríamos periodistas en el
sentido en que hoy los necesitamos?, obviamente, no. Ni abogados, ni jueces con
sus ridículas vestiduras, ni catedráticos con sus ridículos birretes, ni
policías con sus ridículos uniformes y sus pistolas y defensas reglamentarias
(qué eufemismo) colgando del cinturón marcial. Es tan sencillo que parece de
broma. Justicia social. Igualdad. Amor. Y fuera juzgados de lo social y fuera
sindicatos y fuera patronales y convenios colectivos. Fuera corbatas y tíos
encorbatados, fuera tacones de aguja y trajes pantalón. Fuera empresarios y
fuera trabajadores. Fuera el ejército y al río con las armas. Amor y
conocimiento. Libertad y entendimiento. Fuera con los negocios y con los
hombres y mujeres de negocios. Fuera con la pobreza y el hambre. Se acabó el
paro obrero y la seguridad social, nada de hacer dinero a costa de la salud de
la población. Buena voluntad, deseo de compartir...
Pero, claro, nada de esto es posible porque
somos malvados. Unas malas bestias que asesinan, roban y ultrajan a los más
débiles. Y es así desde el principio de los tiempos. Entonces, todo es
susceptible de ser calificado y clasificado, empezando por el color de la piel,
la herencia cultural. Todo es registrado y todo tiene su precio, los cuerpos y
las almas. La literatura, el arte ancestral de contar historias con habilidad, empatía
y despertando la emoción de los oyentes, se convierte en una industria puntera
que emplea miles de trabajadores y utiliza la más moderna tecnología para su
difusión.
Sabiendo todo esto, que lo sabe hasta el más
tonto, ¿no deberíamos relativizar el éxito?, ¿no sería nuestra obligación
relativizar los logros económicos y todo ese engranaje económico que conlleva,
como es notorio, la explotación de los trabajadores de todo el mundo?, ¿no
sería una obligación del artista el rechazar cualquier tipo de emolumento y
gratificación por su obra que viniese del poder establecido, es decir, de la
industria?
Las organizaciones obreras deberían ser los
editores de los grandes poetas revolucionarios que llenan de pintadas las
paredes de las ciudades: beneficio cero. Cero presentaciones. Cero
publicaciones editoriales. Autogestión real. Blogs y publicaciones obreras,
ciudadanas. El arte al servicio del pueblo, no del artista. El arte gratis, por
la cara y por el morro. Y el artista que se busque la vida en otros sectores
mientras las cosas cambian o no, mientras conseguimos justicia para todos. Nada
de escaquearse y salvarse uno mismo y a los demás que les parta un rayo. O nos
salvamos todos o no se salva nadie. Esto en cuando al arte. Como un proyecto de
vida, un proyecto estético, un proyecto. El arte ofreciendo su ejemplo como
materia no cuantificable, no valorable en términos pecuniarios, no
indemnizable. Sirviendo como avanzadilla de la sociedad sin clases, punta de
lanza de un sistema nuevo y tan viejo como el cristianismo (sin dioses ni
gaitas), el comunismo, el socialismo, el budismo y etcétera. La lógica al
poder, lo que no repugna a nuestra sensibilidad humana, al poder. Al poder con
la maravillosa sensación de no deberle nada a nadie y de hacer algo por los
demás en la medida de nuestras posibilidades, con la sensación relajante y
feliz de no haber dañado a nadie, por el contrario, de haber ayudado al prójimo
con nuestro esfuerzo y nuestra dedicación altruista y genial. ¡Una sociedad de
artistas! Todos con el pincel, con el cincel, la pluma, escribiendo poemas de
amor y soledad, siendo sinceros.
Lo certero y posible es que nada de todo esto
es realizable. Son ensoñaciones, palabras sin sentido, palabras vanas y
patéticas, irreales. Vivimos una realidad extraña y esotérica. Sabemos que hoy
ha nacido un Shakespeare en alguna favela, que ayer nació en un poblado de
África un Van Gogh, pero nos da lo mismo, no nos sentimos obligados al
respecto, no nos atañe su destino porque no fluye a través de la corriente
principal que conduce al rendimiento comercial, la rentabilidad. El arte debe
ser rentable, objetivamente hablando. Se ha instruido una red clientelar que
puja y devalúa o aprecia la calidad intrínseca de la obra artística. Que es
capaz de aquilatar el valor de cualquier creación con criterios totalmente
definidos y universalmente reconocidos como válidos. Y la gente que no es
tonta. Digamos que la mayoría de los cantantes son gente guapa, por ejemplo,
porque cuando se trata de actuar uno ha de estar razonablemente seguro de su
imagen. Pero hay gente fea y feísima con mucha belleza interior que canta
estupendamente bien y que nunca serán conocidos precisamente por no poseer una
imagen comercial. Del mismo modo, en la poesía y otras artes, cada vez rinde
más el ser dueño de una imagen potente para lucir en los numerosos actos
promocionales a que ahora se ve abocado innegociablemente cualquier autor. Y el
que no tiene buena pinta salva los escollos fingiendo una erudición inhumana o
demostrando una jeta de cemento armado. Ahora, viene la pregunta del millón,
¿es Pynchon un adefesio? Es broma. Salinger no lo era...No importa, vivimos en
la era del show business y el espectáculo debe continuar, ya lo saben. El
espectáculo hoy es necesario en casi cualquier aspecto de la vida,
naturalmente, más aún en las artes. En las entrevistas, lo normal es que los
artistas queden como imbéciles, porque los periodistas es lo que buscan, lo
inédito, la novedad, el perfil extraño y sorprendente, la declaración de
impacto ambiental. Cuando uno habla de sí, la tendencia es a decir estupideces
una detrás de otra, fanfarronadas, o a aparecer como un tarado pleno de humildad
que no se cree nadie. Mas, no obstante esta realidad tan fácilmente
comprobable, no vemos sino entrevistas y declaraciones por todas partes, en
prensa, radio y televisión. La consigna es: que hablen de uno aunque sea bien.
Si no se habla de ti es que no estás vivo
y no vendes. Da lo mismo que lo que se saque en limpio de cada una de esas
actuaciones, en general, devalúe al autor y, por consiguiente, a su obra: es
casi mejor que se adelante y lo haga él mismo antes de que lo confirme alguna
de sus creaciones... Mejor que quede como un payaso por su pico de oro que por
su nulo talento creativo. ¿Hay excepciones a esta regla? Yes. Sin ir más lejos,
Michael Chabon es un guaperas del copón además de un extraordinario escritor,
que seguramente ofrece unas entrevistas llenas de agudezas y opiniones fundadas
e interesantísimas que en el futuro serán recordadas como piezas maestras del
periodismo. O no. Porque, sinceramente, a nosotros, no nos importa lo más mínimo
conocer las opiniones del Sr. Chabon, nos conformamos con leer sus novelas. No
queremos conocer nada de su vida, como no queríamos conocer nada de la del Sr.
Gray...
Ahora, se dirán ustedes... ¿viene toda esta
diatriba a cuenta de nuestra propia imagen impresentable? Desde luego. Nuestra
imagen es lamentable. No engalana ni adorna, más empobrece y avergüenza. Ja.
Aunque no debería ser peor que la del multipremiado Muñoz Molina (calzonazos
aparte).
Lo curioso es que la actualidad nos rebobina
de nuevo y nos hace caso, la muy puta. Nos hace caso en el Babelia de esta
semana que nos pone los pelos de punta con la actividad paranormal de uno de
sus críticos que presenta dos de nuestros paradigmas poéticos favoritos en su
reseña del libro "Disociados. Antología" (pronúnciese con la
entonación del tráiler de "Expediente Warren", película de mucho
miedo). Resulta que el crítico poderoso y ponderoso, tiene el honor de comenzar
diciendo que las propuestas incluidas en la recopilación de marras son
"antisistema". Al parecer, el libro está compuesto con poemas de
cuatro autores que se saltan las reglas a la torera y son como muy nihilistas
en sus planteamientos rompedores y no se casan con nadie porque buscan su
propio estilo y bla bla bla. Por supuesto, hay una breve introducción de un tal
Gsús Bonilla, de nombre aparatoso y muy ocurrente y genial, que es ingrediente
de todas las salsas heterodoxas (lo
de heterodoxas va porque el crítico lo recalca mucho para que se note lo de la
modernidad a rajatabla que practican los vates) que se cocinan por la geografía
poética del país. Disecada la introducción (por decir algo que no incluya su
lectura), se nos presenta el mundo apocalíptico en verso antiendecasílabo
(suponemos) de la noche con sus bares y sus drogas y sus rencillas y sus
puñaladas traperas, el ágape noctámbulo del amor para arriba, con sus
prostitutas yonquis y sus yonquis a secas, sus macarras y sus películas mudas
de terror gótico. De esa vaina va el percal. Mucha movida. Vale, que no nos
atemoriza, no nos asusta ni nos ataca a los nervios, simplemente queremos
saber. Y el señor crítico nos complace, con sus reticencias, pero nos complace
entresacando unos versículos apenas de los antologados, dos de los cuales nos
suenan vagamente y otros dos de los que no teníamos noticia hasta el momento.
Tomaremos aquí a dos de ellos, uno representante de lo que nosotros
consideramos poesía de la experiencia (no confundir con la otra experimental,
que son conceptos distintos...) y otro digno exponente de esa poesía profunda
que tanto nos consuela en las noches tormentosas, largas y frías. Vamos, que
nos lo pone en bandeja con dos ejemplos significativos que apuntalan nuestra
tesis, nuestra idea. A nosotros, que nos va más el modo narrativo, hablando de
poesía, no es que nos decepcionen o nos disgusten las otras formas más líricas
y hondas, o más supuestamente intelectuales, lo que ocurre, simplemente, es que
las encontramos por norma peores todavía que la nuestra de nuestro propio
coleto y de nuestro puño y letra redondilla con cierta inclinación a la
debacle. Nos aburren más y nos tememos que muestran una mayor tendencia al
fingimiento desmedido. Bien, los poetas elegidos son Ángel Álvarez Caballero
(llamado, por lo visto, El Ángel) y
Karmelo C. Iribarren (que es uno de los que nos sonaba de nombre) y los
fragmentos son los siguientes: "En el vertedero de mi alma anidan los
halcones en invierno, / ven a verlos caer en picado", de El Ángel, y "Los
viejos amigos ya no somos / amigos, pero vamos camino / de ser viejos. Algo es
algo", de Karmelo C. Iribarren. Los otros dos, a tenor de los versos que
destaca nuestro crítico, merecen menos la pena aún que estos. En el primer
caso, nos hallamos ante un poema desgarrado a tope, a simple vista, en el que
la primera persona carga como el general Custer en plan voy a morir pero seré
un héroe nacional y como el Big K.R.I.T, seré recordado en el tiempo, muy
sespiriano pero además rotundamente actual y actualizado 5.0 como mínimo. Esta
ligera chanza, entiéndasenos, no es a modo de descalificación gratuita. El
señor Álvarez Caballero fue uno de los referentes de la movida madrileña,
cantante de un grupo de rock, en concreto (lo que, desafortunadamente, no es
decir demasiado) y amante o amigo íntimo de Ana Curra..., ejem. Murió con poco
más de treinta años y dejó algún poemario escrito. No hemos de abominar de
quien se autodestruye: es una opción. Nosotros mismos hemos paladeado ese
néctar agridulce de la autodestrucción vía consumo masivo de estupefacientes.
No hemos de renegar de aquellos maravillosos años del caballo blanco y el
hachís barato, años de anfetaminas y alcohol, de ácidos y risas descabelladas.
Pero es que todo eso no basta. Puede que, de no haber fallecido, hubiese
llegado a ser un gran autor, un poeta realmente importante, ¿quién lo sabe?, mejor
aún, ¿a quién le importa? En la presentación del libro se le homenajeó, no
sabemos si por parte del señor Gsús (ja), en los siguientes términos: "... este
francotirador de las palabras nada tiene que ver con esos que se dicen poetas y
apenas han tenido vida. Aquí no vale la compasión ni el malditismo, El Ángel se fue pronto
pero él cumplió sus sueños". Ajá. Ajajá. Tener o no tener. Vida. Es decir,
que no importa lo que uno escriba, si está bien o mal, sino que lo decisivo a
la hora de juzgar un trabajo artístico es la experiencia vital del autor, que
si es amplia y jacarandosa derivará sin duda en la excelencia de su obra. Lejos
de nuestra intención hacer leña del árbol caído, muy lejos. En primer lugar
porque no conocemos el alcance de la obra de este autor y no podemos
descalificarlo por un par de versos. Solo sostenemos que si el entresacado es
representativo del conjunto, no nos emociona en absoluto, es más de lo mismo,
nada nuevo bajo la estrella, al borde del lugar común. No basta con meterse heroína
por la vena para ser un genio. En realidad, la mayoría de la gente que se mete
o se ha metido heroína por la vena no ha escrito un verso en su vida y es
improbable que vaya a hacerlo en el futuro. Creo que esa fase de desolación
adolescente o primaria es una fase a superar por quien quiera dedicarse más o
menos en serio a la poesía. Es preciso comprender que si lo que queremos es
desolación y tristeza, desesperación, llanto y crujir de dientes, sería más
indicado acercarnos, por ejemplo, a la valla de Melilla, con sus flamantes
concertinas y poner un micrófono a uno de los africanos que están a punto de
jugarse el pellejo intentando cruzarla.
La
obra literaria de aquellos que saben que van a morir, o que buscan la muerte o
están próximos a ella y lo saben..., tiene un valor, por supuesto, diferente a
la del resto de autores que no guardan esa conciencia ni se ven constreñidos
por esa inmediatez perversa del desenlace máximo. Aunque, en el fondo, casi
nadie piense realmente que se va a morir, por más que sea consciente de los
riesgos que corre.
Lo
que nos molesta en este caso es la rapacidad de las editoriales, de los medios,
capaces de fabricar un mito pasajero en cuanto huelen la posibilidad del
negocio, de hacer un negocio más redondo que el que podrían cerrar si
publicaran a un buen poeta por desgracia vivito y coleando. Es mejor publicar a
los marginados... y ya se tiene un
buen cartel publicitario, una publicidad impactante para el evento; si además
los marginados eran gente de la famosa movida madrileña es que se cierra el círculo de bellas artes y
los billetes de cincuenta empiezan a fluir como peras al olmo. Todo fluye, que
dijo Vasili Grossman de la tristeza. El poeta maldito vende cara su alegría,
sus juergas opiáceas. El poeta en los márgenes, detestado, pues, por la
industria, finalmente encuentra su sendero de gloria. Nada que objetar, el
comercio ha llegado y está para quedarse, para quedarse con todo.
El
otro antisistema es de los que las han pasado canutas y ahora merecen un
relaxing cup, al menos, en uno de esos cafés cantantes de madrid donde las
tertulias se crean y se destruyen como si no fuesen energía sino castillos en
el aire. Los tertulianos comentan la jugada del poeta y se caen de culo de la
silla con la insólita enseñanza que contienen los versos, que está muy bien
pensada y muy bien vivida. No sé qué de los amigos que ya no lo son...
Suponemos que el señor K. no tiene muchos amigos..., o ya no los tiene, después
de haberlos desairado públicamente de semejante forma y manera estilosa y cutre
a la vez. Decía D. que los amigos íntimos en la Rus no se veían más de una vez
cada cinco años, ya que lo contrario habría sido tomado por un gesto de mal
gusto y falto absolutamente del
indispensable desapego que debe presidir ese tipo de relaciones fraternas. Esto
nos parece más verosímil, y menos sangrante que lo de K., un hombre que es casi
de nuestra edad y que ya va por ahí de vuelta de los toros con cara de haber
visto la faena del siglo de ese kamikaze llamado José Tomás. Ja. Es que es como
si lo hubiésemos leído no una, sino cien veces antes de habérnoslo encontrado
por casualidad, antes de habernos topado con él de bruces por Babelia. Y lo
cierto es que nos suena su nombre y que seguro se trata de un poeta de una
pieza, cabal, magnífico, sin par, elegante, locuaz, amigo de sus amigos (¡uy!,
no, eso no), un poeta ganador que sabe lo que significa ser publicado y dar un
mitin de presentación delante de cien damas arrobadas y un par de caballeros
somnolientos. Confieso que me drogué de lo lindo, como un cabrón, y delinquí
acompañado de lo mejor de cada casa. Yo fui un degenerado. Degeneré, qué le
vamos a hacer. También fui homosexual, no crean. ¡Ah!, y por cada afirmación de
ese infame tenor la palanca que baja y el timbre de la caja que suena prometedor,
incitante, provocando al autor para que continué la historia de su figurado
descenso a los infiernos. "Camino de ser viejos" llevan hasta los
niños e incluso los fetos votantes de Nixon y su pandilla. "Algo es
algo": ¡con poco se conforman hoy en día!
Luego
nos enteramos de que Elena Medel ha ganado un gran premio con una obra de
poesía muy social y dice la chica, reflexiona entre flexión y flexión,
abdominal que te crió, que nos han engañado con esto de la crisis y que, claro,
ella está en el mundo y se da de cuén. Parece que por fin ha dejado de mirarse
el ombliguillo adolescente que dejaba al descubierto su bikini de rebajas que
tan rentable fue. Ahora se ha hecho una fosa de las Marianas entre la élite, no
un hueco, se ha hecho un objeto no
identificado que gira a la velocidad de
la luz y atrae materia monetaria y bursátil e inversiones varias como un gran
atractor. Dinero llama a dinero, que diría un tiburón. No nos sorprende, los
premios están para ese menester de regalar un poco de felicidad a la gente que
vive de ellos, que ha hecho de ellos su modus vivendi y del cuento contable su
modus operandi. La gente que cuida sus relaciones hasta el extremo de no
perderse un jodido recital dependiendo de quién se prevea que va a dejarse caer
por el modélico garito en cuestión.
Gente que huele la pasta y que huele, a
su vez, a pasta, no a pasta gansa, a pasta en plan modesto y no trincón, pasta
para vivir y vestir a la moda, no para comprarse una mansión de pedralbes, para
vivir en un ático con vistas en un barrio céntrico de una ciudad-basura como
madrid.
Lo
verificable por nuestra circunstancia es que la literatura posee un componente
demasiado humano que nos irrita. Los mejores y más petulantes expertos en el tema, casi comisionados para emitir
dictámenes about it y al respecto, hablan de la literatura como si fuese una
ocupación divina, a pársecs de distancia del mundanal ruido y su cotidianeidad
intrascendente, idolatran con suficiencia a los escritores de éxito consagrados
por la crítica mundial y desprecian groseramente a otros por razones poco
claras y más bien aleatorias, peregrinas o infundadas de todo punto,
simplemente porque lo importante es crearse una identidad como personas
públicas que son con públicas opiniones y en eso suelen estar a lo largo de
toda su vida pofesional,
construyéndose un fortín, rechazando el fuego graneado de la plebe. A menudo
nos fastidia y nos enerva la constatación de la falibilidad del escritor (¡que
escriba el Papa!). No dejamos de comprobar la mortalidad de las grandes plumas,
su querencia por el lado oscuro del error humano, su carencia de perfección, su
imperfección manifiesta y solo comparable a la nuestra. Ah, pero ahí está el
secreto, lo bueno, ahí radica y se intensifica lo que busca el lector ecuánime
y razonable: la identificación posible, positiva. Hartos como estamos de leer
que los espectadores españoles se identifican con las infumables y rastreras
series televisivas de producción nacional y con el peor cine de nuestros
cineastas patrios, comprendemos, sin embargo, que en lo tocante a la lectura,
al afán literario, la gente adora la identificación plausible y relajante, se
aproxima al libro con el alma en vilo buscando una recreación de su experiencia
vital, eso sí, más esperanzadora o más auténtica en cuanto más satisfactoria,
en una palabra, más real que la suya propia y tan llena de sucesos paranormales
y relaciones insospechadas con otras vertientes de la realidad que pasaban por
allí y que en principio no deberían haber tenido nada que ver con lo que fuere
que ha acabado sucediendo. Que quieren verse reflejados en el espejo pero más
altos y más guapos, más rubios y con más sex appeal. Y es que la gente es
receptiva a los halagos, susceptible a la gratificación.
Nuestra
tarea, pues, es la de desmitificar por la vía de colocar un espejo cóncavo en
lugar de la luna esmerilada de diseño, un espejo deformante que ponga bajo los
focos al monstruo que todos llevamos en nuestro interior (unos más al interior
que otros). Nuestro poema busca el amor, pero en su búsqueda no puede evitar
(ni lo desea) desmenuzar y ridiculizar el otro amor de los demás, de ínfima
calidad sentimental, pobre de solemnidad poniendo la manita de rodillas a la
puerta de la iglesia, víctima, seguramente, de alguna mafia poderosa controlada
por seres sin corazón a la vista que se casan por interés y por lo militar. Y
es que nuestro amor al poema y nuestro amor del poema se basan en lo mal que
nos aman los demás, que acostumbran a no amarnos nada, hablando mal y pronto.
Qué insuficiencia y qué conformismo.
Resulta
que la literatura está perdida de artificio, y se le nota. Se nota el
maquillaje de tres al cuarto, todo lo emperifollada que se muestra con esas
encuadernaciones en piel, o arreglada pero informal en el sufrido chándal de la
edición de bolsillo. No existe una literatura en el plano ideal, siempre
bajando de nivel, descendiendo a los infiernos populares del tiempo con sus
escasas horas y sus días fugaces que pasan sin cesar y cada vez más rápido,
calculando su impacto entre las masas ansiosas de ficción de andar por casa. En
la novela, la estructura destruye la estructura, la estructura es un alarde de
ineficacia expresiva; del mismo modo, la documentación a que recurre el autor y
todo atisbo de erudición son contraproducentes y antiliterarios. Solo la
poesía, no mediatizada por la experiencia ni por la inmediatez, puede salvarse
de la quema generalizada y tan extendida como una marea negra.
Bah,
simples elucubraciones de los lectores de novelas que somos...
(Spoiler).
En
resumidas cuentas, que Archy se reconcilia y Nat sigue tarareando (estaba
cantado: joke). La novela de Chabon no acaba ni bien ni mal, sino que, muy al
contrario, finaliza allá por su término medio, lejos de los márgenes, tan real
como la vida misma.
(Noviembre de 2013)
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lecturas y declaraciones
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lecturas y declaraciones
Añadamos a cualquier
otra cosa que Ray (ahívalaórdiga) Lóriga ha hecho sus declaraciones y ya
podemos irlo mandando todo a tomar por saco. Como buen integrante de la casta
social de los "que viven de ello", es decir, parafraseando a M. N. Shyamalan, "aquellos de los que
siempre hablamos", Ray (ahíva...) Lóriga cumple con su sagrado cometido de
hacer declaraciones, "aquellos..." hacen sus declaraciones como los
niños hacen sus deberes o los demás hacen sus necesidades o (y ésta es la única
y muy general y anual) su declaración de la renta (siempre que no sean del
partido del que nunca hablamos más que
para ponerlo a parir, que a esos les toca la lotería). Ja. Todo para decir
que el bueno de Ray, que no es que nos caiga peor que la señorita Medel, for
example, sino mejor, que no nos cae mal, no nos caía mal, queríamos decir,
hasta que dijo lo que dijo, se explayó con los medios y soltó una catarata
pequeñita de palabras sin mucho sentido, todo para seguir cabalgando en la
cresta del gallo (¿o era de la hola?),
y ocupando su lugar a la diestra del candelabro in person. Resulta que el
ínclito escribió una novela de vámpiros de la que reniega ahora con salero y
como sacando pecho y pidiendo de paso una limosnita, poniendo la manita
dickensiana para que le den algo, un contrato del siglo o algo. Va y dice Ray
que si escribió lo que escribió, si se rebajó a escribir el susodicho pestiño
gallego fue por imperativo estomacal, digestivo, vital, que también los genios,
aparte de llorar y mamar, por consiguiente (los genios también lloran), tienen
la fatal costumbre de papear como limas y a diestro y siniestro. En concreto,
el individuo en cuestión proclamó sin que se le moviera un músculo tatuado que
se empeñó en la novelita "porque necesitaba el dinero" y, de paso, le
da un empujón a ZP como sacudiéndoselo de encima (¿qué os habíais creído?) por
no se sabe bien qué de "la campaña de la ceja", significando, eso sí,
que otra cosa es que sea de izquierdas (sin afirmarlo, por supuesto, que al
final no dice si lo es o si está haciendo oposiciones a la anticeja depilada y
muy poco brezhneviana, así como). Y es que en una entrevista cabe de todo, un
roto, un descosido y hasta un "amor de madre" escrito en japonés.
Luego, y entre risas, de muy buen humor, por cierto, quitándole hierro al
asunto, como al desgaire, suelta y sortea que si a mi amigo Vila-Matas le ha
gustado mucho y jajaja, que si el rollo adolescente y jejeje. Ah, pero el
lector avispado, o no tanto, el lector puede leer entre líneas y la lectura
evidente, obvia, obligatoria, justa y necesaria es que Ray (ahí...) Lóriga
había escrito una tontería española como una catedral de Sigüenza que amenazaba
con arruinar su reconocido prestigio de home
de letras y gran vate y tenía la imperiosa necesidad de desmarcarse del
mencionado engendro de marras por tierra, mar y aire a ser posible. No sé si lo
que nos cabrea es esto, esta manera de excusarse tan diplomática y tan
escasamente arriesgada utilizando al efecto a un periodista amigable y
encantador nada predispuesto a buscarle las cosquillas literarias, o el
desprecio implícito hacia un género que ha dado algunas de las mejores novelas
de la literatura de todos los tiempos y lugares, y nos estamos refiriendo, como
es lógico, no a Anne Rice y sus vampiros posmodernos, sino al Drácula de Stoker, esa cumbre
novelística y dramática a años luz de los balbuceos románticos de nuestro poeta
inmarcesible. Como si toda la literatura vampírica terminara en la saga de
Crepúsculo, principio y fin del género. Bien, tampoco esperábamos que superara
siquiera a esa última muestra tan prometedora, "El Pasaje", de Justin
Corbin, a todo esto, un escritor, pero sí que, cuando menos, tuviera las
agallas de reconocer su medianía, de pedir disculpas por haber mancillado el
género, si es que en realidad lo hizo... Dice el proverbio que el que se excusa
se viene mayormente acusando, en especial, si nadie se lo ha pedido, las
excusas, decimos. Si la novela no fuera mala de solemnidad, ¿a qué esa
referencia minimizándola en lugar de defenderla? Pero, si es tan mala and
funesta, si acaeciera que fuese horrible y pueril, ¡pues acéptese, hombre!, a lo hecho, pecho (que decía el Atila -in vigilando- inmediatamente antes de
soltarte un bofetón que te volvía la cara del revés) y no pasa ná. En síntesis
y por abreviar (y abrevar tal vez) que nos ha decepcionado el Ray con ese
nombre tan molón y que tanto-vende-vende-tanto, que así nos enteramos también
entre las preguntillas a su mayor gloria del personaje de que es guionista (nos
lo temíamos) ¡de Almodóvar!: el siguiente paso, ineludible, es Aída: Ray,
creemos, sinceramente, que estás preparado. Oh, polifacético. He ahí el secreto
del éxito, del triunfo con pandereta, la diversificación. Una carrera artística
ha de ser, pues, como un paseo por los mercados. El estro, en almoneda, El don de Vorace, una cartera de valores
que invertir atendiendo a la rentabilidad y a las calificaciones de las
agencias/editoriales. Que ya hemos ganado los premios poéticos más señeros del
panorama de las letras hispanas y no nos los van a volver a dar (de momento)
porque cantaría demasiado, pues nos dosificamos, nos distribuimos, nos
prorrateamos y nos dedicamos al cine o a las novelitas de terror gótico. La poblemática (que siempre la hay, cómo
no) está en que el arte no suele estar por esa labor tan samaritana y benéfica
de la división horizontal de las capacidades: cuando uno se pone a escribir...,
debe hacerse responsable de su caligrafía, de su ortografía y de los borrones y
cuenta nueva que vaya dejando en el papel secante.
Esto de las declaraciones a los medios es que es una
fosa común para los bardos y escritores todos. No hay quien se resista a soltar
una inmundicia, una soplapollez colosal. Resulta, por si no lo sabían, que el
medio es el mensaje... ¿Quiere esto decir que no se sueltan tonterías cuando te
entrevistan en la Revista de Occidente? No, se sueltan, pero menos. Cuando el
entrevistador no es complaciente y las preguntas no son leves como pompas de
jabón..., entonces es posible que el cómputo de las estupideces palidezca y el
entrevistado mida sus palabras. Pero cuando se adopta el formato común del
cuestionario sin posibilidad de réplica del entrevistador ante la plausible
contestación cerriubédica o más directamente chorra del genio de turno,
entonces no hay salvación. También, todo hay que decirlo, depende de la calidad
humana intrínseca del escritor de quien se trate; no es lo mismo entrevistar a
Javier Marías que a Nadine Gordimer, claro está, a Reverte que a Toni Morrison,
a Ray Lóriga que a Manuel Rivas... También hay una seriedad impostada que da el
pego y camufla o engaña subrepticiamente las carencias que suele cultivar
cierto tipo de eminencia famosilla a lo, precisamente, Reverte. Lo que
consiste, básicamente, en asumir una gesticulación grandilocuente y pomposa
acompañada de una voz cavernosa y viril y una expresión de gran enfado, retadora
(a espada o a machete, qué más da). Por ejemplo: Reverte escribe una novelita
de las suyas de investigación p'alante,
ese nuevo género, sobre los temibles grafiteros, esos seres humanos que con
desprecio de sus vidas emborronan los sagrados muros de la patria para
desesperación de las corporaciones municipales y regocijo de sus brigadas de
limpieza. Al efecto, Pérez-Re se infiltra en una peligrosa banda de pintores de
brocha gorda que le proporcionan un salvoconducto pinturero/pintoresco (más
bien grotesco, como toda su obra) para una primera toma de contacto con los
delincuentes más buscados del grafiti nacional. Y asín. Aluego le entrevistan
con gran despliegue gráfico en un suplemento de postín y el tío va y se pone
trascendente, pero porque le dejan, le incitan, nos lo enviscan a los lectores
como si de un perro de presa se tratase de los que dan mucho miedo y se ponen hechos
unos basiliscos. A ver quién es el guapo que le lleva la contraria, que este es
capaz de sacar un pistolón del siglo dieciocho y hacerte un boquete del tamaño
de una sandía en el pecho. El drama de la vida moderna, del capitalismo
corrupto que todo lo que toca con su varita avariciosa lo desmanda y lo
marchita. El caso es que la cosa sea popular, bien popular, que se venda por un
plato de lentejas, que cotice en la bolsa monipódica y catódica, que exhiba sus
virtudes tradicionales. Que hasta Richard Ford es capaz de decir memeces en una
entrevista y podemos dar fe de ello, que la hemos leído. Y Paul Auster. Y amén
jesús. A veces por su propia estulticia y su propia soberbia intransferible, en
otras ocasiones por la gracia del entrevistador que busca la faceta más humana,
menos literaria y más burda y soez del intelectual y, claro, a nada que
escarba, surge el monstruo. Decía Manuel Rivas que en un debate del que tuvo
noticia resulta que uno de los contertulios se ponía farruco y mostraba un
talante nada conciliador, a lo que otro le espetó con agudeza (y excepcional
valentía, suponemos): "fulano, la bestia que todos llevamos dentro tú la llevas
por fuera". Y además la cosa acabó bien, con la bestia reconociendo su
aparente brutalidad y esbozando una cínica sonrisa, vamos, sin morder, que no
llegó la sangre al río. El monstruo mete la patita peluda por debajo de la
puerta y a la que te descuidas un hocico húmedo y repugnante preludio de unas
fauces características y muy agobiantes. Se desmadra. Porque a la gente le
gusta desmadrarse a la mínima oportunidad. Más a ésta tropa que cree que sus
deposiciones fecales huelen a chanel número cinco, que se cree especial de una
vez y para siempre, investida de unas cualidades supernumerarias, innatas y
fenomenales. Que tiene la impresión de estarnos haciendo un favor impagable al
concedernos la exclusiva de su intimidad más hedionda y facinerosa.
Por lo demás, el caso es escribir. Y no parar. Una
novela, un poema, un libro de poemas, algo. Dame algo... Dame un montón de
páginas escritas (esto deben decirlo los editores, al parecer) por una cara a
doble espacio con letra times roman número doce, ja. Como los cutres que
redactan/copian las bases de los certámenes literarios (lo del doble espacio es
para que los lumbreras del jurado introduzcan sus anotaciones imperiales en los
pasajes más ominosos de las obras, nos tememos). Y si no se tiene un argumento,
pues... ¡ahí va la vida! La vida que pasa como un mississippi-missouri river por delante de nuestras narices
estupefactas. El argumento incontestable, la privacidad manifiesta puesta de
manifiesto redundante. Lo suyo es, pues, darle a la manivela de las letras para
que salgan palabras como churros, una detrás de otra, todas perfectamente
escritas sin faltas de ortografía, significando sus cositas, ya soeces, ya
místicas, ya místico-soeces, que la fusión está en la onda. Hay que pasar
página, que se dice. Una detrás de otra hasta llegar a las doscientas cincuenta
y entonces, ¡voilá!, ya tenemos la nivola, la novela, la nébula nebulosa.
Necesitamos, claro está, un elenco protagonista, los personajes y ahí está uno
de los puntos flacos o fuertes del guiso, uno de los condimentos más salados
del potaje: la construcción de los personajes. Ahí los críticos entran a saco,
a matar sin que el bicho esté cuadrao,
ciegos de responsabilidad y maestría, van con todo, con toda su sapiencia y
todo su mal fario. Como no sepas construir un personaje el difunto García Viñó
resucita y te planta una colleja. Hay actores de los que se dice que siempre se
interpretan a sí mismos, que son unidireccionales en sus performances y sus
andanzas pofesionales. De semejante
manera, hay escritores que tienen la fea costumbre de retratarse a sí mismos en
sus novelas una y otra vez para desesperación del lector experimentado y curtido
en mil truños imprescindibles que enseguida les cala y les califica. Incluso,
los hay que, taimadamente, se retratan en el sexo opuesto para despistar, con escasa
puntería en la mayor parte de las ocasiones. Da lo mismo, aunque Reverte se
vista de seda...
Viene esto a cuento de que acabamos de leer un par de
novelas, entre otras cosas, cuyas líneas argumentales confluyen en el fluir to the river de los acontecimientos
patateros de la vida misma. Y uno se pregunta: ¿es necesario?, ¿son tan irremediables
e imperiosas y urgentes estas interpretaciones singulares de cualesquiera
fenómenos comunes? Parece ser que sí. Debe haber una pulsión secreta, sencilla
pero tremendamente efectiva que impulsa y propulsa a propulsión la mano sobre
el teclado (siempre que no se sea un cursi como Marías que usa una
anticuadísima máquina de escribir -luego se quejará de que no encuentra
repuestos para las reparaciones, ¡modernízate, hombre, que por escribir en el
ordenador no vas a perder ese mojo cretino que te lleva a plasmar tus historias
para no dormir!-), que impele a construir la historia de la vida de alguien por
más que pudiera ser la nuestra, así de trivial y desangelada que resulta. Realmente
se echa de menos el colorido de las aventuras fantásticas, el olor a hierro
fundido y bourbon, a pólvora y tabaco de la novela negra, la luz blanca que
baña las naves que parten hacia mundos distantes y la gracia exógena de los
robots en la ciencia ficción, leyendo estas obras tan apegadas a la tierra como
reality-shows de baratillo, aunque su estructura esté trabajada a conciencia y
su lógica sea irreprochable y su definición sea como la de Messi y Ronaldo
juntos, aunque no se le pueda poner una pega a su corrección sintáctica ni a su
perfección formal. La pregunta queda en el aire, se resiste a ser archivada en
los baúles del estado de las cosas, permanece y pretende una respuesta no
errónea, cabal, inteligente, tal vez, una respuesta sublime en su inexactitud
como diciendo algo nuevo, dando alguna razón más allá de la razón pura que
sirve para edificar, pero no para la elevación, no para la trascendencia o el
arte. Pues, bien, veamos, sepamos a lo que hemos de enfrentarnos, esto que
queremos enfrentar. Seamos transparentes en nuestras intenciones, llamemos por
su nombre a las personas y también a todo lo demás, en una palabra, seamos
justos. ¿Es la necesidad vital de alojamiento en mansiones y hoteles de cinco
estrellas michelín y de manutención en restaurantes de muchos tenedores y
cuchillos de pescado ad hoc, viajes a velocidad de crucero y vestidos elegantes
de marca y señor mío, copas en los pubs más estilosos, el verdadero motivo de
estos volúmenes tan esenciales que podemos observar colapsan las estanterías de
las librerías de medio mundo mundial del primer mundo capitalista y obsceno,
tal vez? Jodida cuestión.
Volvemos a lo de siempre, la pregunta del millón,
¿dónde está la pasta? Y a vivir de ello, que son dos días. El caso es escribir,
rellenar, construir un relato de la situación. Digamos que el interés reside en
el estilo. Al argumento, el contenido, la historia, se les otorga un papel
secundario, una importancia relativa. Lo crucial y definitivo es el oficio
narrativo, la competencia lingüística. Tenemos la facultad de, tomando lo
concreto y aparentemente banal, la parte, ascender y cubrir la totalidad del
espectro. La parte por el todo. La capacidad de universalizar las normales
vicisitudes individuales de personas singulares pero no extraordinarias en
ningún sentido. Extraemos, pues, de la existencia común y rutinaria de la
persona elegida una enseñanza aplicable al conjunto social, a través, claro
está, de la pericia en el manejo del artificio literario. Construimos un
artefacto literario que comprende la realidad en toda su extensión variable,
cuántica incluso. O simplemente dejamos al lector esa tarea de engarzar las
piezas de su propio puzle a partir del bosquejo de nuestra imaginación. Bien.
Cuando no se tiene nada mejor que decir acerca de una novela, suele decirse eso
de la universalización de los caracteres, de la creación de personajes
arquetípicos. Nos referimos a los
críticos, que cuando no tienen nada más jacarandoso que hacer matan moscas con
el rabo, metafóricamente, por supuesto. Sucede que esa reflexión da la
impresión de venir de muy adentro, de ser hondamente honda, de expresar mucho
más de lo que expresa y de haber sido parida con esfuerzo y concentración, amén
de conocimiento profundo de la técnica y dominio estupefaciente de la entera
ciencia del lenguaje.
Leímos, pues, la novela de un autor holandés, Gerbrand
Bakker , titulada Todo está tranquilo
arriba. Novela premiada con justicia y traducida a varias lenguas como
prueba irrefutable de su excelencia transmisora. La indudable habilidad para
hacer que a un ciudadano español (o italiano o...) le interesen las cuitas de
un granjero holandés manifestándose claramente y bien a las claras. La astucia
narrativa y fecunda que consigue internacionalizar las penurias tanto como
cierto sentido del humor, más bien negro. Estos son logros indudables de la
novela, que trata de un ganadero holandés que posee vacas, ovejas y también dos
burros (que interactúan con dos hermanos de corta edad que viven en una granja
cercana, lo que procura un escenario bucólico recurrente que distrae de la
seriedad natural que preside el relato), estrellas invitadas en la
representación, un recurso inteligente y como muy socorrido a lo largo del
texto: la presencia de la pareja de rucios -con sus cosas platerescas o un tanto menos poéticas- como agarraderos, hitos
narrativos que de seguro ayudaron fielmente al autor en su tarea organizativa.
La difícil relación con su padre casi moribundo y su casi inexistente relación
con el resto de la humanidad, incluidos sus vecinos, forman el esqueleto
argumental del libro. Con esos mimbres trabaja, urde su propuesta el amigo
Gerbrand. Y obtiene resultados, buenos resultados también económicos, gracias,
precisamente, a la sobriedad de los elementos sobre los que edifica su relato.
Gracias a un estilo sin concesiones, sin brindis a la galería ni florituras; un
estilo específico, nada teatral ni sofisticado. Mas sin renunciar a una dosis
de intriga, sin negarse del todo a una cierta sordidez de fondo que obliga al
lector a imaginar lo que no acabará sucediendo, a contemplar la posibilidad de
una acción decisiva y terrible, lo que mantiene el suspense durante la lectura,
un suspense de baja intensidad, pero efectivo a la postre. Hay, también, una frase
-colocada estratégicamente en las páginas iniciales- para la posteridad en la
novela, una frase que define el tono de la historia y que no es fácil de
componer porque no es fácil de pensar.
La frase: "Madre era una mujer feísima". Una declaración de intenciones
que marca el paso de la narración. Una frase apropiada y brillante, tan
significativa, que aplaudimos sin reservas, ovacionamos puestos en pie, dado
que nos representa y nos agrada, y nos agradaría haberla escrito en algún
momento (haber tenido las agallas suficientes para escribirla y a pesar de que
no fuese estrictamente verdadero el aserto: es lo de menos). Nos encontramos
ante una frase potente, decisiva y transgresora, que ayuda a la creación de ese
ambiente agridulce de contenida miseria conceptual, ese grado soez tan oportuno
que impregna las páginas y se traduce en, exactamente, dinero fresco para la
cuenta corriente de Mr. Bakker. Ja. ¿Que si recomendamos el libro? Ni sí ni no.
Una vez comprado, pues hay que leerlo, qué le vamos a hacer. Nos arriesgamos,
ya que no teníamos referencias expresas, pero nos llamó la atención por su
sencillez aparente y su aparente relación con el realismo sucio. Y es cierto
que comparte algunas reglas con ese género que tan caro nos es y tantas
satisfacciones lectoras nos ha aportado a lo largo de los años (nos recuerda
vagamente a Richard Ford). En realidad, el título hace honor al contenido de la
novela: todo tranquilo. Seguro que es un tema
que puede tener sus adeptos y seguidores. Por nuestra parte, nada que objetar.
El otro bocado de realidad al que nos hemos sometido,
que nos hemos metido para el cuerpo, ha sido la novela de Zadie Smith NW London, o North-West London, con sus
barrios de emigrantes, multiculturales de verdad. Algo que nos sorprende ya en
la contraportada del libro son las reseñas de diferentes medios que coinciden
en señalar el modo irónico de la narración, que el crítico de The Sunday Telegraph llega a calificar
de "desternillante". Una de dos, o la traducción se ha cargado los
pasajes desopilantes o el crítico ha leído un libro distinto al nuestro...Bien
es cierto que cierta ironía sobrevuela el texto, pero no nos parece en absoluto
de naturaleza "cómica" como al mencionado escribidor. Tampoco podemos
valorar a la vista de este trabajo a Ms. Smith como la "sucesora legítima
de Dickens", como hacen en el Washington
Post, lo que nos parece una exageración. Dicho esto, que es una cuestión de
orden que necesitábamos aclarar, podemos afirmar que la novela nos ha gustado y
nos ha disgustado a partes iguales. Nos ha gustado porque el ámbito que recrea
es, en parte, el nuestro, el que nos atrae y nos atrapa, un ámbito de
marginación, drogas y delincuencia soterrada (¡hay que ver cómo somos!) y no
tanto, en este caso combinado con otro más exclusivo que ocupan aquellos que
han logrado salir del barrio con esfuerzo y han conseguido triunfar (entre
comillas) y alcanzar el reconocimiento social. Así, Zadie S. compone una serie
de personajes que quieren reflejar el mosaico étnico y cultural de esa zona de
Londres, personajes que se relacionan entre ellos y con su deprimido entorno
para ofrecer al lector un fresco, una instantánea de la vulnerabilidad y el
dolor con el telón de fondo del suburbio. La escritura de Smith nos apetece más
cuanto menos lírica se pone..., por mucho que a los críticos les encante esa
factura poética que abunda más al principio de la novela. De hecho, la parte
más interesante y auténtica, en nuestra opinión, es la del encuentro entre
Natalie/Keisha y Nathan que tiene lugar en las últimas páginas, donde la autora
se suelta más en los diálogos, que fluyen creíbles en la corriente principal de
la mejor literatura de siempre y alcanza un lirismo natural, inverso, diferente
al premeditado de los primeros capítulos. Aunque la novela es coral, en
realidad las protagonistas son las dos amigas, Keisha y Leah, una negra y otra
blanca (con una madre que es de lo mejor de la novela en su papel mezquino y
ruin, muy británico de clase media-baja, muy cinematográfico, e irónico, este
sí, aunque escasamente "cómico", repetimos). Las amigas tampoco es
que sean la alegría de la huerta, menos aún sus respectivas parejas. Nos
interesa más la vida de Keisha que la de Leah, tal vez por un cierto sesgo
racial, una simpatía natural que profesamos hacia las personas de raza negra,
una curiosidad por sus vidas y sus sentimientos. Dado que Zadie S. es también
una mujer negra (y muy guapa, hemos de añadir) el perfil de Keisha está mejor
acabado que el de Leah, pero mejor acabado no quiere decir que la autora se muestre
complaciente con su creación: de hecho
reparte cera a dos bandas y casi por igual con gran generosidad, o sea, que las
pone verdes a ambas y a bajar de un burro (de uno de los de Bakker, por
ejemplo, que no cocean). Ah, pero ya hemos tenido un pequeño desliz cultural.
Hemos cometido una falta al suponer que "dado que Zadie S....", la
chica negra saldría mejor parada en la narración. Por cierto que la
introspección a la que llega en la caracterización de Leah es muy alta y de
enorme profundidad, si bien parte de su vida se nos relata de segunda mano a
través de la biografía de Keisha, su mejor amiga desde el colegio. Sin embargo,
notamos demasiada diferencia de carácter entre la Leah adolescente y la Leah
mujer casada, como si hubiera ocurrido algo que se nos hurta que hubiera
influido decisivamente en su actitud ante la vida, en su personalidad... Tal
vez esto ocurra porque ya decimos que la evolución de Keisha está mejor documentada y en
comparación se vean zonas oscuras en la de Leah, podría ser.
Teníamos puesta mucha ilusión en esta novela porque
conocíamos de oídas a su autora y nunca habíamos leído nada de ella. Ni
siquiera su novela Sobre la belleza,
de la que leímos en su momento una reseña extremadamente favorable, laudatoria
incluso. Resulta que Zadie, que aún no ha cumplido los cuarenta (nació en
1975... y estudió Filología Inglesa, para variar, je, de ahí, imaginamos, su
vena poética) tiene ya escritas media docena de novelas, más de mil páginas de
ausencias y reencuentros, de aventuras y desventuras, de vidas y muertes; un
mamotreto colosal las obras completas de Zadie Smith antes de los cuarenta.
Impresionante. Quizás también algo poblemático...
Son los inconvenientes del "vivir de ello" que no se limitan a las
declaraciones (seguro que las de Z. son ponderadas, graciosas e inteligentes,
sin duda, seriamente lo creemos) sino que llegan a contaminar la obra con su
exigencia creativa, una exigencia sujeta a parámetros temporales (se firman
contratos para escribir una serie de novelas en un tiempo determinado, lo que
nos parece una aberración). No obstante..., hemos de reconocer que el oficio de
escritor, de poeta, qué más da, implica una producción constante, sin grandes
altibajos: la gente que escribe, escribe porque sabe, porque quiere y porque
puede. Pero cuando se estipula lo que uno debe o no debe escribir, en términos volumétricos,
decimos, es decir, en términos cuantitativos: doscientas páginas para el día 25
de abril. Pues..., entonces podría ocurrir que se produjera un bloqueo, que la
instancia y el apremio fueran contraproducentes y ocasionaran un choque de
trenes neuronales, un colapso creativo que impidiera al autor cumplir su
compromiso sin rebajar su excelencia...
Escribe sobre lo que conoces. El consejo sincero.
Leemos la última sensación de la narrativa americana (hay que estar al día), La casa de Hojas, estremecedor relato,
el expediente Navidson haciendo de
las suyas en plan muy, pero que muy paranormal. El autor estudió
cinematografía, entre otras cosas, y el protagonista de su novela es un
documentalista de gran éxito (por qué no, oye, si se trata de inventarse un
personaje, ¿por qué no dorarle un poco la píldora?, ja); hábil constructo, ya
que de esa forma uno evita la ominosa parte de la documentación..., parte de
ella, elude enfrentarse a las enciclopedias, contactar con ciudadanos
especialistas en vaya usted a saber qué a los que luego tienes que mencionar en
los títulos de crédito que acaban
siendo más largos que los de una película de animación. Así lo hace también
Vasili Grossman en su tremenda Todo fluye,
crítica despiadada del sistema soviético, del estalinismo, el leninismo y la
deshumanización, la delación institucionalizada, el estado paranoico que
escruta a sus ciudadanos y toma decisiones terribles en función de suposiciones
y sospechas. El estado que tortura y asesina a mansalva en el que nadie puede
sentirse realmente seguro. En contraposición a las novelas de las que hemos
hablado antes (y retomamos la cuestión
argumental que debatíamos al principio), esta sí tiene un objeto definido,
aunque tampoco es una novela al uso, sino más bien un ensayo novelado o con
fragmentos novelados, un híbrido de géneros del que se sirve el autor para
comunicar una serie de ideas, pensamientos, conclusiones sobre el comunismo y
sus líderes, sobre la revolución rusa y sus desviaciones radicales, sobre la losa
de la historia y su peso formidable. Basta para preguntarse, ¿cómo pudimos
estar tan ciegos? Bien que el franquismo, la atroz dictadura que aquí
padecíamos exigía soluciones radicales, ideología, ideas-fuerza, inamovibles,
rocas en las que apoyar la resistencia, mas, por desgracia, estábamos
incurriendo, aun sin saberlo, sin tener todos los datos precisos, en el mismo
error, en la misma abyección que criticábamos en nuestros enemigos: nuestro
apoyo sin fisuras al monstruo soviético no tenía nada que envidiar, en cuanto a
su ignominia, al que ellos proporcionaban con alegría a la barbarie franquista.
Grossman pone a la izquierda europea frente a sus propios demonios, nos
enfrenta con la terrible realidad, una realidad a la que preferíamos no dar
pábulo. Cierto que la opacidad informativa y la propaganda hacían su trabajo,
corrían cortinas de humo que escondían y deformaban la verdad (claro que esto también
sucede en nuestros tiempos, pero el flujo de la información hoy es imparable,
el problema actual está en discriminar con suficiente criterio); cierto también
que no había redes sociales que desvelasen secretos como ahora, que la
información no representaba el baluarte que hoy representa con su comunicación
instantánea y su campana de cristal que encoge el mundo, que reduce distancias
y equilibra y uniformiza. No obstante, la denuncia de Grossman está ahí,
brillando con luz propia entre la maraña de recuerdos gloriosos de la lucha
comunista en Europa, en España. Y es bueno tenerlo como referencia, es oportuno
empaparse de esa prosa clara y reflexiva, de esa memoria histórica tan
necesaria como la nuestra, como todas.
En fin, comienza un nuevo año y, como siempre, no
esperamos nada de él, no tenemos proyectos para él. Tal vez deberíamos hacer
alguna intentona en prosa, ensayar una historia, continuar con las aventuras de
Joanna o retomar algún relato
inconcluso. El problema es que la prosa necesita tiempo, más que la poesía...
La poesía es nuestro lenguaje, un lenguaje que nos permite expresarnos con
alguna libertad, con algún desparpajo, con naturalidad. La prosa nos cuesta, es
un terreno al que debemos acostumbrarnos, aclimatarnos... Todo se andará. En
cualquier caso, esperamos que a ustedes les sea leve este 2014.
(enero 2014)
decesos
y lecturas
Aunque no lo
parezca, los poetas se mueren, también la palman, la espichan, fenecen y
fallecen de continuo. En poco días se apagaron para siempre un par de
luminarias. Grande y Pacheco, Pacheco y Grande. A Félix Grande le conocíamos de
pasada, era el suyo un nombre de importancia, bastante central en la poesía
española contemporánea, al parecer. Su querencia por el palo flamenco nos
desconcierta un tanto, no obstante, pero hay que respetarlo. Resulta que le
gustaba el flamenco: nada en contra; a nosotros tampoco nos desagrada del todo,
siempre que no empiecen con lo del arte y el mucho arte que no se puede
aguantar y memeces semejantes, que eso nos remite a la fiesta nacional de los
cojones y entonces no respondemos de nosotros mismos y nos ponemos como locos,
como toros locos o vatos locos o lo que sea, pero loco. Es curioso comprobar
cómo los negros americanos no dan tanto la vara con el arte como los flamencos
con su cante jondo cuando hablan del jazz, por ejemplo, siendo como es el jazz
una disciplina mucho más "artística", en nuestra modesta opinión, que
el flamenco de guitarra, palmas y cajón; supongo que tiene que ver con el
respeto real que sienten por su música. Bien, en su necrológica, en un artículo
de homenaje en El País leemos unos alejandrinos suyos bastante aparentes pero
que nos hacen sospechar un poco, más que nada por la grandilocuencia a que se
adhieren, la voluntad trascendente que emana de la composición; la cualidad del
que sabe lo que tiene que hacer para ganar la partida y lo hace sin excesivo brillo,
de manera eficaz, escasamente artística, sin arriesgar un ápice y apostando
sobre seguro. Claro, pero es un poema. Solo uno, y el hombre escribió unas
obras completas voluminosas, por supuesto, y el hombre fue un chico y luego fue
joven y todavía no se sabía las triquiñuelas y los entresijos maestros del arte
poética, no conocía los vericuetos y se perdía por las sendas escondidas. Por
descontado que hubo un tiempo en que el joven Félix las tenía todas consigo y
concebía poemas sin mácula. O eso querríamos creer.
De Pacheco,
¡qué decir! Leímos una entrevista que le hicieron vaya usted a saber cuándo ni
quién. Pacheco era mexicano y esa exuberancia, ya saben ustedes, de los
latinoamericanos tan diferente de nuestra "circunspección" a la que estamos
tan habituados (joke). Pacheco era bastante huracanado y decía unas cosas... En
la entrevista, citaba, para variar, en sus propias palabras, a "un neoclásico
del XVIII", de nombre Mayans, que no se andaba por las ramas; la cita:
"en la poesía lo que no es excelente, es despreciable". Jajaja. Y
luego insistía en que estaba muy de acuerdo, sin ningún pudor afirmaba tal cosa
que daba por supuesta su calidad intrínseca y excepcional y su excelencia el
jefe del estado, por lo menos. Algo pagado de sí mismo, sí que parecía Pacheco,
sí. También hacía unas declaraciones extrañas sobre Neruda en la propia
entrevista y es que la declaración es la tumba del tío famoso (esta cita es
nuestra y pueden utilizarla cuando gusten, ja) y las entrevistas culturales de
El País dan para mucho. Aseveraba Pacheco que no quiso conocer a Neruda cuando
tuvo la oportunidad de hacerlo y de haber charlado con él porque: "yo qué le iba a decir a Neruda, prefería
leerlo". O sea que a Neruda hay que leerlo y solamente leerlo, nada de cotilleos,
pero de Pacheco interesa saber por qué, por ejemplo, no quiso saludar a
Neruda y muchas otras menudencias, como
las mil formas de nombrar a un tobogán entre la comunidad hispanoparlante,
aparte de extasiarse con su obra poética completa y muy vasta. Lo cierto es que
de Don José Emilio no habíamos sabido casi nada, por mucho premio Cervantes que
le hubiesen concedido, ni mención, vamos, pues ¿cómo, si no hemos ni hojeado a
Cavafis y ni siquiera a Mayans, íbamos a haber leído a Pacheco, almas de dios? A propósito
de su defunción sí que tuvimos ocasión de echar un vistazo a un par de poemas
suyos, todo hay que decirlo, suponemos que representativos de su grandiosa
obra. En concreto el hombre decía hallarse completamente muy satisfecho de un
verso que es este: "La noche huele a luz carbonizada",
aunque el entrevistador lo tildara de "frase redonda" y
"definitiva" y no de verso. Pero admitiendo que fuera un verso, dado
que Pacheco era poeta, diremos que no nos parece mal, incluso admitiremos que
se trata de un buen "hallazgo", como suele decirse entre la
profesión. La triste realidad es que nuestro hombre en México era un
profesional del verso y eso sí que es definitivo, multipublicado y
multipremiado poeta con su obra irreverente y reverente a partes iguales, sus
libros de juventud y de madurez, toda una vida dedicada al arte menor y mayor,
al arte inmenso de la literatura, demasiado tiempo para mantener una iluminación
constante.
Para terminar este repaso a la actualidad más
rabiosamente de moda, corte y confección, nos encontramos en El País Semanal
con un articulillo en el que nos hablan de los indudables progresos de nuestra
musa preferida, Luna Miguel, quien, contra todo pronóstico afirma que ha dejado
de fumar (suponemos que sustancias pecaminosas y prohibidas) y que ya "no
sale de fiesta" (sic), no especifica si se ha dado o no a la bebida (aunque
mucho nos lo tememos...), así como que le "caen mal muchos
escritores" (mira que nos recuerda a alguien) Al tiempo, se nos informa de
que Luna, que tiene ya veintitrés añazos, ha estado ¡trabajando! en una
editorial, pero que lo ha dejado (probablemente le resultara demasiado prosaico
y aburrido el empleo) y también de que tiene nada menos que ¡cuatro libros!
publicados. Si con veintitrés años uno ha publicado cuatro libros de poesía y
además ha estado fumando y saliendo de fiesta, únicamente se nos ocurren dos
opciones que expliquen de manera convincente tal prodigio: una la genialidad
sin paliativos, la otra el morro sobrehumano. La solución, por tanto, es
simple: Miguel ha leído lo que ha leído con un objetivo claro, de otro modo:
Miguel tenía (y tiene) un plan. Un plan de acción meticulosamente diseñado
sobre la marcha (y nunca mejor dicho). ¡Cuatro! libros de poesía... A los
treinta tendrá, de seguir esta progresión, no menos de una docena, aunque sean
delgaditos y no tochos mayúsculos, nos parecen muy incontables, oigan. Para
ejecutar semejante proeza literaria sin apellidarse Keats o Hernández, es
preciso haber leído a tíos y tías raras de verdad con el propósito bien
preconcebido y determinado de dar el pego y sacarse una pasta para las
copichuelas y los trapos de marca ejpaña. Para más inri nos comunican que la
señorita, no contenta con sacar la pasta a las diputaciones ha participado en
varias campañas publicitarias de productos cosméticos, imaginamos que porque
ella lo vale. He ahí la epítome del arte. Dice que le caen mal los escritores
como para desvincularse del ramo, de aquellos que precisamente la introdujeron
en el mundillo y propiciaron sus primeros y merecidísimos premios y le
presentaron a los gerifaltes del negocio lírico, como queriendo hacer borrón y
cuenta nueva ahora que ya es conocida por su "obra" y no por su pinta
de drogata a lo beat generation, ¡ja!
En cualquier caso no queremos dejar la impresión en
nuestros amables lectores de que consideramos a Grande y a Pacheco al nivel de
L. M. Reconocemos que están muy por encima de ella y si los criticamos un poco
es más por costumbre que por otra cosa y, como pueden ver, sin ningún
fundamento (y sin ningún conocimiento, añadimos). Esta manía nuestra de vejar y
desacreditar más pronto que tarde nos acarreará un disgustillo; algún día,
alguien nos bajará los humos con autoridad y nos situará en un ridículo
espantoso, sacará a la luz nuestra bajeza y nuestra incultura contumaces, nos
aporreará el cráneo epistolar y nos quitará para siempre las ganas de mofarnos
del prójimo triunfante. Mientras tanto, seguimos en la brecha. El caso tremendo
y mortificante es que a fuer de hacer de nuestra capa un sayo -por decir algo-
conocemos los mecanismos internos que entran en funcionamiento a la hora
(sublime, se nos olvidaba el adjetivo) de crear un verso, de construir un
poema. Sabemos lo que hay que hacer y cómo se hace..., de modo que cuando leemos
un poema acertamos a distinguir los materiales de que está compuesto... Los
guionistas de Hollywood lo hacen de fábula; tienen la llave de las lágrimas del
espectador y pueden abrir o cerrar la espita a su conveniencia, dominan el
recurso y lo utilizan con generosidad y alevosía, y no suelen errar el tiro. En
poesía, salvando las distancias, ocurre algo parecido. En general, podemos
afirmar que la llamada poesía de la experiencia nos repele por su
artificiosidad y su carácter lineal, también por el abuso de esa clase de recursos cinematográficos, reiteradas
apelaciones a un manido sentimentalismo (también en su versión más canallesca).
Luego, hay que tener en cuenta a todos aquellos poetas que consumen su precioso
tiempo leyendo a sus colegas, leyendo poesía hasta que les sangran las encías
de tanto relamerse y producir sonidos guturales cuando se les hace la boca agua
ante un verso singular como otros tantos miles de versos, idéntico al canon
oficial del verso. Tenemos para nosotros que ese canon que hoy vemos en poetas
oficiales como el príncipe Luis García Montero es resultado de una suma de
fuerzas vivas y difuntas y no producto de la genuina aptitud, del genio. Bien
que siempre el genio está en deuda con genios anteriores, por supuesto. Pero un
arquitecto termina haciendo la Sagrada Familia de Barcelona y otro la catedral
de la Almudena, para entendernos. Si uno no para de leer poesía, halla ahí su
inspiración primaria, en la poesía de la que disfruta..., y entonces su propio
arte tiende a reproducir a emular... Y se nota. Ya se pueden elegir poetas
ignotos (tampoco demasiado ignotos como para equivocarse) que a los entendidos
no les pasará desapercibido el modelo. Ja, oh, sí, desde luego que nosotros
leemos poesía, bastante, quizás hasta demasiada poesía. Esta mañana, por
ejemplo, hemos leído un pequeño poema de Alejandra Pizarnik y otro de una amiga
nuestra que escribe muy bien, Hallie Hernández Alfaro. Eso son dos poemas en
una mañana..., ¡no está mal! Por cierto que si el poema de Hallie llevara la
firma de Pizarnik nadie se habría sentido defraudado, nadie habría notado una
reducción apreciable de la calidad intrínseca de la pieza, lo mismo que si
hubiera llevado la de la guapísima y muy genial al decir de los críticos
sesudos, Anne Sexton. Nadie habría
notado la diferencia... Es más, estamos seguros de que los críticos sesudos de
haberse atribuido a una de estas dos insignes poetas el poema de Hallie habrían
hablado de un nuevo registro de indudable categoría o simplemente habrían
saludado el genio poético de la composición sin detenerse en otras atribuciones
estilísiticas. Alcanzar el reconocimiento en poesía es harto complicado si no
se tienen los padrinos adecuados, si no se tiene la capacidad o la habilidad
social para introducirse en los cenáculos apropiados al efecto, las tertulias,
si no se posee la agilidad suficiente para crearse un book que dé el pego, que sea lo suficientemente epatante, lo
suficientemente transgresor o lo suficientemente inofensivo y adaptado a la
corriente principal de lo que se lleva y se publica como para no infundir temor
a los que viven de ello y no están dispuestos a compartir el grueso de sus
ganancias filantrópicas y concursales con ningún advenedizo ya sea éste Góngora
redivivo. A Lorca, Hernández le caía mal y, al parecer, le lanzaba pullas y
hablaba mal de él a sus espaldas. Ja. Temía perder su absoluta preponderancia
en favor del genio emergente. Un comportamiento muy humano y muy juicioso, por
otra parte, aunque escasamente artístico.
De igual manera, a Juan Ramón sus colegas tertulianos que si iban de putas día
sí, día también, lo tildaban alegremente poco menos que de maricón. ¡Ah!,
nosotros tratamos de diversificar nuestros motivos: lo mismo nos inspira una
novela que una película que una serie televisiva o un disco de hip-hop y,
afortunadamente, no nos codeamos con nadie de "la profesión".
Hablando de cine, decir que hace unos días vimos la
película 12 Años de Esclavitud que,
como no podía ser de otra manera, nos conmovió muchísimo. Habíamos leído la
crítica del señor Boyero en El País, que se la cogía con papel de fumar para
afirmar que el director debería haber hecho un uso más recurrente de la elipsis
narrativa a la hora de abordar los castigos físicos, que debería haber sugerido
más que mostrado, que es suficiente con dejar entrever, que a veces es más
efectivo. Y no. En la película no se abusa en absoluto de las imágenes
truculentas, lo que no se hace es esconder la barbarie. Entre otras cosas, para
eso existe el cine. En este caso, como en muchos otros, se cumple la sentencia:
una imagen vale más que mil palabras. Esta película nos ha hecho reflexionar
bastante y hemos llegado a una semiconclusión, algo parecido a una idea
categórica sobre un discreto enigma que nos andaba preocupando desde hace mucho
tiempo y al que hemos intentado dar respuesta infructuosamente en repetidas
ocasiones y que podría formularse de esta forma: ¿por qué los blancos
norteamericanos parecen seres de otro planeta? Hemos pensado bastante en esta
cuestión a lo largo de los años y nos hemos acercado a la literatura
afroamericana y a su música, a las expresiones más genuinas de la cultura negra
norteamericana en busca de respuestas, hemos
explorado "el pico del águila". Y, de repente, viendo 12 Años de Esclavitud, hemos tenido una
especie de revelación. La respuesta a nuestra pregunta está en esa ingente
cantidad de maldad acumulada durante siglos en la espalda de la nación, ese
saco de rencor y deformidad intelectual. La sordidez y la maldad no son
patrimonio de nadie, por desgracia, no lo son de un pueblo en concreto, pero
bien es cierto que las características particulares del infame fenómeno
esclavista en los estados de la unión fueron generadoras de una depravación
social que alcanzó a todos los estratos, desde los más humildes a los más
acomodados. Fue la generalización del odio y de la ferocidad, la proliferación
de conductas intolerables e inhumanas lo que lastró para los restos la fundación
del país. Ninguna sociedad puede salir incólume de ese aquelarre sostenido en
el tiempo, no es posible una normalización de las relaciones tras esa debacle
humanitaria. Harán falta tal vez siglos para curar las heridas abiertas y para
instaurar un remedo de justicia social en los estados. Se entienden
absurdamente mal los remilgos de Boyero frente al holocausto que supuso la
trata de esclavos. Nos falta, no obstante, información fidedigna acerca de las
diferencias entre las condiciones de vida de los esclavos en norteamérica en
relación con las del sur del continente, singularmente Brasil y las colonias
españolas, pero nos tememos que la monstruosidad alcanzada por los yanquis no
tuvo parangón en su momento... Bien, creemos, pues, firmemente, que la tara, esa
anormalidad que percibimos a menudo en los ciudadanos norteamericanos de
ascendencia anglosajona fundamentalmente (aunque esa manera de ser, ese way of life, desafortunadamente, ha ido extendiéndose,
en mayor o menor medida, entre todos los grupos étnicos, dependiendo también de
su posición social) es causada en gran parte por esa terrorífica herencia
colonial (añádase a esto el genocidio cometido por las mismas fechas contra los
nativos americanos). Los amos de las plantaciones que marcaban con el hierro al
rojo a sus posesiones humanas como si fuesen animales, sin saberlo, estaban
estampando esa indigna rúbrica en la sacrosanta bandera de su nación. Es una
carga demasiado pesada, no se puede con ella, es una carga que aplasta y
desdibuja el espíritu, es una carga que corrompe e infecta el cuerpo social
hasta la médula, una metástasis que corroe las entrañas de la sociedad, que
destruye a los individuos y los convierte en autómatas carentes de verdaderas
emociones, faltos de empatía y de amor; un legado maldito que pervierte las
relaciones familiares y las despoja de autenticidad y permanencia, un lastre
insoportable que sitúa a las personas en un estado de guerra perpetuo contra
sus semejantes, enemigos reales o imaginarios. De hecho, la contribución más
importante de "ese gran país" al imaginario de la humanidad es, en
nuestra opinión, la figura del perdedor, the
looser, el hombre que se ha visto arrollado por la voluntad depredadora del
entorno en el que ha tenido la desgracia de crecer. Existe, pues, una suerte de
quijotismo norteamericano que encontramos estimulante. La pujanza de su
economía tiene sin duda que ver con su falta de escrúpulos como referente
nacional en cuanto a las condiciones laborales. Patria del capitalismo salvaje
y la desatención sanitaria. Todo bajo la atenta mirada de un dios desconfiado y
realmente omnipresente.
Ah, pero a nosotros nos interesa la cultura norteamericana, no nos es indiferente a pesar
de su carga de expiación, su expiación permanente, justa y necesaria, su manera
de lavarse y lavar sus pecados, de purgar en su purgatorio particular su
vesania. Así, toda la marca del famoso y muy rentable realismo sucio no es sino
el reconocimiento de la maldad literal, la asunción final de las responsabilidades
políticas adquiridas en el indigno proceso de construcción de su "gran
país". A nosotros nos interesa esa cultura americana, la de los africanos,
la hispana, la inmensa tradición literaria de los judíos, la anglosajona del
realismo sucio y el beatnik, que es la cultura del consumo masivo de drogas y la
degeneración, la del examen de conciencia y el acto de contrición... Ja.
Pues claro que nos hemos acercado a esa parte étnica
tan vigorosa y fuerte, tan reforzada tras el espanto de la marginación y el
odio y claro que nos hace falta y nos hace falta su música, nos emociona el
jazz, nos importa, nos apasionan el blues, el soul, nos maravillan el hip-hop y
el rap, su formidable impulso revolucionario. Nos fascina la literatura
afroamericana, sus grandes nombres, Richard Wright, James Baldwin, Ralph
Ellison... Les debemos tanto. Toni Morrison, Walter Mosley, Terry McMillan, Alice
Walker, Chester Himes, tantos otros... A todos ellos los hemos leído con el
corazón en un puño, con genuino agradecimiento, sintiéndonos también
concernidos por su drama, compadeciéndonos por nuestra culpa histórica.
Y, sin embargo, los norteamericanos otros prosiguen
su labor imperialista sin descanso ni desfallecimiento, incluso en el área
creativa, artística. Bien. Leemos al último gran hombre de las letras yanquis,
Mark Z. Danielewski. Su gran obra titulada La
Casa de Hojas. Gran obra, modelo de conducta literaria, novela de nuevos
horizontes, que va más allá, que aspira a algo y algo consigue y construye,
abre una vereda singular hacia lo desconocido... O no tanto. La apoteosis, la
simultaneidad, el juego de los diferentes niveles de significación, el juego a
secas con sus contrarios y su erudición magnífica. Mr. D. nos epata sin
concesiones, no nos deja ni respirar (o sí, a través de las páginas vacías),
nos bombardea con información, nos vapulea con su elocuencia y su sabidurida, nos informa de su habilidad
cinematográfica, su competencia audiovisual y su insuperable modernez
narrativa. Por cierto que la novela es ambiciosa y es una buena novela, que
revoluciona alguna estructura anquilosada del género, menea el agua encharcada
con un palo o un bate de béisbol, y eso está bien. También lo cierto es que una
novela de esas características solo podría haberse escrito en América. Es por
la competitividad que en todo se inmiscuye, lo mismo en el terreno del arte. Es
por ese afán competitivo que se intentan descubrir nuevos senderos expresivos y
se trata de conseguir lo nunca visto; no es tanto la propia pulsión artística
la que mueve como esa necesidad de destacar y llevarse el diploma, de no ser un
miserable y negativo looser, de ser
un triunfador y copar las portadas. La obra, en todo caso, está bien, es una
obra conseguida, aunque le sobren algunos centímetros de grasa corporal. Como
novela de terror hay que señalar que funciona a medias. Como novela automoderna
funciona mejor; la historia del Sr. Truant es acogedora, resulta amigable y
convertible, legible, y se inscribe en esa serie de protagonistas degenerados
de la literatura y el cine norteamericanos sin mayor problema. El drogadicto a
todo tren: miedo y asco en cualquier otro lugar. El problema de la Casa de
Hojas es que necesita la película ya. Comentábamos con nuestro librero que lo
mejor habría sido que se hubiera vendido junto con el libro el DVD de "El
Expediente Navidson". Eso sí que habría sido impactante, ahí sí que nos
tendríamos que haber quitado el sombrero ante la integridad aeroespacial de Mr.
D.
Tras ese dechado incombustible de modernidad
gombrowicziana y colegial, volvimos a la literatura de siempre con la última
novela de Nadine Gordimer. Nadine Gordimer y sus "cuestiones de
actualidad". La novela es una crónica en clave política de los años posteriores
a la caída del régimen segregacionista sudafricano. Los protagonistas son una
pareja interracial, ella negra, él blanco, que combatieron el apartheid de
forma activa, una pareja de activistas a través de cuyos ojos se nos presenta
la historia del país durante las últimas décadas. Los problemas de la
corrupción política, las dificultades para erradicar la pobreza y la
marginación, la violencia de los desposeídos, se nos muestran en toda sucrudeza
y con todo lujo de detalles. La escritura de Gordimer, que conocemos bien,
vuelve a sorprendernos por su complejidad y su rigor. No es una escritora
fácil. Es una intelectual y sus obras responden a esa condición. Por supuesto,
su estilo ha ido depurándose a lo largo de los años y ahora se inclina hacia la
pura síntesis, despojado de cualquier retórica, de florituras y acentos superfluos.
A veces, incluso, la encontramos algo descarnada, falta de alguna exuberancia
que no nos parecería mal. Tal vez sea por el marco de la narración, el lugar,
que podría precisar otro vigor, más calor, otra energía más rotundamente
africana. Pero es que precisamente ahí radica una de las virtudes, uno de los
signos diferenciadores de la obra de Gordimer, en la circunstancia de que ella
es una africana blanca. Y una blanca que no comparte la ideología dominante
entre los de su raza, sino que predica la igualdad de oportunidades y aboga por
el socialismo. Nos emociona como siempre. Quizás algo menos que otras veces en
que su escritura se escoraba más hacia la inconcreción de un lenguaje poético
de significación espiritual. Aquí, sin embargo, resulta un poco asfixiante el
peso de la realidad, sin dejar de interesarnos, ni de atraparnos por medio de
las historias personales de los personajes de la novela, singularmente el de la
abogada que se debate entre la devoción hacia su familia africana, su padre
predicador, y la lealtad debida a su nueva familia, la que ha formado con el
hombre blanco con el que tiene dos hijos. El fresco que nos ofrece la autora de
la sociedad sudafricana es de una nitidez impresionante: solo por eso, merece
la pena la lectura, amén de por la posibilidad de sumergirse de nuevo en esa
prosa exigente y densa que tantas horas de buena literatura nos ha
proporcionado.
Qué diferencia radical. Gordimer y Mr. D. Planetas
distintos. En otro planeta, también, uno de nuestros más recientes ídolos:
Echenoz. Leemos un par de novelitas suyas. 14, sobre la primera guerra mundial
y Correr, una biografía corta del gran atleta checo Emil Zátopek. Decir que la
primera de ellas no llega a las cien páginas. Vamos, que le encargan hacer una
novela que celebre los cien años del comienzo de la gran guerra y no se le
ocurre más que escribir una novela de cien páginas... Colosal. Mr. D. nos
habría sin duda delectado con un tochazo de mil, repleto de notas al margen, de
citas y llamadas con letra minúscula.
Por fin también completamos nuestra lectura de la
sin par Marcella Olschki, la bella Marcella, con su novela Oh, América. En ella la autora nos informa de su viaje a los
estados para reunirse con su marido, un militar americano al que había conocido
en Italia durante la guerra. La novela es una pura delicia, como no podía ser
menos tratándose de ella, de la hermosa Marcella Olschki. Una chica
encantadora, simpática, extrovertida, emocional como buena italiana y
extremadamente inteligente. Sus impresiones sobre la sociedad americana no
tienen desperdicio, como cuando reflexiona sobre el fascismo imperante y llega
a la conclusión de que supera con mucho al de los mejores tiempos del Duce en
su país. Naturalmente, eso tiene que ver en gran medida con el racismo rampante
(y no precisamente en los estados sureños, sino en la futurista Nueva York de
los rascacielos y las oportunidades). A Marcella le encanta el jazz y traba
amistad con algunos músicos negros. Su frustración es enorme cuando descubre
que no puede irse a cenar con ellos, por ejemplo, sin exponerse a un más que
probable linchamiento público. Por otro lado, la sociedad evoluciona y es
pionera en muchos campos, como el de la psiquiatría. Su marido, que es
psiquiatra, se somete a psicoanálisis antes de comenzar a ejercer su profesión
y para poder desempeñarla con exacto "conocimiento de causa", de lo
que resulta su inmediata desafección hacia su mujercita italiana, a la que
repudia totalmente, y de la que se separa sin reparar en su absoluta
indefensión, sola en un país extraño. Esa falta absoluta de humanidad que
demuestra el médico americano, el esposo que tan enamorado parecía allí en la
vieja Europa, es un exponente claro de lo que antes mencionábamos a cuenta de
la película 12 Años de Esclavitud: la
cualidad extraterrestre de muchos ciudadanos norteamericanos, esa falta de
empatía radical, ese incierto complejo de superioridad que no es sino un
poderoso sentimiento diferencial, producto de una psique "enferma" en
algún sentido profundo. Como era previsible, y a pesar de las adversidades,
Marcella triunfa en su aventura americana, encuentra trabajo y disfruta de
algunas aventuras románticas (nada extraño teniendo en cuenta sus grandes
cualidades). La novela es excepcional en muchos sentidos, se lee con sumo
agrado porque la protagonista cae bien y escribe bien; tiene humor, tristeza y
amor, cada uno de ellos en su justa medida. Y Marcella no tiene pelos en la
lengua, como cuando asegura que casi las únicas personas con las que se ha
encontrado en América que valgan realmente la pena eran todos miembros del
Partido Comunista.
Otrosí decimos que hemos tenido conocimiento, por
boca entrevistada de su fidedigno autor, de la última novela de Ray
(ahívalaórdiga) Lóriga, sí, el poeta novelesco. Al parecer, el ínclito Ray ha
escrito una de narcotráfico en Ibiza, retratando a una especie de capo ibicenco
llamado Za Za. No la leeremos, resistiremos con titánico esfuerzo la tentación
de hacernos con un ejemplar y devorarlo en una noche. Somos fuertes. Al
respecto, cabe decir que estamos razonablemente seguros de que Ray (ahí... y
etc...) Lóriga es uno de los pocos autores españoles capaces de asumir una
entrega de esa índole sin caer en el costumbrismo más cavernario e indolente,
sin hacer el ridículo de todas las maneras posibles, vamos. Imaginamos que Ray
tiene su idea de primera mano acerca del tráfico de drogas y de las sustancias
prohibidas que lo conforman. Si, por ejemplo, se hubiese atrevido con una
narración como la de Mr. D., no habría tenido que documentarse mucho con la
cuestión de los tatuajes (nos referimos a la parte paralela de Mr. Truant). El problema en este país es que escasean
los verdaderos emprendedores literarios. Hace no mucho, apenas unos cuantos
meses, apareció en El País Semanal una buena historia que demandaba ser contada
con urgencia. Trataba sobre la emigración española en New York, la
"pequeña España", que tuvo su relativa importancia, mucho menor que
la italiana, por supuesto, durante el siglo pasado. Hay archivos que consultar
en las dependencias de la Spanish
Benevolent Society, entre otros centros. He aquí un trabajo de
investigación digno de nuestros intrépidos Revertes nacionales. Materia prima
para una novela. Y también para una película de gánsteres. En el artículo de El
País, se relata brevemente la existencia de bandas de narcotraficantes
descendientes de españoles. En concreto uno de los entrevistados comenta que
durante los años setenta y ochenta se podría haber rodado con toda tranquilidad
una película como El Padrino sustituyendo a los mafiosos italianos por
españoles. Ah, qué gran relato podría salir de ahí, con esos mimbres tan
espectaculares. Imaginen el juego que podría dar la conexión mafiosa española con
la emigración en Argentina, Mëxico y otros países de Latinoamérica, la
rivalidad con otros grupos: italianos, irlandeses, jamaicanos... A finales de
los ochenta, la droga había hecho estragos entre la juventud y el FBI pisaba
los talones a los narcos españoles. El restaurante El Coruña quedó hecho un colador, completamente destrozado, a raíz
de un tiroteo entre agentes federales y mafiosos. Sí, un material de primera...
Pero, claro está, hace falta pasta gansa para acometer un empeño de esas
características. De hecho el único documental que existe sobre el particular
fue financiado y dirigido por un ciudadano estadounidense, Artur Balder, eso
sí, de origen español. Podríamos dejar descansar durante un tiempo al jodido
siglo de oro y dedicarnos a menesteres más fructíferos y comerciales (en el
mejor sentido del término). Podríamos ser ambiciosos e invertir en una historia
decente por una vez...Olvidar el manierismo costumbrista, nuestro casposo
casticismo que todo lo infecta y hacer de una vez nuestro El Padrino. Bah, soñar es fácil. Nos falta la industria. Carecemos
de guionistas a la altura de una empresa de esa magnitud intelectual e
histórica. Casi mejor no intentarlo, para no caer en la caricatura y
descorazonarnos más aún. El cine español languidece... Se quejan amargamente de
ello en los premios Goya, dicen que el gobierno no les subvenciona lo
suficiente, lo que es rigurosamente cierto y además por motivos partidistas e
ideológicos infames en la mayoría de los casos, y sabemos que existe una
cinematografía de pequeños presupuestos y actores no demasiado bien retribuidos
que alcanza cotas de bastante calidad, así como una serie de buenos directores
y actores que trabajan en otros países, singularmente EEUU, en grandes
producciones. Pero lo que también nos consta es que esa puerta giratoria que
funciona entre el cine español y las televisiones públicas y privadas en virtud
de la cual algunos actores y actrices españoles completan sus ingresos en época
de vacas flacas cinematográficas, instala en los espectadores, en los pocos que
van quedando que acuden a las salas de exhibición, una estupefacción que va
creciendo de día en día. Uno respeta el trabajo de un actor... y de repente lo
ve en una de esas series para tarados y, bueno, digamos que se rompe parte de
la magia..., o algo así. Nosotros no podemos ver una película en la que
aparezca Carmen Machi, o Paco León (o cualquiera de sus pesadísimos
familiares), por ejemplo, porque no podemos abstraernos de su colaboracionismo
infame en productos de muy ínfima calidad que han hecho y siguen haciendo un
daño incalculable a la sociedad popularizando estereotipos nocivos, nefastos
culturalmente, y absolutamente reaccionarios desde el punto de vista de la
política. Productos que no son sino la mera actualización de la más rancia
filmografía franquista, con sus grandes familias y su landismo cutre (con el
añadido de que los actores son bastante peores todavía, si cabe, que los que
salían en esas películas añejas y tan nacionales). Porque, aunque de vez en
cuando se hiciera una película decente, los valores
que promocionaba el cine español durante el franquismo eran, por lo general,
directamente retrógrados, antidemocráticos y antisociales. Lo mismo que Aída,
por cierto, esa serie real como la vida misma.
El caso es que Ray (y etcétera...) escribe sobre el narco de provincias y
seguramente no lo hace mal, porque es de provincias pero con cierto glamour. No
lo leeremos, nos decepcionaría; nos apostamos algo a que parodia y no se lo
toma en serio, y el caso es que hay que tomárselo en serio. Y Ray no es E.
Bunker, ni Albertine Sarrazin. Estos son delincuentes reales que hablan otro
idioma y suenan a verdad, son veraces, estos sí, como la vida misma, una vida
nada feliz en la mayoría de los casos. Eso de ser pobre pero honrado queda para
Machi, León y sus mariachis patéticos de Esperanza Sur (joder con el
nombrecito, es que ni eso saben hacer, o mejor dicho, es que eso lo hacen
especialmente mal, nombrar). Atrás quedan los Malamadres de rigor. Y aquí hay que detenerse por un instante: al
que se le ocurrió ese apodo, ese alias, habría que inhabilitarle para escribir
"en público" para el resto de sus días. Sobre esos cimientos no se
puede construir una historia verosímil, ya pierde certeza desde su inicio, ya
carga con un pecado original del tamaño de la catedral de Burgos, ya no puede
dar juego sino como una farsa de segunda o tercera categoría. Seguimos con la
picaresca pero sin evolucionar un ápice, más bien caminando hacia atrás, en
términos de estilo, como los cangrejos, somos cangrejos literarios así como
país. Antes nos lamentábamos de que no existiese hoy en España un escritor
capaz de concebir un retrato sólido de algo como lo ocurrido en la Little Spain
de Nueva York el siglo pasado. Uno lee El
Poder del Perro, la estupenda novela de Don Winslow, y se queda de una
pieza; capítulos como el de los Irlandeses
Salvajes están a años luz de lo que ahora mismo podría ofrecer el mejor especialista español, es decir, Reverte
(o Ray). Aquí en seguida nos decantamos por la gracieta, por el trazo grueso y
desoladoramente infantiloide de los hermanos malasombra (Malamadre) o el yonqui
medio retrasado de gran corazón (Aída). Nuestra novelística de presidio oscila
entre la quinquillería de El Lute y la caspa total bancaria de Mario Conde: no
existe un término medio aprovechable para el cine, para un cine moderno,
queremos decir, actual, un cine de acción, con diálogos fluidos y situaciones
arriesgadas, con personajes que no repugnen la inteligencia del espectador.
(marzo de 2014)
VERANO 2014
Hete aquí que Elena Medel ha ganado un premio, ha resultado ganadora tras
larga y denodada deliberación del jurado popular. Es decir. Lo del jurado
popular es por la adscripción política de sus integrantes. No. Es broma. Lo del
jurado popular es porque la mayoría de sus miembros son famosos y bastante
conocidos, o viceversa. Lo bueno y reconfortante del asunto en cuestión es que
no se trata de un premio cualquiera diputacional o pueblerino y
ayuntamientístico, sino del muy redoblante y crematístico Loewe (en su versión
juvenil). Acaece por ventura que la susodicha poetiza está a punto de cumplir
la treintena, lo que la privaría de aspirar a galardón tan preciado como unos
siete mil euracos de vellón, ducados o maravedíes del siglo veintiuno que son
tales. Y la competencia para optar al premio gordo es asaz tremebunda. En las
grandes ligas juegan equipos de acreditada solvencia. La lista de espera es
abultada. Demasiados talentos reunidos que aguardan ser recompensados por
aquellos que en algún momento y circunstancia así se lo dejaron prometido.
Ahora, hemos de romper una lanza, con evidente riesgo de fracturarnos la
rótula en el intento, por nuestra infatigable triunfadora editorial. Pensábamos
que, del mismo modo que LM, nuestra musa, Medel había publicado ya una montaña
de pequeños poemarios ariscos o simpaticones, ligeros como el polen o densos
como estrellas blancas, mendaces o verídicos, en fin, un rimero de elegancias
impresas, de metáforas infrecuentes y audaces puestas en fila significando
estridencias varias bastante impensables. Y no. Nos hallamos ante una autora
reflexiva y madura que no publica así como así, que no publica porque sí ni
porque ella lo valga, por el contrario, resulta que es su cuarto o quinto poemario
publicado, resulta que su obra es una obrita, es minúscula, ridícula en
términos de volumen , concentrada como la leche condensada pero menos dulce,
amarga en su justo amargor poético que sufre como está mandado sufrir. Y aquí
volvemos a la carga, porque sufrir, se sufre. Las páginas nos da que sufren y
sangran lo suyo, padecen una incomprensión secular y singular. Cierto que a los
veintiocho años una no puede andar poniéndose su primer bikini ni su sexto o
décimo o vaya usted a saber cuál, qué número irracional de bikini se andará
poniendo la señorita o a lo mejor es que ya se ha pasado al bañador. El caso
periodístico que se va poniendo interesante y estupendo es que, indagando-indagando
hemos llegado a una reseña jugosa del propio jurado que le concedió el premio
gordo que pregona sin rubor aparente que en la escritura de Medel se observa el
deje, el toque sutil y profundo o abisal en cuanto a desesperanza vital y otras
desolaciones de la vida de la mismísima y encantadora Miss Sexton. Y aquí es
dónde exclamamos llenos de júbilo malicioso: ¡ajajá! o, más aún, ¡ajajajajá!
(en lo que ya se confunden constatación y carcajada y tal). Evidente, queridos
amigos. Hubo, y ya lo señalamos oportunamente, una cacería, un abalanzarse, un
movimiento feminista conformado por algunas poetizas de renombre y raigambre,
bien dotadas presupuestariamente hablando por las instituciones públicas y
privadas de todo pelaje, que se lanzaron en picado como halcones peregrinos,
que se lanzaron sin paracaídas y al voleo sobre la obra recién traducida de la
bella Anne Sexton, esa mujer que lo tenía todo y pudo haber tenido todavía
mucho más si no se hubiese suicidado a tan temprana edad como lo hizo, dejando
huerfanitas a un par de criaturas inclusive, para otorgar mayor dramatismo al
cuadro. En realidad, los suicidas
famosos suelen ser gente guapa: ahí tienen a James Dean (suponemos que ese
factor es compensado por la medianía radical de los no tan famosos y de
aquellos a los que no conoce ni su padre, como suele decirse). Nos lo temíamos.
Avisamos de ello, lo advertimos. Los buitres circundaban el mausoleo de Sexton
esperando toparse con algunos bocados todavía calientes. Cosas de la endogamia
creativa y del circulillo empresarial que se tienen montado en el país
madrileño estos genios. Es decir, que, en un lapsus, los muy imparciales de
ellos dejaron a la vista las partes pudendas del certamen, reconocieron que lo
que allí se había valorado era la moda juvenil. ¡Ah!, pobres incautos aquellos
que no están al día de lo publicado por las altas instancias. Si la escritura
de una poetiza no se parece como una gota de agua a otra a un bartiburrillo
formado por partes frankensteinianas de Pizarnik y Sexton, con el inevitable
toque naif y redundante de nuestra doble M nacional (Medel-Miguel) lo tiene tremendamente
complicado para llevarse un triunfo en la partida. Entonces, chicas, hay que
leer y repetir. Y repetir con habilidad suficiente para que no se note
demasiado el remake; es repetir y cultivar. Cultivar una imagen de impacto
medio que no pase desapercibida. Ser joven también es indudablemente un valor
en alza (si se es guapa además, viento en popa a toda vela, porque los
reputados suelen ser varones y encima los poetas suelen ser tipos salidos,
melifluos y libidinosos, ja).
De otro lado, el vencedor mayúsculo o senior ha sido un señor que bien
podría haberse llamado Junior, como americano, porque la pinta la tenía. Un
tipo que escribe en El Inmundo, con lo que está casi todo dicho, mira por
dónde. Un poeta cabal, reglamentario, industrial, vaya. Un vate pedrojota, casi,
casi como dios manda pero sin llegar a tanto, digamos que como manda Jesucristo
y vale, un mandado del segundo escalón celestial (los del espíritu santo suelen
ser directamente animales). Del pedrojota, de cuyo nombre no queremos
acordarnos, podría destacarse el pelazo, seña de identidad. Todo poeta que se
precie y se presente para ganar algún concurso amañado desde el principio por
su Imparcialidad (que es como la superioridad franquista pero en democracia
inorgánica) ha de añadir a su currículum alguna vistosidad elemental y
fotogénica, ya sea en el atuendo, ya en su capilaridad, en este caso
desaforada. El individuo ha ganado varios premios ya, o sea que es un
profesional con contactos suculentos un publicador enfebrecido, un replicante
como en Blade Runner, en suma. Y escribe poemas muy bien pensados, ganadores, ganaderos,
ganapanes y ganímedes, si nos apuran, poemas no de andar por casa, cuya
profundidad es comparable a la de la sima de las Marianas, insondable, abismo
rebajado con sutileza a precipicio en algunos pasajes mediante ciertos toques
de coloquialismo por acullá, ciertas notas pop para no parecer un viejuno
impenitente relacionadas con una visión política posmoderna y muy desencantada
aprovechando el impacto quince-eme que a fuer de impreciso no compromete a nada
y viene muy bien para aparentar (este es de los que votan a doña Rosita, no al
retrón de Podemos). Tentados estamos de andar poniendo muestras de tamaña
calidad lírica en ambas versiones cronológicas, pero no lo vamos a hacer. Quien
sienta curiosidad que compruebe nuestras vastas afirmaciones en la red.
Y no es que sean malos escritores, qué va. La que es mala es la poesía
española y, si nos apuran, la poesía universal actualizada, incluida la
pobrecita nuestra, la nuestra en primer término con su pobre acento y su
provincianismo tan poco glamuroso y tan ojiplático, tan voluble y escandalizable
y patidifuso. A la pobre poesía que es algo tan poco comercial la han querido
comercializar a toda costa y, claro, han creado un monstruo del lago. Ahora,
aunque todos buscamos el reconocimiento de las masas y a ninguno nos amarga un
buen elogio, más si proviene de las autoridades en la materia, digamos que hay
maneras y maneras. Podría concluirse que a menor calidad real del poeta mayor
es la corte de aduladores de la que tiende a rodearse, y para ejemplificar este
aserto nada mejor que acercarse a la realidad de los foros poéticos de
internet, donde diversos reyezuelos desnudos hacen de las suyas con total
impunidad maltratando el oficio hasta extremos en verdad desazonadores y cuyos
engendros literarios recaban decenas o cientos de lisonjas semanales que
ruborizarían a Kim Jong-un. En otro escalón se encuentran los que han ganado
algo y algo han publicado que rehúyen los foros y se conforman con la
blogosfera, entre los que nos encontramos (salvo por la pequeña diferencia de
que nosotros no hemos ganado ni publicado nada, ja). Blogs que reciben montones
de comentarios de amigos y conocidos que declaran invariablemente sentirse
extasiados por la autenticidad y el desempeño galdosiano de sus autores.
El caso es que la poesía de estos tíos y tías es una lata porque suena a
ya exprimida hasta la saciedad. Y, bien, digamos que la poesía es un campo de
minas, un campo de fútbol con su hectárea de regadío y poco más. O sea, que no
da para mucho, que va comprimida de fábrica, que hay que jugar en un terreno
microscópico y casi cuántico sin leyes newtonianas ni nada donde la gravedad
juega malas pasadas (de forma literal). Así que quienes se ponen graves suelen
fastidiarla con las patas de atrás. Y ellos se nos ponen graves sin excepción
porque si no no ganan, y está en juego el pan de sus hijos, jo. Si no, hay que
andar buscando y haciendo prospecciones como empresas petroleras, hay que
hallar nuevas vetas, nuevos nichos de expresión, para poder seguir diciendo lo
mismo sin que se note tanto. Porque desde Whitman está casi todo dicho, es una
obviedad. Hasta Sexton se repetía como es debido, aunque al final tuviera el
buen gusto de hacer algo no tan común. De hecho, hay quienes alucinan con
Ovidio y los clásicos y lo sueltan a la primera ocasión. Estos clásicos, que
eran gente que ignoraba lo que cualquier chaval de ocho años sabe hoy en día
acerca del universo y de otra serie de aspectos fundamentales de la vida
humana, eran, sin embargo, unos cracks filosóficos y tal, unos poetas
gloriosos.
Tenemos el ejemplo del señor Masters y su gran obra, la Antología de
Spoon River, uno de los libros de poesía más leídos del mundo. Pues ahí, Don
Edgar Lee encontró un filón interesante y prácticamente inagotable de expresión
poética dado voz a los muertos de una pequeña localidad americana que contaban
las razones de su muerte y los secretos que se habían llevado a la tumba: quién
era hijo de quién, quién asesinó a quién, quién robó y cuánto, ese tipo de
cosas, de chismorreos que en plan reality show son de lo más agradecidos en
términos comerciales (es de lectura obligada en las escuelas estadounidenses).
Nosotros, por ejemplo, y muy humildemente, nos dedicamos con ahínco a la
idealización de varias chicas monas, mujeres espectaculares, diosas de
pacotilla, pero guapas a rabiar: Janelle, Azealia, Rosario... Es una manera de
acercarse al sentimiento amoroso, digamos, sin comprometerse demasiado, jaja,
dando por archisabida la imposibilidad de realizar siquiera una tímida
aproximación real al objeto de nuestras ensoñaciones, lo que libera carga
dramática y personal al empeño, añade una pincelada de glamour y, en
definitiva, release some tension,
como decían las SWV montadas a caballo.
Pero el oficio del poeta, ese de universalizar las grandes obsesiones y
los enigmas, amén de aparatosamente complicado, nos da que tiene que ser
aburrido y muy, pero que muy deprimente. Ya lo hemos manifestado por activa y
por pasiva, pasamos de profundidades. Nosotros solamente ahondamos en un
pequeño sentimiento de algún modo ficticio, o cuasi ficticio, tratando de
sacarle algo de brillo. No escarbamos demasiado, somos epidérmicos y
superficiales, ¿para qué más? No es necesaria más indagación; la indagación es
algo privado para lo que no estamos llamados, no somos nadie para andar
removiendo verdades esenciales, para ir dando palos de ciego en ese idioma
registrado de la poesía publicada. Pessoa, en un rapto de sinceridad, dijo que
todo poeta es un farsante. Y es cierto. Pero, para ese viaje, no hacen falta
alforjas de diseño. Es decir, reconozcamos nuestra impostura, la futilidad de
nuestra acción, la nula trascendencia de nuestras preocupaciones y nuestra
obra. Dejémonos de martingalas de índole felibre, basta de rebobinar el estro, aceptemos
con pudor nuestra inoperancia extrema y nuestra radical similitud en términos
metafísicos con el resto de la humanidad doliente. Llamémonos, pues, escritores
y no poetas de una buena vez.
La presunta necesidad de exponer nuestras interioridades, la intimidad de
nuestros pensamientos y plasmarla por escrito no existe. Es un cuento inventado
para sacar tajada. Queremos decir que no existe de forma especulativa, suerte
de negocio y mercadeo. Nadie se ve impelido a contarle a un desconocido los
desgarros de su alma, cuando ni siquiera saludamos al vecino en el portal de
casa. E incluso luego somos poetas de derechas que trabajan en el inmundo o en
abecé. Es decir, que nuestra norma estética nos da para votar a un tipo como
Ánsar o Rajoy y a la vez para sacar a colación y describir con gracia las siete
maravillas del mundo moderno y ser unos energúmenos del arte. Jajaja.
La verdad de un gran poeta, la única verdad de la poesía es la que
instruye acerca de cómo un portento creativo de delicadeza es capaz de descender a los infiernos de la
introspección y acto seguido meterse entre pecho y espalda un cocido madrileño
con su relleno incluido y muy grasiento.
Vamos pensando últimamente en la carestía del margen. De otro modo: ¡cómo
nos parecemos! Entre nosotros. La gente se parece mucho entre sí sin necesidad
de leer los mismos libros ni de ver los mismos pogramas de tv. Cuando encima se da la circunstancia de que se
observan similares patrones culturales, entonces la homogeneidad se hace
talmente insoportable. En poesía es mucho peor por cuanto el ámbito creativo
del poeta es restringido... Como hemos explicado en otras ocasiones, dado que
la poesía se debe a la síntesis no puede extenderse hasta el infinito. Ja.
Dirán algunos. Pues no es que sinteticen mucho estos cenutrios que escriben
versos cuatrimensuales y poemas de vellón, o sea, muy largos y tendidos. Bien,
en nuestro descargo de la pesada losa de la verdad inmarcesible que nos viene
dejando baldados, todo sea dicho, especificaremos que si escribimos estos
tochazos líricos de no menos de treinta líneas de metro o de autobús, es,
precisamente, por hacer una gracia inédita y no parecernos como gotas de agua a
nuestros serios competidores y camaradas de oficio, es un alegato contra la
gemelidad y contra los siameses sietemesinos de índole melliza que pululan por la escena reinventando el tema y redescubriendo Atlántidas sin
pausa. Si todos hacen el poema corto bien recitable y maquetable para la
edición de bolsillo, pues nosotros nos decantamos por el poema irrecitable y
difícilmente empaquetable en un librito infantil. Nos tiramos al monte y
hacemos grandes obras de tamaño medio. Algunos, no muy seguros de su
preponderancia, alegan en su defensa que lo bueno si breve, lo que no es de su
cosecha y además es de una vulgaridad nativa. Da la impresión de que andan a la
defensiva ante quien no les ataca, lo que les convierte en agresores y
vejaministas por mucho que traten de esconderlo e indica la velada existencia
de ciertos complejos de inferioridad por cuya causa estos individuos necesitan
autoafirmarse de continuo menospreciando a los demás, en especial a los que son
diferentes o encarnan alguna cualidad que a ellos les es difícil alcanzar.
Sabemos que la diferencia es el yuyú, el monstruo de las galletas de los
mediocres y que siempre tendrán a mano argumentos en abundancia para apuntalar
sus críticas mendaces, pues son los argumentos del poder. La gente se parece
mucho y no hay margen. El arte, así, es una manera de destacar o de sustraerse
a la uniformidad general, debería ser, mejor dicho, si un ejército de tipos monótonos
no impidiera con saña la desregularización del acto creativo. Ah, y se arbitran
infinidad de reglas y reglamentos, se implementa una cantidad abusiva de
requisitos que han de cumplir los diletantes antes de osar introducirse en la
materia. Existe, por tanto, una razón directa entre la dificultad añadida y la
incapacidad manifiesta. A mayor nulidad del poeta, mayores serán las trabas que
tratará de poner al ejercicio del don por los debutantes, y sus críticas serán
demoledoras si el artista desconocido desoye sus numerosas advertencias y no
transita por sus mismos senderos de
gloria.
La poesía pofesional es, por lo
visto, una trampa saducea. Y no entendemos que a nadie le pueda compensar lo
suficiente el meterse hasta las trancas en ese lodazal, por más que obtenga
cuantiosas remuneraciones y beneplácitos generalizados... ¿o sí? Ja. Claro que
lo entendemos y nos consta. Llegas a
la rotonda y te pones a dar vueltas como Homer Simpson y ya no sabes salir.
Pero Homer se desesperaba y nuestros héroes y heroínas no. Se lo pasan de miedo
y comen y beben mucho, más que escribir. Lo de escribir se va convirtiendo en
algo tangencial que no mola nada. Lo de escribir es lo de leer. Se lee lo
premiado exclusivamente y se toma buena nota, se aprehende lo multipremiado y
loado de manera que se reduzca al mínimo la posibilidad de error. Naturalmente
todo esto redunda en un colosal y paquidérmico error de estilo, pero eso no les preocupa en absoluto, se
desternillan por su cuenta convencidos de su valía porque se lo dicen aquellos
a quienes imitan y recalcan.
Si se trata del amor, cada cual suelta la suya, y no podría ser de otro
modo. Debe haber un sinnúmero de aproximaciones al hecho genuino e inexplicable
del sentimiento, el problema se da cuando una tras otra emplean los mismos
materiales para intentar la definición, materiales que no son los propios sino
los aprendidos y obtenidos mediante la lectura exclusivamente, dejando de lado
la inspiración y abrazando una suerte de ciencia exacta expresiva que solamente
se preocupa de hacerse entender lo necesario para no ser confundida con una
novedad susceptible de hacer tambalearse algunos esquemas intocables (que son
los que vienen generando beneficios).
Estamos de vuelta. Lo del amor es inagotable. No se nos agota, sobre todo
porque hablamos del sentimiento a secas, nada de interpretaciones personales y
muy personalistas de nuestro sufrimiento o nuestra dicha. Porque la impudicia
de las revelaciones íntimas no es nuestro campo ahora, ya pasamos por esa enfermedad
infantil, por ese desarrollo acrobático harto de sinceridad falsaria y
literaria, ese "a ver quién es el más bestia, a ver quién la tiene más
grande, a ver quién se bebe más chupitos de tequila" ese "a verlas
venir". Pues de tal modo se resume la competición lírica por un puesto en
el ranking del padecimiento tremendo y el romanticismo exorbitado. Y que nadie
nos malinterprete, que a nosotros a románticos no nos gana nadie, ja. Que ahí
sí que competimos con suficientes garantías de éxito y encumbramiento
comerciales. Nosotros somos los
románticos, precisamente, porque no nos extralimitamos y no damos prueba
fehaciente de nuestra propia experiencia de continuo (un pequeño inciso: no es
que no nos basemos en nuestra experiencia, ¿cómo si no podríamos ofrecer
nuestra versión de otro modo?, lo que no hacemos es relatarla) ni esperamos que
nadie se identifique con nuestra descripción minuciosa de los entresijos
amorosos ni con la melancolía extrema que nos aflige y nos abochorna. Ah,
nosotros apenas presentamos la cuestión, apuntamos sobre la noción y nuestros
apuntes al natural procuran ser extraordinarios, cómo no. Bosquejamos una
realidad romántica para consumo propio y goce tremebundo de nuestros apacibles
lectores. No hacemos alarde sino de introspección y misterio. La poesía erótica
nos disgusta muchísimo, por ejemplo. Encontramos que es un género amorfo y de
mal gusto, otra cosa sea la pornografía ya directamente, que con esa forma no
tenemos contencioso alguno estilístico en marcha, que hay que escribir, polla y
culo y caca y pis o poner veinte veces casi seguidas la palabra coño en un
poema, es un decir, pues, ¡adelante con los faroles! No seremos nosotros los
escandalizados, ni soltaremos idioteces sobre el particular. Tenemos nuestro
convencimiento de que la poesía erótica está hecha especialmente para tarados
tipo pulp fiction (ya saben). No se nos alcanza qué tipo de ser humano puede
"disfrutar" con la lectura de un poema erótico "ad
hoc". La chabacanería acecha al
poetastro erotizante como un depredador a su víctima apetitosa. O el melindroso
pijismo internacional, la pretendida opción bukowsquiana, eso sí, sin haber
descendido a abismo alguno de abyección, sino de oídas o leídas, sin haberse
manchado las manos ni tener puta idea de lo que es una buena mancha de sudor en
la sobaquina.
Pues la abyección, la degeneración, no son situaciones al alcance de
cualquiera: hay que trabajárselas durante años. Ni tampoco pueden ser objeto de
decisión personal alguna. No se puede decidir
iniciar un proceso degenerativo. Uno puede darse a la bebida o a las drogas,
pero cuando se trasciende y se entra de lleno en el territorio de las
enfermedades mentales..., ahí no hay fingimiento posible, o se está enfermo, o
se padece una patología o no. Y a nadie le hace gracia acabar esquizo, por
mucho que venda libros como Unica Zürn. Si leer a Unica Zürn es doloroso (al
menos a nosotros nos resultó así), imagínense lo que ha de ser escribir cómo
ella, lo que debe doler.
Luego está el término medio de ninguna parte encarnado por Reverte. Entre
aquel que se la coge con papel de fumar, digamos nuestro amigo Marías, y el que
parece estar de vuelta de todo, se encuentra el homo reverteris. Reverte es el
trilero por antonomasia, pero un trilero ful, sin dominio del oficio, sin
haberlo mamado, para entendernos, es el estafador sobrevenido, vamos, el listo
de toda la vida. Ahora, fuerza de voluntad, tiene, y ego. Un ego
sobredimensionado hasta límites poco comunes incluso dentro del mundillo. El
otro día leímos algo de Marías que nos hizo mucha gracia y que no podemos dejar
pasar..., nos debemos a nuestro público impaciente. Resulta que en uno de sus
artículos de El País, se destapaba con una revelación sorprendente: es de los
que abren el grifo o encienden la maquinilla de afeitar (¿?) cuando van al baño
para que sus novietas no escuchen la caída del truño sobre el líquido elemento
o la más suave cataratilla de las oportunas micciones, ambos dos sonidos
insoportables y guarrindongos a más no poder y que pueden de hecho arruinar una
relación meliflua y melindrosa y acaramelada y muy antigua y casta, como todas
las suyas. Miren que es grave, gravísimo que no sea capaz de entender las
implicaciones de una declaración de ese tenor en lo tocante a la percepción que
de su persona puedan extraer los lectores. Reverte no. Reverte es de lo que
dicen que van a plantar un pino o de los que mean haciendo ruido a propósito
para presumir de próstata invicta y tal. Y el caso es que estos dos elementos
son amigos..., dime de lo que presumes y te diré de lo que careces. Se
complementan, como la extraña pareja, pero sin la gracia de Walter Matthau.
Pero no divaguemos, estábamos poniendo a parir a Reverte, noble ocupación, sin
duda (no le va a la zaga la de vilipendiar a Marías, aunque no reporte la misma
satisfacción, mayormente porque Marías a veces no es tan irritante y eso que
hace poco volvía a la carga con las soplapolleces sobre la corrección política
y Mark Twain, de las que ya opinamos en su momento: y no es que no le entre en
la mollera algo tan sencillo, sino que lo hace, casi estamos seguros, por
aparentar y dárselas de tipo duro, una especie de ley de la compensación).
Bien, decíamos que Reverte se sitúa en el término medio entre el verdadero
degenerado y el dandy, tipo Mendocilla (aquel que nunca escribe en camiseta, y
vaya si se le nota el envaramiento y la falta de cintura expresiva). Un lugar
para el que se necesita poseer
cualidades funanbulísticas de supremo equilibrio en orden a no darse el
jetazo pertinente (lo que a Reverte le trae sin cuidado, se las pega de todos
los colores y le da igual), con el espectáculo subsiguiente de muy dudosa
moralidad y enjundia de la triquiñuela y el apaño descubiertos y al aire, como
las vergüenzas. Luego, dentro de los degenerados, hay un subgrupo cuya tara ha
corrompido de manera decisiva la
posibilidad de la creación artística y que viven más de la fachada rocambolesca
que de la realidad de su obra, viven de los réditos de un feliz tiempo pasado
que nunca volverá.
Bien, un mínimo grado de abyección a todos nos concierte (salvo a
Marías), esto es bien cierto. Pero para llegar a un estadio superior hay que
ponerse manos a la obra y currar de lo lindo durante toda una pequeña
vida. Y, más importante, es
imprescindible haber sido víctima propiciatoria del destino y haberlas pasado
canutas, es preciso reconocerse dentro de un pasado inicuo, una niñez desfasada
e incompleta. En esta deleznable etapa infantil es donde se cuecen a fuego
lento las miserias de la vida que vendrá. Los abusos y la maldad que amenazan a
un espíritu dulce y confiado son piezas básicas de un futuro marcado por la
inadaptación. Gentecilla feliz y convencional como Marías está fuera de lugar
en estos casos. Su obra no puede trascender, no puede llegar a horrorizar
convenientemente, con convicción suficiente. Tampoco Reverte, ni la mayoría de
escritores que incluso alardean con inconsciencia de una infancia integrada y
sin complicaciones son capaces de funcionar a un nivel exigible de dolor y
furia incontenidos sin resultar falaces impostores. Ja.
Ja. Así que los poetas buscan la trascendencia a toda costa, por tierra,
mar y aire. Anhelan que la crítica fehaciente les alabe el gusto trascendental.
Esto tiene que ver con su educación religiosa que les convierte en ateos y
creyentes a un tiempo, que les hace reservar una parte de su mente a la
espiritualidad mal entendida y les impele a celebrar teorías ridículas acerca
de los grandes temas filosóficos. De
este modo, en sus poemas tratan de impresionar al lector con supuestas
reflexiones y conclusiones solo al alcance de los más sesudos pensadores, se
erigen en intérpretes o sustitutos de los maestros humanistas, incluso de los
científicos, de los cosmólogos, ofrecen explicaciones magnánimas sobre las
teorías de cuerdas y la física cuántica como quien comenta un partido de fútbol
en la radio fascista (porque el periodismo deportivo en españa es fascista o no
es), con esa misma levedad arrogante. La trascendencia es un camelo. No es la
poesía su lugar. En realidad, no tiene lugar en la historia de la humanidad. El
hombre no tiene alma. Se muere y santas pascuas. Las religiones son bazofia,
enfermedades pueriles del desarrollo de la especie, izquierdismos y tal frente
a la seriedad mortal de la existencia. La presunta compulsión transcendental,
la necesidad de ir más allá, de comprender lo incomprensible y demás
zarandajas, son inventos para prevalecer y preponderar y hacerse los
interesantes a través de los siglos. Dejémoslo en juegos de palabras. A eso se
dedican los poetas: a los juegos de palabras, y cualquier otra definición es
inexacta, es un camelo, una visión sesgada de la actividad lingüística. Ocurre
que el lenguaje ofrece conexiones inesperadas de continuo. Y cuanto más se usa,
más sorpresas nos reserva, más veces suena la flauta por pura casualidad para
que luego lo llamemos introspección, investigación o algo similar que implique,
cómo no, un talento inmarcesible y una sabiduría fuera de lo común. Y el poeta
que, efectivamente, se toma en serio su trascendencia y trata de pensar, así dicho, a lo bestia, de
Pensar con mayúscula, tacha de un plumazo toda apariencia de lirismo en su obra,
termina antes de empezar, no alcanza el poema y se queda en la simple reflexión
de tono académico, mejor o peor escrita. El secreto de la poesía está, pues, en
la levedad y la falta de expectativas. En no hacerse muchas preguntas y no
pretender reunir muchas respuestas. El poeta no es un intelectual, ni debe ser
un erudito, menos un pedante. Hace falta distancia y humildad real. La clase de
humildad que no se representa, que no admite representación porque nace y es
natural. El poeta es un escritor, otro escritor que, meramente, no narra una
historia convencional como el novelista, ni explica o expone un saber, como el
ensayista. El poeta es un escritor que trabaja para el descanso de sus
lectores, para proporcionar un goce estético a través de su pericia en el
manejo de la lengua. La trascendencia en cualquier actividad humana no existe,
está de más. Si se busca, no se hallará jamás. Si no se busca, está bien:
tampoco habrá de hallarse, como es lógico, pero nos evitaremos el espectáculo
risible de quien da palos de ciego y se tropieza cada dos por tres. El arte
existe como expresión de elevados sentimientos, como ansia de perfección y
belleza, como emulación. Mas, una vez creado, una vez plasmada esa expresión,
ese ansia, no continúa evolucionando sino en la interpretación que de él se
haga por los sucesivos espectadores o consumidores, no es que adquiera vida
propia y supere barreras imaginarias hasta transmutarse en inefable. Usted
puede deleitarse enormemente con Las
Meninas mientras que a otros puede parecerles un coñazo, gente que también
posee su sensibilidad, en tanto humana. Es decir que el arte se fía de sus
coordenadas interpretativas, quien no posee referencias no adivina ni se
deleita con propiedad, en general. De modo que el arte, en muchos casos,
resulta convencional. No se explica por
sí mismo ante quien no está en disposición de comprenderlo. Dice G. que el
artista no debe rebajarse... y sobre esto ya hemos disertado en alguna ocasión:
es un poco una perogrullada, tiene razón, sin duda. Quien conoce el lenguaje a
la perfección ha de hacer uso de él con perfección, pero ese uso puede ser
perfecto y asequible a la vez, o perfecto y reservado a un círculo mínimo de
expertos capaces de descifrarlo. En la mayoría de las ocasiones, la belleza unida
a la sencillez es fruto del dominio exacto de la técnica expresiva.
En la cuestión trascendental también hay que tener en cuenta el efecto
polisémico del lenguaje que también suele aparecer como por arte de magia y no
de manera premeditada, por más que así lo aseguren los más pringosos genios en
la materia. Y esto es así por la propia configuración de las lenguas que no
nacen de golpe y porrazo sino que se van perfeccionando con el uso a través de
los siglos y van añadiendo significados y vocablos a su acerbo de manera que
las relaciones se enmarañan y dan lugar a equívocos y dobles o triples sentidos
constantemente. Es la propia naturaleza del lenguaje la que fuerza esa cualidad
polisémica tan fácilmente confundible con la trascendencia.
Cambiando de asunto, nos hacemos eco de un artículo publicado en Babelia
que escenifica bien a las claras el desprecio absoluto que la industria
editorial siente por la poesía a la que de puertas para adentro califica y
tiene catalogada evidentemente como arte menor, algo comprensible atendiendo a
la cuenta de resultados de los poemarios en comparación con la novela o el
ensayo.
En portada, nada menos: "La poesía estalla en las redes", y una
serie de páginas web con sus correspondientes fotos incluidos una pintada de
neorrabioso y, modernos que son los tíos, don Nicanor Parra, también Ajo, la
micropoetisa, así que ya nos tememos lo pior. En el interior... la cosa va a
peor, ciertamente. El artículo no hay por donde cogerlo. Empezamos por el
título: "Versos. com", que es un prodigio de originalidad y buen
hacer, que la señorita Andrea Aguilar se ha roto la cabeza pergeñándolo, vamos.
En la entradilla un aviso a navegantes: "...los nuevos poetas conectan con
chispa virtual". Así, como suena. Los resaltados no lo acaban de arreglar:
"Los recitales se llaman 'jam', y los libros son un colofón". Lo de
que "se llaman jam" nos indica bien a las claras que la fonética se
la trae al pairo a la señorita Aguilar, muy indicado para glosar el tema del que se trata. Este inicio
parece desolador, preludio de una tortuosa pérdida de tiempo, pero también
incita nuestras bajas pasiones y nos invita a continuar la lectura, a ver si al
final va a resultar mínimamente interesante y vamos a aprender algo o vamos a
conocer a alguien. Jajaja. Solo les diré que a quien más espacio dedica, esto
para que observen el nivel de aplicación de la articulista, es a nuestra musa
preferida, nuestro faro en la lejanía, la simpar, Luna Miguel. La autora le pregunta a Leo Zelada, poeta
peruano, que si el rollo de la red es un fenómeno juvenil, a lo que responde el
man que: "Es joven porque esa es la generación que entiende la
Red...". No salimos de nuestro asombro, cuando nosotros que pasamos de los
cincuenta tenemos un blog y usamos facebook para relacionarnos con otros poetas
de nuestra generación desde hace años y hemos crecido al calor de los foros
poéticos en la red mientras Luna Miguel jugaba con sus muñequitas o con sus
monigotes punk, a saber. O sea, el típico caso del tío joven que cree que ha
descubierto el mundo. Vale que serán muy duchos en el uso del teléfono móvil y
de las apps y todo ese mundillo tecnológico que a nosotros nos supera, pero
¿que la Red (así escrito, con mayúscula) solo esté al alcance de los más
jóvenes?, eso es una sandez como la copa de un pino. La colección infinita de
tópicos y topicazos que se suceden en el artículo no es de recibo: es la
superficialidad elevada a la enésima potencia, la falta de implicación y de
trabajo más palmaria y evidente con que nos hemos topado en toda nuestra vida.
Una cosa es no trascender, el cuento de la trascendencia y otra es el
respeto debido a la literatura como arte. Es como si hacemos un repaso de la
novelística actual y dedicamos la mayor parte del artículo a hablar de Donna
Tartt por la única razón de que está de moda y está vendiendo un montón de
ejemplares de su descomunal novela "El jilguero" (que hemos leído y
de la que hablaremos brevemente más adelante). Pues bien, la articulista
Aguilar le da cancha a una tal Ajo (bello nombre, no te jode) que tiene un bar,
tuvo una banda de rock (al parecer) y se dedica a la noble ocupación de
escribir micropoemas ocurrentes a tope
como este: "veo, veo, ¿qué ves? pues en general: mucho gusano y poca
mariposa" (no hemos transcrito los guiones del diálogo porque nos daba
pereza). Este micropoema es malo, de malo a muy malo en la escala de calidad
intrínseca de Gombrowicz que nos acabamos de inventar al efecto de emitir un
juicio ponderado sobre el particular. Pero sucede que la tal Ajo vende y hay
que darle cancha a la pobre: servidumbres editoriales.
Proponemos el siguiente y oportuno paralelismo. A todos nos gusta ganar.
Ganar es bueno y bonito, hay quien no soporta perder, como suele decirse, ni a
las canicas, ni a los chinos y, sin embargo, hay una honradez, una dignidad,
existe una autoridad en la derrota que puede ser superior en términos estéticos
al laurel de la victoria, puede lucir un acabado más brillante, y esto es así
porque existe la compasión, entre otras cosas, que es un sentimiento delicado y
puro, una virtud cardinal, un valor en retroceso. Del mismo modo, hay otras
herramientas vitales como la alta autoestima que están muy bien en casi todos
los casos, que son positivas en casi todos los contextos, pero que no sirven de
mucho en poesía. De la autoestima surgen los ideales trascendentes, la
necesidad de no terminarse, de prolongarse indefinidamente en el tiempo, de
traducir lo inefable y conseguir el triunfo, de ahondar y hacer
descubrimientos, de realizar grandes hallazgos, permanentemente. Es una
enfermedad de la poesía. Viene esto a cuenta del artículo de marras y, sobre
todo, del poema de LM que lo ilustra (no es el único pero nos interesa más). El
poema no es bueno, a pesar de haber sido elegido exprofeso para el articulillo.
Mucho nos tememos que la poetiza Miss Sexton esté muy presente en sus líneas versales
(esto por decir algo, por joder) Se trata de uno de esos poemas prosaicos que
están ahora en el candelabro (cómo no, tratándose de Miguel), es decir, que no
se estructura en versos aunque bien pudiera hacerlo, ya que su lenguaje es el
poético de siempre, hipertrofiado pero poético (pero así queda como más
intelectual, que es lo que se pretende desde el primer momento). Vale que es
una licencia de estilo y no otra cosa, licencia que corresponde a un plan de
acción de lo más moderno que pudiera imaginarse, por supuesto. Aparte de que su
tamaño sea el idóneo para el recitado "jam": ni una sílaba más de las
que oportunamente puedan declamarse en una intervención sin que se mosquee el
personal, lo que llama poderosamente la atención es el final, un final de
impacto. Ya lo decía Poe. Hay que pensar bien el final, si fuera preciso siendo
inmisericorde con el resto del poema, pero Poe no decía que hubiera que forzar
uno como este de LM, de forma tan artificial. Poe hablaba de un verso por
encima de la media del poema, no de este verso:
"Había fuego y había fuego y había fuego", por triplicado ejemplar.
Sí, claro, ya, dirán, está sacado del contexto... De acuerdo. En contra de
nuestra costumbre, de nuestra política y sin que sirva de precedente, reproduciremos
el poema íntegro para que puedan ustedes juzgar si nuestra crítica es veraz y
convincente, si nos extralimitamos en nuestro afán denigratorio y si nuestra
animadversión es tan notoria que nos nubla el entendimiento. Ja. Y helo aquÍ:
CALEFACCIÓN
Me da miedo el ruido de los calefactores. Quizá porque me
acostumbré al frío, al húmedo cuarto que
no puedo. Que no crezco. A la húmeda humedad de aquel quiste que exprimíamos como un zumo de cristales o un
esmalte. Me da miedo el ruido de los
cánceres. El ruido de los ascensores. Quizá porque sin ellos el mundo se estropea. Quizá porque sin ti el mundo es
egoísta. Quería un hijo y parí
un gato. Quería un gato y tuve un corazón de vaca atragantado. Quería un corazón y la ciudad se llenó de
luces de navidad del color del hígado.
No había recuerdos hermosos en aquel acto. Había goteras y había miedo. Había húmeda humedad y había
miedo. Había fuego y había fuego y había
fuego.
Decíamos que el
poema era malo. ¿Lo es? Nosotros, modestamente, lo que observamos es un
batiburrillo de estilos diferentes, de figuras, una amalgama de
trasdencentalidades sin número ni concierto, como un corta y pega monumental,
un muñeco diabólico de frankensteiniana factura y más traicionero que la novia
de Chucky, hecho de retales líricos de aquí y de allá, sin personalidad (que no
es que sea algo malo per se, pero que
en este caso lo es; y dirán ustedes, rápidos lectores: pues así son todos los
poemas, con múltiples referencias, deudos de la lecturas de sus autores, a lo que
les contestamos de inmediato: cierto, la ruina sobreviene cuando las partes no
pegan ni con cola, no logran cohesionarse ni consiguen formar una unidad
distinta de sus componentes, cuyas partes sean a su vez susceptibles de ser
tomadas como modelos por otros, que de eso trata la literatura, en general). Pero
sigamos. Si las aliteraciones se nos antojan, tal vez, demasiado visibles, la
final es apoteósica. El recurso de la mutilación sintáctica (que no puedo, que no crezco), que no nos
es ajeno, aparece también como cogido de los pelos, poco natural (y es que nos
da esa impresión la totalidad del poema). La alusión al cáncer es el inevitable
tributo al punk, al pasotismo yonqui y al rollo gótico y muy oscuro casi negro
que se gasta la autora. Los toques surrealistas, que podrían ser lo mejor de la
pieza quedan desenmascarados también en medio de la confusión general. Pero es
que ese final... es de juzgado de guardia. Porque es tramposo y falsamente
trascendente. La repetición es un adorno pretendidamente genial que canta lo
suyo para cualquiera que no sea un fan declarado de la señorita Miguel. No
hacía falta. Un poema necesita un final, no una traca final para que el público
aplauda enfervorizado. La traca final lo que hace es cargarse el poema (si
hubiera algo digno de salvarse, que ya ven que lo dudamos). Ahora, si uno
escribe pensando en el recital con los colegas, luz tenue, música de fondo, la
acústica de la sala y el poder del micrófono que siempre añade solemnidad al
acto, si uno escribe pensando en la publicación inmediata del truño que sea,
sea cual sea siempre que dé el pego de alta poesía, si se escribe bajo la
certidumbre, con la certeza de que el poemario va a resultar ganador en el
primer concurso al que sea presentado siempre que no deje de ofrecer al jurado
de reputados amiguetes (que es como lo del capitalismo de amiguetes pero trasplantado
a los certámenes poéticos) este tipo de golpes de efecto (por si alguien se
quejara), entonces es lógico que se empleen estos trucos del almendruco tan patentes
y burdos, este tipo de artificios diletantes y antiguos, ¡tan pasados de moda!,
¡tan out!
Mas, no
obstante, bien mirado, podría ser que nos halláramos, sin haberlo detectado,
pobres palurdos que somos, ante la codiciada, genuina y modélica ¡lírica vintage!
Y es que no estamos en la onda, definitivamente, no nos enteramos de nada.
Gracias a esta
gran periodista nos enteramos de que LM va por su décimo libraco poemario. ¡Ya
decíamos que lo de Medel eran menudencias líricas!, pecata minuta, que la chica
se controlaba y se comportaba y no abusaba de su posición editorial.
Bien, ya hemos
despotricado. Y se dirán ustedes que siempre con lo mismo, que a lo mejor todo
esto es pura y llana y muy española envidia, alma española que arremete contra
lo que encuentra por encima de sí, contra todo cuanto es sublime que le está
vedado. Ja. Poco sublime vemos en nuestras heroínas, nuestros héroes juveniles.
Ajo: ¿se imaginan a Emily Elizabeth Dickinson -es un decir- con ese nombre
atrofiado? Hola, soy Emily Dickinson, pero podéis llamarme Ajo..., soy Anne
Sexton, pero podéís llamarme Ajo, soy Alejandra Pizarnik, pero podés... Alguien
que depaupera su apelativo hasta semejantes límites no está en condiciones de
honrar el género, no puede esperarse de alguien así respeto por la literatura. Claro
que va en consonancia con su obra, aunque confunda el minimalismo con la
chabacanería. Y luego como que le dará vergüenza escribir algo más serio y
menos infantil. Digamos, para terminar y tachar de una vez ese ominoso nombre
de nuestra memoria que Ajo es el Podemos de la poesía española, pero que no
puede.
Por lo demás el
resto de autores de los que se rescatan poemas en el artículo no nos interesa
demasiado, salvo, quizás, Alan Mills y Escoffet... A Carlos Salem lo
encontramos previsible en su pieza (por si fuera poco, se parten los versos
para adaptarlos al diseño de la página, una barbaridad que comete Babelia,
porque eso no se puede hacer sin avisar), con ese punto ganador de concursos
que tanto nos desagrada. A Eugenio Tisselli, le vemos pleno de ansia viva,
veremos que nos ofrece con el tiempo...
Mención aparte
merece el asunto del "prostíbulo poético" (¿por qué siempre tendremos
que importar las memeces y no las genialidades?). Resulta que en NY unos jovenzuelos
a la última tuvieron la idea inmarcesible de intercambiar recitados de sus
grandes obras por money, pasta, dinerito contante y sonante, que uno es artista
pero necesita papear y tomarse unas copichuelas para recabar inspiración y eso.
Al parecer te recitan un poemilla por un euro, en privado, eso sí, que tiene
más morbo y da más gusto. Lo que no queda muy claro es si la perfomance está
reservada para féminas o si también se abre a los putos (poetas). En fin, que
entre esta pringosa iniciativa y las "llamadas jam", antes puestas a
parir, lo raro no es que la poesía "estalle en la red" sino que no
haya petado en pedacitos diminutos y haya desaparecido del mapa
definitivamente. En cualquier caso, y como ocurre con la prostitución real,
para que el engendro funcione hacen falta clientes..., y eso es lo que no nos
acaba de entrar en la mollera: que haya gente que se preste a esa farsa y
encima lo llame arte. Pero ya se sabe, hay gente cultural dispuesta a llevar a
cabo las actuaciones chorras más inverosímiles que pueda imaginarse.
De todo esto, lo
único que sacamos en limpio es que la poesía española está de capa caída con
estos lumbreras editoriales y estos hachas periodísticos. Lo que no es cierto
tampoco, ya que sabemos que si algún periodista quisiera hacer una
investigación mínimamente rigurosa del fenómeno poético de la poesía escrita en
español en internet, los resultados serían muy distintos y mucho más jugosos y
esperanzadores que los mostrados en este bodrio babeliano que nos abochorna. No
es que el talento rebose los entresijos de la red, hay muchísima paja, el
trabajo no es fácil, como no debe ser fácil hablar de desconocidos absolutos
para un periodista, suponemos, de gente que no ha publicado nada, exponiéndose
a llevarse una reprimenda de su responsable. Es decir que el criterio del
periodista no sirve, hay que fiarse del de los reputados que han premiado y
publicado y hacerles caso: palabra de dios. En vez de encomendar el trabajo a
un profesional en la materia, se manda a una becaria a entrevistar a Luna
Miguel y Ajo (¡puaj!), que son las
que venden, y santas pascuas.
Hablaremos
ahora, cambiando de tema, pasando página de este desastre periódico-poético,
brevemente de nuestras últimas lecturas. Nos atrevimos con El Jilguero, de Donna Tartt, acuciados por las buenas críticas y la
curiosidad. También porque nos apetecen de ven en cuando las novelas gansas que
no se terminan de buenas a primeras. El resultado es desigual, como no podía
ser menos tratándose de un libro de mil ciento y pico páginas. La autora
demuestra oficio, dominio del arte narrativa, capacidad de invención, demuestra
que es capaz de documentarse a la perfección (¡qué rollo!). Incluso se marca
una descripción bastante lograda de lo que es un subidón de ácido, LSD, que
llega a dar la impresión de que habla por experiencia propia, aunque lo dudamos: más parece el testimonio
de uno de esos yuppies de turbio pasado universitario que ahora trabajan como altos
ejecutivos de alguna multinacional, concretamente en el área de recursos
humanos (de eso les ha servido la paz y el amor lisérgicos: paz pa tos). En lo
que tiene de novela de iniciación clásica, de las tribulaciones de un chaval
que se queda dramáticamente huérfano de madre y tiene que irse a vivir con su
padre que les había abandonado, la novela se sostiene y alcanza cotas elevadas
de eficacia narrativa y entretenimiento. Cuando pasa a terrenos más policíacos,
más propios del thriller, y se mueve en el terreno de la acción desenfrenada
situada en el mundo adulto, es decir cuando el protagonista crece y deja de ser
el adolescente facilón (en términos novelescos), flaquea y se tambalea un
tanto. En mil páginas hay tiempo para todo. Donde tampoco acaba de engancharnos
es en lo tocante a las reflexiones sobre el arte que se marca la autora, no en
vano el libro tiene como objeto principal el archifamoso cuadro que le da
título, una obra artística de primera categoría, por lo que es inevitable que
se hable de arte en la novela. Y las peroratas son un poco de manual y cuando
se desligan del manual aparecen algo deslavazadas y faltas de profesionalidad,
es decir, de verdadero conocimiento e introspección, de conocimiento real de lo
que significa el arte, de una visión personal e interesante del fenómeno
artístico. Le falta poesía. Eso es. A la parte final, a las conclusiones les
falta poesía para redondear la faena. Es como si de pronto a la autora le
entraran las prisas por colocar la palabra fin y tuviera que dedicarse al
enojoso trámite de hablar en serio de pintura o de arte, como si lo hubiera
dejado para el final como algo que vas postergando hasta que no te queda más
remedio que afrontarlo y entonces lo haces de forma precipitada e insegura. Es
nuestra opinión. ¿Recomendable? En cierto modo... No lo desdeñamos ni nos
atreveríamos a aconsejar en contra de su lectura. Nos mantenemos, pues,
neutrales. La novela se puede leer y resulta interesante en muchas de sus
partes. Aunque al final a nosotros nos quedó la sensación de que era mucho
ruido y pocas nueces, de que, quizás, podría haberse limitado en parte su
descomunal extensión.
Otra novela que
nos ha gustado, esta sí, bastante más es Americanah,
de la autora nigeriana Chimamanda Ngozi Abichie, de la que habíamos leído ya su
libro de relatos Algo alrededor de tu
cuello, que funciona de un modo algo desigual alternando algunos cuentos
magníficos y perturbadores con otros más académicos y de menor vuelo narrativo.
De todas maneras, nadie puede negarle a la autora la capacidad para construir
relatos bien estructurados, para novelar con autoridad y estilo. Aquí, esta
novela, parte de una base extraordinaria que a los que nos conozcan un poco y
hayan leído algo de nuestra producción poética no les extrañará que encontremos
decisiva y que muchas veces es una debilidad que encontramos en la novela
española frente a la escrita en inglés: el nombre de la protagonista. Ja. Vamos
alla, la chica se llama: Ifemelunamma. Con ese nombre se puede iniciar una
historia sólida, una historia romántica, cualquier tipo de historia encuentra
ahí su cimiento. Alguien que firma su obra como Ajo no puede esperar sino una
literatura al ajo arriero... Esto lo sabe bien Mendocilla (Eduardo Mendoza), el
gran escritor que aseguraba que nunca podría escribir en camiseta, ya que, de
hacerlo, seguramente su intrínseca calidad quedaría maltrecha, se resentiría,
comenzaría a emplear giros proletarios, expresiones paganas y quedaría en
evidencia ante su selectísimo público. Por supuesto que lo que afirma
Mendocilla es una sandez. No así lo del nombre que nosotros apuntamos. Ngozi
Abichie tiene ganada la partida antes de empezar a jugar. Tiene una buena
historia, la de una universitaria nigeriana que viaja a los EEUU, como tantos y
tantos de sus compatriotas, y cuenta sus peripecias en aquel país donde
comienza a sentir el peso de la discriminación racial y por primera vez toma
conciencia de su "color", se siente por vez primera negra. Y tiene un nombre interesante, impactante,
precioso, un nombre que se pronuncia y deja una estela en el aire, Ifemelu, en
su forma coloquial, diminutiva, en su apócope francamente eufónico y
encantador, Ifem, en su término más familiar. Alguien que firma sus obras como
Ajo construye personajes que se llaman Basilisa o Servanda y se queda tan
ancha, si da por bueno para sí misma un nombre tan ridículo y falto de
elegancia, ¿qué no se permitirá para sus protagonistas o secundarios?, tenemos
la respuesta, nombres costumbristas como Genaro o Mariano, nombres populares en
los que sus lectores se vean reflejados, con los que puedan pringosamente
identificarse. Ja.
Bien, pues
Ifemelu viaja a los estados dejando atrás un novio y una familia de clase media
alta en Nigeria e inmediatamente sufre el choque cultural que describíamos
antes. De súbito se ve reconvertida en minoría racial, en una persona exótica,
se ve forzada a tomar conciencia en tiempo record de su negritud, impelida a
reflexionar sobre su aspecto en un sentido más amplio y más profundo de lo que
nunca pudiera haberlo supuesto, sometida a discriminación, juzgada por su
origen genético. Pero nuestra chica reacciona y crea un blog en el que
disecciona los usos sociales de los norteamericanos en relación con la
procedencia de la población y su raza. Avisa a los afroamericanos, algunos tan
satisfechos de su integración, de que Jim Craw sigue vivito y coleando, de que
el racismo no baja la guardia y de que no se puede bajar la guardia frente al
racismo. El blog tiene mucho éxito, pero Ifemelu añora su vida en Nigeria. Los
EEUU pueden llegar a ser extenuantes para un africano. Y vuelve a Nigeria, como
Americanah, término grotesco algo
despectivo con que los nigerianos se refieren a sus compatriotas cuando
regresan de su viaje transatlántico.
La novela ofrece
frescos impagables acerca de ambas sociedades, nigeriana y norteamericana.
Sobre la primera porque Ifemelu, a su regreso, todo lo observa desde una nueva
perspectiva, la que proporciona el conocimiento de otra cultura, la lejanía.
Sobre la norteamericana porque es capaz de ver con claridad lo que los propios
afroamericanos no distinguen por ser, digamos, juez y parte de su situación
social. Las tensiones entre afroamericanos y africanos, la difícil relación con
los blancos, todo está narrado con agudeza y conocimiento de causa. Por
ejemplo, cuando Ifemelu recorre en metro parte de Manhattan hacia Harlem y va
comprobando cómo a cada nueva estación la gente es más obesa y tiene la piel
más oscura. Dejando de lado algunas intimidades relativas a las relaciones
sentimentales de la protagonista en su aventura americana cuyo detalle nos
dejaba la incómoda sensación de ser partícipes de una especie de cotilleo cercano
al reality show, la novela nos parece
altamente recomendable y su autora la dueña de una voz que habrá que seguir,
sin duda, en el futuro.
Por último
hablaremos de otra gran novela, esta menos actual que las anteriores, de la que
hemos disfrutado recientemente. Su título: Los
filántropos en harapos (1914), de Robert Tressell. Novela de clase obrera,
novela socialista, conmovedora y terrible en su descripción de las condiciones
laborales y de vida en general de la clase trabajadora inglesa de principios
del siglo veinte. La novela está construida como una gran alegoría en la que
muchos de los protagonistas reciben nombres relacionados con sus ocupaciones,
sus virtudes o sus defectos, así como los nombre de las empresas o de las
instituciones reflejan sus intereses de forma humorística con el fin de crear
una gran parábola a través de la cual el lector pueda más fácilmente
decodificar el mensaje que propone el autor. En la obra Tressell no se ahorra
ni siquiera la utilización del lenguaje popular de los obreros en sus
conversaciones, lo que confiere a la novela una autenticidad que refuerza la
sencillez y claridad de los argumentos que emplea para denunciar la injusticia
radical del sistema económico-social de la época. Su descripción de la
alienación a que eran sometidos los trabajadores resulta épica, descorazonadora
y muy ilustrativa de algunos comportamientos actuales de nuestras clases
populares. La novela pretende mostrar en toda su crudeza las desigualdades y el
trato realmente inhumano que recibían los obreros en las empresas por parte de
sus capataces y patrones, los mismos que luego copaban los puestos de
representación políticos en los Ayuntamientos y en las diversas instituciones
públicas y privadas más relevantes y que eran entusiastamente elegidos por sus
rehenes en las elecciones que periódicamente se celebraban para dar un barniz
democrático al despiadado régimen. Novela espectacular que merece ser leída y
divulgada por su innegable actualidad que podría ayudar a abrir muchos ojos hoy
en día a pesar del tiempo transcurrido desde su publicación.
---
Hay quien alardea de brevedad como de calidad intrínseca y
natural, de talento, quien, incluso se atreve a ponerlo por escrito en un poema
que, por descontado, recibe los parabienes de todos los ineptos y de parte de
los amargados. Oh, nosotros no es que estemos contra esa forma mínima. La
síntesis depende de lo sintetizado, no es lo mismo sintetizar diez páginas que
mil, depende de la ambición, de lo que se quiera abarcar; a mayor ambición,
mayor tamaño del resumen: es un decir. Lo malo es cuando se quiere abarcar
mucho en pocas líneas y no se aprieta lo suficiente. Unos aseguran que así
promueven la interconexión para que los cabos sueltos los ate el lector. Eso,
que se moje el lector, que trabaje: ¿pero qué es eso de que solo se dedique a
leer?, ¡será vagazo! Ya lo hemos descubierto en anteriores entregas: la razón
de la brevedad está en su adecuación exacta para el recitado "jam".
Ja. Nuestros poemas, por ejemplo, no son para recitarse, sino para leerse, para
ser leídos en silencio, a ser posible sin demasiado ruido de fondo que no sea
musical. No son para el recital en el café-cantante, no. Nuestros poemas son
especie de relatos, historietas que nos inventamos sobre el amor a tal o cual
personaje famoso (esto para despistar). La ventaja de no utilizar la primera
persona del singular se nos antoja indispensable, una gran ventaja, pues la
escritura gana libertad y libertinaje, todo de una vez y se hace menos incómoda
y vergonzante de lo que ya de por sí... Estos que escriben con el yo por
delante, masajeándose el ego de continuo, sufriendo a espuertas y carretas,
gozando de forma inigualable y alegrándose y siendo felices hasta el paroxismo
vegetal, tienen la batalla perdida frente a lo impersonal de nuestra escritura.
Celebran alguna tímida victoria en sus escaramuzas editoriales, pero no
convencen a los dioses de ninguna manera. Sus presentaciones son actos
deprimentes. No nos extrañaría que anduvieran todos con el antidepresivo en la
cartera y luego les pasa lo que a la señorita Sexton, que no se aguantan de
buenos que son, su categoría humana y literaria les arrebata las ganas de vivir
lentamente o de un tirón. Se sufre, vaya que sí. En esta vida estamos, más o
menos, para cumplir esa misión de opereta. Unos sufren del tirón y otros poco a
poco. Leemos "Ánima", novela de un señor libanés de nombre difícil
que ahora vamos a buscar (disculpen la interrupción)..., de Wajdi Mouawad. El hombre padece que da gusto, sorry for the
oxímoron, y la novela es muy animal. Gran novela de gran carga poética. Muy
dura en sus momentos finales, algo descabellada; novela que responde a
obsesiones del autor, sin duda. Y qué difícil desviarse de esa línea trazada.
Escribe de lo que conoces, aconsejan en los talleres: y el que trabaja en la
administracion pues se marca una de zombis.
Nosotros, por nuestra parte,
hemos renunciado a las ocurrencias aforísticas y también hemos renunciado a
presentar nuestra obra: no lo haremos nunca jamás. El que quiera leerla, que lo
haga, lo que nos hará sentir bien... El blog es una opción auténtica, no
necesitamos más. Ni siquiera el reconocimiento popular, general, parcial... de
nuestros lectores. Aunque agradeceríamos alguna muestra de énfasis y
aceptación... Ja. A veces, incluso nos publicitamos en FB, pero apenas
obtenemos un par de likes, eso si la cosa va bien. En comparación con los
poetas, somos unos apestados, nosotros. Claro, ellos escriben cortito y no
cansan, no aburren a las ovejas. Y demuestran gran humildad, aunque luego no
paren de ir a recitales y presentaciones y no paren de hablar de su poética y
de sus ritos y sus costumbres y sus excentricidades. Bueno, si alguno se picara
heroína se podría aguantar, pero no, sus confesiones son del tipo: las alubias
con chorizo me salen de muerte y tal.
Lo malo de los recuerdos es cuando los tomamos por ciertos
ResponderEliminarCierto. Y verídico.
ResponderEliminarEres bueno pájaro
ResponderEliminarMe recuerdas a james Joyce
Solo a ti se te ocurriría
Ver el resplandor en esas condiciones
Saludos
Menudo colocón, Domingo!
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