Con su nombre de agua y sus prisiones; era verla entrar por el lado tenebroso
del parque,
apenas consumida, compartida, apenas con la lluvia en la muñeca como un
reloj de oro, su cuaderno rojo paulatinamente
liberado, entregado a las aves. Vuelan todos sus versos,
una bandada de palomas agitándose en la lejanía. Oh, llega el tren
masacrando la hierba vestida de blanco, arrecia el humo y la sirena
denuncia un trato de amor, pregunta
por los ojos destinados al cielo, por los labios debidos a su entrega.
Ah, Jordan solía esperar su llegada, la veía venir en su limusina negra,
sometida al imperio de la fantasía más que del recuerdo,
doblando las rodillas y elevando la frente rendida al peso de su conjetura,
unida a la inmovilidad
frecuente del cabello, el ameno proceso de su reencarnación probable;
ella sugería un tiempo
de serpentinas, instrumentos de viento, cuerdas que rodasen por un
tobogán
alado. Nueva por cada palabra arrojada al olvido,
musitando un velero cargado de silencio entre la magnífica longitud de los
verdes océanos, las flores y su irisado rumor,
tantos arrecifes ebrios de victoria.
Siquiera un trago del laborioso enigma antes del ocaso, luego, la
calidez de un beso ideal, su forma esférica,
planetaria, atómica, la emocionante debilidad de su tacto, el texto
impronunciable que derramaba su acento, su deje mesiánico. Era un
paraíso de metales, carreras hasta el fondo de la escena,
pañuelos rotos en medio de una historia sin declive
delimitando la bruma y su reino asediado por la magia.
Dictaba la música su redención, otra oración de pago; y los sacerdotes
vigilaban el andamio
como cuervos, habían enloquecido por culpa de los pájaros,
o a causa de la tierra perforada. Ella, con su nombre de agua, no era
el ángel ni el profeta, su milagro contenía paciencia,
el tipo de candor que determina la sangre, algo extraordinario pero al
límite de la realidad,
algo esporádico, sumamente impropio, un gobierno celeste dedicado a la
noción
soberana del espacio.
Y las notas daban un rodeo para sortear las nubes más esbeltas,
recortaban esquinas para verla reír
desde sus pies descalzos y el torrente platónico de su pelo negro. Su
voz era un reclamo, un suvenir remoto verificado
en la sonrisa desnuda de su boca, en las alas que bordaban su nombre hacia
las comisuras del futuro.