Bajo la cruz de su mirada, una madre piadosa. En el
aire, las preguntas
aprenden del deseo. Cualquier lugar queda lejos de
casa. El mundo es un pequeño cuarto de estar
donde los chicos juegan sus bazas preferidas.
Unos amigos han prefabricado una cabaña en un lado
del parque, les falta el gato. Y la antena de televisión.
Cuando llueve se calan las ondas y la imagen se
resiente, escurridiza. El aparato
derrama cataratas de audio degenerado,
liquidaciones en masa. Los chavales a veces
asoman la nariz a ver si cae una secuencia
dolorosa. Realmente.
Coches paran coches. Balas sobre el brillo de las
cejas, sobre el orden
caótico de la miseria, su prestación por desamparo.
El estado hace inventario de la necedad,
burla la ley con eficacia y fomenta el autoempleo.
En las zonas más deprimidas
del parque real, es decir. Las muchachas molestan a
los transeúntes,
giran por un paquete de tabaco rubio, patinan
dejando una pátina de juventud
y espacio, rulan por ahí. Sin transiciones.
Hoy retransmiten la final. Es el final y resulta
apocalíptico. Como hace
siglos, el deporte rey descuida sus flancos
culturales; unos están ciclados como héroes griegos, golpean
con bates de béisbol y suman con los dedos. Han
leído una novela de Elmore Leonard y ya saben disparar más de la cuenta.
Aquí está Jordan, que reina un poco. Su pose
angelical. Alguien le abre la puerta,
alguien se inclina, le pasan un cigarro, el polen
fresco como una nube del Atlas. En la nube,
sin embargo, los archivos se apretujan, se copian
unos a otros la melena,
el estilo y el karma. Beber está de moda esta
mañana, mañana
será hoy. Ayer los autos volaban sobre Broadway y
la autopista mecánica se alzaba
sofisticada y libre.
En la belleza persiste un compromiso ajeno, un
principio
elemental, la promesa del legendario primer baile,
el primer beso por casualidad. Ella siempre
finge una sonrisa ante el espejo antes de reírse
con ganas. Los números
son fuente de entretenimiento, tan teatrales, las
palabras, en cambio, duelen como llagas en la piel del olvido.