Lo importante es reconocerse en el exilio, reconocer,
exponer, dilucidar los atributos del exilio.
Mas, ¿cuáles serán los atributos de mi exilio?, si todo
es exilio en mí, si desde niño el exilio es mi patria, la única que reconozco,
la única tierra que me acoge, la tierra donde no hay nadie más que yo, la
tierra vacía, oscura, el pedregal donde la ansiedad es una forma de respiración
que permite el sosiego, que garantiza la náusea solitaria, espesa, única, si
esa tierra de ansiedad y miedo es el único lugar donde me siento seguro. Un
lugar, una cueva lejana, un agujero en el suelo de la casa paterna, un agujero
que no es una ventana para asomarse al vacío.
El exilio es una ventana para asomarse al vacío, una
llaga en el espacio, un centro oscuro y lleno de vergüenza.
Es duro el exilio, hace falta una gran concentración, una
voluntad de hierro, férrea, inhumana, es precisa una determinación de oro de
ley, valiosa, orgullosa y vergonzosa a un tiempo, a la vez nítida y borrosa,
una determinación diferencial, estoica. Hace falta ser libre y esclavo, un
esclavo sin sexo ni remordimientos, un esclavo sin trabajo ni ganas. Y, así, se
llega al arte, se llega sin dormir todas las noches, o durmiendo cuando el
sueño es el último refugio del canalla que eres, de la escoria que eres,
repudiado y ridículo. Es el precio a pagar. El precio es que se rían de uno,
que la gente te señale con el dedo, con un gesto apremiante de la cara
sonriente, que la gente sonría y mire a los ojos buscándote el rubor que sale
de la garganta o del pecho y enturbia la voz y cuaja y desnuda los sentidos y
te deja indefenso ante la masa estúpida y más inteligente que uno mismo. El
rubor es la patria del exilio, una patria sórdida y terrible que se ve invadida
de continuo, invadida, saqueada y abrasada, que ve cómo las banderas de otros
reinos ondean a placer en su castillo. El rubor, pues, es uno de los atributos
de mi exilio.
Pero se llega al arte. Y por el camino del arte se llega
al desprecio absoluto, al momento de la superioridad, al infame momento de
tomarse una reparación, una venganza superior, de contraatacar y vencer y
liberar las tierras ocupadas por esa tribu de titanes menesterosos y humildes.
Se llega al arte y, por el camino, se dejan los cadáveres pudriéndose al calor,
se pisan los cadáveres del pequeño enemigo, del enemigo insignificante que no
entiende, no sabe, no vive tampoco. Entonces, el lugar se ilumina, la cueva
tiene otro fondo, una salida no platónica, la caverna que tanto descendía,
torna a ascender, sube infinitamente al cielo y escupe desde su eterna altura,
vomita sus necedades ilustres, sus bocetos artísticos, sus novelas, sus versos
elegantes, interminables versos.
El camino del exilio conduce al arte, el exilio es, pues,
artístico también, tiene un componente de belleza y verdad. La belleza está en
el sufrimiento, no en otro lugar, nunca en otro lugar, en ningún lugar más que
en el sufrimiento se encuentra la belleza. El placer no es bello, no hay
belleza ninguna en el placer ni el triunfo, ni en el poder, ni en el sexo, que
no deja de ser un poder en la sombra. La única belleza está en la lágrima, en
la humillación tremenda, en el golpe seco recibido de pronto, ahí es donde
resplandece independiente, ahí reside, solamente ahí, donde mana la sangre,
donde se escucha el grito. No hay más belleza fuera, no la hay, nunca.