Bestias de claxon fácil hacen converger mil sombras
en el punto caliente del atasco.
Los ancianos se escudan en sus gafas de cerca
y salen a respirar como astronautas noqueados,
los niños bailan por dentro de su espíritu.
Nadie grita, nadie sale de su asombro,
ningún motor aúlla ensimismado,
nadie imagina una banda de jazz desorbitando el ritmo,
ni siquiera los jóvenes que agarrotan la espalda sin pizca de emoción.
Un concierto de bocinas elevándose al cielo -acústica plegaria-
y una pelota roja arrumbada en el arcén de la carretera
que gimotea en busca de su dueño como un pobre animal abandonado
dominan la situación con aseidad.
Nada por aquí, nada por allá.
El túnel multiplica las heridas:
un hombre se granjea el favor popular gracias a su mercedes elegante
-icono de su meteórica carrera-,
las personas de nombre utilitario se apartan de su paso.
La luz tiene motivos para huir a través de las horas de lujuria
que suceden al pie de cada coche,
maneja un cargamento de razones para obrar su milagro imperceptible
(la luz sólo es la rúbrica del fuego,
pero se afianza en la penumbra de su viaje más largo).
El bochorno se adueña de los retrovisores. Por ejemplo:
un vehículo inmóvil asesta un golpe trágico a su reacio conductor
que la palma entre excepcionales medidas de seguridad,
después de recibir algunos sacramentos;
un niño tranquilo saca a su mascota a estirar las patas,
sólo estira una y fenece embestida por un minotauro en celo...
Por suerte, nadie muere, apenas expira el tiempo edificante,
incluso las motas de polvo renacen con suficiente estética
y hasta los objetos regeneran sus hábitos sutiles
(la cosa asciende a cosa y, así cosificada, restablece el silencio entre las formas,
introduce un ahora en la línea probable de los acontecimientos).
¡Cuánta piedad se ahorran los espejos desde que el mundo es sueño!
Se reanuda el flujo.
Millones de automovilistas hacen las maletas
o prefieren otra ruta menos clandestina para mirar al frente y recorrer.
No hay comentarios:
Publicar un comentario