Era el
amor adolescente y cálido, el de los ojos blancos
resueltos
en eclipse, remolino, lanzados al vacío de una máscara,
un
santuario donde calcular algunas naderías, vaticinar otras
miserias,
dedicarse a construir las lágrimas del futuro, el llanto
atroz
de una mañana lúcida, de una noche constelada y feliz.
Era el
amor un juego de fantasmas lejanos,
deslizantes
y rojos como un beso aplicado en arte de carmín;
el beso
colorado era al amor como al desierto el agua cavernosa:
una
recreación. Bailaban los espectros establecidos en su caravana,
hijos
nativos de una nación espolvoreada por el mundo, derramada
en
cálices de miedo. El territorio se ponía de lado para recibir
su ración
de dolor, su golpe con el filo, su entrada con el bate,
su
carrera de sacos.
El amor
era entonces el diamante en discordia, casi un ejército enemigo,
ejército
invasor detenido por una cordillera de incendios,
casi un
pozo infinito de luz, una parte infinita de luz,
cierto
estallido luminoso en el brazo de Andrómeda.
Hubo
también un caminante con un gran saco de belleza al hombro. Aquel extraño
que
apenas repetía sus palabras mágicas pero tampoco conocía el amor.
Débiles
muchachas que desaparecieron;
gente
que huía en busca de una vida mejor atravesando bosques centenarios,
cruzando
ríos sin caudal ni nombre, pedregales de espuma, falsos horizontes.
El amor
era alto y parecía un rayo pobre sin el sonido del trueno,
llevaba
zapatos de tacón y se marchaba de la mano de una sola maravilla.
(Ah) e
irradiaba calor, este calor clamoroso y perfecto, algo rígido para ser dulce,
algo
tímido para estar muerto (mas no engañaba a nadie con sus ojos dorados).
La
bella musa, que habitaba un palacio con tejas de cartón y columnas de humo
-edificado
al (arduo) estilo del gótico carpintero-,
se
dejaba caer por el bar de la esquina con su vestido negro
y solía
pedir una copa de vino que nunca llegaban a tocar sus labios:
los
chicos la miraban encantados por el rabillo del ojo sintiéndose perversos
y luego
componían sus poemas más elípticos y audaces.
Entre
tanto, el amor recuperaba el tono a fuerza de inventarse un rostro divino,
un
cuerpo terminado en nubes de algodón, el cabello salvaje como un potro,
como un
barco escorado en plena tempestad arriando a sorbos las velas del deseo,
y el
teatro del mundo trasladaba su acción a un cuarto oscuro
en el
que dos amantes escribían a ciegas la verdadera historia del universo.
Hermoso poema, Esteban, donde ese diamante o esa rosa que nos entregas se van dibujando en tu sueño de nostalgia, en un mundo tuyo y en el que podemos ver también cosas nuestras, pues en esas sensaciones todos hemos participado. Excelente muestra de tu universo poético.
ResponderEliminarUn abrazo.
Gracias, amigo Enrique, por la generosa valoración que haces del poema, que es como un cajón de sastre, ciertamente, en el que quiero yo que quepa el universo...
ResponderEliminarUn abrazo