Tiembla la pluma mojada
en aire,
tiembla la mano abierta
al precipicio del horizonte gris (es la mano de un hombre gris),
tiemblan los labios.
Acaece un seísmo
complaciente
cuando el dibujo toma
forma y se concreta el rabo de la A.
Forma su esquema y sociedad
anónima
el dedo caligráfico,
dedo filólogo -demasiado culto-
que traza un brazo
multilingüe, multicultural y físico.
Hay redondeces que
desconciertan mucho. Por ejemplo, la B, que repiquetea
y taladra con su obscena
semblanza y su retiro monástico.
La C, sin embargo, es
cobarde por naturaleza y no se va sino que aguanta
el chaparrón porque
lleva un paraguas de repuesto y no arriesga el tipo.
Pero las letras son
aburridas en general, sus combinaciones
resuenan.
Dicen que tienen
resonancia y significado porque significan un signo tal vez,
una señal aburrida de
STOP para que se la salten los lingüistas y sus perros
habladores.
La pluma mojada en aire
teme un poco de viento y tiembla, tiritando emborrona.
Sufren los morfemas su
calvario fuera de sitio, se pasan a la fonética,
desertan del libro,
huyen de la página moderna y numerada.
El amor ya estaba dicho,
estaba hecho. El amor yacía tumbado en el diván
del sicoanalista
comportándose nada mal y respondiendo a las preguntas
con una sonrisa y unas
cuantas mentiras bien pensadas.
Nadie sabe tanto. Nadie
sabía nada del amor aunque todos
se acomodaban para
soltar un gran discurso y los anfiteatros rebosaban de artistas
contrastados, vacunados,
solícitos.
Los artistas cantaban
sus versiones en distinto color, de tal color y tal otro,
hasta reventar de gusto.
No amaban, solamente venían a cantar y resbalaban
de nuevo en cada
estribillo, a cada paso de baile.
Un seísmo y a tomar...
El viento es demasiado culto para escribir una letra fantasma,
se la sabe pero no la
suelta. Después, te entra por la boca y te la cuenta
para que tú la digas en
tu idioma tan pobre, para que tú la escribas en tu idioma
de saldo, para que te la
aprendas un poco en tu lengua materna.
La sangre empieza a machacar
el cuaderno y a deslizarse por sus líneas rectas abajo,
raja las cuadrículas y
gesticula. El cuaderno debe ser un mártir con su papel
de estraza A4
fotocopiado hasta la náusea, ad infinitum, en serie,
como los crímenes mejor
pensados.
Y la pluma flaquea en su
pensamiento de escritor y no prospera. Tiembla,
le da el tembleque,
temblequea y castañetea sus huesos por los dientes
de esa manera que parece
un escalofrío. Y emborrona a lo filólogo,
a lo grande, con
churretones gigantes que chorrean emoción,
borrajea y hace
garabatos que van significando un chorro de amor
(que se sepa).
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