Érase
un corazón carbonizado. No el suyo. El suyo no era el corazón de una diva.
Ella es
la chica de Harlem, la Princesa comprometida con su clase. Ella y su memoria,
su
repertorio de verdades inéditas.
El suyo
era un corazón pluscuamperfecto que fuera lo que fuera era un gigante.
Reina de
corazones. Rojo de sangre que no mancha, rojo como un regalo. El cabello
también
sofisticado,
pequeñas trenzas, grandes trenzas, pelo trenzado a través de los siglos,
trenzado
entre dos mares, alrededor del mundo, con sudor y saliva y tanto amor.
No es
una imagen. No se trata de prostituir un sueño o liquidar esta romántica
intención,
la
inacción de no ser más que una rosa de asfalto. Sus labios enferman
como
todos los labios, sus labios se constipan por la noche, destapados;
al
calor medicinal de las estrellas, labios que no escenifican un adiós
ni pronuncian
su aliento. Una boca para la creación, la epopeya central,
lejos de los márgenes que aprovechan la distancia.
La
muchacha más bella de Harlem es mucho decir. Ella que desconoce la soledad del
parque
recibe
a los intrusos con una sonrisa imprudente. Donde el jazz desperdiga su aroma.
Una
monería funk. En la fotografía, formando un corazón con esas manos.
Su
orgullo proletario edificando estructuras aéreas, casas y talleres para los
desposeídos,
fuera
de la ley que transmite el cansancio a todas estas malditas almas extenuadas.
Su
propia alma forajida, el rostro de su alma en los pasquines,
la
estética revolucionaria de su rostro adornando los muros repintados.
Ella
afroamericana con su nombre completo tendido al sol y la justicia.
Existe
la voz. No necesita hacer una promesa, ni secundar un ritmo,
su voz congenia
con la música, hace manitas con el arte, se besa en una esquina con la luz.
Érase
un corazón ardido, en llamas, que no lo apaga un beso, que no lo apaga un Nilo
ni un
glaciar. No el suyo. El suyo era el carmín de aquel fundido en rojo,
tan
puro como el aire después de un espejismo, como el cielo después de su mirada.
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