La poesía no es un mundo aparte. La poesía es el mundo.
Hay un incendio que ofusca la mañana; las nubes arden pero
cogen naranjas y burlan el océano.
La música está que quema, arde la música entre las manos
del viento, espigas hartas de sol;
nada más que una cuerda en el espacio. Echar a suertes
esta suerte del mundo. Los poemas salen de un corazón
que apunta alto, uno agnóstico y brillante que se ha
quemado ya.
En la montaña se agita una ciudad de espuma. Fuerte, la
poesía golpea
en las murallas altas con sus torres clavadas al tornado,
sus nerviosas puertas. Corretean los niños que no están
y las muchachas aciertan con el color asfalto de sus
zapatos nuevos.
La luz del sol zigzaguea como un rayo lunar de menor
envergadura, de tamaño ambiguo y categoría incompleta,
como una fórmula enamoradiza que no se puede sofocar a
besos.
Es sabido que los versos traquetean. Son un remedo que
alcanza tintes ferroviarios, vías de penetración.
Nadie espera en el andén. Pero los versos llegan y se
apean con sus bufandas de lana
y sus maletas vacías colmadas de pureza. La poesía no es
un mundo aparte: viaja. La poesía
es socialista; es bien sabido que los versos tienen
hambre de revolución, que fuman
tabaco y mezcla, que cantan a ciertas horas de la noche.
Los árboles se han cansado de arder. La ciudad se ha
cansado de crecer hacia el puro firmamento,
fatiga y más fatiga. Parece que el campo espera una
pisada concreta, su romance alternativo,
una flor con su belleza más larga, una flor con sangre
corriendo por las venas, su cabello también ensangrentado.
La poesía vive en una isla sin nombre azotada por las
olas del olvido. La poesía es carne de cañón y tiene
la piel morena, como luciendo el color brown de la
madera, el color negro de la esencia. No es que sea africana,
es que es hermosa. Y baila con todo el vértigo del
planeta cosido a su cintura,
grita con una voz que es la suma del eco y la nostalgia:
sombra y clamor.
Cuando el silencio investiga su forma, descubre un poema
de amor colgado del futuro.
Si el futuro es un poema, el pasado lo fue; tiempo hecho
de ritmo, recitado, aprendido, copiado en la pizarra, corregido
y criticado por los jóvenes ariscos, abandonado en una
calle solitaria como un perro sin gracia.
Los hay que vienen con su metrónomo fascista incrustado
en la frente. Hay que leerles, no a Neruda,
no a Hernández, no a Keats, ni siquiera a Cavafis (a
quien hay que leer), hay que leerles el cuento escrito por un niño chico
que no sabe aún lo que es un verso, porque ésa es la
auténtica poesía. Y lo demás es el mundo.
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