Janelle ha encontrado su melodía, hallado un vértice
desde el que rolar despacio.
Su cuerpo menudo está como fuera del aire, su voz arpada
genera una corriente apacible.
La comedia le sienta bien, esa manera de extender las
manos en la mímica rigidez de sus falanges.
La primera canción que se le ocurre es una balada de
color rosa que no termina de caer, no acaba de contarse,
cuestiona cada soplo, cada arpegio ilusionado, ni se
sincera con el beso
que aguarda su momento de gloriosa rutina.
En la monotonía del espejo, un Gólgota en ascenso, una
escalera rota hasta la Luna de ayer.
El peinado -que vive su extrañeza, su rebeldía gestual-
es un conglomerado de pasiones,
la rubedo del príncipe. ¡Ah!, su cabello destinado a un
futuro de diamantes,
doradas aristas de poder absoluto que vestirán su
encanto, se encumbrarán en su nieve perpetua.
Aparece el estilo en forma de memorial sonoro, que es
como decir que está en silencio, como siempre.
Los pulmones se agrandan y el grito alcanza su armonía,
gana peso y volumen, es una nota próxima,
virtuosa. Cuánto estilo en un paso de baile, su pirueta
estática descrita mentalmente,
un escorzo del alma que no puede alejarse de tanta
humanidad.
En el amor, Janelle se ha permitido un coqueteo inocente
como un truco de magia que se esconde en el pecho,
una paloma blanca en contacto con su carne, tanto calor
como si fuera a arder.
Las piernas de Janelle son un tormento, una musculatura,
sus piernas son felices
aunque resguarden sus pequeñas alas. En el amor se parten
a veces los tobillos de cristal, se deshacen los nudos
y las cadenas arrastran su deseo metálico.
Una parte del día es para el oficio y la disciplina. La
música descansa sobre un colchón de ruido seco.
La palabra recoge su testigo y se afianza, recibe su
condena como un espíritu pobre y permanece en pie,
desnuda y libre, amarrada sin duda a su conciencia de
clase, su raza
presente en la manera estricta de su lujoso pelo
ensortijado, tupido como un solo dios tras las cortinas del templo.
Cuesta pensar una hermosura semejante, tan dócil ante sí.
Imaginar un sueño entre la fiebre
y la más honesta de las revelaciones.
Nadie habla de la sangre que finge derramarse y se
contiene en el cáliz solo para sus labios.
Porque su corazón ha completado una gira planetaria sin
moverse del centro de la tierra
y sus brazos han celebrado la quietud de los cisnes, su
ondulante alegría.
Janelle ha prometido un beso y se arrepiente. Su voz se
precipita hacia el vacío del arte, donde no hay silencio posible.
Ahora su boca está tan húmeda como sus ojos. La música
renuncia al duelo e invita a la danza.
Ella es la cantante y su timbre, la espada de un ángel
venidero, un ejército de mariposas.
La primera estrofa quema, luego apenas duele cuando se
desovilla la ternura
y los versos empiezan a perder el miedo a lo desconocido.
Janelle ha predicado su beso en el concierto; ahora solo necesita
un extraño que le dedique un poema de amor.
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