lunes, 5 de octubre de 2015

réquiem


Tarde o temprano el talento se democratiza y entonces solo queda la academia.
En otro sueño, la Luna se interroga, dice que sí, que no,
duda de su mano blanca, qué
ser. Es un detalle de los astros, satélites curtidos
en la marea cósmica. El cosmos es bello, pero solo para mirarlo desde afuera,
como un dios.

Como un maldito dios polifacético, el ángel se retrata en cada espasmo, suspiro, carta.
Ha escrito una carta:
no sabe dónde echarla, a quién. El mundo no es lo que era,
ahora predomina una fatalidad poco cordial, una tramoya de silencios adecuados al arte.

Está en declive el divino arte,
los arquitectos no luchan por la gloria, su eternidad
sucede. Aquí va un bache, allí, una profundidad. El poema se termina sin respiro ni adorno,
para el adorno están los poetas, las poetas y sus réquiem; odas al escombro y la bazofia
no hay ninguna (aún), poemas sí. El tercer ojo de dios nos observa desde el vertedero general
y dinámico que recoge toda la persuasión, todo el encaje,
todas las promesas de la historia, una por una cumplidas en otra fase del espacio.

La realidad se agacha y no sale en la foto, es perspicaz. El poeta más listo tiene estilo, es elegante,
viste con demasiada facilidad. Las poetas geniales,
escriben con demasiada facilidad. Nadie subraya que el universo es una lata, nadie
expulsa sus demonios de un plumazo, tira de la cadena
y ¡zas! La Luna forcejea
con la horma del vacío, su redondez resulta contagiosa.

Por cada pedazo de roca que flota en la inmensidad helada y triste ,
un padre eterno ha disimulado sus defectos, su mala praxis. La culpa es bella como una colisión,
ser culpable es coquetear con la miseria, bajar la bolsa de la basura cada noche
y encontrarse cada noche con el mismo desierto
lleno de industriosa moral, decadencia y buenas intenciones. Esta maldad
positiva de las horas que pasan no se reconoce.

La poesía clama por el argumento, sintetiza sus razones. La cultura se enoja,
con quienes balbucean su desconcierto; es irritante
asistir al espectáculo de la condición humana diseccionada de esa forma procaz
en quince falsos renglones, muy a pesar de la escritura. El aire
apesta a azufre y el talento se vuelve cooperativo, contribuye a crear una apariencia de simetría,
pero al rato se duerme, de regreso a su mala costumbre y su abandono.





PRIMERA ENCARNACIÓN


Estudiar literatura, crítica inmisericorde. Escribir un poema, una novela
ducha en sí misma y su perfidia, su inclusión,
todo el saber inmerso en cada página, burla-burlando. El poeta siente su incompetencia
como una bendición, siente su desánimo y se crece
como un amor desconocido. Inútil... Cree que el amor salvará
la próxima línea, que el amor va a salvar el verso
que patalea ya en las entrañas del mundo y pugna,
trata de esclavizarse a la palabra, al idioma que lo mancha y lo absorbe,
subsume su ideal auténtico en un magma de silencios arrojados al lodo.

Es la luz. Y nada. La crítica no entiende de esta luz que se apelmaza
enfebrecida. No entiende del poderoso cabello de la muchacha
que duerme. Anhela una expresión monitorizada, una emoción esférica, sin aristas. El verso se reduce
a una experiencia física, así, el verso queda reducido a su expresión canónica.

Falta espíritu entonces y las letras se enredan en imágenes
absurdas de la objetividad, pero tampoco sirve, no es suficiente con una instantánea realmente fidedigna,
una creatividad doméstica. El crítico exige genio y relatividad, genio cervantino, exige
cultura y modestia, buena disposición ante la ley y su ateneo,
una religiosidad al fin y al cabo. Dios está en las comas y en los puntos,
dicta sus reglas y golpea con ellas en la palma de la mano, azota a sus esclavos
como el amo de la plantación, con tal iniquidad y desvergüenza.

El poema habla de amor
(y qué más da). Siempre es el mismo poema que habla de amor y se repite, multiplica su ternura que de tanta
blandura se endurece, redobla su dolor que de tanto dolor se da un respiro. La sangre fluye
torpe y retrasada; la chica del poema se ha despertado ya, su pelo es una espada
certera como un silbo, exacta como un epíteto asombroso -salto teúrgico hacia ninguna página, sin red-,
su voz asciende hasta un plano de cielo encastillado que engulle las distancias.

Cuánta tibieza en un claro de voz, en una sola nota
apegada a su libreto de estilo, desarmada en metáforas, concebida al fuego
lento de la soledad. Oh, sin destino literario, unos ojos sin fondo, una manera de sentir la espalda
y protegerse de la melancolía. Ella
desaparece del arte y se materializa en el extremo donde el amor precisa de su aliento,
el alma anuncia su primera encarnación.

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