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Ajeno a la verdad que ve, deserta
de todo indicio de agitada vida;
la suya en el poema yace muerta
junto a una rosa muerta y desmentida.
Ajeno a la belleza, se despierta
sobre un lecho de rosas: se le olvida
según sale de casa por la puerta
y ve una rosa muerta en la avenida.
Detrás de la verdad que miente sola,
de la belleza que se arruga y miente,
hay un ser o no ser, un frío alterno;
detrás de cada bala, una pistola,
de cada verso, un alma que lo siente,
de cada rosa muerta, un sueño eterno.
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¿Desde dónde se ve? Se trata del universo observable (el parque
universal) desde la copa del árbol,
desde el balcón del primer piso frente al mar, desde la tumba. Desde el
árbol, un tropezón de palabras, una cosmética
emperifollada de sonidos con músculo, algo de aliento defendible, la
proximidad del verbo
y su esdrújula carente de significado, su premonición. El libro archisonante:
‘Levantad, carpinteros, la viga del tejado’, los ojos de dios rematados
por una línea de los ojos, el malva
distintivo de los príncipes.
Se ven las paredes pintarrajeadas como por un azul travieso; sabios
ajedrecistas
sentados a la mesa dándose patadas en las espinillas: ¡mejor jugar a
las damas!, un duelo sin grandes esperanzas,
mejor frenarse y observar el mundo desde la butaca del salón.
Escuchando a un cantante de góspel con sus emociones, su belleza
interior; he ahí la banda sonora
del cotarro, detrás del rap ensimismado en todas sus carencias
afectivas, su melancolía grupal, tras la sangre
bautizada por un predicador tóxico. Conectamos entonces con la escuela
de modelos,
esa galaxia espiral. Los chicos desfilan con las manos esposadas,
una venda en los ojos para no sentir la indiferencia de los ángeles, heraldos
de la ciencia. Es la creencia de la mayoría la que traslada
manojos de relumbre, haces de lava cruda, brasas sobre las que caminar
con un niño a la espalda, ascuas
literalmente en ascuas como párrafos sin salida, versos diseñados por
la voz de un farsante.
El universo mengua, se ve que va menguando en el color del aire, la
nula claridad de las nubes,
la escalera que va perdiendo sus peldaños
celestes. El poema tropieza al principio con una preposición
desenfadada, salta al piso sin romperse el astrágalo
(de milagro) y continúa hacia el abismo derribando figuras con los
codos.
Ensayaba Jordan un prodigio cualquiera y en la parada del bus un
monstruo
apareció con los faros encendidos. Esto lo advirtieron incluso los más
escépticos, que iniciaron la construcción
de un monasterio en la altura, incluso Mara y el KRIT detuvieron su
periplo eterno para visitar las obras
incipientes, el inmediato vuelco de una estructura sobre la gran superficie
devastada por el Arte y sus manifestaciones
extemporáneas. Hace tiempo –dijo Jordan– que no veo el sol,
su dorada efigie destructiva,
y no siento el calor restaurando su templanza en mis labios
amargos.
El universo es un lugar amable; eras y colisiones, la materia y sus
antídotos. El caso es contemplarse
en plena acción, tenerse en cuenta en el espacio y desaparecer entre
otros nombres familiares. Como los ángeles suelen
revelar después de un par de tumbos de horizonte: el tiempo dura lo
que dura el tiempo,
lo que es un modo de decir adiós y una forma de echarse hacia
adelante.
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