jueves, 3 de agosto de 2017

arte acondicionado


Del poema surgen sonambulismos, tientas estilográficas, un manchón gigantesco en la lámina
presentable. Es un estrato para la excavación, el paraíso del rompecabezas;
su palabrería consigna los deberes del mal estudiante,
indigna más que nada, estropea la magia a fuerza de delinear insulsos bautismos de fuego,
culminaciones que no son sino corazonadas en fase piramidal, arritmias
del ritmo. Ah, y Jordan como en casa, con zapatillas de patitos, ligera de makeup, sin sobredosis (por ahora),
sin límites ni luces rojas, ni líneas rojas derivadas del arte que todo lo denigra.

Oh, la suciedad del arte, qué pobreza en los museos
poblados de estalactitas y rombos, producidos por un laboratorio cualquiera de la gran manzana,
remasterizados y presumiblemente originales. Es un misterio,
el origen del coleccionismo, que deriva de una capitalización de los evangelios, el primer cambio de divisa, el primer
robo a mano armada de la historia.

Equivocarse y escribir un poema es cosa fácil. Sin querer:
Jordan escribió un poema el día que fue despedida del trabajo,
Jordan escribió un poema el día que acabó sumida en el desánimo;
Jordan escribe un poema cada día, aunque no tenga nada que hacer.

Pero el premio fue para el poeta. Y no para el poeta. No llegan al árbol (tan alto) los mensajeros del reino,
fue para el libro estratificado, vibrante en sus columnatas y diálogos,
¡y qué declamaciones suspirantes!, qué intensidad de raros sacrilegios. El premio consistía en unas panaceas
en metálico y una aproximación a la barbarie (en especie: enjuiciamiento criminal o especie protegida). Los árboles
quedaban a dos leguas del silencio impuesto por el arte acondicionado,
como en una condensación casera, mohosa al paladar.

Este día, sin embargo, es formidable, supura una tensión acordonada en su propia dislexia informativa;
se puede bailar con zapatillas de patitos, realizar figuras encomiables. Este es un hecho
poético de inmediata magnitud, que sobrevuela la escena y se remonta hacia la paz soberana de la cúspide. El movimiento,
que resulta ajeno, salvaguarda y promete una renovación de las capacidades, un nuevo tamiz para la forma, un seco
estímulo para el ensanche composicional. En el campo
se han quedado los ángeles, tan manirrotos con el tiempo de la gente, pero el milagro ha bajado
dos peldaños: hasta el último verso (que sub-yace) en un charco de sangre.




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