El arte surge de la
exposición prolongada de las almas a la ilusión de la belleza.
Fusión; la verdad
refunde, parte real y parte imaginaria. Aquí existe una sola verdad
porque no hay rastro de
malas intenciones; una sola verdad
imposible de aprehender.
La hierba produce
sinsabores pero a un nivel
incontrastable, la
manera en que se fuma es necesariamente
insustancial; vapores y
sudores fríos, calor y convenciones. En esa tesitura no es preciso
comportarse, uno puede
afianzar su mal comportamiento,
rolar su verso suelto.
Pues la verdad no es obligatoria.
Destiny es bella, su
hermosura no corrompe (apenas), engatusa
apenas una flor, viaja
con ella hasta la puerta del cine, viaja con ella por todo el jardín, por toda una
canción,
coge con ella el tren y
se detiene donde debe detenerse,
obra el movimiento de un
columpio colgado entre dos perlas
de diferente color.
Ella es su territorio,
está en su territorio y blande un hacha de guerra,
su bandera es como el
cielo, ese azul de posguerra, ese mar azul de compromiso,
ese raudo amanecer de
cada día, la posibilidad de enternecerse cada día, de arrojarse al azar
como una moneda de valor
probable.
Ocupada en el espejo, su
trabajo de Hada, su trabajo
manual, su oficio de
cometa y as de rayos, el eco de su risa en el cuerpo espiral de la madera,
en el renacimiento
formal de la corriente. Acaso la verdad refunde
sueños, arrebata
trincheras, escucha la permanente queja de la noche.
Ella es una profecía derribada.
Decir que es
desmerece la orgullosa
cadena de su aliento, la pureza de su voluntad. Sus manos
viajan, su cabello entra
con ella en el museo, desciende las escaleras del metro,
esa región inexplorada y
curva. Sus ojos ríen
porque no hay futuro más
allá del arte que rodea su espíritu.
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