Árboles contagiados
de nuestro aburrimiento, hierba esterilizada a la espera
del hombre,
árboles de nuestra soledad, ¡no estáis solos!
Volvemos
a la eternidad de un cuarto
exótico, sin luz eléctrica, un retazo de selva, listones
de madera y 4 clavos. Tanto metal, tanta savia, tanta
sangre, un torrente
desatado desde el corazón al cauce, el núcleo de la
tierra.
El horizonte ha parido un reloj de sol, ha gestado
una senda, una moneda sin cruz. La montaña
remienda su sentido, se aburre de sus vericuetos y su
filosofía, ¡ah!, versifica el silencio, se ajusta
como una sombra a la realidad
de lo intangible.
No pensamos. Contamos con un Ángel insistente
que desoye nuestra súplica, termina por hacerse con el
plan de cada día;
establece una comunicación simpática, cronometrada,
inconsciente. Ángel de Babel, sánscrito,
un japonés pornográfico y el idioma circular del cosmos
son su refugio, su literatura, informan
su correspondencia.
Sin música, cantamos. Nuestra voz es una reliquia
–no se siente–, nuestra música, un himno fracasado, un
fracaso tras otro,
una salva de aplausos aburrida y cruel.
Nubes infectadas de tedio,
un espacio formal entre el cielo y la tierra, hotel para
gusanos; hemos certificado la defunción del aire puro,
formulamos tal pensamiento, tal desestimiento de nuestra
obligación estética,
somos cándidos como artistas,
como jilgueros de plata, vivimos en el verso,
y no estamos aquí.
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