viernes, 6 de febrero de 2015

sin título


Contar el sueño. El sueño es un adorno. Parece que fue ayer: los árboles guardaban la compostura,
el viento no era más que una metáfora del viento. El sueño es ininteligible como un demonio familiar.
Se inmiscuye en lo más hondo de la psique y excava, y sepulta, y excava, y sepulta. Hay muchos huesos
en algún lugar de la nube. La nube es el lugar del sueño: almacenamiento masivo de intenciones y nítidos pasajes.
Intersecciones, cruces y cruces; sobre el túmulo, la cruz. El cruce de caminos: hacia la izquierda, el despertar,
hacia arriba, un extraño túnel poco recomendable. En realidad no ocurre nada en los sueños,
porque no hay palabras que lo expliquen; los sueños son películas mudas con profusión de montaje mal cortado,
escenas que terminan abruptamente en desquiciados planos, panorámicas kafkianas de una casa de infancia.

La infancia saca la cabeza fuera del sueño y se repite como si no hubiese tocado a su fin.

En el sueño, ella rocía su pelo con colonia de bebé, huele a polvos de talco y a toallas de ducha, a jabón antiguo y a piel.
Sus ojos se acercan peligrosamente, se acercan y miran de cerca, al microscopio, al detalle, detallan su mirada
que todo lo adivina, todo lo avista, todo le concierne. El estremecimiento de sus ojos fijos en el aire,
tan sobrecogedor como su repentina ausencia. La foto que se borra, la foto que se borra desaparece en el centro
de la nube, desaparece de la pantalla, hace un clic y se esfuma, se fuma, se trocea y asciende como un alma
a las alturas, recta como el Apolo XII, como una Soyuz desangelada pero técnicamente irreprochable.

El poeta soñaba con un pie. Su pie terso y redondo; a veces llegaba a su rodilla, redondeada y virgen,
lenta rodilla a cámara lenta, dibujando una curva despistada, despampanante; había un desorden
en la imagen de la única rodilla que no anunciaba el muslo luminoso, la pierna entera con sus huesos largos
y sus centímetros cuadrados de piel porosa, recomendable, auténtica piel hermosa apenas horneada por el sol. El poeta
soñaba con espejos cuánticos, espejos que escondían la imagen a la luz, más rápidos que ella.
En el primer espejo se consagra la última interfaz de la belleza, su episodio final. Keny burla el cristal, se enjoya,
se enroca, lleva un vestido de fiesta como una pequeña diosa que nadie conocería; lleva un vestido que le sienta
bien, le sienta bien a sus caderas y a su pecho, le sienta bien al mundo (también).

Nada de música. En el sueño la música está en órbita, desorbitada, es un oscuro reino sin portal.
La Princesa tararea un silencio histórico para el cuento, cada cosa a su tiempo y la mayoría del tiempo para el cuento,
que discurre benévolo y sin altibajos de conciencia, consciente de su importancia desgarradora. Los cuentos
forman la columna vertebral de la literatura, dice el poeta. Una hermosa muchacha morena -perseguida siempre-
no puede faltar. Por el parque, por la calle, por la avenida larga y sinuosa que acoge los milagros en su seno
de cara a la verdad. Una hermosa muchacha con un nombre nada fácil, nombre de tormenta. Keny tiene nombre de tormenta
como una estrella azul; su nombre es un misterio que desliza su karma sobre la naturaleza de la sabiduría. Hay que subir
al tren para intentar su nombre

Sus ojos bailan en el sueño, esbozan su profesión de amantes, su oficio juglar. Se baten y se abaten, truenan,
truecan, trastabillan su doble adivinanza, tañen campanas alegres o brillan con rumores insólitos. En el tren
sus piernas han conseguido adeptos, una religión ha surgido de repente con sus fieles y su sacristía de vanguardia (y su confeti);
el traqueteo inflama los párpados, una resurrección de lágrimas se acumula en la brecha abierta por las sombras.
Al fin se sueña con un beso que nunca llega a producirse, se desvanece de la teoría a la práctica.
Ella ríe -es cierto- pero sin mover los labios, su risa es una grabación casera, aquel vídeo doméstico;
su hermosura es cruel en primer plano, se masca la tensión porque el verso no esperaba semejante cercanía,
tanta piel tan moderna como un rascacielos de Shanghái, un párrafo de Gombrowicz,
un poema sin título escrito a medias tintas con los dioses.




miércoles, 4 de febrero de 2015

estática


En la rama, su rama baja; su arteria,
el hueco en el corazón, su cobijo de sangre. No sabía volar, resbalaba en las páginas de un libro,
se quedaba leyendo hasta después de las doce. No arrancaba hacia la altura, su física
era un lastre, sus alas negociaban una instalación de humo. Oh, la mística funciona a pesar de la belleza;
a veces, la poesía realiza piruetas en el cielo, danza como una persona que se alegra.

La belleza tramaba su impulso, urdía el vuelo con raíces y bruma. Hubo una deportación,
repentino exilio, éxodo valiente; a la velocidad de un cuerpo oscuro se elevaron las voces, su voz,
al infinito. Tiraba de ella el eco y no lograba moverla un solo grito (que es el precio a pagar
por cruzarse en su camino). Divagando: no había forma de salvar los Pirineos,
formidable muralla, foso hercúleo, blanca tela de araña tan flexible: apenas otra muesca en el revólver de la naturaleza,
apenas una arruga hermosa en la piel del océano.

El Mediterráneo había dictado sentencia: ni una barca por los aires. Las alas imponían,
solventes, angélicas, pero luego empezaban a no verse, confundidas con la trama del silencio, con el fuego
que nacía de los cálices, huérfanas como palomas sin balcones de plata. Cuántos besos,
ligeros corceles, arrastraron su peso hasta la noche, cuántas sogas tensaron su geometría para obrar el asalto.

¿Dónde tal pasividad?, ¿en qué línea del texto interminable? El verso no decía,
no disipaba la duda acerca del principio redentor ni elogiaba el cabello recogido: rodeaba el cuerpo.
El espíritu bordaba su atonía, merecido descanso, su eternidad que pasaba de largo por los ojos.
Quedaba el alma así en su recipiente, cansada de ser libre, hecha un ovillo
de secretos, una maraña de ruegos, esperando su ¡Eureka!, el soplo que no alcanzaba a mimar su rostro desvaído.

Los pájaros se iban pregonando un sueño; ya triunfaba la carne, pura y despierta.
Una música ingrávida sonaba muerta de miedo, volaba bajo para no desvelar a los niños. La luz flotaba en el tiempo
como una rosa pintada sobre el agua, dibujada en la superficie rota del estanque
y cada segundo nacía una estrella, a cada instante una palabra nueva volvía a su limbo no escrito,
retornaba al abismo inabarcable de la verdad.




domingo, 1 de febrero de 2015

una sortija de oro de cristal


En lo alto de la torre, en lo más alto, donde se rizan las gaviotas,
en el cuarto menguante al que no subía el aire, no llegaban los gritos,
nido de hadas. En esa habitación uncida con pesadas puertas, cerrojos como puños, las estatuas reían,
festejaban la rendición de la Princesa. Su abandono era tal que los hoyuelos de sus mejillas habían excavado
hondas sepulturas; sus pestañas deslucían el largo cordel de una mirada perdida. Era la sombra
de un reflejo, la sombra de un extraño mundo tiznado de fracaso.

El algoritmo de un sueño, su diabólica pauta, la forma en que los hechos reivindican su rabiosa autonomía;
en la habitación, el eco representaba un logro, en ese espacio denso por el que revoloteaban
las moscas y hallaban su refugio todo tipo de insanas criaturas, allí, el tiempo era un pasatiempo
como leer un libro que no hablara, como leer las líneas de una mano que hubiera sido cercenada.

Mirar las estrellas era una cuestión de honor. La Princesa fotografiaba las constelaciones
y se tatuaba dragones en los brazos, soplaba un plato de sopa caliente. Por las noches, el cielo llenaba
la sala con su tamaño decisivo, amenazaba la tranquilidad de la luna pacífica. Podían, entonces, escucharse
ritos de sangre a través de la exigua claridad, cerca del puente. Campesinos que ignoraban su presencia
pasaban con sus carros por el camino y no se persignaban hasta llegar a casa, cuando el mal
había disipado su furia y los encantamientos cedían su poder a la monotonía.

Ella tenía una corona de cristal, zapatos de cristal, una sortija de oro de cristal y otros rasgos cristalinos, como su risa
seria. En serio, su voz desmantelaba laboratorios próximos a su palacio en ruinas,
pasillos futuristas por los que circulaban bombas tóxicas para la eternidad, organizaciones
que acumulaban poder y fardos de heroína. Su voz era la acústica pura de una sirena fabril, de una sirena policial,
su voz era el megáfono preciso para sacar a relucir la escoria, la que limpiaba las calles
de la metrópoli y se hacía un hueco entre sus míticas figuras insomnes.

Había grabaciones inexplicables, psicofonías en la oscuridad del campo, en torno de la nada;
una nave derruida con sus cables pelados, con sus historias a medio construir de espanto, casi aterradoras.
Un espejo que era un vaso turbio destinado al olvido, apagado en el suelo como una colilla;
su imagen fortuita, pero con clase, con una falda roja, el peinado perfecto, simétrico y distinto,
su belleza a semejanza de un ángel indecible, de los que no se ven.

Por la escalera, los tramos hundidos en una miseria antigua que se untaba a los dedos, que cegaba los labios,
se inmiscuía en las contrariedades de la gente. Justo ahí, se hacinaban los segundos antes de la tormenta,
justo ahí, un pequeño insecto confiaba en dios para salvar la vida, un dios inmenso en una gota de lluvia,
escondido en las arrugas del crepúsculo, tras el vértigo fugaz del horizonte.



Tim Walker

sábado, 31 de enero de 2015

paso aséptico hacia la soledad


Hay un camino que desciende. Es el camino hacia la soledad. Algunas rocas ígneas
de ciencia ficción. Un descenso de moda porque el infierno tiene su tirón, engancha con su modernidad,
su aguja y su tridente, la delantera perfecta.

La soledad elimina problemas por la vía rápida, es un destino aparente. Nadie molesta,
solo la mente que se ofusca, suele empeñarse en esto o aquello, suele recurrir al recuerdo
y lo hace con frecuencia inelegante. La mente apenas fantasea con otra cosa que no sea su memoria,
su inventiva es demasiado previsible, ¡que inventen ellos!

Los días se suceden en la soledad más absoluta, con gran notoriedad, con zambombas y clarines,
son días de fiesta en los que suenan trompetas apocalípticas y los volcanes se menean
como zombis con el baile de san vito. Que no, los días no pasan desapercibidos,
proceden a realizarse con todas sus consecuencias, cada segundo tiene su nombre, dura.

La soledad supone un cambio brusco conforme a la costumbre, el ajetreo de las calles atestadas de gente.
Las chicas con sus vestidos, sus peinados; los autos que a regañadientes refrenan su lujuriosa mecánica.
El ruido. Una de estas cuestiones de actualidad es el ruido, que no es incompatible con la ausencia
casi infinita de todo; sin embargo, el ruido puede ser un ingrediente clave
en el proceso de privación sentimental que supone el aislamiento.

El camino hace sus curvas, da miedo también, baja al Southern Reach para que no se sepa dónde acaba.
Se echa de menos a las bestias ciudadanas con sus andares directamente sucios, la suciedad
tampoco es incompatible con el triste abandono, pero no ayuda recordar la tumba de Boris D.;
es más útil especificar un espacio inmaculado y medio sobrenatural, sin invasiones. Una habitación
blanca -que puede ser enorme- de techos semiderruidos y con sus enseres por el suelo,
alguna mancha y el olor a desinfectante, algo aséptico.

Puede ser de noche porque a la claridad no le incumbe el momento, ella permanece encendida como una luz negra,
cenital y absorbente. Se trata de un trámite confuso en el que quizás se encuentre un libro abierto,
quizás se escuche un disco compacto, un vinilo renqueante y auténtico, Nas saliendo de un mal sueño,
Azealia vestida de colegiala sexy, el mismo Dr. Dre dando botes por la avenida.

El camino se oculta, disminuye su cresta. Los espejos no dicen la verdad,
mienten como casos reales, instantáneas tomadas por una mano muerta, como cualquier palabra
dicha con propiedad a partir del silencio.




martes, 27 de enero de 2015

nuevo mensaje de la luz


Con el alma en la palma de la mano. ¿Cuál es la justa dimensión del espíritu? No va a pesar 21 gramos,
no va a medir tres metros. La dimensión del alma es dibujar un trapecio, un ser con cien caras abiertas, otro ser. Fluye
en su medida, transige, no se preocupa porque estará por encima de ello, no pasa malos ratos por un pecado
cualquiera, por una mala acción: su recorrido hacia la indignidad comienza en el preciso instante en que florece
o alberga una esperanza. Dicen que el corazón, pero es el alma. El corazón es bello hasta cierta misión desesperada,
sangra lo suyo en su idioma ventricular, circulatorio, su lenguaje interno, sepultado a dos metros bajo el aire violento.

El amor narra un alma, es omnisciente. El beso es un ligero golpe que no tiene que ver
con la palabra, una lengua en la mejilla, la frente del tesoro que no se arruga ante el recuerdo, es un frente guerrillero,
sin trincheras, un bosque donde se agota el agua y los animales reciben mensajes de la altura. El beso reconcilia
sensaciones, augura. En el futuro el beso ha de ser un mensaje de texto enviado por la luz.
La luz será la fuente de toda ilusión, del amor y la felicidad.
Allí donde haya luz habrá un espacio para el recreo, para el sentido. Ahora, la claridad es apenas un regalo
que nada significa; los ojos ven, las cámaras vigilan y los aviones vuelan por el cielo desnudo,
la noche llega porque debe y se ofrece, porque tiene un romance, porque le sangra la nariz al sol.

Keny es un ángel vertical. Nada la detiene, ni las alambradas ni los lirios
ni siquiera los puentes destruidos. Los ángeles bordean la realidad, pero ella está en su centro, tan misericordiosa,
tan alta como el pequeño cerro que sube a la montaña encendida. Vuela a lo largo del viento, siempre en torno a su jardín.
Vuela como una sombra abrazada al porvenir, al sueño que construye el relato de una vida: en el parque
la música rehúsa hablar de amor con otra esencia, mas discurre aferrada a su destino sentimental, su único motivo.

Está enamorada. Su alma es una joya que desaparece. Ya tiembla el arco iris, se nubla su misterio, cambia su acento
por una voz tozuda que reclama su derecho a la soledad, su trámite de ausencia. El poeta desearía gritar,
pero escribe. Su poema es un grito, pero en silencio, no duele ni hace brotar el llanto, no es lo suficientemente frágil
como para provocar el desmayo, ni un débil cataclismo ni un movimiento en falso.
Por arriba, las cosas son un mar sin orillas, solo un horizonte tirado por la borda, hecho cisco en la superficie de la luna.

Keny vendrá con el alma entre las manos y será más hermosa.
Aún. Librará una batalla sin armas y su sonrisa cantará victoria, ante ella se inclinarán monarcas vencidos por el peso de la púrpura
y una legión de hadas adornará su cabello con flores del paraíso, vestirá sus tobillos con aros de algodón.
Ah, y su memoria frutal será recompensada con una caricia, un verso, una desilusión parecida a la gloria.





sábado, 24 de enero de 2015

planeta errante


La sombra de su amor permanece sobre una cordillera de plata, se desplaza como la de un pájaro serio,.
Su corazón emite un mensaje que inunda el cielo de una luz intensa, alba meticulosa. La sangre,
fascinante piélago, fluye como un trance por laderas cubiertas de blancor nevado, rasa hierba.
Su pensamiento zurce parches de realidad, avanza entre noches y tardes aburridas, entre palabras y silencio,
es reflejo del amor, rastro de un alma, un recuerdo enraizado en el alma que sufre su abandono
en este mundo, pegado a la tierra, tan lejos del aire fresco y su corriente.

Su pensamiento dibuja estrellas, es tan artístico como una ola, no necesita máscaras. Moldea formas con su arcilla
primordial, una forma que arrasa y lo contiene todo en su discreto vientre. Ella negocia el aire con la sombra del viento,
orquesta campañas de prestigio cuya destinataria es la nada que rodea la obra. Pero su obra
decreta la definitiva resurrección del buen gusto, se sitúa en el extremo de la abstracción donde la muerte imita
el dulce trino del jilguero y la realidad es igual a sí misma, sin pinceladas exóticas ni acontecimientos triviales.

Existe una quietud aberrante por donde ella se mueve dictaminando excusas.
Su amor pertenece a esta clase de roles del pasado, su voz logra un convenio con una tradición de trovadores.
Ella es pequeña, mas no en lo físico, no en su pensamiento gigante que se expande como una bola de nata,
como una nube histórica, lo es en el cariño que sienten quienes admiran su tristeza
e imaginan su cuerpo suave, la suavidad de sus manos pegadas al imán de una débil sonrisa. Cuánta fantasía desprende,
cuánto se llora su ausencia, el espacio vacío de su estilo, el pasillo tantas veces recorrido con idéntica esperanza.
Su ausencia es el ejemplo perfecto de responsabilidad.

Queda la voz, la voz que es un poema y no termina nunca, siempre se muestra inacabado,
reciente, reticente. En el arte, decir su nombre, nombrar su historia con un término adecuado, parece un imposible ,
hay que calibrar el perfil de su cabello, desandar su rutina misteriosa, comprender su milagrosa prudencia
-ansia de libertad a cualquier precio-, amasar su fortuna, beso a beso.

Keny siembra un esqueje de amor, brote o fragancia, impulsa su conciencia que es una flor hacia otro estado,
doma un león de olvido. Regla número uno: no amar. Ella no sigue las reglas del mercado, no usa metáforas detestables,
sin testar en la prosa, su intuición es teoría y lógica, se sostiene y resiste la comparación más atrevida.
Keny ama con todo su pequeño corazón que traspasa las flechas, no conoce barreras ni montañas
de espuma, ni cumbres atizadas de fuego: es un corazón valiente.

Dicen que la felicidad es un planeta errante, un punto ajeno, un asunto de otros y para los demás. Y ella, que ha crecido
con el sueño de una vida fuera del sistema, ahora se halla dentro a solas con su mente, sola con el verbo
y el amor, sola con un verso que se repite en su estómago, un verso ajeno como un planeta errante,
el verso de otro, solo para ella, un verso lleno de felicidad.




miércoles, 21 de enero de 2015

a un año luz de ayer


Creció el amor tan lejano como una montaña. Lejano como un grito.

Ahora el amor -su verticalidad, su tamaño- tiene forma de amor,
que es una forma grata y verdadera. La voz que lo distingue es de color azul, la voz del ancho mar
es una voz que alcanza el cielo con su calma. Como su talento para la inacción, su célula durmiente
activada de pronto en aquel verso. En la lejanía, se advierte su volcán, el templo en llamas, ríos de sangre densa
dan vida a su espíritu. Un alma enamorada recibe mil descargas eléctricas antes de nacer;
da igual, igual que un beso en la mejilla, una caricia.

La caricia en el pelo de K sirve para ejecutar un vals, es como ponerse un sombrero nuevo, como regalar un anillo de fuego.
Distinto, el roce amansa su propia violencia, amortigua su fiereza, pasa de largo en un suspiro.
Todo el cariño parece que no fuera suficiente, todo el deseo colmado de inocencia.
La ingenuidad es un arte difícil de admirar, caro de ver. Cuando se agita una nube para sacarle una gota de lluvia,
cuando se echa a nevar y se quebranta el suelo con el frío, un arco iris frunce el ceño,
se estremecen las copas de los árboles ante la discreta fortuna del jardín donde ella gira -ensimismada y seria-
con una sonrisa trágica en los labios. Donde nadie pronuncia una palabra de amor,
no hay necesidad de superar la tristeza del paisaje, su inagotable estado.

En el espacio, las ruinas del amor hacen su aldea, queman otra ciudad. K se lo figura, se lo piensa,
discurre un remolino de ideas aceradas que reparten justicia: son tan rectas... Hacia el ocaso, la montaña se tiñe
de una albura celeste, viene a conformar un cuadro oriental fundado en la cintura de los juncos, cierta humedad
improvisada. Los sentimientos vuelan como serpientes, festonean la bruma, llenan cuadernos
de una escritura abigarrada y también falsa, una poesía ascética.

Solo el poeta está cerca del abismo, a un paso del aire, o a un año luz de ayer, cuando era tan feliz como el recuerdo
(a su velocidad inversa, para no olvidarse del futuro que hace mella, fatiga, te hace pensar en él).
Ella conoce el amor, pero ha estado tan cerca, sin saberlo, tan cerca como el sol sobre la piel,
como un beso asomado al hondo espejo de la oscuridad. Oh, ella se ha recogido el pelo,
ha tomado una rosa entre las manos y ha mirado a lo lejos con una sola lágrima en los ojos,
con la rotundidad que anima el dulce sueño de los novios. Su voz ha deplorado tal silencio, ha escuchado a la noche
restando incertidumbre al tiempo detenido.

Como un profeta, el amor ha escalado la cima antes de volver a su desierto. Keny ha dibujado un corazón en la nieve
y lo ha hecho arder en el poema. Ha dicho la verdad, como hace siempre desde que el mundo es mundo
y el arte anima su piadosa mirada.




domingo, 18 de enero de 2015

todo que decir


Círculos de silencio, tramos aéreos sin una sola voz, un solo trayecto.
Este silencio extenso en derredor, diverso, aterrador. Un estilo dominante
de no decir, basta de oírse, basta de hacerse ruido. Una vez en la música que suena y reverbera el rap
de manera que rompe, tira la muralla por los suelos, hace ruido hip-hop sobre los tímpanos, timbales
y algo crudo que rompe el paisaje y no se quiere creer. La paradoja de tanto silencio musical
tan intenso como un alba, tan diverso como una reunión de embajadores. Algo por su palabra, por su voz
elevándose acaso sobre el tumulto de la soledad.

Un silencio doméstico de andar por casa sin abrir las ventanas a la luz. Un silencio que ama
su elegancia, su timbre desnudo, su extravagante flow. Aterido, la quietud asociada con el cuarto invernal,
el foso de las contradicciones, la hibernación de la inteligencia que asoma su hocico húmedo
por la madriguera de un libro, el escondite del poema. Nada, sin dirigirse la palabra duermen los músicos,
la ciudad duerme sin digerirse la palabra, sin hacer la digestión de tanto grito, tanto dolor.

Nadie ha vuelto a hablar y el poeta halla por fin su inspiración en el transcurso de la poesía que ha callado la noche,
lo que la luna se ha dejado en el tintero, manchas de crepúsculo que te ponen perdido,
hay que lavarse las manos, dientes del ocaso bajo la almohada del sueño. Vence la incomodidad,
el aliento que se desperdicia, lo que duele y no suele escucharse por educación: las armas con su repiqueteo,
ametralladoras como truenos, trenes sin éxito. El poeta se queja del silencio atronador que le rodea,
envuelve su trabajo con alas mágicas, plumas que gotean sangre, la mejor tinta para describir la ausencia.

Todo para comenzar a decir: no es ella, no está en su sitio, en ninguna parte. Su voz y el espejismo de una realidad,
un hogar entre las nubes, el pájaro de fuego: sin árbol para iniciar su canto. Ella sigue en su corazón,
perfeccionando el beso; allí, su boca responde a las caricias, su boca es libre de intentar un nombre, de besar un nombre
con sus labios de fuego.

¿Quién debe trasladar la esencia? Se relata un viaje complicado, demasiado largo. Las crónicas explican
el itinerario, semejante al de un copo de nieve en el desierto, un ángel en curso, la cigüeña con su joya en el pico,
¡el mismo aire! que nace donde se planta el hielo y la naturaleza se desborda. Su esencia es un pequeño juego,
un pañuelo en el medio de la plaza y unos chicos que corren, su idea, un verso que se inclina por el arte, se inunda de pureza.

Su cuerpo en el vacío que cubre la distancia, su alma en todas partes al mismo tiempo,
dios que se aclimata a su ceguera. Un tiempo para cada pensamiento, cada imagen vestida como viste el amor,
con esa sonrisa dulce, ese altar de los ojos y ese cabello suelto como un caballo negro
que hubiese recorrido el mundo con un secreto ardiendo en la garganta.




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