Contar el sueño. El sueño es un
adorno. Parece que fue ayer: los árboles guardaban la compostura,
el viento no era más que una metáfora
del viento. El sueño es ininteligible como un demonio familiar.
Se inmiscuye en lo más hondo de la
psique y excava, y sepulta, y excava, y sepulta. Hay muchos huesos
en algún lugar de la nube. La nube es
el lugar del sueño: almacenamiento masivo de intenciones y nítidos pasajes.
Intersecciones, cruces y cruces; sobre
el túmulo, la cruz. El cruce de caminos: hacia la izquierda, el despertar,
hacia arriba, un extraño túnel poco
recomendable. En realidad no ocurre nada en los sueños,
porque no hay palabras que lo
expliquen; los sueños son películas mudas con profusión de montaje mal cortado,
escenas que terminan abruptamente en
desquiciados planos, panorámicas kafkianas de una casa de infancia.
La infancia saca la cabeza fuera del
sueño y se repite como si no hubiese tocado a su fin.
En el sueño, ella rocía su pelo con
colonia de bebé, huele a polvos de talco y a toallas de ducha, a jabón antiguo
y a piel.
Sus ojos se acercan peligrosamente, se
acercan y miran de cerca, al microscopio, al detalle, detallan su mirada
que todo lo adivina, todo lo avista,
todo le concierne. El estremecimiento de sus ojos fijos en el aire,
tan sobrecogedor como su repentina
ausencia. La foto que se borra, la foto que se borra desaparece en el centro
de la nube, desaparece de la pantalla,
hace un clic y se esfuma, se fuma, se trocea y asciende como un alma
a las alturas, recta como el Apolo
XII, como una Soyuz desangelada pero técnicamente irreprochable.
El poeta soñaba con un pie. Su pie
terso y redondo; a veces llegaba a su rodilla, redondeada y virgen,
lenta rodilla a cámara lenta,
dibujando una curva despistada, despampanante; había un desorden
en la imagen de la única rodilla que
no anunciaba el muslo luminoso, la pierna entera con sus huesos largos
y sus centímetros cuadrados de piel
porosa, recomendable, auténtica piel hermosa apenas horneada por el sol. El
poeta
soñaba con espejos cuánticos, espejos
que escondían la imagen a la luz, más rápidos que ella.
En el primer espejo se consagra la
última interfaz de la belleza, su episodio final. Keny burla el cristal, se
enjoya,
se enroca, lleva un vestido de fiesta
como una pequeña diosa que nadie conocería; lleva un vestido que le sienta
bien, le sienta bien a sus caderas y a
su pecho, le sienta bien al mundo (también).
Nada de música. En el sueño la música
está en órbita, desorbitada, es un oscuro reino sin portal.
La Princesa tararea un silencio
histórico para el cuento, cada cosa a su tiempo y la mayoría del tiempo para el
cuento,
que discurre benévolo y sin altibajos
de conciencia, consciente de su importancia desgarradora. Los cuentos
forman la columna vertebral de la
literatura, dice el poeta. Una hermosa muchacha morena -perseguida siempre-
no puede faltar. Por el parque, por la
calle, por la avenida larga y sinuosa que acoge los milagros en su seno
de cara a la verdad. Una hermosa
muchacha con un nombre nada fácil, nombre de tormenta. Keny tiene nombre de
tormenta
como una estrella azul; su nombre es
un misterio que desliza su karma sobre la naturaleza de la sabiduría. Hay que
subir
al tren para intentar su nombre
Sus ojos bailan en el sueño, esbozan
su profesión de amantes, su oficio juglar. Se baten y se abaten, truenan,
truecan, trastabillan su doble
adivinanza, tañen campanas alegres o brillan con rumores insólitos. En el tren
sus piernas han conseguido adeptos,
una religión ha surgido de repente con sus fieles y su sacristía de vanguardia
(y su confeti);
el traqueteo inflama los párpados, una
resurrección de lágrimas se acumula en la brecha abierta por las sombras.
Al fin se sueña con un beso que nunca
llega a producirse, se desvanece de la teoría a la práctica.
Ella ríe -es cierto- pero sin mover
los labios, su risa es una grabación casera, aquel vídeo doméstico;
su hermosura es cruel en primer plano,
se masca la tensión porque el verso no esperaba semejante cercanía,
tanta piel tan moderna como un
rascacielos de Shanghái, un párrafo de Gombrowicz,
un poema sin título escrito a medias
tintas con los dioses.
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