Esperaban la forma peligrosa de un
halcón sediento,
la silueta deforme de la velocidad y
el pánico,
un estruendo cualquiera.
Se notaba en el aire un silencio a
fragmento calcinado -y la hierba-
como un avión en llamas. Descendiendo.
Un silencio hasta el tuétano (y el
mar).
En el pasado habían enfermado tan
felices,
habían hecho las paces con el asma que
irrita la piel,
con el agua fuerte que se infecta en
los ojos cuando nada se ve.
La solución era un ejército y sus
armas,
la destrucción de las escuelas, el crimen
organizado.
Tal vez hubo fronteras en su tiempo
que fueron arrasadas, mordidas,
liberadas por los dioses, libradas como guerras;
por los últimos valles penetraron
entonces los héroes menos indicados,
salvajes que no tenían sueños que
perder.
Cuando llegó el final la espera había
sucedido ahorcándose en un momento
parecido a un instante de felicidad.
El final fue poderoso.
No eran los pájaros.
Fue una mañana con cara de ángel.
El día funcionaba a pleno rendimiento levantando aullidos de admiración
entre los menesterosos. La policía
confirmaba su dedo en el gatillo.
Planeó durante un épico segundo,
flameó su carne como una bandera
orgullosa de color azul,
se contoneó como una musa ante su gloria.
Pues ella fue el milagro
y su vientre danzaba tras la lluvia,
su rostro adquiría de pronto el
contorno expresivo del pecado.
No esperaban la dolorosa belleza
que fascina a los monstruos de sanas
intenciones, sino el aspaviento,
el castigo divino, la hoguera sin
estilo. Así fue que rezaron
su credo hipotecario.
Ella intervino, aconsejó,
y volaba igual que una sola mariposa
batiendo su armadura.
Y caminaba lentamente hacia su trono
con una sonrisa en cada lágrima.
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