En la plaza, grandes altavoces producen
rombos de oscuridad;
entre la ausencia pública destaca una
paloma nada musical,
muestra una expresión cruel, un color
anterior a ese blanco imaginario.
Los niños no van al colegio, pero sus
gritos se escuchan igualmente plásticos,
cruzan en pequeñas trombas, maldicen y
pasan a ritmo trepidante.
En un banco de la plaza, alguien lee.
No levanta la vista cuando escucha
el parloteo de la soledad, las risas
tan poco convincentes de los martes al sol.
La oscuridad maquina un sol de
tapadillo, un sol arrendatario. El hambre
aguza perfiles y determina siluetas.
Una paloma mordisquea la hierba como si fuera un perro:
ha olvidado la mecánica del vuelo. Los
altavoces escupen dimensión, sólidos elementales
que penetran los oídos como brocas. La
melodía alude a un tiempo que se fue sin preguntar.
Todo el tiempo ha pasado ya. En vez de
tiempo hay ahora una prórroga inservible,
un corto espacio que se va derritiendo
y se retuerce. La galaxia prende con su brazo oscuro,
atrapa mundos y los coloniza, y los
desertiza a golpes de distancia. En la plaza,
alguien acaba de leer que la galaxia
cabe en un cubito de hielo,
allí está contenida con su núcleo
explosivo y sus manos azules de cemento primordial:
es para creerlo.
Los pájaros ya no lo son; los insectos
son más que antes. Otros vertebrados
han ido despareciendo. Suena una
balada intermitente y dulce en un bucle perverso,
las voces atruenan un instante y luego
dan paso a una sintonía difusa.
La voz de la chica es ideal, una
mezcla orgullosa de necesidad y alma
que no precisa palabras para
organizarse. Las guitarras vacilan un momento y se lanzan
al galope, desatadas y próximas, se
abalanzan sobre una promesa irrespirable,
se confunden con aquella sirena de la
fábrica.
Hoy se ha puesto de moda el color
sombra.
Lástima que la gente no tenga dinero para
pasar inadvertida.
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