Alguien
que sufre sin motivo se desespera
y
siente en el estómago, en el pecho, un vacío lleno de algo que no debería estar
ahí
(donde
no hay),
un desierto
pletórico de nada, un hartazgo de ninguna especie,
desasosiego,
dolor, un dolor que no le duele pero está,
que
no existe pero está ahí, martirizando,
lacerando
sin sangre
como
un arte feroz.
Alguien
que sufre, sufre sin motivo y siente un dolor que no le duele,
una
pena de ausencia,
una
emoción que se tropieza con la vida y cae de bruces
en
una zanja profunda llena de cadáveres con su mismo rostro atribulado.
El
dolor se desintegra con la rabia, renace con el odio, se petrifica.
Duele
el pecho hasta el punto real del corazón,
que
se resiste y dobla su latido porque tiene una herida que no sangra,
no
se cura, no se distingue entre tanto labio rojo.
Cerca
de allí hay un alma que no tiene piedad de su espíritu,
y el
corazón lo sabe.
Una
lágrima finge soledad; dos son multitud, una cascada, un beso
en
los labios, dos lágrimas son una comitiva detrás del ataúd
chasqueando
al estilo de Nueva Orleans.
Oh,
el niño llora. El corazón resulta que siempre,
siempre,
es menor
de edad, por más que tierno, alegre o valeroso,
aunque
haya tocado el fondo de mil cariños diferentes
y
tantos buenos ojos lo hayan mirado con dulzura.
Ahora,
alguien
que sufre
cerca
de aquí, un pequeño dios, suplica por su vida como un hombre.
Ama,
pero siente un dolor de nada en el estómago:
como
si nadie hubiese lanzado un golpe al aire
para
cortarle la respiración.
No hay comentarios:
Publicar un comentario