Hubo un tiempo en que el mar restauraba la sangre y ella
era la niña que caminaba dentro de las olas.
Sus pies colmaban un secreto, rehacían caminos hacia
nunca jamás,
se salvaban de la quema por el cielo, orlaban sus huellas
con mondas de naranja y retratos idénticos al sol.
Sus pies eran un vértice, estaban secos entre las olas
que succionaban sangre y las migajas
de una redención, ¡tanta pureza! Ella tan angelical como
este mundo que gira hasta engancharse a la razón,
hasta volverse loco de esperanza. Decían que su rostro
era el de un ángel sin terreno -sin casa ni un espacio claro-,
auspiciado por una banda de ladrones en la ley, protegido
por las sombras del género humano.
De buena tinta se sabe que los ángeles pueden ser tan
revolucionarios como un filósofo alemán,
que pueden comandar legiones desastradas, hundidas en una
miseria sumaria y efectiva. En síntesis,
sostiene el último grito de la sociología política que un
ángel no es ni más ni menos que un activista antinuclear
o un socialista utópico que cree en una suerte de
estatuaria bondad universal.
El jaleo subyacente a esa demostración de cinismo ético
no produce sino burlas y temor.
Los obreros se jactan de su ateísmo, posición congruente
con la información recibida desde el capital y sus aspectos
paradójicos, su oficina de propaganda con nombre de
nómina y número de la cartilla del paro. El número del portal
por donde sale a trabajar cada mañana, el número
demoníaco que usa para comprar y venderse,
el número de la calle que figura en su declaración de la
renta, su término conocido,
son las distintas caras de una moneda de cemento, peso
que permanece inalterable sobre el espinazo social,
la columna vertebral del régimen.
Pero ella no divaga, ni se inmuta. Soporta una imagen
lírica a pesar de los trances y las atrocidades,
es capaz de articular discursos procedentes que anulan
las virtudes del sistema.
Un discurso proletario y atento, demasiado unido a la
experiencia del trabajo, lo que no es un defecto; entrelazado
con una llave inglesa o un martillo en un abrazo casi
romántico entre objetos. Ella es el sujeto de este cambio
que se percibe, se anuncia, está en el horizonte de
sucesos del alma de la gente, donde no cabe más sufrimiento
ni deshonra. El verso entra en combate en ese momento de
fricción, cuando el silencio se ve torcido
a causa de las andanadas mentales, intelectuales de un
lenguaje creciente.
Es decir, K hace su reflexión sobre el Amor y no está
equivocada, sale ilesa, algo de gran dificultad teórica e incluso física
que acontece sin pretensión alguna en un contexto real.
Inútil preguntarse por el público de ese Arte
que es tan heterogéneo como si no existiera un nexo de
unión, como si fuese un auditorio extraterrestre,
con otra personalidad, otros dioses infantiles. K presume
de estatura mística con un leve parpadeo de su belleza lunar,
expone su cadencia, arde en un párrafo para horror de los
artistas que huyen del deseo y la vida. Arriesga la frente
con un mínimo de angustia, se pone guapa para hablar de
su pena, guapa para regar las rosas de su alma.
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