Qué asciende, se eleva, duele tanto...
El gorrión de madera silba cascabeles
repintados de pluma, agita un ramo de fuego con todas las consecuencias;
en ese territorio alado de la
infancia, las noticias se enteran de la gente, los periódicos son el lastre de
mañana.
La invención es automática, tajante.
Se congela el aire, su quietud acelera los martes y los miércoles
que discurren sin prólogo,
protocolarios; no es el vapor de la máquina ni habla el conjuro del frío,
mas es térmico y terso, suda como el
cariño que se tiene, simplemente así:
babel inversa que obra un silencio
remoto para estupor de estudiantes y maestros, pasmo de críticos falaces.
Es la ambulancia que viene en
ambulancia, tren que expresa el traqueteo como un ataque aéreo,
fauna sin carne, carne sin arte que
llevarse a la boca; otro cuarto cerrado, tan pequeño que no se puede huir.
Surge el humo en la distancia,
columnas como nubes, árboles fragantes. Es un corazón sin forma
tatuado en el hidrógeno del alma;
vuela el carruaje de las maravillas, seis rápidos corceles para el día,
más veloces que el sol, recuperando
luz. Sus zapatos de cristal repiquetean, hacen sueño del ocaso,
ríen a golpes de dulzura su frenesí de
sombras, sonríen a la luna; dicen que ella ha pronunciado
un ramo de claveles, que no faltaba el
oro en cada pétalo, ni un pétalo de rosa. Que ha escrito una oración
y ha enmudecido el cielo; desde su
altura, ha rescatado nombres y promesas.
Se eleva, duele tanto...
Su rastro ha sido detectado por los
ángeles, su rostro ha sido visto hacia la noche, ha sido amado;
decir que entorna un cauce en la
mirada, un algo que se arranca. La parte de su alma que no existe,
se resiste a afrontar el tedio de la
vida, conduce a un laberinto sin entrada y arde siempre, quema como un
escalofrío.
La carroza es un puñado de arroz
arrojado en escena, pero rueda por un camino suave que se acaba antes de partir:
sentirlo es un acto de nostalgia.
Sentir su mano en el vacío, nada más que un triángulo de piel.
Duele tanto...
Su vestido de gasa, transparente hasta
la carne memorable, sus puntos cardinales en fuga hacia la cruz del infinito,
rayos dulces. Tres pasos hasta la
fuente donde el agua se esmera, el recodo donde el árbol persiste en su materia
fundamental, la herida que produce el
tiempo en la ondas del estanque sangra arrebolada en flores.
Su rodilla que tiembla y se conmueve
como el firmamento, ávido cristal, lámpara viva; su rodilla que es hálito
flexible,
roca de papel. O la sábana blanca de
su pecho tan inflamable como una mariposa repetida.
Sobre las nubes, por encima del verbo
que rompe corazones e inspira tanto amor, por encima del tono,
la vibración de su espíritu que traza
un recorrido entre los ojos, alumbra mil palabras incendiarias;
nada salvo la voz que no se arredra y
es un estado dentro de otro mundo, su voz
hacia la tierra, deshabitando gloria,
ave que no recuerda su pasado en el viento, la primera caída fulminante;
su voz en el teatro de las rosas,
¡oh!, en el momento en que derrocha la virtud que protege su espalda, su coraza
de nieve.
Ella en perpetuo retorno, de vuelta al
universo en una gota de agua. Ni demasiado firme ni el esbozo
de la ciega pasión que no puede olvidarse
como un sueño. A pesar de este amor, con un lápiz tallado en la cintura,
a pesar del abismo, con dos alas de
espuma que no saben volver del horizonte.
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