Era tan pequeña, pero sin rizos de
miel: su cabello fulgía en el vacío, sangraba como el de un niño Cree,
como el de una hermosa campesina de
Ximen, negro hasta la consumación
de la noche, como una barricada
cósmica. Su cuerpo en la palma de la mano, en el cuenco
sagrado de la mano, tan pequeña, tan
bonita que al mirarla de cerca...,
sus ojos no envidiaban la luz de los
rubíes, sus ojos contenían un océano
pensativo, no triste. En la mano,
resplandeció su tacto, la maravilla de su peso, la desnudez alada
de sus pies de ángel, fríos entre las
sombras; oh, y su tacto dolía hasta la herida y el hueso,
horadaba, sepultaba en un mar diáfano
no de sangre, ¡de lágrimas!; su alegría rondaba otros planetas, mundos a su
alcance.
Centelleaban sus ojos y su rostro ascendía
hasta doblar su tamaño, hasta encontrar el tamaño completo
de su eterna belleza. Antes, había un
pañuelo que parecía un parche diminuto, indistinguible, aunque sus colores
compartieran esencia con la aurora,
claridad con el velo de la luna; su pañuelo era un arma,
¡alma que surcara sin brújula la mar
de los espejos!, un alma para cubrir el alma, para ocultar el paraíso
incluso a los arcángeles, incluso a
los dioses que se vanagloriaban de su explosivo talante.
Keny con su pequeño nombre, en el aire
como una estrella de la radio, cefeida encendida en su alcoba
glacial, iniciando el despegue hacia
la última esfera. Este nombre sí que habla, sí que puede rociarse
con un beso, si que puede crecer como han
crecido, crecerán miles de rosas, una rosa turbada, enojada en el arte,
una flor con pronóstico, su porvenir
fecundo. En el jarrón, hay un jardín forjado a flor de tierra,
próspera tierra entre sus dedos como
espuma sin forma, su forma como un bálsamo flotante, un ático al norte
del sol que se desploma. Su mano en
otra mano, la chispa sobre el viento, acompañándolo
a morir en una ráfaga de olas.
Sin mirarla a los ojos; o mirar en su
ojos y observar con ojo clínico el amor, su consagración,
o descubrir la falta, el trono
desocupado, el cetro por el suelo, el armiño arrastrado y sucio en un reino
perdido;
es un reino perdido, lleno de sangre
como una mezquita, lleno de sangre como una biblioteca, como una catedral
sin otro nombre; ¿no es la Princesa
que anunciaban los fuegos?, ¿no es la Princesa que prometía el Libro?
Ella es la Princesa que sube la
escalera; la que ha llegado al cielo, y canta. La que siente el espacio de los
altos jilgueros
y prende en la conciencia y se posa en
el vértigo que bordea las cumbres.
Keny está en su nombre como en la casa
grande, camina por el patio, se sienta a construir una puerta abierta.
Su voz ha disipado la niebla, se ha
casado con alguien, ha besado a cualquiera allí en el corazón,
donde más duele, donde no se recuerda
ni el olvido y las palabras tienen forma,
son pequeñas como besos tachados en un
poema sin futuro.
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