Se agotó la plusvalía, el negocio es el amor. No hay negocio. Los
chicos compran
armas en el descampado, se hacen chalecos y esquivan proyectiles como superhéroes
de ficción; ellas vuelan
flexibles como antenas, captan el zumbido del rayo bajo tierra, se marean
a la tercera cucharada de vapor.
Hay un festival de humo en la nación, la música solivianta a la
siguiente congregación baptista que no sabe por dónde
avanza el ritmo de la súplica. La aristocracia del parque ha pasado en
dos cadillac aterciopelados; en uno iban
Mara y el KRIT, zarandeándose, en otro AZ –sobrada de buenas
intenciones– y su séquito
de guionistas célibes. La realeza topa con la realidad, que es una
religión
amanerada, entregada al tenebroso encanto de las dinastías
como a la consecución de objetivos naturales.
Atruenan los disparos: ¡otro día de fiesta! Fuegos artificiales, bengalas,
la pistola de señales del náufrago. El comité de bienvenida suele
recibir con un fusilamiento simulado a los audaces;
no hay extranjeros en el parque: si no eres oriundo sales por la
ventana como un extraterrestre
cargado de metanfetamina, silbando el puente sobre el río Kwai.
Gris ha perseguido a un conejo que resultó ser una rata de considerable
tamaño
(que no quiso hacerle frente). El tabaco cada vez huele mejor, huele a
hierba y tremenda sensatez;
luces carnívoras atraviesan el telón, un pálpito colectivo arrasa la
platea. Donde hubo
una piscina no se puede ver el fondo. Un hoyo
aséptico, cavado en orden descendente, el doble de profundo.
La comunidad ha convocado una pelea de gallos en un local que va
cambiando de estrategia. Los focos
aumentan y el suburbio se acompleja un poco; hay más animales que
nunca, perros,
gatos, ancianos reluctantes, ingratas víctimas. Los arietes, una tromba
de color y pinchos tímidos, púas laterales,
espolones oxidados y cierta galantería (las damas primero). En el
portal, la silueta
conocida de la Diva reducida al target de milagrosa muñeca, Penélope
afiliada al sindicato,
Ariadna en un colchón de plumas de la época.
Jordan sale como una bala de su cuarto, no estaba en la recámara. Ha
pronunciado la luz,
ha bendecido la luz que revienta los costales y se filtra entre los
dedos de la piedra. Los ríos son una metáfora del Verbo,
siguen estando solos, igual que hace una noche, pero no significan
otra cosa, apenas el tiempo que tardan en vaciarse de sentido mientras
pasan desiertos hacia la oscuridad.
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