lunes, 24 de octubre de 2016

analógica


Ahora que lo tiene delante (calla), cierta forma indistinguible
que suda un poco,
ríe un poco
(sin avisar).

Alguien que está pendiente
ha escogido la rosa.
Lleva un libro más montesco;
tarda en abrirlo con gran delectación. Aunque no pesa nada, el libro sigue ahí como una muralla,
un baluarte digno,
diáfano también.

Recitar está de moda en el café central, lástima que no haya un café central,
ni haya café.
El parque es el perfecto laberinto donde caerse muerto,
visitar a los abuelos, abrocharse el cinturón.

Los chicos estudian para matones en la escuela de Marte, rompen dedos,
parten de cero y alcanzan cotas extraordinarias de terror, comparten celdas en la prisión abandonada,
pasean de dos en dos, de tres en tres, en grupos
colaterales.

Jordan flojea (y calla) porque lo tiene delante y no sabe quién:
¿quién será?; sus ojos no vacilan, hablan de un orgullo metaliterario,
se repueblan de lágrimas.

Por ella hay que llorar un poco, dejarse dicho, recapitular,
borrar todo rastro de silencio (o fantasía) en cada poema de amor (o fantasía), toda huella
de dulzura en cada poema.

La poesía ha cesado –desconocida–, como si los espejos no fueran con el tiempo,
no fuese la lluvia a calar(nos) tan despacio.


photo by Enkrypt

segunda parte


Atrincherado en la biblioteca pública: sin leer, sin querer, sin hablar. Ha superado un curso
básico de desesperación. Animalillos corrientes, corrientes de aire,
falta de pronósticos y literatura. Silencio, se cree.

El poema es perfecto porque la tiene a ella. La tiene encima como una nube rosa. Ella sobrevuela el antro,
duda si entrar en liza. De forma que las palabras cambian de idioma con serena eficacia;
duermen solas con su pérdida, arropadas por su marco dinámico, sábanas de hilo musical.

Jordan analógica, presente como una solución desorientada, la entropía
aumentando entre casas de vecindad. La gran ciudad se comió al bosque de un bocado saludable.
Creció el gueto, ¡si no hay gente! Ni motores. La gente aguarda en esta zona muerta del parque, doblando espejos
con los ojos. Ni siquiera existen ciegos para ver lo que tienen delante, el pequeño fondo de armario de la rendición,
la perdición, el auge inesperado. Pluma, papel
y un sentido de las emociones. Este dibujo es mejor que la mejor de las fotografías porque sucede a un alma
cruda tras el rubor de las mejillas, fuera del cuerpo (que ya no es de nadie).

Jordan analógica,
hablando por teléfono con dios. Otro poema de la mano, rescatado entre las ruinas
del vacío. La lluvia es un placer porque crecen las flores como uñas, como pestañas en rama, el pelo de los muertos.
En el parque, los extraños musitan sus decálogos en medio de la decadencia general. Ni que la decadencia
fuese la plaza mayor, cumple su objeto, asume su porción de vertedero: versos
automáticos sorprenden al transeúnte, son como balas y suenan como balas de matar. Versos de repetición,
todos iguales, hechos con un saldo de sombra, sobrantes del banquete luminoso, el día a día
que resiste y no reduce su divina proporción, su producción exagerada.

Hasta el poeta se muestra lejos del gueto; al pie de una escalinata bien trazada, sucia
escalera de incendios donde duermen los parias. Ella puede verlo cuando mira al cielo, tumbada sobre la hierba
que merece su estima, rodeada de humo por las cuatro estaciones de su pelo. Una rosa en el pelo
es la señal. Y los chicos pasan de largo tarareando una bomba de relojería pop, el último
derrame de la batería antiaérea.

El milagro acontece porque ella no lo ve. El Libro. La superficie conocida,
salpicada de sangre en polvo como una mítica portada. Poemas que se mueven en el interior de las palabras,
sestean, serpentean, libran su masa verdosa sobre la arena del cielo. Ha terminado el show, la gente friega
las paredes de blasfemias y metáforas siniestras. Alguien enmudece, alguien pierde el sueño,
pierde pie en la fungosidad aleatoria. La realidad es un plano miserable inscrito en el contexto de la nada. 


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