No más rosas para ella. Específicamente. Puede ser un curtido clavel
evanescente, una dalia de perfume siniestro. En el parque no crecen
porque sí, no abundan las severas
incongruencias; en la acera, apenas páginas de hierba seca,
amarillentos brotes
apostados en silencio. El mutismo de la naturaleza tiene explicación,
ni los canarios se obligan, ni los niños
ensayan su color de voz; la razón es que el aire se ha vuelto frío de
repente
y los pájaros emigran con nidos en el pico, ruinas entre las patas
frágiles.
El misterio se ha congregado de nuevo a la puerta de la iglesia,
donde arrullan los ángeles y se prostituyen las sombras (o viceversa).
Pero no eran canarios ni jilgueros,
sino arpías, gárgolas y dragones sin Khaleesi, pirómanos unidos en busca
de una copiosa tajada forestal.
Jordan ha saltado la valla color
calabaza, ha escalado. Su escala de valores es tan válida como un
ticket de autobús, una entrada a disneyworld
(sello en el talón de aquiles, tatuaje multidisciplinar). Está ahí, desentrañando
su imagen, despejando escalofríos. Su terror
nocturno ha conseguido hacerse con un nombre propio, luna
repentina y lejana que comanda batallones de desahucio.
Ahora que en el parque todo son rosas de reemplazo, rosas en trance de ser
más rosas coloradas e higiénicas, hexágonos de chicle plantados por el
mundo. Ahora que los chicos gandulean entre cruces romas,
que haraganean las chicas a pesar de su extraordinaria cultura y su
preparación
para el crimen. Hay un arrobo en el tráfico de drogas, que es la única
circulación que le queda
al hemiciclo marginal. Los triciclos han sustituido a las rancheras,
esos cuatro por cuatro tan presidenciales llegan y se van
como en el sueño de la juguetería. La droga, sin embargo, mueve
montañas con solvencia,
su fuerza bruta asusta a las parejas y a los perros peligrosos que no
son Mason-Dixon Line.
El rap ha desvanecido. Desaparece sin remilgos, con un lamparón en la
pechera y un cardenal
en el pómulo derecho. Normalmente Noname habita en un lugar de la
explanada, o tras algún polígono verbal. Sus rimas
aplacan el huracán de hielo, forjan masa común y derrotan al fascismo
como máquinas de matar. Aquí se patrulla, por lo menos, se patrulla.
Los chicos malos salieron del gueto
antes que nadie, se bajaron antifaces de internet y comenzaron a
discutir. Discutieron la industria, le discutieron la pasta
a los ególatras y dispararon mil ráfagas de seguridad.
Bajo esa gorda luna de noviembre se resumen los cardos y en el
descampado
festonean las rosas sus banderas de invierno, ¡ah, hongos
clandestinos!, orgullo de su tiempo. Jordan no las puede ni ver,
no quiere ensalzar su aroma que marea. Lleva años pensando en ellas un
poema. Aunque es el poeta
quien dinamita a ratos su estrategia y se demora en la paralización de
un lenguaje sutil con aviesas intenciones
románticas. Tuerce en inglés, avanza un metro en castellano, fortifica
su acento y te da con un bate en la cabeza
como Negan para que te olvides de su clase y de su cara. La poesía
entonces es que ha bajado a la calle,
ha salido con lo puesto y con un par de gramos en el bolso que no pesan
lo que deben:
así dirime sus diferencias de criterio ampliando su ritmo por
necesidad,
desarrollando el círculo de sus amistades los días de mercado.
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