Photo by Enkrypt |
Como no hay mar sin cáscara de espuma,
playa sin olas de feliz estruendo,
gaviota que no pierda alguna pluma
entre el cielo y la tierra combatiendo.
Como no hay sol sin pátina de bruma,
aire que no se acabe comprimiendo,
noche callada que su voz no asuma
(coro de sombras en fugaz crescendo).
Como no existe lluvia que no cale,
ni llanto que en el alma no se instale
hasta imprimir su cautelosa huella.
Y así como no hay verso –ni gobierno–
que no conspire para hacerse eterno,
no hay rosas en el mundo para ella.
No hay rosas en el mundo para ella. Y así es mejor. Llegaron a brotar en el
cáliz del horizonte,
clásicas, alas exorbitantes. Rosas industriales; acerca de ellas, el
poeta hizo discursos. Cerca de ellas, Jordan
tuvo fiebre, su temperatura hervía como un sorbo de coñac,
bailaba en su garganta como un beso que apenas, un verso a escondidas.
Delimitar el beso es tarea inocente, supone esfuerzo y concentración:
hay que tomar notas, concebir tratados,
ensayos en el cuenco de la mano, o en la cara culta de la Luna.
El poeta estaquilla su verso, que linda con el campo vacío por el este,
con el parque por el sur. El sur es siempre un epicentro, una
maquinación. Jordan aparece con sus fans
–legión de lobas, masa de artistas, hueste–, liberándose; quedan atrás
el gueto y su constancia, la nimia
fantasía de un momento estelar.
Parece mentira que el jardín languidezca harto de rosas (o de su
ausencia visible).
Ni una rosa de más, sin salvación. No hay detectores de felicidad en los
anaqueles saqueados, tampoco sierras eléctricas;
pero hay reproductores de CD para escuchar el viejo soul, tal vez jugar
a la lotería con el sonido del viento.
Las venas de la tarde continúan (siendo) asaeteadas cuando el autobús
para en la pesadilla número
cinco. La primera rosa es un clavel y sangra por duplicado, forma un
cuadrado de sangre
fatigada. Un hilillo le corre a Jordan por la barbilla después de
besar,
después de comer (también).
Cierto que el mundo es pequeño y cada vez; se reduce y se encuentra
distanciado de su esencia,
descabellado mundo real. Entonces los científicos siguen trabajando
para alguien,
descubren hojas limpias de LSD, rocas de fango para fumadores proactivos,
alcohol de treinta grados a la sombra.
Algo se mueve, algo tiembla: ¡es ella!, ¡su cadera!, qué ritmo. Al
combate
se va desangelado, con dolor de cabeza, se va con el alma en un puño
americano. La catapulta de un verso, la égida
de Apolo que rima con cuánta soledad (y con una palabra de amor).
¡Cuánta soledad se necesita
para pronunciar una sola palabra de amor!
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