En la ola gigante del pasado,
sobre su cuerpo de memoria usada,
su curva general, incorruptible,
y el veloz movimiento de su drama,
el diálogo que guarda con el cielo
azul en el idioma de la infancia,
la roca que se arroja a la cabeza
y el pecho del futuro que la para,
en esa edad mil veces repetida,
mil veces muerta, muerta y enterrada,
entre tantos secretos ventilados
al aire fresco que la luz consagra,
tanta felicidad, tanto destierro,
tanto tiempo mirándote a la cara
y viendo amanecer como si fuera
el día de hoy el día de mañana.
Sobre la elipse más determinante,
llega, indeterminada, la palabra,
desnuda bajo el frío intermitente,
despierta en el papel que la idolatra,
en el muro pintado de penumbra
y en la pared obscenamente blanca.
Hay un vaso de sangre que te espera,
una copa de vino ensangrentada,
bébetela y escribe lo que sea,
escribe con las manos a la espalda,
los ojos bien abiertos por si acaso,
la boca, en todo caso, bien cerrada
que en el silencio la verdad se anuncia
hermosa en su legítima distancia;
no dejes que la sombra se apodere
del luminoso cuenco de tu alma,
aprende a distinguir entre la bruma
la forma más exótica del agua,
la posición escénica del arte
―que apenas se distingue de la nada―,
la fórmula radiante que resuelve
el color enigmático del alba.
El verso se enfurece en las cunetas
y baila por los campos de batalla,
tiene un largo historial de sepulturas
y una pequeña historia de venganzas.
Versos a la cabeza de la tierra,
en la primera línea, la más alta,
donde se besuquean las heridas
y los nudos más prietos se desatan,
donde silba el acero de la muerte
y tocan a rebato las campanas.
Palabras que no riman con el mundo
porque el mundo no rima con la magia,
silencios que se caen por la escalera,
gritos que hierven en la boca helada,
versos que dicen todo lo que saben
pero no saben todo lo que callan.
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