Grandes Rapsodas procuraron conquistar su dulzura.
Imaginaron versos ideales, completos tratados sobre la tristeza
de sus párpados. Conspiraron. Sabían el oficio,
usaban un lenguaje abocado a la gloria, un surtido de metáforas
francas alineadas esperando su turno:
en fila las perfectas descripciones de unos ojos, la
foto-finish de una boca profética. Sus palabras
acertaban con la distribución del acento, radiaban rimas infrecuentes,
rompían los esquemas del estilo
con osada autoría. Eran, por tanto, tremendos mercenarios
de la lírica, dramaturgos en estado puro;
¡ah!, humildes arribistas aficionados al cine en versión
original. Eran artistas tan rodeados de arte
como arañas de museo, su vida era la rutina de una sala
del Prado, un pasillo interminable del Hermitage sin nombre.
Ella -que hacía oídos sordos- se concentraba en su manera
de sentir la melodía del mundo,
en su talento para distinguir la traza del amor. El amor
aparecía con su efigie destruida de edificio después de la batalla
y ella en un suspiro colocaba la primera piedra,
enfatizaba una nota suficiente que producía orden
y concierto. Frotaba su lámpara maravillosa y miraba
hacia el Sur mientras las vigas adoptaban su postura resignada,
las baldosas crecían como en una colmena y los pilares
apuntaban al cielo con amplia simetría. Silbaba y un clásico
comenzaba a sonar en el local abigarrado, el café cósmico
donde los verdaderos artistas loaban la frescura del mito
y guardaban silencio los niños animosos, con sus madres
pendientes del aroma ritual en un acto de fe.
Sobrecogerse era un modo de entender la música o hacerle
coro al rumor de la conciencia. Keny derramaba entonces
una sola lágrima en el papel sin tacha y perdonaba el
pecado de la luz que reprimía su encanto,
sofocaba apenas la tersura de sus labios; era una lágrima
como una gota de sangre, distinta del sollozo
que encoge el corazón, una gota de sombra que atesoraba
espacio, el universo entero de su voz transparente.
Tomaba forma el eco y golpeaba el pecho de los hombres,
que solo sentían un cierto abatimiento
antes de rendirse al olvido; el eco transitaba las calles
y tomaba las curvas a la velocidad de un sueño en el vacío,
con la aceleración de un meteoro que ha perforado la
atmósfera y se entrega a una muerte chispeante. Ella cantaba
en su lengua bonita y latía en sus ojos un fulgor
persistente parecido al deseo. Su voz se remontaba,
se internaba en los hogares tristes sin llamar a la
puerta.
En casa del poeta el verso concebía su destino, letra tras
letra, en el aire incendiado de esperanza.
El poeta escribía en el espejo, recordaba fragmentos del
futuro
y construía el refugio de su alma. Desmontaba los besos
en perlas de lenguaje para ella
que de pronto escuchaba el sonido del agua en los
cristales, el metro que ceñía su ternura,
que, en la hondura del verso ensimismada, podía declinar
una invitación a la prudencia, desvelar el dulce secreto de su frente,
ponerse un vestido estampado de flores y hasta
soltarse el pelo y confesarse en toda su repentina belleza.
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