Está el parque y el parque no es normal, es muy redondo.
Se observan ramos, cercas, animales resueltos,
alguna rata gorda salida de la perrera de Danilo Kiš, algún
conejo de la suerte.
Paraíso un tanto circular hasta donde llega la vista; diríase
que el horizonte fluido se funde con la masa aérea
logrando fundiciones y algún que otro laberinto que no es
posible vislumbrar.
La lejanía cumple sus restricciones, su enigmático rito.
Surcan el parque infinidad de ríos con sus afluentes y sus
arroyuelos secos para arrastrarse por el fango
(caer en el arroyo, o la fatalidad). Bien, hay balsas e
incluso pequeñas balsas costeras donde una bióloga
curtida en las marismas del Área X puede desarrollar su profesión, abismarse en el ecosistema,
abundar en la cara
B de la felicidad por el trabajo mismo. Los árboles no
dan miedo por el día; de noche sus ramas atrofiadas cobran vida
y son como guiñoles, marionetas festivas que actúan por
la voluntad. El espectáculo en el parque
no tiene fecha de caducidad, los artistas son longevos o
se mueren deprisa como moscas y son reemplazados.
Van por el bosque: una muchacha de cabello limpio, un
anciano. Cada uno por su camino. Ella canturrea, él tropieza
en la misma piedra una y otra vez a lo largo del sendero,
recorre sus kilómetros diarios, su paseo para no quedarse
sentado en casa viendo la televisión del parque, mirando
por la ventana. Ella lleva un pañuelo en la cabeza,
es morena, hermosa, francesa también, lleva por nombre K.
La chica baila y se prepara para la revolución. Lee. Hay versos
que ella entiende aunque estén en español,
su sonoridad parece darles aire, un aire fresco, jacobino.
En el parque es conveniente leer un poema
de amor para que no se corten las rosas No es necesario
leer en voz alta, basta con sentir el cosquilleo de la voz
recitando sin prisa, equivocándose y tartamudeando -a
poder ser- en los pasajes más escalofriantes, cuando la risa nerviosa
hace un nudo en la garganta y el pecho se agita como una
vela al viento. Si el poema produce algo de sueño,
no es mala señal: ella ha leído hasta dormirse apoyada en
un madero anónimo (el tronco universal
que allí recibe la sincera felicitación de la fronda local
más significativa).
En el sueño, el verso resulta innecesario pero llega con
su vanagloria y su protocolo, su sistema atroz fonético, hasta físico,
y su filología de alto standing. En el sueño, el verso
acaba de salir del manicomio y todavía anda echando humo,
bebiendo cocacolas sin parar. K no se lo cree. Su
escepticismo vale un potosí; no confía en esos ojos verdes de verso libre,
en su proximidad y su abandono, el célebre contenido que
festejaran los críticos por decir algo. La banda sonora
del parque está compuesta por líneas sin sentido, una
debajo de otra, tensas como veladas familiares,
largas como el pensamiento de una tarde de verano.
Keny se ha construido un refugio secreto con palos sueltos
de aquí y de allá, hojas, restos de matorral, un plástico azul,
con sus ramitas desprendidas por el viento absurdo del
crepúsculo, bellos cantos rodados. A su vera, el jilguero de siempre
-harto romántico- que le sopla el último grito del medio
natural, el último sentimiento impreso
o el repentino flash que tintinea en las alturas. Ella
atiende al cariño que fluye en español como una sombra, una quimera.
Siente el beso en la mejilla, la caricia en la frente, el
abrazo invisible que no es, las palabras que fueron.
Está el parque (el auténtico parque de Echenoz), en el
centro indecible de otro nido, instalando emisoras por el cielo.
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