En la diversidad de una noche cualquiera, entre sombras y
malentendidos, la soledad acaba de nacer
de un minuto y un rayo de luna. El crítico se abona al
último suspiro
de la literatura. El escritor lee obras sin premio para
saber qué no crear, qué no decir a toda costa. La chica
suspira su último modelo, el tatuaje en el tobillo, la
precisión de una sola nota celestial.
Cuando la noche corría la voz de un crimen cometido en
silencio, los héroes guardaban la distancia
con el pueblo. La música troceaba el pasado con su daga,
conseguía cubismos desiguales, cubículos de espanto
que no daban ningún miedo todavía. El pasado siempre
aterra porque se ha ido para no volver; los recuerdos
son como fotografías amables de una verdad oscura o pavorosas
instantáneas de una realidad aún más nefasta.
Una mañana los hombres se despiertan en crisis y ajustan
los mecanismos de sus máquinas predilectas, coches
de lujo, furgonetas proletarias que bregan para el hampa
a base de cesiones conceptuales,
camiones enormes como autobuses sin vida, sin ventanas,
tan graves transportando miseria en cajas de cartón,
utilitarios para los
jóvenes que encontraron trabajo lejos del hogar. La gente huye, teme por
su velocidad, que no les quiten
su vértigo ni su aceleración a cien kilómetros por hora,
que no les priven de su esencia material y su tecnología.
(Luego querrán tener su amor, fundar su gracia.)
Como ella se abandonaba al tiempo, las nubes acechantes, impenetrables
cúmulos atornillados al cielo.
Nada mejor que el viento. Un viento regional,
condicionado, una mole de aire puro cogiendo marcha, reptando a media altura.
Molesto por excelencia, el movimiento que lleva a todas
partes sus motas y sus vetas, sus ojos de algodón.
La muchacha que se escapa andando de principio a fin
hasta que le duelen los pies preciosos y hacen sangre
las piedras del camino (no hacen falta zapatos de charol).
Ahora hay un fiesta y Keny ensaya un paso de baile por lo
alto: es el jilguero el que se explica y no guarda secretos.
Ya inicia el vuelo, su conciencia domina el espacio, bate
sus alas lógicas, tan despierta. Ha dejado atrás la cordillera blanca,
se acerca al sol; las ondas delinean predicados inertes,
escupen contenidos sin concepto, ideas sin forma.
Pero la lluvia está ahí para modelar el pensamiento, para
soportar el giro de los acontecimientos importantes. Cada gota
de lluvia, cada copo de nieve fractal y ensimismado
incluye un manual de instrucciones que describe la curva del amor
en su formulación correcta, por ejemplo, en su frase
inmortal o en su mirada atenta. El ir y venir de unos ojos,
su parpadeo intacto, grato, todo está inscrito en la
manera de caer del cielo, despacio como los huesos
caen hasta la fosa, como se cae un niño el primer día de
clase.
Es su felicidad, la suya propia, sin matices épicos ni
gota de torpeza, nada de frío. Deplora ella las matemáticas
que funden ilusiones, el margen económico que ilustra la
pared del hambre. Es el fulgor del arte que se estrella contra el mar,
sale del mundo y suena en el vacío como el llanto
discreto de una rosa. Y sueña en el vacío como un arpa
que hallara su lugar en la inocencia de unas manos
ágiles.
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