Hechos y protección solar. Hemos visto
un insecto. Hemos visto un insecto.
Hay dimensiones extras en la
naturaleza, es un hecho, un derecho del cosmos, rayos de luz. Años-luz, pasillos
espacio-temporales, creativos. Los
creadores han visto la luz, dibujado a su ancestro,
han contextualizado las proporciones,
recreado, rellenado como en un viejo tebeo o un cuaderno infantil
(y puntiagudo, por tanto) los colores
a mansalva saliéndose en las curvas de la realidad.
Hay que dibujarse un tren, un toro, un tren más rápido que el alma
Hay que dibujarse un tren, un toro, un tren más rápido que el alma
con sus pasajeros asomados a las
ventanillas (fumando). Y el humo de la locomotora que se confunde un poco con
el otro.
Las almas corren que se las pelan,
insultan mucho. Se reencarnan, tienen ese vicio inmundo. El mundo
conoce almas llenas de gracia que
hacen sus deberes, mueren pronto y
pasean por el camposanto las noches de
luna. Como insectos.
Hay plantas carnívoras de hermosas
flores. Las cadenas rechinan atadas al tobillo del ángel. El ángel se llama
así (podía ser Graciela, pero no).
Estos ángeles huérfanos que se ven tanto al caer el crepúsculo nervioso
silabeando su nombre, echando baba
sobre la pureza de la hierba, babeando sobre el hombro del destino.
Las chicas. Tres. Una con un vestido
rojo por encima de la rodilla. Las otras que no existen. No están en esta foto
fija
tomada de este cuadro, tomada en la
acera de la pequeña clase, su avenida perfecta
y alumbrada, festejada de postes
telegráficos, farolas níveas. La chica se despide de toda una sección,
agita algo su mano y disecciona el
presente con propiedad, autoritaria en parte, diseccionando unos
acontecimientos
que no acaban de fluir. Ahora pasa el
tiempo y ella enciende un cigarrillo como en el vagón restaurante,
como en la barandilla, asomada a un
vacío indiferente.
Vamos con el vacío. Aparecen unos
labios, luego un dedo acusador. Los ojos
reconsideran su función, su maestría,
el impacto que desatan entre la población de ácaros reinante que se funde
y no se reencarna porque no ha pesado
lo suficiente. Rosas más altas han caído, de lugares más altos, acantilados,
fortalezas,
países enrejados del norte
depositarios de una grandeza similar al fracaso. Las chicas han aparecido
ataviadas con sus trajes olímpicos o
vestidas de blanco que es el color más lógico. Ha sucedido. La muerte
se ha desperezado o se ha desesperado
en cuanto ha visto el dibujo con un fin;
cada cosa en su sitio, cada casa en su
calle predestinada, cada huracán en movimiento, cada violento seísmo en su
lugar.
Hay universo. Hemos visto una
estrella. Hemos visto una estrella. Caer. Del cielo se ha desprendido
un seguro valor, su vuelo procede de
otras alas, otro estremecimiento. La gravedad es débil pero basta para mantener
el orden. La materia se busca,
coincide, se besan los astros con singular celo y majestuoso
ímpetu. Tan lejos que sus besos
resisten el control, acuden como gotas de lluvia. Una con un vestido rojo
que no baila porque no
hay orquesta. Baila en su corazón que
late eufórico. La felicidad dispara antes de preguntar. Es saludar y dispara;
hubo un momento en la historia en que manó
la sangre, llegó a la altura de la rodilla, como un vestido
inverso. Qué formidable desgaste. Y ahí
se acabó el baile. El resto ha sido espasmo; el resto ha sido
el baile de Antoinette, sin
invitaciones. Oh, y las tarjetas limpias, nada. Ni música al final, ni fondo.
Traquetea la historia, echa fantasmas
de humo por la nariz francesa, se balancea sobre un cable de acero.
Funambulista. Y la farándula haciendo
su teatro con sobras de la vida misma, retazos del aburrimiento de los niños,
espejos, más espejos para verse un
trozo del espíritu, para verse de pie. Ella siempre asomada al balcón,
fumando o en silencio, derribándose el
alma a golpe de inocencia. Bella como una luz cualquiera.
Markéta Luskačová |
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