Hay un triángulo para subir; es una
pared, un ángulo, un rincón hacia arriba, recto como se sabe,
recto hacia arriba interminable. El
lugar es el cielo. No hay almas aún. Aún no han salido de paseo las almas
a visitar la noche, de visita guiada.
Son miles y su enfado, millones y sus cicatrices y su gloria. Su halo
puede verse, puede oírse. En el centro
de la plaza, escaleras de todos los colores. Y las almas descienden,
toman tierra entre sus manos huecas,
se despiden de todos otra vez. Una que murió por accidente,
otra que murió porque se muere, otra y
otra y otra más. Una que fue asesinada
por un hombre de buen corazón que
salía del templo, que acudió al templo con su familia, sus hijas pequeñas,
su esposa confiada y erguida, ellos
con la cabeza bien alta, por la acera, acaparando acera
toda la familia de a cuatro a todo lo
ancho. Bien. Y su rifle compasivo, su rifle de caza, su arma de defensa nacional
para defenderlas a ellas: de quién. Si
disparó a doscientos metros escondido entre la maleza,
escondido en el parque de al lado de
su casa; y disparó a su vecino que era un hombre de bien.
De pronto las almas vuelan sin saber
por qué, vuelan y dan vueltas sobre el horizonte de la historia, estudian
historia,
se la comen, se beben la historia a
sorbos excelentes; aprenden a suspender la verdad de un cable,
a suspenderse de una soga.
Crucificados. En su lugar de expresión, donde yacen o columpian sus espectros,
ocurre una gran crucifixión conjunta familiar;
clavados en su cruz por la razón y el mito
que se ha de creer. Tanta creencia que
se hace real, se realiza y la sangre inunda la mitad de una nube, hasta la
rodilla
de sangre, la sangre que escapa por las
puertas cerradas, que escapa por los quicios, por la nariz
y la boca. Esta historia es un rayo de
sangre, un río de sangre que desemboca en un mar oscuro y seco, como algo
natural.
Y entre las almas, ella. Superior a
las almas, alzándose sobre la poesía de las almas, sobre la poesía
de la muerte, su poderosa voz que no
reconoce silencio alguno ni tramita otro vínculo que el de la soledad. Esta
poesía,
¡qué poco redonda!, ¡qué mejorable!, ¡deplorable!
La poesía quiere recordar su esencia, transmitir su cordura,
estilo, dimensión. La poesía siempre
es culpable, incluso cuando trata de decir la verdad: no lo consigue. Nunca.
Ah, ahora la belleza y la verdad son
cosas diferentes. La verdad es patrimonio de las almas. Y suya. Suya porque
asciende,
suya porque avanza sin poema, con el
único auxilio de su ojos negros, con ayuda de su piel
abstracta, su lengua extranjera de este
mundo.
Hubo un arte tal vez semejante a su
arte sin retorno, su artesanía pura más inocente que el arte, más redonda
que el Sol que tanto gira. El arte
redondeó su figura sin ella saberlo, la hizo estrella, culminó
su forma, su obra que razonaba y se
parecía a los libros y los cuadros, a una escultura genial y abandonada,
enterrada o sumergida bajo el océano.
Su movimiento en el arte era el de los mármoles sagrados.
No conocían los espejos tales imágenes
de soberbia libertad, no había usado el agua esa decencia antigua y deseada,
la urbanidad de las mujeres reales.
¡Cuánta dignidad si existiera un espacio para amarla! Y fue que a flor de piel,
no desangrándose, aupada en hombros de
gigantes, científicos del ser, mujeres altas, libres y cansadas.
Y fue que descubrió su tarea, la
obligación de una vida. Llovía entonces por el cielo azul;
las almas descansaban en el sueño y
los pájaros no aspiraban a conquistar la luz del día, su trino era un consejo
al caminante;
Cómo calculó la hora del planeta y plantó
cara a un una nación de cuervos, el símbolo grotesco,
falsa cultura, épica de catedrales
robadas; la furtiva miseria de los poseedores, su instantánea desdicha, al
descubierto.
A pleno sol, un aspa derribada. Ella
en el vértice de la pirámide mirando al cielo con infinita misericordia.
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