Es un dolor
antiguo que no se sabe dónde
comienza
a preguntarse por el alma. Existe por debajo. Se presenta a la mañana cortés
dibujada
en un claro de luz, atiende a los micrófonos del viento,
las
cámaras de la realidad. Hay un tiempo para cada pasión. La risa brota en el
pecho y da igual que sea primavera
y los
hijos se hayan marchado a otro país, y da igual que la sangre haya bordado
una rosa
en el asfalto. El dolor se manifiesta como álgebra, una función devastadora.
Qué
juventud derrotada por los hechos, por la autenticidad de la materia, que ya no
vuela alto
ni se
reinventa, se derrama como un manantial oscuro. En el crimen está la voluntad,
los
brazos en cruz, la voz encallada entre lamentos. Ahora el mar tiene la culpa de
separarse y separar, de ser frontera,
ruta
caníbal. Jordan ha llorado: ¿por quién? Sus lágrimas
de
lluvia calaban como la lluvia del verano, con la misma suavidad, el mismo atrevimiento.
Su verbo
actúa en represalia, domina las insinuaciones –ya vuela alto–,
surte
efecto. Ha prometido una flor además del canto, además del baile que susurra su
romance a las estrellas,
ganchos
para un sueño gigante, obras de esperanza. Con su promoción
de
canallas, su procesión de luto. Profesar, rezar por lo que sea que ya no ha de
volver.
La
violencia se muerde las uñas, se despelleja y sangra a pesar de los pájaros que
increpan y los gatos que suman
su
aspereza. Un jirón de humaredas neumáticas recorre la potestad de la altura,
voltea
ideales corruptos que pasaron por líneas del poema y se hacían pasar por largos
credos,
novedades de espíritu que apenas inflamaban la garganta. Tanto fuego en un cubo
de basura, dentro de la noche,
al raso,
como se debe crecer en esta tierra.
Asomado
el poeta a su ciego balcón viendo detenerse el penúltimo autobús del sueño, un
radio blanco
como el
papel, un rastro de vergüenza entre mariposas muertas, ¡qué elocuencia! La
marea que sube,
ahoga y
cierra el puño sobre algún cuerpo, sobre otro cuerpo. Y el verso que respira su
edad de cien mil años.
Jordan,
divina ante el espejo, extensa en el poema extenso, siempre a falta de una
palabra
lisa y real,
casi real. Los árboles intocables ahora, los gorriones sinceros, las manos
quietas, justas,
alumbrando
el detalle que sabrá valorar la gran naturaleza.
Qué
extraña la gente –ha pensado–, enterrada en el silencio de su alegoría,
estática de puro movimiento,
malvada
a fuer de estética, cruel por no decir que firme y consternada, y no decir ¡qué
flor en el desierto! Y no decir.
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