Medroso
y concentrado, sumido en su picuda sombra,
más
oscuro de lo que habría deseado, menos oscuro de lo deseable. El poeta corrompe
una idea común,
absorbe
terrenos vedados al lenguaje y vomita mentiras salteadas. Diálogos
de
mantequilla, paseos por el lado salvaje de un camino vecinal. Su amor se robustece
en la sangre,
duele
apenas, su obra se crispa en el sentido, vierte
comentarios
nudosos aupado en una forma estrafalaria. Ahí está,
deshaciéndose,
desafectándose del mundo y sus ojos livianos, su majestad retórica.
Jordan
corresponde a un linaje privado, estirpe de leonas, cóctel de samuráis
conquistadores
y actores secundarios. Obedece a una sola indiferencia, va escogiendo su traje
de Mesías,
silbando
en un andén lleno de nadies. Las estaciones son su reino o su ambiente real,
su
preferencia: adioses y abrazos imperdonables. Su rap profesa hábitos
insanos,
opacos a la fe. Hoy nadie la espera;
de
ausencia, hierve el escenario, su voz produce auténticas ficciones del sonido.
Dos trayectorias
disímiles. El ave que cubre los océanos o el ruiseñor empobrecido en la fronda,
deshabitado
de su innato giro; alguien que blasfema en nombre de Caín, alguien
preocupado
por el nervio colectivo y el relato social. Vienen cuatro, tres, dos, una masa
de dos
que
vocifera consignas sin haberse estudiado el expediente. Crítica
disfrazada
de pánico al amor; este cordón sanitario que excluye el contacto como la
enfermedad, este tramo de estar solo
en medio
de los templos, en la esquina vacía de la plaza abarrotada, pegado a la pared
como un
toro picado, como un animal en horas bajas. O la potencia de la naturaleza
secuestrada
en la dulce
Babilonia –Ciudad de México– y liberada
sin pagar rescate, sin pedir rescate, libre porque así es la ley.
Cuando
se posee el secreto y se está en posesión de la herencia sanadora y se es
capaz.
Estamos
en paz, dicen los espectadores. El espectáculo ha comenzado en un segundo plano
y ya termina. Tempus fugit.
El tiempo
planta su sepultura sobre el polvo, la cuadrícula exacta de su cuerpo flaco y
dolorido: es que tiene
un
final. Aunque no lo parezca. Ella desbarata limbos gráficos con un crudo destello.
El campo se mueve
al unísono
con la marea; clara fusión labrando un todo sobre el mar. Se extiende el campo
por todo el firmamento,
dobla su
apuesta contra las grandes ilusiones, banaliza universos con su utópica ristra,
su lista
de la compra, se incluye hasta el límite
donde la
semántica fracasa y los poemas pierden contundencia. El campo se menea
hasta la
última frase del silencio. Como sucede el beso dentro de su burbuja,
asciende
y cruza líneas prohibidas, estampa su coral aliento sobre el destino del
prójimo.
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