El nombre de un ángel tiene más decimales que pi.
Más dígitos que el carnet del paro del próximo poeta, que el número de
la seguridad social de Lucifer. Hace calor en el Ártico.
Sobra la ropa de abrigo, el clima ha cambiado, pues el espacio ha
descendido sobre la tierra,
así como acotaron los Vedas. Oh, nadie lo creía, ni siquiera Confucio.
Ni Buda en sus meditaciones llegó a prever semejante estímulo, a
embridar ese esguince textual.
Hay que conocer su nombre para llamarlo a voces desde la estación
internacional. Si se guarda en la memoria,
es necesario aportarlo, susurrárselo al camello de los nómadas
o al perrito pekinés. Gritarlo a los cuatro mensajeros del sur, tirarle
bolas de nieve a su eco,
renombrarlo de mil maneras insolentes.
Montada en el tranvía, Jordan encuentra la huella inequívoca de un
ángel:
uno que anida en su interior. Le habla. El ángel ha comenzado a soltar
obscenidades que, además, son verdad.
La belleza lleva un mosca tatuada en el tobillo y el ángel se enciende,
desperdicia una escucha –su polonesa favorita–
en el seguimiento, la indagación costosa y el roneo frontal. Arroja por
la borda el don:
todo por una sonrisa desdentada.
Los poetas montan en el autobús y se incordian, discuten con los
autores nativos en cada unidad del parque.
Y a veces son tratados con cierta consideración. No es fácil toparse
entre las ramas con su formidable estro. Lo seguro es adentrarse en el
silencio y conspirar,
aspirar el aire andrógino de sus elucubraciones.
Arde el soul con mucha calma y del humo surge un nombre de mujer.
Cuatro letras o más, seis letras en principio,
la sinécdoque y el rostro del amor (que arrastra su talento por la
escena). La multitud
comparte un trance sin misterio, las antorchas bostezan en sus manos.
Del cielo
acaba por descender un espejo común, mil párpados inquietos aguantan la
respiración. La ceremonia se prolonga
durante una eternidad sin movimiento. El ángel llama a dios por otro
nombre,
pero Jordan se ha quedado dormida en medio de la luz.
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