Cuando había un cuerpo de policía y en los restaurantes te ponían la
cuenta encima de la mesa,
podías contar palomas, subir escaleras de incendios, trepar a la casita
del árbol,
escalar una pantalla acústica. Luego fueron tirando las tapias a
mordiscos,
se fue cayendo el mundo de espaldas como si le hubiera puesto la
zancadilla
otro planeta. Antes, el aire pertenecía a las corporaciones, ahora es
un producto sofisticado que se mantiene en pie.
Antes, el agua costaba un potosí.
Jordan bebe un líquido acuoso y se marcha sin pagar. Ah, la rodean
sus amigas. Su constelación está formada por una pequeña escuadra de
princesas
destrozadas, como E. Ninguna de ellas se ha puesto nunca un vestido;
solo Jordan usa un vestido blanco para fabricar
entidades poéticas sutiles.
Ese reloj de arena de Borges la persigue por doscientas mil esquinas
sucesivas a causa de la promiscuidad indiscriminada de la ciudad
antigua que reverdece
de hierba protocolaria. Árboles incontables como barriles de petróleo
para calentarse las manos;
el barrio acaba por engullirlo todo, sus bocados son profundos,
automáticos y difíciles de digerir.
Hay un pasaje de humo, el pasadizo eterno por el que salen las novias.
Jordan ha puesto música negra (in memoriam) en el altavoz de la
fábrica, lee novela negra con pretensiones de obra mayor:
judíos en Alaska jugando al ajedrez.
Aaliyah dura más de un siglo –¡qué pensaban? Es el estereotipo
reservado a la deidad, funde
páginas de estilo con un tope de cadera, su cabello flirtea con el
anzuelo del futuro,
edifica nuevos horizontes para el tiempo.
Entre amigas juzgan el poema con severidad, oscilan en la crítica
mientras bailan de prestado la canción del milenio,
mientras el parque se ha hecho de noche al descuido, ha tomado una
decisión
equilibrada (y los monstruos gozan de magnífica salud). Jordan recita
con su voz del rap, no es un trámite:
preferiría no hacerlo. Las palabras son derivadas, todas fracasan un
rato y vuelven
al redil algo cabizbajas, dejando una estela sin eco, un rastro de
inexactitud.
¡Manifiéstate! –le reclaman. Y el poeta se luce, aparece por un brocado
del paisaje, trasegando campo en todas
direcciones, vagueando la respiración. La balada reconoce ahora su
mejor
partitura, el ajuste fino de su melodía. Jordan reposa después de
volar: resulta que los ángeles
existen por encima de dios.
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