Es la importancia de llamarse Edward Hopper. La
relevancia de ser un fondo
buitre del Arte. A quien pudiera interesar: a los
doce años de edad Edward dio el estirón (Amy Belafonte
hizo lo propio a los ciento diez, y eso sí que tiene
tirón comercial).
Es preciso saber, urge abandonar el bálsamo
oscurantista, contaminar los límites
de aquella fan-zone decorada sin ningún
conocimiento. Reclutar peritos y hacedores,
personas letradas que extraigan de cuajo el error
universal.
Jordan no busca pareja, ni siquiera mantiene una
habitación orientada al silencio. Desconoce la felicidad,
sus manos están regadas de sangre, su mente gira a
treinta y tres revoluciones por segundo (la marca personal de Cristo).
Su mente es un diseño básico/inspirado en una
geolocalización cardinal de la galaxia, un faro de Alejandría
hecho de materia bariónica (nada común).
La
pareja de Jordan fingía en un cuadro colgado de la pared de un cuarto piso
destruido
por la radiación, un piso okupado por la historia.
Entonces pasaba el cadillac de la organización y el fondo
hacía sombras como un púgil de cartón-piedra,
incluidas las ramas de los árboles,
incluido el chorro de la fuente y la estatua fugaz
del kilómetro cero.
Amy tenía su poder, Edward tenía su poder, Jordan es
un continente autónomo, su voz completa el eco
del demiurgo – su hito consonante–, ejerce un
protectorado literario que invierte su riqueza en máquinas del millón,
gana peleas ilegales disputadas sin gloria, esboza
una contrapartida en cada verso.
Es la notoriedad que garantiza un nombre omnipotente que arda en
deseos de ser inspeccionado,
diseccionado por gradas de locuaces expertos.
Siempre habrá gente necesitada, colosos neuronales del buen juicio que cuenten
con una infame recua de necesidades, ágiles mentores
que acarreen un fardo pesadísimo de pretensiones
derivadas de una vida golosa e intraducible, una
vida seguida de ceros y más ceros
de angustiosa y clemente autoridad.
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