Una parada de tráfico bajo
pretexto (esta vez sin perro policía), un registro confiscatorio con
consentimiento:
ocasiones para la
introspección y el autocontrol; Destiny®
en medio de la carretera
exhibiendo su placa de cantante de góspel, su biblia de bolsillo y su genética
genial. El Parque
engrasa su código de barras, jóvenes madres se drogan en paz,
los niños juegan a
morder el polvo; la guerra contra la droga
terminó con los bandos y
las bandas, las drogas y las máscaras
de gas, acabó en un
cementerio rodante.
El cadillac del KRIT resopla
como un caballo de carreras,
piafando con los
amortiguadores del hop; en la parrilla como un santo, en modo
hermético, canto rodado
frente al retablo perfecto, la fotografía perfecta de un artículo bello,
arrebatado
por el bendito holograma
de la luz natural.
Sin permiso, sin vagas
referencias. El poema resulta
de un patrimonio y una
forma de auscultar la nada –una nadería. Solo necesita su literatura y su parte
gráfica del pastel de
boda, su cuadro pintado en la cara del árbol, su de Kooning XXII
¡adjudicado! Su consejo
de barrio y Akua Naru construyendo verdadera poesía
descalza sobre una
metáfora soberbia.
Qué ingenuidad. El
contraste es tan nítido. Ni siquiera puede
hablarse de las propias
miserias sin incurrir en flagrante apropiación cultural. Ni siquiera
la muerte queda al
margen. Todo ocurre a gran velocidad. Hay que retirarse a tiempo, sin tiempo de
creer,
hay que leer con
anteojeras, salir a la calle con antifaz, hay que leer
casi la mitad de lo que
no te recomienden, solo un cero a la izquierda de lo que quieren que leas.
Aquí existe una crítica
ingeniosa. Destiny® frente al cadillac del KRIT, la cruz en la cadera,
cierta como una
exposición sin título,
floja pero de hierro,
neutra pero integrada en el espíritu de la época, su Zeitgeist comercial, su
encantadora
dialéctica: epístolas a
los vencidos y cacheos indiscriminados
bajo el pretexto de la teología:
otro verso incautado al silencio, otra muesca en el termómetro
de la felicidad.
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