Ahora Destiny® se
comporta. Observa un comportamiento
razonable, irrespirable,
su belleza no azuza ni vulnera más allá de lo que hieren las buenas cosas
que duelen de verdad.
Dicen que el clima es determinante; en el Parque el clima
es determinante: frío
polar.
Se producen asociaciones
inesperadas: Gericáult y De Creux
(gracias al nervio
óptico* y sus resonancias inesperadas). En efecto, los museos.
Qué redundante describir
un cuadro; resulta improcedente, uno vacila y pone la voz en off, se encuentra
resumido en una conducta
inexplicable,
no guarda la compostura,
uno parece inmerso en un
programa de TVE (mirar un cuadro se llamaba).
Te miras en el espejo y
ves un programa de hace cuarenta años que te devuelve
encima toda la comida atragantada
y todas las litronas trasegadas y amargas, todo aquello
tan rancio como una
cancioncilla infantil que se te hubiera metido en la cabeza.
El clima condiciona la
literatura, que se representa a sí misma en la cama
con un termómetro y una
bolsa de agua caliente, un ladrillo caliente para los pies helados,
la literatura y el té de
las cinco, así que los ingleses
escriben con demasiada
pulcritud y poca gripe española, escasa neumonía.
Destiny® se comporta como
un peón bien enseñado, un corifeo,
una señorita también. Es
como Portia defendiendo su diario de la curiosidad familiar, o como alguien que
disfruta
de una temporada en el
museo. Cuando los cuadros aparecen
magullados es porque el
restaurador ha reblandecido su conciencia, ha abrazado
un buenismo retroactivo
que recapacita, y duda.
La mirada del Ángel
puede volverte del revés, puede
rescatar en ti a un niño
indeseable, una sonrisa de hace un millón de años. Detrás de sus ojos
rutilantes
hay una historia, un
recuerdo trasnochado; es como el retrato
perfecto, un ciervo
herido, toda la materia de los sueños condensada en una maldición
que no se ve venir.
*El nervio óptico es el título de una novela de María Gainza
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