domingo, 12 de julio de 2015

la belleza


Hechos y protección solar. Hemos visto un insecto. Hemos visto un insecto.
Hay dimensiones extras en la naturaleza, es un hecho, un derecho del cosmos, rayos de luz. Años-luz, pasillos
espacio-temporales, creativos. Los creadores han visto la luz, dibujado a su ancestro,
han contextualizado las proporciones, recreado, rellenado como en un viejo tebeo o un cuaderno infantil
(y puntiagudo, por tanto) los colores a mansalva saliéndose en las curvas de la realidad.
Hay que dibujarse un tren, un toro, un tren más rápido que el alma
con sus pasajeros asomados a las ventanillas (fumando). Y el humo de la locomotora que se confunde un poco con el otro.
Las almas corren que se las pelan, insultan mucho. Se reencarnan, tienen ese vicio inmundo. El mundo
conoce almas llenas de gracia que hacen sus deberes, mueren pronto y
pasean por el camposanto las noches de luna. Como insectos.

Hay plantas carnívoras de hermosas flores. Las cadenas rechinan atadas al tobillo del ángel. El ángel se llama
así (podía ser Graciela, pero no). Estos ángeles huérfanos que se ven tanto al caer el crepúsculo nervioso
silabeando su nombre, echando baba sobre la pureza de la hierba, babeando sobre el hombro del destino.

Las chicas. Tres. Una con un vestido rojo por encima de la rodilla. Las otras que no existen. No están en esta foto fija
tomada de este cuadro, tomada en la acera de la pequeña clase, su avenida perfecta
y alumbrada, festejada de postes telegráficos, farolas níveas. La chica se despide de toda una sección,
agita algo su mano y disecciona el presente con propiedad, autoritaria en parte, diseccionando unos acontecimientos
que no acaban de fluir. Ahora pasa el tiempo y ella enciende un cigarrillo como en el vagón restaurante,
como en la barandilla, asomada a un vacío indiferente.

Vamos con el vacío. Aparecen unos labios, luego un dedo acusador. Los ojos
reconsideran su función, su maestría, el impacto que desatan entre la población de ácaros reinante que se funde
y no se reencarna porque no ha pesado lo suficiente. Rosas más altas han caído, de lugares más altos, acantilados, fortalezas,
países enrejados del norte depositarios de una grandeza similar al fracaso. Las chicas han aparecido
ataviadas con sus trajes olímpicos o vestidas de blanco que es el color más lógico. Ha sucedido. La muerte
se ha desperezado o se ha desesperado en cuanto ha visto el dibujo con un fin;
cada cosa en su sitio, cada casa en su calle predestinada, cada huracán en movimiento, cada violento seísmo en su lugar.

Hay universo. Hemos visto una estrella. Hemos visto una estrella. Caer. Del cielo se ha desprendido
un seguro valor, su vuelo procede de otras alas, otro estremecimiento. La gravedad es débil pero basta para mantener
el orden. La materia se busca, coincide, se besan los astros con singular celo y majestuoso
ímpetu. Tan lejos que sus besos resisten el control, acuden como gotas de lluvia. Una con un vestido rojo
que no baila porque no
hay orquesta. Baila en su corazón que late eufórico. La felicidad dispara antes de preguntar. Es saludar y dispara;
hubo un momento en la historia en que manó la sangre, llegó a la altura de la rodilla, como un vestido  
inverso. Qué formidable desgaste. Y ahí se acabó el baile. El resto ha sido espasmo; el resto ha sido
el baile de Antoinette, sin invitaciones. Oh, y las tarjetas limpias, nada. Ni música al final, ni fondo.

Traquetea la historia, echa fantasmas de humo por la nariz francesa, se balancea sobre un cable de acero.
Funambulista. Y la farándula haciendo su teatro con sobras de la vida misma, retazos del aburrimiento de los niños,
espejos, más espejos para verse un trozo del espíritu, para verse de pie. Ella siempre asomada al balcón,
fumando o en silencio, derribándose el alma a golpe de inocencia. Bella como una luz cualquiera.


Markéta Luskačová

sábado, 11 de julio de 2015

mala fortuna


Gracias a dios por la mala fortuna. Pedir un imposible con los ojos abiertos, arrepentirse.
La noche se ha quedado demasiado pequeña, un botón en la americana del tiempo. Hay que subrayarlo
todo por si acaso amanece antes de hora, antes de ayer. El cementerio ha esparcido
sus cenizas y se ha propulsado hacia fuera del ser, qué dogmático e interesante. La muerte cabe en un puño,
cabe en un desfile de ausencias, en un puñado de huesos. Luego el Maestro Zen
masculla (pero tan en silencio que no dura una sílaba y se desvanece en el pasado): No Somos Infinito.

Afuera, pájaros de muchos nombres, las flores semejantes en aroma y ¿tenacidad? El descanso
de la hierba, la torpeza del viento. Hay caricias que merecen una espalda feliz. Látigos que ocuparon su deshonra
cumpliendo un deber obsceno, un evangelio asfixiante y pueril. Cuando la magia no está del lado de los sacerdotes
sus palabras solo abruman a la piedra, son útiles del colapso, herramientas del odio
y la extorsión. La chica del milagro -que así de claramente fue descrita- alza una mano curva y sana el mundo. Tenía
que ser ella, descalza y con un vestido raso, su piel morena haciéndose de rogar. Se trata de conseguir
la redención y una gran cola da la vuelta a la manzana, en fila india esperando la voz.

La luz tiene que morir para que llegue la casta poesía, la poesía clara y en minúscula como una claridad desesperada
en medio del desierto de la fe. La luz ha muerto y las campanas salen de su rabia, salen de su eternidad y su sonido,
chillan un monumento al rojo de la sangre que se hiela en el verso. Los pájaros, cientos, como nubes
desiguales de extraña longitud, frágil tamaño, nubes de agua pura que aletearan su mecanismo inerte, la inercia
de su santa voluntad. El aire quebrándose en un grito formado por un millón de frases lentas,
un festival de otoño mucho antes de la construcción del primer sueño posible.

Gracias por el mal sueño del futuro, su maldito esplendor, su rosa pálido. Gracias por el brillo
que resuena en las tumbas de los poetas muertos en la prisión del arte. El silencio se ha tragado las voces más amargas,
en su vientre alborotan los libros, las infames profecías del atardecer: un paisaje común.
Frente al vacío, las ramas de un árbol encendido, la llama fuerte de la creación. Una mujer valiente, desnuda
entre las manos del fuego, que recicla un milagro para sí, para su gente,
y rebusca en los contenedores con un gancho patético, hermosa como una sociedad ilimitada o un puente de hierro.

El arco iris tiembla de emoción porque ha llovido en el paraíso y están en casa los ángeles, temerosos
del genio de su padre. Alguien que se parece a ella -pero quizás lo sea- cruza la escena por el lado salvaje; va cobijando
un amor duro como una pelota de béisbol, su medicina de color café; y sus piernas son centrales,
sus ojos, dos tanques liberando París, su pecho, una excepción a la melancolía. El suyo,
el corazón más alto de la tierra.  




miércoles, 8 de julio de 2015

de diez


Vengan los constructores de palabras, constructores de planetas.
Aterricen aquí. Construir una palabra no es tarea fácil: amor
o socialismo. Desmontad el amor del verdugo y estará plagado de justificaciones. El socialismo se construye
a partir de la patria, pero salen goteras por el himno, sus columnas son mástiles. El amor es mejor
no derribarlo, es un castillo de arena que no teme a las olas, se desnuca con un latiguillo funk. Es mejor
no cansarlo, veloz como un latido que se va.

Id a construir un beso, arrancadle montañas a la luna. Un beso tiene sus cimientos de madera, su tejado de plumas.
La espuma de los besos sabe a sal, deja un regusto a siempre.

El poeta moldea un término flexible que significa adiós. Un poema siempre significa lo contrario. Es mejor
no leerlo demasiado. No leerlo demasiado deprisa. Déjalo en el doble fondo
de la maleta extraviada en el aeropuerto, donde va también ese polvo extranjero; déjalo debajo de la tabla del parqué,
esa donde guardas lo que nadie ha visto. Es mejor porque el poema ha fabricado el amor antes que nada,
de la nada. Ni el poeta ha advertido ese milagro.

Los milagros -todo el mundo lo sabe- son para esta chica curiosa. La que pasea descalza por una avenida cinematográfica,
quizás en San Antonio, y sale en una novela sin censura (y sin cortar). La obra es
inmejorable: ella milagrea apenas como una virgen pero sin apodo, como santamaría pero trabajadora.
Cerca del desierto los imposibles toman un cuerpo enérgico en vez de frágil y se cumplen lo mismo que los años
o las promesas rotas. La chica es una colegiala moderna y literal que anda subiéndose
por los árboles, transformando en fruta la imposible soledad.

Ella ha construido un beso fuera del poema. La palabra elegida es un secreto bajo el río,
está en la orilla, a la orilla del río junto a unas piedras / unas ramas / un frescor soleado y feliz, allí los peces, los cangrejos,
la sombra que aletea perdida y se consume como un rato. Resulta que este beso es un bocado de tiempo,
un segundo en la punta de la lengua.

Los fundadores (¡mientras tanto!) han alzado una torre de versos de belleza infinita, aunque
¿quién atesora la belleza? Una corte de poetas se ha figurado en trance, ha entrado en trance para apuntalar el verso.
La belleza se ha mecido entre dos troncos puros rodeados de flores.
Ha destacado tan sobresaliente en la carrera hacia el azul, hacia el claro verano y sus tardes tranquilas;
ha puntuado el columpio de las niñas dando un diez.

Ah, hasta el amor ha quebrantado sus vértebras, se ha volcado en las dunas, ha merodeado la muralla
que sostiene en vilo su dulzura. Los rascacielos tienen cuatro letras ahora
y una base de silencio.



domingo, 5 de julio de 2015

silencio


Keny -K- sufre. Sensible. En Francia el frío como el hielo, las noches, trozos de noche helada.
Siempre se encuentra una estación de Francia para llegar al cielo.
El viaje se complica, no hay billetes: puedes ir de polizón, eludir al revisor que inspecciona los vagones con esa mala idea.
Da igual; la nube se despinta a chorros de licor, benefactora. Suave es el país
del vino y los licores, reducto de la inteligencia, bastión y recoveco. Se suceden los paisajes orientales,
el tabú de unos pies vendados, diminutos, la sonrisa sintoísta, karma y virtud.

El sufrimiento entremezclado con dosis de relatividad. El mundo es un relato
que adquiere pautas, visos de realismo salvaje, limpia realidad aun a rebosar de sangre. Lápidas que se inundan
de sangre y de color, lápidas solas en una esquina del valle; a falta de una crónica tranquilizadora, la reseña verbal
tímida como un grito. A falta de algún detalle tranquilizador, aterrador, el signo precisamente dado
a tal efecto, la producción del miedo, una producción de serie B.

Ella está actuando, actúa llevada por el romanticismo, a la luz de su ideología amorosa. K es una chica con elevados
principios, sincera con su amor. Su verso es reflejo de otra alma.

Vuelan palabras en línea, curvas casi redondas, redondeadas líneas más cortas que decir ni mu. En esto, los chicos
cortan la avenida con barricadas de humo, letras de una canción latinoamericana que habla
de la patria. Keny batalla con un libro de poemas. Entabla un diálogo perfecto en el que no se oye una voz
más alta que otra, ni la voz del poeta ni la suya. Un coro de misterio alejándose del borde, mirando
al mar con ojos claros, pintados de horizonte. La letra del amor disimula su encanto y K viaja en su mundo tan probable,
lleno de música, asimilando el curso de aquel río, su vértigo profundo.

Sufre la tierra su manía rotatoria, el giro meticuloso, su elegancia gravitacional. En medio del universo el sistema
se tiene en pie, sin orgullo. El espacio padece por culpa de su dinámica legal, los campos de energía que acometen con furia,
energía transformable, amable, un poco manirrota también. Y aquí la gente se conforma con una tarde
de viento, un pequeño síndrome glacial, la miscelánea climática que expande sus recursos.

K sufre por alguien que no canta, no hace valer su voz. Demasiada preocupación para la belleza y su rango. Su pelo,
tremendo cabello, luce triste y hermoso como una soledad agonizante, un indicativo del amor que comparece
ataviado de luna y fantasía; es el momento de sacar el mejor vino, la fruta más dulce, el pan inexcusable. Oh, es precioso
verla sufrir ensimismada en un galón de oxígeno, un paraje estepario que contiene sus rápidas palomas,
su resplandor de flores, su trágico final. Verla llorar a paso lento
con un dedo en los labios.




jueves, 2 de julio de 2015

(a veces hay que) arriar una bandera


Hay un triángulo para subir; es una pared, un ángulo, un rincón hacia arriba, recto como se sabe,
recto hacia arriba interminable. El lugar es el cielo. No hay almas aún. Aún no han salido de paseo las almas
a visitar la noche, de visita guiada. Son miles y su enfado, millones y sus cicatrices y su gloria. Su halo
puede verse, puede oírse. En el centro de la plaza, escaleras de todos los colores. Y las almas descienden,
toman tierra entre sus manos huecas, se despiden de todos otra vez. Una que murió por accidente,
otra que murió porque se muere, otra y otra y otra más. Una que fue asesinada
por un hombre de buen corazón que salía del templo, que acudió al templo con su familia, sus hijas pequeñas,
su esposa confiada y erguida, ellos con la cabeza bien alta, por la acera, acaparando acera
toda la familia de a cuatro a todo lo ancho. Bien. Y su rifle compasivo, su rifle de caza, su arma de defensa nacional
para defenderlas a ellas: de quién. Si disparó a doscientos metros escondido entre la maleza,
escondido en el parque de al lado de su casa; y disparó a su vecino que era un hombre de bien.

De pronto las almas vuelan sin saber por qué, vuelan y dan vueltas sobre el horizonte de la historia, estudian historia,
se la comen, se beben la historia a sorbos excelentes; aprenden a suspender la verdad de un cable,
a suspenderse de una soga. Crucificados. En su lugar de expresión, donde yacen o columpian sus espectros,
ocurre una gran crucifixión conjunta familiar; clavados en su cruz por la razón y el mito
que se ha de creer. Tanta creencia que se hace real, se realiza y la sangre inunda la mitad de una nube, hasta la rodilla
de sangre, la sangre que escapa por las puertas cerradas, que escapa por los quicios, por la nariz
y la boca. Esta historia es un rayo de sangre, un río de sangre que desemboca en un mar oscuro y seco, como algo natural.

Y entre las almas, ella. Superior a las almas, alzándose sobre la poesía de las almas, sobre la poesía
de la muerte, su poderosa voz que no reconoce silencio alguno ni tramita otro vínculo que el de la soledad. Esta poesía,
¡qué poco redonda!, ¡qué mejorable!, ¡deplorable! La poesía quiere recordar su esencia, transmitir su cordura,
estilo, dimensión. La poesía siempre es culpable, incluso cuando trata de decir la verdad: no lo consigue. Nunca.
Ah, ahora la belleza y la verdad son cosas diferentes. La verdad es patrimonio de las almas. Y suya. Suya porque asciende,
suya porque avanza sin poema, con el único auxilio de su ojos negros, con ayuda de su piel
abstracta, su lengua extranjera de este mundo.

Hubo un arte tal vez semejante a su arte sin retorno, su artesanía pura más inocente que el arte, más redonda
que el Sol que tanto gira. El arte redondeó su figura sin ella saberlo, la hizo estrella, culminó
su forma, su obra que razonaba y se parecía a los libros y los cuadros, a una escultura genial y abandonada,
enterrada o sumergida bajo el océano. Su movimiento en el arte era el de los mármoles sagrados.
No conocían los espejos tales imágenes de soberbia libertad, no había usado el agua esa decencia antigua y deseada,
la urbanidad de las mujeres reales. ¡Cuánta dignidad si existiera un espacio para amarla! Y fue que a flor de piel,
no desangrándose, aupada en hombros de gigantes, científicos del ser, mujeres altas, libres y cansadas.
Y fue que descubrió su tarea, la obligación de una vida. Llovía entonces por el cielo azul;
las almas descansaban en el sueño y los pájaros no aspiraban a conquistar la luz del día, su trino era un consejo al caminante;

Cómo calculó la hora del planeta y plantó cara a un una nación de cuervos, el símbolo grotesco,
falsa cultura, épica de catedrales robadas; la furtiva miseria de los poseedores, su instantánea desdicha, al descubierto.
A pleno sol, un aspa derribada. Ella en el vértice de la pirámide mirando al cielo con infinita misericordia.




martes, 30 de junio de 2015

grace


Tuvo una visión: un ángel rubio y terrible se materializó como un estrago, defendió su argumento
calcinante e incendió la casa, puso fin al trasiego de recuerdos, la nostálgica rueda
del ayer infinito. El ángel se llamaba Grace y tenía el cabello ensortijado, redondo como un casco militar,
sucio como la luz que atravesaba el cielo en ese instante. De aquella turbiedad; olas de luz
comenzaron a dislocar el tiempo, andanadas de luz caían del espacio retribuyéndose en el acto, hojeando
sus manecillas tísicas, ardillas temporales, sus bracitos áureos, similares a tallos, cuerpos de rosa. El ángel no tenía
nombre y se mostraba tan iluso, divertido de su acción aleatoria, exclamatoria, la brillante condición
de su muda retórica. Ni siquiera una palabra, un gesto rítmico y demasiado fácil
incluso para la guerra que no requiere de ninguna diplomacia ni procura guardar la compostura y las formas. Su forma
era territorio, ámbito invadido por el alma gigante de algún dios enterrado. El alma de Yahvé, desinteresada
de los negocios humanos y sus tribulaciones, hecha al desgaste de la incongruencia.

Pues has de creer en el desierto como único asilo, arca contra el desamparo. El diluvio vendrá
desordenado en sus credenciales, río bravo. Pero la arena absorberá las aguas. Esta es la playa que no encuentra su mar,
el punto crítico en el que habrá que desaparecer del mundo, la zona muerta, más muerta que un carretera solitaria,
muerta como un silo nuclear. Una cualidad del desierto es lo arrebatador. Te arrebata la palabra en primer término,
termina arrebatándote el silencio. Escena total, cielo por todos lados, bajo los pies, el cielo, a la izquierda,
a la derecha, por encima del cielo, el cielo; una maldición para retirarse, reiterativa. El demonio haciendo de las suyas
con la piel. El cielo es la piel del mal, cuando lo pinchas sangra la miseria de la humanidad. Más: el desierto
es la entraña misma, el organismo que entra en metamorfosis y dispara la metáfora,
significa un proyecto adecuado a un entorno pasado por las armas, una ensalada de minúsculo vacío llenándose la boca
de verdad. Ni estrellado es tan bello, no emociona como un árbol ejemplar y no rinde tributo a su tamaño.

La metáfora es una lluvia de fuego. Fue el destino. Fue la decisión de un ser exagerado, vestido de luz
como un poeta. Las palabras descendieron, fina lluvia de rayos pálidos, todas ajenas al poema, ajenas al verso
que integraban, que se deshacía en explosiones ideales. La belleza fue suya durante un breve lapso, un suspiro,
mientras desentrañaba el aire la pertinencia del verbo y su cargo doméstico y procuraba evitar el maleficio,
el espectáculo del arte desdeñó la curvatura de la llama que ascendía de raíz en raíz como un reguero de sueños
y lanzó su pronóstico firme, en el tono exacto, la verdadera música que retumba en los oídos del templo
y se conmueve en cúmulos y catacumbas, vertiginosa nube de futuro.

Así, vibró el ave con alas de granizo; el pájaro en la física como una solución, más que una fórmula,
desarrollando la longitud del arco. El aire que contrae matrimonio con el alba y se proclama esclavo de otra raza
procedente de un falso paraíso. Así buscaba el ángel el talón del día para rematar su labor de sombra, daba vueltas al amor
con el alma entre los labios como un secreto que no pudiera demorarse, como esperando un tren
cargado de razones en la estación final del firmamento, donde no alumbra sino un corazón roto.




sábado, 27 de junio de 2015

el infame equilibrio de la realidad


Soñar es lo recomendable, aletargarse. La lista de sueños puede reducirse a la pesadilla cotidiana, el espasmo
de rigor. También uno se despierta, se despereza, ronca por lo bajinis. A todo trapo y siempre con sueño
puesto en pie frente a la máquina insensible, déspota; que te caes porque dormir es lo suyo,
a todas horas: en la litera de la compañía de transeúntes, en la garita esperando el relevo o la visita de la guardia,
en el acto. Los sueños se terminan y allí está Freddy con su jersey a rayas, moda y rencor.

Qué sueño fraternal con lindas diosas, náyades absurdas, chicas que se expresan en idiomas azules, tienen sabor a quién.
Tampoco está de más el sueño de los dientes mecánicos que se desarticulan y chirrían, rechinan como tiza en la pizarra,
como locos cada uno por su lado. Están los amigos que no faltan a la cita con el sueño eterno, pero no son amigos,
sino perros con el mismo collar y persiguen el mal con gran ahínco, hacen el mal con chulería
y un punto de desapego intelectual, como quien pisa una hormiga o aplasta una benefactora araña sin apesadumbrarse
(lo que puede acarrear un destino funesto). En el sueño, los amigos se muestran como son: fantasmas
de una sola voz, boqueras como en el talego, gente que te odia cordialmente
y no sabe cómo decírtelo a la cara, no encuentra el momento.

Soñar es conveniente para no morirse de asco. Soñar con chicas africanas de piel blanca, suecas de papel cartón,
chicas japonesas con minifaldas art-decó y medias sonrisas a lo Gogo Yubari (¡que escondan amenazas veladas,
amputaciones y todo!). Soñar con un mar más gigante todavía, planetario y abarcable a un tiempo como solo en el sueño
puede suceder. Pensar dentro del sueño a mil por hora, ser un librepensador dentro del sueño,
el que encuentra soluciones descabelladas, pero inútiles.

Un toque familiar como es debido, siempre agnóstico, solo compatible con el ateísmo fugaz de los lighters
más irreductibles. El cura, sin duda, en el sueño es el saco de las hostias. Los templos se derrumban y aceleran
su aluminosis rampante -culpa del desarrollismo medieval-, mil enfermedades de la piedra y la madera, mitos que se desmoronan.
La familia aparece y desaparece y algunos de ellos parecen extraños incluso, con sus jetas extrañas,
sus extrañas fachas de peón tan poco aristocráticas y tan indefinidas, tan brutales;
las fachas familiares son apariciones que no sientan bien y amedrentan, son de pánico porque irradian familiaridad
pero sin concretar su origen. La familia es una colección de bastardos estridentes, con sus caras de incredulidad
y eternidad mal disimulada.

En el sueño, el verso se rasga las vestiduras aunque vaya desnudo como un monarca débil.
Es un mercader de Venecia venido a menos, un pobre campesino ruso depositario de alguna esencia inmarcesible
que Pushkin cantara con su vieja lira. Con la rima por los suelos, harapiento; un correveidile sin nada que contar,
algo vacío de sustancia. El verso deviene insustancial, no existe mucho, se equivoca y tiende al ripio de las almas crudas.
Dice saber de política, entiende de pactos sociales y medidas apropiadas. Es que se clava una astilla
en el pulgar y no grita ni profiere o lo hace en silencio para que no se enteren los conserjes y no salgan los clérigos
pitando de sus claustros blandiendo sagradas escrituras que lo desautoricen. Lo pinchas y no sangra de puro recital.

Y lo mejor del sueño es a plena luna llena con el pecho lobuno lleno de pelos en el pecho -si se tercia-, lleno de luces
si eres una estrella, lleno de paz y en paz como un camposanto de paseo por el campo, un cementerio indio
que se moviese al son extraordinario de una banda de jazz de New Orleans, bamboleándose sin pudor ni angustia
por el tiempo perdido. El alma, a ras de sueño, es solo sueño. Y dios no puede ser soñado por otros,
pues rompería el infame equilibrio de la realidad. El sueño es la intrahistoria, y lo demás es vértigo.



jueves, 25 de junio de 2015

guerra y paz


Largo camino largo, largo para sus pies de aguja, largo para soñar.
Expulsados, arrojados al frío desde la noche de los tiempos; los niños a la espalda, el niño con su hatillo,
Huckleberry Finn con la sonrisa por el aire, lejos de él, ajena como un gato o una nube. Algo que no faltaba
era el trabajo, andar y trabajar, trabajar en el descanso, el exilio es una jornada permanente, veinticuatro horas sin sueldo
ni descanso: a trabajar en el descanso, trabajar mientras se duerme en el duro suelo de la estación, en el suelo
helado del bosque, lejos de las civilizaciones y sus tazas de té caliente, lejos del humo de los cigarros, del humo
delator de las fogatas. El niño aprende su destajo, aprende de sus padres
que no comen ni una vez al día, que ayunan y se desmejoran, roban a veces alguna fruta, algún melón amargo,
hurtan un poco de arroz, un pedazo de pan negro, se disputan los restos con los perros salvajes.

El camino es un destierro, oscuro como todos los desahucios, un desamparo total, sin reloj y sin mesa camilla,
sin camastro ni jergón, casi sin sol, sin ton ni son, arbitrario como solo puede serlo un desalojo, el desarrollo de una nube
ajena que acaba cayéndote del cielo. Las chinches, los piojos, compañeros de viaje; los viejos camaradas
que no se tienen de pie y recuerdan el color de su bandera, las bellas herramientas, sus familias llenas de hermanos
y hermanas compasivas y hermosas, la constancia del hogar, y su pérdida.

Vamos con ella, que camina y canturrea como siempre, canturrea su rap en mil novecientos treinta y seis, en mil novecientos 
cuarenta y dos o en mil novecientos sesenta y cinco, tal vez en Alabama,
puede que en París o San Francisco. Su cabello rizado, su cabello liso, Dora, Claudette, Asayo, una muchacha negra
y preciosa, una muchacha judía y distinguida, un chica oriental después de todo. Su andar tan elegante, sus movimientos
ávidos de raza, ávidos de miradas, ávidos. Su raza por encima de ellas, su raza en un cartel luminoso,
en los rostros, en las manos, en las piernas largas y flexibles. Su cuerpo
hecho a semejanza del viento, su voz desatando jilgueros por el campo en llamas. Un verso dibujado en la corteza del árbol,
un beso como un cargo de conciencia, dispuesto a emigrar hacia otros labios. Besos amontonados,
desde el rincón del arte que sofoca el recreo de las mariposas y seduce a los ríos, conquista abismos en la cima del mundo,
libra batallas sin cuento contra la soledad y el espíritu. El arte contra el alma: guerra y paz.

Ella se agota, ellas descansan trabajando más, se agotan y descansan tumbadas sobre una mesa de operaciones,
postradas en el lecho de muerte. Duermen en iglesias protestantes, en postales budistas, al pie de las estatuas, entre
las columnas de la gran mezquita. Desmenuzan las sobras, los tallos, los terrones, se mastican los huesos
y vuelcan los ojos hacia el mar. Ella trabaja con una mano a la espalda, con una mano sola mientras escribe una canción
de cuna, mientras se acuerda de su madre y tacha los pedazos de silencio, y borra su encerado de esperanza.
Pronto crea un vacío más profundo que el de las religiones, un hoyo cruel -tumba de sus antepasados-
y espera el regreso atolondrado del ayer. Reza sin ponerse de rodillas, se burla
de los ángeles autistas que planean revoluciones invisibles; abraza la fe de los depredadores.

Por el camino fértil. Por el camino ingrato, extenso y rudo. Polvo y enfermedades contagiosas, polvo y suciedad
o esa limpieza en seco de la naturaleza que no sabe de aromas ni de tempestades, ni reconoce obstáculos
ni le pone trabas a los pensamientos, por muy desordenados que aparezcan, ni se acaba en la noche de los cuervos
ni se acaba en un grito. Ni termina jamás de retorcerse.


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